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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

La corona de hierba (91 page)

Ella siempre le ponía al corriente de la situación: «Hoy está imposible», o «Ha venido a verle un amigo y está de excelente humor», o «Dice que la parálisis va a peor y está muy deprimido».

La jornada siempre era igual: su tía le daba de comer a mediodía y le dejaba un rato libre de sus obligaciones con Cayo Mario, mientras ella misma le servía la comida y él se tumbaba en la camilla del cuarto de labor de Julia con un libro, a la vez que comía —algo que en su casa no le habrían consentido— y se enfrascaba en las aventuras de algún héroe o en los versos de un poeta. Le fascinaban las palabras. Las palabras podían hacer que su corazón se elevase, zozobrase o se acelerase, y a veces, como sucedía con Homero, le pintaban un mundo más real que el mundo en que él vivía.

«La muerte nada puede mostrar en él que no sea hermoso», recitaba una y otra vez, imaginándose al joven guerrero muerto, tan
Vale
roso, noble y perfecto, que —fuese Aquiles, Héctor o Patroclo— triunfaba aun después de muerto.

Oía, entonces, a su tía llamándole, o llegaba un criado tocando a la puerta del cuarto para decirle que volviera, y tenía que dejar el libro para cumplir con su deber. Sin resentimiento ni decepción.

Cayo Mario era una pesada carga. Era viejo; había estado delgado, había engordado y vuelto a adelgazar, y la piel le formaba bolsas y arrugas; y estaba aquella horrenda flaccidez de la mejilla izquierda y la mirada de sus terribles ojos. Babeaba por la comisura izquierda sin darse cuenta y la saliva le quedaba colgando hasta que mojaba la túnica e iba haciendo una mancha húmeda. A veces despotricaba, sobre todo a su desventurado acompañante, la única persona que estaba constantemente atado a él y en quien desahogaba su ira. A veces lloraba y las lágrimas se juntaban con la baba, y además moqueaba. En ocasiones lanzaba tales carcajadas por alguna gracia que él sabía, que hasta las vigas retumbaban y, entonces acudía en seguida tía Julia con su eterna sonrisa y, amablemente, le mandaba a casa.

Al principio, el niño se sentía impotente y no sabía qué hacer ni cómo hacerlo, pero era una persona muy ingeniosa y en seguida supo cómo tratar a Cayo Mario. No tenía otra opción si no quería fracasar en la tarea que su madre le había encomendado; una perspectiva inimaginable de consecuencias imprevisibles. Además, la tarea le sirvió para descubrir sus propias debilidades. Para empezar, tenía poca paciencia, pese a que la educación de su madre le permitía disimular el defecto bajo la apariencia de algo que lo parecía, por lo que, en definitiva, ya no distinguía la auténtica paciencia de la fingida. Como no era melindroso, acabó por no importarle el babeo, y como también era muy decidido, supo qué remedio poner a la situación. Nadie se lo dijo, porque nadie lo entendía, ni siquiera los médicos. Había que hacer que Cayo Mario se moviera. Cayo Mario tenía que hacer ejercicio. Había que hacerle ver a Cayo Mario que era necesario que volviese a vivir como una persona normal.

—¿Y qué más has aprendido de ese Lucio Decumio o de algún otro rufián del Subura? —inquirió Mario.

El pequeño tuvo un sobresalto por aquella pregunta tan inopinada, absurda y alejada de sus pensamientos.

—Mira, acabo de atar cabos a un asunto, si no me equivoco. Y creo que no.

—¿Qué?

—El motivo por el que Catón el Cónsul ha decidido dejar Samnio y Campania a Lucio Cornelio y asumir él el antiguo frente de batalla contra los marsos del que tú tenías el mando.

—¡Ajá! A ver, dime tu teoría.

—Se debe a la clase de persona que creo es Lucio Cornelio —contestó muy serio el pequeño César.

—¿Y qué clase de persona es?

—Una persona capaz de meter mucho miedo a otras.

—¡Eso desde luego!

—Debe haberse dado cuenta de que no le concederán el mando del frente sur, porque es del cónsul, y no se ha molestado en discutir. Se ha limitado a esperar a que el cónsul Lucio Catón llegase a Capua y le ha hechizado con un miedo tan fuerte, que Catón ha decidido poner tierra por medio y marcharse de Campania.

—¿Cómo has llegado a esa conclusión?

—Gracias a Lucio Decumio. Y a mi madre.

—Nadie mejor que ella para saberlo —comentó Mario, crípticamente.

El pequeño César frunció el entrecejo, apartó la mirada y se encogió de hombros.

—Una vez, Lucio Cornelio tuvo el mando y nadie fue tan estúpido como para entrometerse. Yo creo que es muy buen general.

—No tanto como yo —dijo Mario con un suspiro que sonó como un sollozo.

—¡Vamos, no empieces a compadecerte, Cayo Mario! —espetó inmediatamente el pequeño—. Podrás volver a mandar tropas, sobre todo cuando salgamos de este jardín de las narices.

Mario no se esperaba ese ataque y cambió de tema.

—¿Te ha dicho esa fuente de información del Subura lo que ha hecho el cónsul Catón frente a los marsos? —inquirió con sorna—. ¡Nadie me cuenta lo que está pasando… como si fuese a molestarme! Y lo que me molesta es no saber qué sucede. ¡Si tú no me dieras noticias, estallaría!

—Mi fuente de información cree que el cónsul empezó a encontrarse con contrariedades nada más llegar a Tibur. Pompeyo Estrabón se hizo cargo de tus tropas, ¡en eso es único!, así que al cónsul Lucio Catón no le han quedado más que reclutas bisoños, campesinos recién emancipados de Umbría y Etruria. Y no sólo se las ve y se las desea para entrenarlos, sino que sus legados tampoco tienen ni idea. Así que comenzó la instrucción convocando una asamblea de todo el ejército, arengándolos en unos términos sin ningún miramiento. Ya sabes, que si eran idiotas y palurdos, cretinos y bárbaros, un montón de miserables gusanos, que él estaba acostumbrado a soldados mucho mejores, que morirían todos si no se espabilaban, etcétera.

—¡La sombra de Lupo y Cepio! —exclamó Mario, sorprendido.

—Bueno, uno de los que le escucharon en Tibur es amigo de Lucio Decumio y se llama Tito Titinio, de profesión centurión retirado, a quien tú concediste una parcela de tierra después de Vercellae. Dice que en cierta ocasión te hizo una buena.

—Sí, lo recuerdo muy bien —comentó Mario, intentando sonreír y babeando sin cesar.

El pequeño César se le acercó con el «pañuelo de Mario», como él decía, y la saliva quedó eliminada.

—Viene a Roma y se queda habitualmente en casa de Lucio Decumio porque le gusta enterarse de los asuntos del Foro. Cuando estalló la guerra se alistó de centurión instructor y estuvo acuartelado en Campania mucho tiempo. Ahora, a principios de año, le han enviado a que ayude al cónsul Catón.

—Me imagino que a Tito Titinio y a los otros centuriones instructores les habrá sido imposible comenzar la instrucción después de la arenga de Tibur.

—Exactamente. Pero es que a ellos también los mencionó en la arenga. Y por eso se ve como se ve. Tito Titinio se enfureció de tal manera oyéndole insultar a todos que al final se agachó y cogió un terrón del suelo y se lo tiró. Tras lo cual, todos comenzaron a bombardearle con terrones y acabó cubierto de ellos hasta las rodillas y con el ejército casi amotinado. ¡Desfigurado, enfangado y mudo! —concluyó el pequeño en un rapto de inspiración, conteniendo la risa.

—¡Deja de hacer comentarios y sigue con la historia!

—Perdona, Cayo Mario.

—Continúa.

—No le hicieron daño, pero para Catón fue un acto intolerable para su
dignitas
y
auctoritas
, y, en vez de olvidar el incidente, puso grilletes a Titio Titinio y le envió encadenado a Roma con una carta para el Senado en la que les pide que le juzguen por incitación al amotinamiento. Ha llegado esta mañana y lo tienen en las celdas de la Lautumiae.

—¡Bien —dijo en tono bastante alegre Mario, iniciando ímprobos esfuerzos para ponerse en pie—, ya sabemos adónde iremos mañana por la mañana!

—¿Vamos a ver qué va a sucederle a Titio Titinio?

—Si hay que ir al Senado, yo voy, desde luego. Tú puedes esperar en el vestíbulo.

El pequeño César le ayudó a levantarse y se colocó acto seguido al lado izquierdo para sostenerle.

—No es necesario, Cayo Mario, porque va a comparecer ante la Asamblea plebeya y el Senado no interviene.

—Tú eres patricio y no puedes estar en los
Comitia
cuando se reúne la plebe. Pero, dado mi estado, yo tampoco puedo. Así que encontraremos un buen sitio en lo alto de la escalinata del Senado y lo observaremos todo desde allí —dijo Mario—. ¡Ah, cómo lo necesitaba! ¡Los espectáculos del Foro son mucho mejor que cualquier cosa que a los ediles se les ocurra incluir en los juegos!

Si Cayo Mario había dudado en alguna ocasión del cariño que le tenía el pueblo de Roma, sus dudas habrían quedado despejadas a la mañana siguiente, cuando salió de su casa y comenzó a bajar paso a paso por la cuesta del clivus Argentarius que cruza la puerta Fontinalis hasta el bajo Foro. Llevaba un bastón en la mano derecha y a su izquierda al niño Cayo Julio César; pero en seguida, a derecha e izquierda, delante y detrás, tuvo a todo hombre y mujer con que se tropezaba en el camino. Le vitoreaban, lloraban a cada burdo paso que daba, adelantando con fuerza la pierna derecha y arrastrando penosamente la izquierda, torciendo la cadera, los que se apiñaban a su alrededor le jaleaban. En seguida se corrió la voz, adelantándose al cortejo.

¡Cayo Mario! ¡Cayo Mario!

Al entrar en el bajo Foro los vítores eran ensordecedores. Con las espesas cejas sudorosas, apoyándose con más fuerza en el pequeño César, sin que nadie lo notase más que el niño, logró ascender al encintado de la zona de votaciones e inmediatamente una docena de senadores se apresuraron a izarle al podio de la Curia Hostilia, pero él los apartó y con su propio esfuerzo, peldaño a peldaño, ascendió la escalinata. Le trajeron una silla curul y en ella se sentó con la sola ayuda del niño.

—Pierna izquierda… —dijo jadeante.

El pequeño César comprendió inmediatamente, se arrodilló y le estiró hacia adelante el miembro paralizado hasta hacerlo descansar por delante de la derecha, según la postura clásica. Luego cogió el inanimado brazo izquierdo y se lo puso en el regazo, ocultando los dedos crispados de la mano bajo un pliegue de la toga.

Y allí se mantuvo, sentado en regia actitud, inclinando la cabeza para agradecer los vítores, con el sudor rodándole por la cara y echando el bofe. Ya estaba convocada la plebe, pero todos los que estaban en la hondonada de votaciones se volvieron de cara a la escalinata del Senado para aclamarle. A continuación, los diez tribunos de la plebe, desde la tribuna de los
rostra
, solicitaron a la multitud tres estentóreos hurras.

El niño permanecía junto a la silla curul y miraba aquella muchedumbre, en su primera experiencia de la extraordinaria euforia que genera un pueblo unido, sintiendo la caricia de la adulación al estar tan cerca de la causa, y dándose cuenta de lo que debía de sentirse siendo el primer hombre de Roma. Cuando por fin cesaron los vítores, sus agudos oídos captaron algunas frases susurradas.

—¿Quién es ese niño tan guapo?

Él sabía perfectamente que era hermoso y no ignoraba el efecto que ello causaba en los demás. Sin embargo, si olvidaba para lo que estaba allí, su madre se enfadaría, y no le gustaba ofenderla. En la comisura izquierda de los labios de Mario comenzaba a acumularse la saliva y había que limpiársela. Le cogió el pañuelo del
sinus
de su toga infantil bordada de púrpura y mientras la multitud suspiraba de admiración, enjugó el sudor del rostro de Mario, limpiando al mismo tiempo la baba sin que nadie lo notara.

—¡Proseguid la asamblea, tribunos! —vociferó Mario cuando hubo recuperado el aliento.

—¡Traed al preso Titio Titinio! —ordenó Pisón Frugi, presidente del colegio—. Miembros de la plebe congregados aquí por tribus, nos hemos reunido para decidir la suerte de Titio Titinio, centurión
plus prior
en las legiones del cónsul Lucio Porcio Catón Liciníano. Su caso nos ha sido trasladado a nosotros, sus iguales, por el Senado de Roma tras la debida consideración. El cónsul Lucio Porcio Catón Liciniano alega que Titio Titinio se esforzó por incitar al amotinamiento y pide que lo castiguemos lo más severamente que la ley prevé. Como el amotinamiento es traición, estamos aquí para dirimir si Titinio debe morir o seguir viviendo.

Pisón Frugi hizo una pausa mientras conducían al prisionero —un hombrón de cincuenta años, vestido con una túnica y encadenado de pies y manos— hasta la tribuna de los
rostra
, dejándolo a su lado.

—Miembros de la plebe, el cónsul Lucio Porcio Catón Liciniano afirma en una carta que convocó una asamblea de todas las legiones de su ejército y que mientras se dirigía a esta asamblea legalmente convocada, Titio Titinio, este preso que veis, le golpeó con un proyectil arrojado con la mano, y que incitó a continuación a cuantos tenía a su alrededor a hacer lo mismo. La carta lleva el sello consular.

—Titio Titinio —añadió Pisón Frugi, volviéndose hacia el centurión—, ¿qué contestas?

—Que es cierto, tribuno. Sí que golpeé al cónsul con un proyectil lanzado a mano. Un terrón de barro, tribuno —añadió tras una pausa—, ése era el proyectil. Cuando lo arrojé, todos los que estaban a mi alrededor hicieron lo propio.

—Un terrón de barro —repitió Pisón Frugi marcando las palabras—. ¿Y qué te impulsó a arrojar ese proyectil a tu comandante?

—¡Él nos llamó palurdos, miserables gusanos, patanes imbéciles, inútiles redomados y muchas más cosas! —contestó Titio Titinio con su vozarrón de instructor—. A mí no me habría importado que nos hubiese dicho
mentula
e y
cunni
, tribuno…, que es un lenguaje corriente entre el general y sus tropas. ¡Si hubiese tenido a mano huevos podridos se los habría tirado, pero no había otra cosa a mano que pellas de tierra! —tronó, tras lanzar un suspiro—. ¡Igual me da que me estranguléis o que me arrojéis de la roca Tarpeya, porque si viera de nuevo a Lucio Catón, os juro que volvería a hacer lo mismo!

Titio se volvió de cara a la escalinata del Senado y señaló a Cayo Mario, haciendo sonar las cadenas.

—¡Ese sí que es un general! ¡Yo he servido de centurión con Cayo Mario en Numidia y luego en la Galia! Y cuando cogí el retiro me dio en Etruria una parcela de sus propiedades. ¡Yo os digo, miembros de la plebe, que Cayo Mario no se habría hecho semienterrar con terrones! ¡Cayo Mario tenía afecto por sus soldados y no los despreciaba como hace Lucio Catón! ¡Y a Cayo Mario no se le habría ocurrido encadenar a un hombre y mandarle a Roma para que le juzgasen los civiles porque ese hombre le hubiese tirado algo! ¡El general le habría restregado la cara con lo que le hubiese tirado! ¡Yo os digo que Lucio Catón no es ningún general y que Roma no obtendrá victorias con él! ¡Un general resuelve sus propios asuntos y no da esa tarea a una asamblea de las tribus!

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