La corona de hierba (88 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

Luego, el primer cónsul celebró las elecciones de censores, y Lucio Julio César y Publio Licinio Craso asumieron el cargo. Ya antes de cursar los contratos sacerdotales, Lucio César anunció que, en honor de su antepasado Eneas, derogaba todos los impuestos de la ciudad de Troya, su venerado Illium. Como Troya no era más que un pequeño pueblo, se lo consintieron sin oposición. Escauro, príncipe del Senado —que habría podido plantear objeciones—, estuvo distraído con la llegada de los dos reyes fugitivos, Nicomedes de Bitinia y Ariobarzanes de Capadocia, quienes lloriqueaban y sobornaban con igual fervor, y no acababan de entender que a Roma le interesase más la guerra con los itálicos que declarar la guerra a Mitrídates.

El principal opositor a la ley emancipatoria de Lucio César fue Quinto Vario, por temor a convertirse en la primera víctima de ella. Los nuevos tribunos de la plebe se le echaron encima como lobos, dirigidos por Marco Plautio Silvano. Con una rápida
lex Plautia
, la comisión variana —que hasta entonces juzgaba a los que habían apoyado la causa de otorgar la ciudadanía a los itálicos— se convirtió en la comisión plautiana, para juzgar a los que habían intentado negar la ciudadanía a los itálicos. Fue el hermano menor de Lucio César, el bizco César Estrabón, quien extrajo la paja de la suerte para el primer juicio de la comisión plautiana: el caso de Quinto Vario Severo Hybrida Sucronensis.

La técnica de César Estrabón fue, como de costumbre, brillante. El veredicto era previsible mucho antes de que se viese la quinta sesión del juicio de Quinto Vario, en particular porque en virtud de la
lex Plautia
los caballeros del jurado habían sido sustituidos por ciudadanos de todas las clases de las treinta y cinco tribus. Quinto Vario optó por no esperar el veredicto y, para gran aflicción de sus íntimos amigos Lucio Marcio Filipo y el joven Cayo Flavio Fimbria, se envenenó. Pero desgraciadamente no supo elegir bien la pócima y estuvo agonizando varios días. Sólo sus escasos amigos acudieron al funeral, durante el cual Fimbria juró vengarse de César Estrabón.

—Preguntadme si tengo miedo —dijo César Estrabón a sus hermanos, Quinto Lutacio Catulo César y Lucio Julio César, que no habían asistido al funeral y se habían quedado con Escauro, príncipe del Senado, en la escalinata de la Cámara para ver qué sucedía.

—Tú desafiarías a Hércules y Hades —dijo Escauro, con pícara mirada.

—Os diré el desafío que voy a hacer: presentarme a cónsul sin haber sido antes pretor —respondió Estrabón.

—¿Y para qué quieres hacer eso? —inquirió Escauro.

—Para poner a prueba la ley.

—¡Aaah, cómo sois los abogados! —exclamó Catulo César—. Todos igual: sois capaces de verificar en términos legales lo que constituye la virginidad de las vestales. Lo juraría.

—¡Creo que ya lo hemos hecho! —dijo César Estrabón, riendo.

—Bueno —dijo Escauro—, voy a ver cómo está Cayo Mario y luego me iré a casa a preparar mi discurso. ¿Cuándo te marchas a Capua? —añadió, mirando a Catulo César.

—Mañana.

—¡Quinto Lutacio, no te vayas, te lo suplico! ¡Quédate hasta finales del intervalo de mercado para oir mi discurso! Creo que va a ser el más importante de mi vida.

—Eso es mucho decir —comentó Catulo César, que había venido de Capua para ver cómo su hermano Lucio César derogaba el tributo de Troya—. ¿Podrías decirme de qué trata?

—Desde luego. Sobre aprestarnos para la guerra contra el rey Mitrídates del Ponto —contestó afablemente Escauro.

Los Césares se le quedaron mirando.

—Ya veo que tampoco ninguno de vosotros cree que se nos viene encima. ¡Pues se nos viene, caballeros, os lo aseguro!

Y el príncipe del Senado echó a andar hacia el clivus Argentarius.

Encontró a Julia con su cuñada Aurelia. Las dos mujeres tenían una prestancia tan encantadora, tan genuinamente romana, que no pudo contenerse y les besó las manos, homenaje poco corriente en Escauro.

—¿Estás enfermo, Marco Emilio? —inquirió Julia, sonriendo y mirando a Aurelia.

—Sólo muy cansado, Julia, pero no al punto de no poder apreciar la hermosura. ¿Cómo se encuentra hoy el gran hombre? —añadió, señalando con la cabeza hacia la puerta del despacho.

—Mucho más animado, gracias a Aurelia —respondió la esposa del gran hombre.

—¿Y pues?

—Le ha traído compañía.

—¿Quién?

—Mi hijo, el pequeño César —contestó Aurelia.

—¿Un niño?

Julia se echó a reír, mientras se les adelantaba hacia el despacho.

—Sí, con sus escasos once años, supongo que es un niño, pero en todos los demás aspectos, Marco Emilio, el pequeño César es tan adulto como tú. Cayo Mario comienza a mejorar de forma espectacular, pero está aburrido. La parálisis le entorpece para moverse, pero, por otra parte, detesta estar en cama. Esposo, ha venido Marco Emilio a visitarte —añadió, abriendo la puerta del despacho.

Mario estaba tumbado en una camilla debajo de una ventana que daba al jardín, con el lado izquierdo inútil recostado en almohadones y la camilla situada de modo que su lado útil fuera el que se veia al entrar. En un taburete a sus pies estaba sentado el hijo de Aurelia, o eso supuso Escauro, porque no conocía al pequeño.

Sí, un auténtico César, se dijo, recordando que acababa de estar con otros tres. Alto, bien parecido y rubio. Este, además, tenía el aire de Aurelia.

—Príncipe del Senado, te presento a Cayo Julio —dijo Julia.

—Siéntate, muchacho —dijo Escauro, inclinándose a apretar la mano derecha de Mario—. ¿Cómo va eso, Cayo Mario?

—Despacio —contestó Mario, aún con el habla torpe—. Como ves, las mujeres me han puesto un perro guardián. Es mi Cancerbero.

—Un perrillo guardián, más bien —comentó Escauro, sentándose en la silla que el pequeño César le había acercado antes de volver a sentarse en la banqueta—. ¿Y cuáles son exactamente tus obligaciones, jovencito?

—Aún no lo sé —contestó el pequeño César sin dar muestra alguna de timidez—. Mi madre me ha traído hoy.

—Yo creo que las mujeres piensan que necesito alguien que me lea —dijo Mario—. ¿Tú qué crees, joven César?

—Yo prefiero hablar con Cayo Mario en vez de leer —contestó el pequeño con desenfado—. Tío Mario no escribe libros, pero yo muchas veces he pensado que me gustaría que lo hiciese. Quiero saber todo lo relativo a los germanos.

—Plantea preguntas muy interesantes —dijo Mario, a punto de caer abatido al intentar moverse.

El niño se puso en pie inmediatamente y aguantó el brazo derecho de Mario para que pudiese cambiar de postura. Lo había hecho sin nerviosismo ni aturdimiento, y dando muestras, además, de bastante fuerza para su edad.

—¡Así estoy mejor! —dijo Mario jadeante, ahora que podía ver mejor la cara de Escauro—. Me voy a llevar bien con mi guardián.

Escauro se estuvo una hora, más fascinado por el pequeño César que atento a la enfermedad de Mario. Aunque el niño no tomó ninguna iniciativa de conversación, contestó a las preguntas que le hacían con la dignidad y soltura de un adulto y escuchó atentamente la conversación de Mario y Escauro sobre la incursión de Mitrídates en Bitinia y Capadocia.

—Has leído bastante para tener diez años, pequeño César —dijo Escauro cuando se levantaba para marcharse—. ¿Conoces por casualidad a un muchacho que se llama Marco Tulio Cicerón?

—Sólo de nombre, príncipe del Senado. Dicen que será el mejor abogado que haya habido en Roma.

—Puede que sí, puede que no —comentó Escauro, yendo hacia la puerta—. De momento, Marco Cicerón está haciendo sus deberes militares. Volveré a verte dentro de dos o tres días, Cayo Mario, dado que no puedes acudir al Senado a oír mi discurso. Lo ensayaré delante de ti… y del pequeño César.

Escauro dirigió sus pasos hacia su casa en el Palatino, sintiéndose muy cansado y más preocupado por el estado de Mario de lo que realmente quería admitir. Habían transcurrido seis meses y el gran hombre aún seguía confinado en aquella camilla en su
tablinum
. Quizá la compañía del niño le sirviera de acicate. ¡Era una buena idea! Pero dudaba que su viejo amigo y enemigo mejorase lo bastante para acudir a las reuniones del Senado.

El largo camino hasta la escalinata de las Vestales le había rendido, y tuvo que detenerse en el clivus Victoriae a descansar antes de cubrir el breve trecho hasta su casa. Preocupado por las dificultades que tendría que vencer para causar impresión a los padres conscriptos y hacerles ver la urgencia de los asuntos de Asia Menor, llamó a la puerta y le abrió su esposa en vez del portero.

¡Qué maravillosa era!, pensó, mirándola al rostro con gran deleite. Todas las contrariedades se habían desvanecido hacía tiempo y ahora la amaba profundamente. Gracias por el regalo, Quinto Cecilio, pensó, recordando con afecto a su fallecido amigo Metelo Numídico el Meneitos, pues era él quien le había dado a Cecilia Metela Dalmática.

Alargó la mano para acariciarla e inclinó la cabeza para descansarla en su pecho y sentir aquella piel joven. Cerró los ojos y suspiró.

—¡Marco Emilio! —exclamó ella de pronto, aguantándole a pulso con dificultad—. ¿Qué sucede, qué te pasa?

Fue el mayordomo quien contestó, momentos después, levantándose de la camilla junto a la cual estaba arrodillado y en la que yacía Marco Emilio Escauro, príncipe del Senado.

—Ha muerto,
domina
. Marco Emilio ha muerto.

Casi en el mismo momento en que la noticia de la muerte de Escauro, príncipe del Senado, se difundía por Roma, llegaba la noticia de que Sexto Julio César había muerto de inflamación pulmonar durante el asedio de Asculum Picentum. Tras asimilar el contenido de la carta del legado de Sexto César, Cayo Baebio, Pompeyo Estrabón tomó una decisión. En cuanto concluyese el funeral oficial de Escauro, emprendería la marcha hacia Asculum Picentum.

Era muy raro que el Senado aprobase la asignación de fondos para un funeral, pero, incluso en circunstancias difíciles como las que se vivían entonces, era impensable que Escauro no recibiera honras funerarias oficiales. Toda Roma le adoraba y toda Roma acudió a rendirle el último homenaje. Las cosas ya no serían iguales sin la calva cabeza de Marco Emilio reflejando el sol como un espejo, sin los hermosos ojos verdes de Marco Emilio vigilando implacables a los malos de alto linaje de Roma, sin el ingenio, el humor y el coraje de Marco Emilio. Su recuerdo perduraría.

Para Marco Tulio Cicerón, el hecho de salir de aquella Roma adornada con ramas de ciprés fue un mal presagio; también para él moría todo lo que más quería: el Foro y los libros, la ley y la retórica. Su madre estaba ocupada alquilando la casa del
Carinae
, ya con las cajas del equipaje listas para el regreso a Arpinum, aunque a él no le había preparado nada ni estaba cuando quiso despedirse de ella. Salió a la calle y dejó que le ayudasen a montar en el caballo que su padre le había enviado del campo, ya que la familia no tenía el honor de disponer del Caballo Público; llevaba sus pertenencias cargadas en una mula, y lo que no cabía, atrás quedaba. Pompeyo Estrabón mandaba un pequeño ejército y no toleraba que sus subordinados llevasen exceso de equipaje. Cicerón se había enterado gracias a su nuevo amigo Pompeyo, con quien se reunió fuera de la ciudad, en la Via Lata, una hora después.

Hacía mucho frío y el viento mordía. Los carámbanos que colgaban de balcones y árboles comenzaban a derretirse cuando el modesto estado mayor de Pompeyo Estrabón iniciaba el viaje hacia el norte en pleno invierno. Parte del ejército del general había permanecido acampado en el Campo de Marte desde el día del desfile en su triunfo y ya se había puesto en marcha antes que el estado mayor. El resto de las seis legiones aguardaban en Veii, cerca de Roma. Allí acamparon aquella noche, y Cicerón se vio compartiendo la tienda con otros cadetes del estado mayor del general, unos ocho jóvenes de edades comprendidas entre los dieciséis años que tenía Pompeyo y los veintitrés de Lucio Volumnio. Durante la jornada, el viaje no había dado tiempo para conocer a los otros cadetes y Cicerón tuvo que afrontar la penosa experiencia al plantar el campamento; él no tenía ni idea de cómo se montaba una tienda ni lo que había que hacer y se quedó apartado, reconcomido hasta que Pompeyo le arrojó una cuerda y le dijo que aguantara sin moverse.

Recordando aquella primera noche en la tienda con los cadetes, con la ventaja de la distancia del tiempo y la edad, lo que más chocó a Cicerón fue el modo espontáneo y sin tapujos con que Pompeyo le ayudó sin decir que era su protegido y el hecho de que no le atormentasen por su aspecto físico. El hijo del general era indudablemente el jefe de tienda, pero no por ser el hijo del general, pues no era culto ni libresco, sino porque la inteligencia de Pompeyo era notable y poseía una seguridad sin fallos; era un autócrata nato, impaciente ante las limitaciones, intolerante con los necios. Quizá por eso le había gustado Cicerón, que no era nada tonto y menos aún persona inclinada a imponer limitaciones.

—Tus pertrechos no sirven —le dijo a Cicerón, mirando las pertenencias que había descargado de la mula.

—Nadie me indicó lo que había que traer —contestó Cicerón, castañeteándole los dientes y con la cara morada de frío.

—¿No tienes a tu madre o a una hermana? Ellas siempre saben lo que hay que preparar —replicó Pompeyo.

—Madre sí, pero no tengo hermanas —contestó sin poder contener el tembleque—. Pero mi madre no me quiere.

—¿No traes pantalones, ni manoplas, ni túnicas de lana doble, ni calcetines gruesos, ni gorro de lana?

¿Qué muchacho de diecisiete años piensa en ropa de abrigo?, se preguntaría Cicerón años más tarde, sintiendo aún el ánimo que le había infundido Pompeyo cuando, sin pedir permiso a nadie, hizo que los demás le diesen prendas calientes.

—No lloriqueéis, tenéis de sobra —dijo Pompeyo a los otros—. Marco Tulio será idiota en ciertos aspectos, pero también es más listo que todos nosotros juntos. Y es mi amigo. Podéis dar gracias a vuestra buena estrella de que tengáis madres y hermanas que os han preparado el equipaje. ¡Volumnio, tú no necesitas seis pares de calcetines; además, nunca te los cambias! Venga, dame esas manoplas, Tito Pompeyo. Ebutio, una túnica. Teideio, otra. Fundilio, un gorro. Maianio, tienes de todo de sobra, así que da una cosa de cada. Igual que yo.

El ejército cruzó las montañas entre ventiscas y con nieve profunda. Cicerón, ya más abrigado, caminaba penosamente sin saber qué sucedería si se tropezaban con el enemigo, o qué es lo que le tocaría hacer. El encuentro se produjo inesperadamente de forma fortuita; acababan de cruzar el río helado en Fulginum, cuando las tropas de Pompeyo Estrabón se toparon con cuatro legiones astrosas de picentinos que cruzaban las sierras del sur de Picenum, por lo visto camino de Etruria. Los itálicos fueron derrotados, aunque Cicerón no se vio envuelto en el combate porque iba en retaguardia con el convoy de pertrechos, dado que el joven Pompeyo había decidido vigilar las voluminosas pertenencias de los cadetes. Cicerón se daba cuenta de que así Pompeyo no tenía por qué preocuparse de él mientras marchaban por territorio enemigo.

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