La corona de hierba (90 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

Los marsos no irrumpieron en el campamento. Cicerón escuchó los gritos y el fragor del lejano combate, pero no vio nada hasta que llegó Pompeyo Estrabón con su hijo. Ambos volvían despeinados y llenos de sangre, pero muy sonrientes.

—El legado Frauco ha muerto —dijo Pompeyo a Cicerón—. Arrollamos a los marsos y a una fuerza de picentinos. Escato logró escapar con unos cuantos hombres, pero hemos cortado todos los accesos a las carreteras y si quieren volver a Marruvium tendrán que hacerlo por las bravas a través de las montañas, sin comida ni lugar donde guarecerse.

—Dejar a los hombres morir de frío y hambre parece ser una de las especialidades de tu padre —dijo Cicerón tragando saliva y temblándole las rodillas.

—Te repugna, ¿verdad, pobre Marco Tulio? —replicó Pompeyo riendo y dándole unas afectuosas palmadas en la espalda—. Así es la guerra, no tiene vuelta de hoja. Ellos harían lo mismo con nosotros. Si te repugna, tú no tienes la culpa; es tu carácter. Tal vez los que son tan inteligentes como tú pierden el gusto por la guerra. ¡Suerte la mía! No me gustaría tener que enfrentarme a un guerrero que fuese tan inteligente como tú. Afortunadamente para Roma hay muchos más hombres parecidos a mi padre y a mí que a ti. Roma ha llegado a ser lo que es luchando. Pero alguien tiene que llevar los asuntos del Foro… Ese es tu campo de batalla, Marco Tulio.

Aquella primavera era un campo de batalla tan turbulento como cualquier frente de guerra, pues Aulo Sempronio Aselio se buscó la enemistad de los prestamistas. Las finanzas de Roma, públicas y privadas, se hallaban en peor estado que durante la segunda guerra púnica, cuando Aníbal había invadido Italia, aislando la ciudad. Los comerciantes no tenían dinero, el Tesoro estaba prácticamente vacío y no se ingresaba gran cosa. Hasta en las zonas de Campania que seguían en poder de Roma reinaba un caos que impedía la ordenada recaudación de rentas; los cuestores se las veían y deseaban para cobrar los derechos de aduana y de porte, y Brundisium, uno de los puertos más importantes, estaba bloqueado. Ahora los itálicos eran insurrectos que no pagaban impuestos, y, con la excusa del rey Mitrídates, la provincia de Asia demoraba el pago de tasas; Bitinia no pagaba nada y los ingresos de Africa y Sicilia se los comían las compras extraordinarias de trigo. Y para colmo de males, Roma estaba en deuda con una de sus propias provincias, la Galia itálica, que era de donde procedía la mayor parte del armamento. La emisión monetaria de un denario plateado de cada ocho, efectuada por Marco Livio Druso, había provocado una extrema desconfianza generalizada hacia el dinero, y se acuñó un exceso de sestercios para tratar de superar la dificultad. Los préstamos estaban a la orden del día entre los rentistas altos y medios y los réditos eran los más altos que se habían conocido.

Dueño de un próspero negocio, Aulo Sempronio Aselio decidió que lo mejor para mejorar la situación era tratar de aligerar las deudas. Su método era interesante y legal, pues invocó una antigua ley que prohibía cobrar intereses por prestar dinero. En resumen, según Aselio, era ilegal cobrar interés por los préstamos. Era una lástima que la vieja ley hubiese caído en el olvido durante siglos y que la usura fuese un negocio boyante para un amplio grupo de caballeros dedicados a las finanzas. El hecho era, afirmó Aselio, que había muchos más caballeros que se dedicaban a pedir dinero prestado que a prestarlo, y hasta que no se paliara su situación económica, nadie se recuperaría en Roma. El monto de préstamos no reembolsados aumentaba día a día, los deudores andaban como locos y —puesto que los tribunales de quiebra estaban cerrados como los demás— los acreedores recurrían a la violencia para cobrarse las deudas.

Antes de que Aselio pudiese promulgar el restablecimiento de la antigua ley, los prestamistas se enteraron y solicitaron que volviese a abrir los tribunales de quiebra.

—¡
Tat
! —exclamó—, Roma se halla en medio de su peor crisis desde tiempos de Aníbal, y vosotros comparecéis a solicitar que ponga las cosas peor? ¡Por lo que a mi respecta, sois un grupito de repugnantes avaros y así me permito decíroslo! ¡Fuera de aquí! ¡Si no lo hacéis, claro que restableceré un tribunal! ¡Un tribunal extraordinario para juzgar a los que prestan dinero con interés!

Y Aselio no quiso dar su brazo a torcer. Si lo único que podía hacer por los deudores romanos era insistir en que los intereses eran ilegales, al menos así aligeraría notablemente el monto de deudas y en cumplimiento de la ley. Que se devuelva el capital, naturalmente, pero nada de intereses. Como buen Sempronio, en la familia de Aselio la tradición era ayudar a los menesterosos, y él ansiaba seguir esa tradición, entregándose a su misión con fanático fervor, considerando impotentes a sus enemigos frente a la ley.

Lo que no supo tener en cuenta fue que no todos sus enemigos eran caballeros; había también senadores prestamistas, pese al hecho de que pertenecer al Senado hacía incompatible toda actividad comercial, y más todavía una tan abominable como la usura. Entre los senadores prestamistas se contaba Lucio Casio, un tribuno de la plebe. Al estallar la guerra había entrado en el negocio porque apenas le llegaba con los ingresos de su censo senatorial, y Casio se encontró con las deudas impagadas de todo lo que había prestado y cada vez con mayores perspectivas de que los nuevos censores fiscalizaran su situación. Aunque Lucio Casio no era, ni mucho menos, el mayor prestamista del Senado, era el más joven y su desesperación le llevó al borde del pánico. Como por naturaleza era un individuo bastante transgresor de la ley, Casio actuó no sólo por cuenta propia, sino en nombre de todos los usureros.

Aselio era augur, aparte de pretor urbano, y examinaba periódicamente por cuenta de la ciudad los presagios en el podio del templo de Cástor y Pólux. Unos días después de su enfrentamiento a los prestamistas, estaba interpretando los auspicios cuando advirtió que la multitud en el bajo Foro era más numerosa de la habitual congregada para contemplar un augurio.

En el momento en que alzaba un cuenco para verter una libación, alguien le arrojó una piedra que le alcanzó encima de la ceja izquierda, haciendo que se tambaleara y que el cuenco cayera de sus manos, rebotando por la escalinata del templo y derramando el agua sagrada por doquier. Luego llovieron más piedras; una verdadera tormenta. Agachado y cubriéndose la cabeza con su toga de dos colores, Aselio descendió corriendo la escalinata y se dirigió instintivamente al templo de Vesta. Pero las buenas gentes de la multitud se dispersaron al darse cuenta de lo que sucedía y los airados prestamistas que le agredían se interpusieron entre Aselio y la tierra sagrada del templo de Vesta.

Sólo le quedaba un escape: el estrecho callejón llamado clivus Vestae, para llegar a la escalinata de las Vestales y ascender hasta la Via Nova, unos pies por encima del Foro. Con los usureros pisándole los talones, Aselio logró llegar a la Via Nova, una calle de tabernas entre el Foro y el Palatino, y, dando gritos de socorro, irrumpió en el establecimiento de Publio Cloacio.

Pero nadie le ayudaba. Mientras dos sujetaban a Cloacio y otros dos a su ayudante, el resto de los agresores le cogió en vilo, tumbándole en una mesa, de un modo parecidísimo a como los acólitos del augur extendían a las víctimas en las aras sacrificiales. Uno le cortó la garganta con tanta saña, que el puñal rascó en las vértebras; y allí en la mesa quedó Aselio en un charco de sangre, mientras Publio Cloacio lloraba y perjuraba que él no conocía a ninguno de los agresores, ¡ni a uno solo!

Por lo visto, nadie los conocía en Roma. Espantado por la naturaleza sacrílega del hecho, al margen del homicidio en sí, el Senado ofreció una recompensa de diez mil denarios a quien facilitase información que permitiera prender a los asesinos, deplorando públicamente el asesinato de un augur, en plena ceremonia oficial, revestido de sus atributos sagrados. Como en la semana que siguió nadie dijo ni pío, el Senado añadió nuevos incentivos a la recompensa: el perdón para el cómplice, manumisión de un esclavo del sexo que fuere e inclusión en una tribu rural de un liberto o una liberta. Pero fue en vano.

—¿Qué puede esperarse? —comentó Cayo Mario al joven César mientras paseaban despacio por el jardín—. Los prestamistas están detrás de ello, naturalmente.

—Eso dice Lucio Decumio.

—¿Eres muy amigo de ese facineroso, jovencito? —inquirió Mario, deteniéndose.

—Mucho, Cayo Mario. Está muy informado de todo lo que pasa en Roma.

—Poco adecuado para tus oídos, la mayor parte de ello.

—Mis oídos han crecido igual que yo en el Subura —replicó el pequeño, sonriente—. No creo que se asusten por nada.

—¡Fresco! —dijo Mario, dándole con su manaza un cariñoso cachete en la cabeza.

—Cayo Mario, este jardín nos queda pequeño. Si quieres recuperar tu lado izquierdo, tendremos que caminar más distancia y más rápido.

Lo había dicho con firmeza y autoridad, en tono que no admitía réplica.

Pero Mario no pensaba callarse.

—¡No voy a consentir que Roma me vea así! —bramó.

El pequeño César se soltó aposta del brazo izquierdo de Mario y dejó al gran hombre caminar tambaleándose sin apoyo, hasta que vio que estaba a punto de caer y volvió a sujetarle con suma facilidad. A Mario le asombraba la fuerza de que era capaz aquel cuerpecillo y tampoco se le había escapado que el pequeño César la utilizaba con un extraordinario instinto cuando y donde surtía el máximo efecto.

—Cayo Mario, dejé de llamarte tío cuando vine contigo después del infarto porque considero que tu enfermedad nos pone casi al mismo nivel. Tu
dignitas
ha menguado y la mía ha crecido; somos iguales. Pero en algunas cosas soy superior a ti —dijo el niño sin intimidarse—. Como favor a mi madre, y porque pensé que podría ayudar a un gran hombre, sacrifiqué mi tiempo libre para hacerte compañía y lograr que volvieses a andar. Te negaste a estar tumbado en la camilla y que te leyera, y ya se ha agotado la mina de historias que tenías para contarme. ¡Conozco todas las flores y plantas de este jardín! Y te digo claramente que ya ha cumplido de sobra su propósito. Mañana vamos a cruzar la puerta del Clivus Argentarius, y me da igual que tiremos hacia el Campo de Marte o que bajemos hacia la puerta Fontinalis. ¡Pero mañana salimos!

Los fieros ojos marrones se clavaron en los del pequeño, de color azul glacial, que, por mucho que Mario pretendiese no notarlo, le recordaban los de Sila. Era como encontrarse un gran felino en una cacería y comprobar que los ojos que debían ser amarillos eran azul claro circundados de negro. A aquellos gatos se los consideraba seres del otro mundo. ¿Habría también hombres así?

El duelo de miradas prosiguió un instante.

—Yo no salgo —dijo Mario.

—Sí saldrás.

—¡Los dioses te pudran, pequeño César! ¡No puedo ceder ante un niño! ¿Es que no tienes una manera más diplomática de plantear las cosas?

Un destello irónico iluminó los inquietos ojos, confiriéndoles una atractiva viveza, poco habitual en los de Sila.

—Tratando contigo, Cayo Mario, no existe eso de la diplomacia —replicó el pequeño—. El lenguaje diplomático es prerrogativa de los diplomáticos, y tú no lo eres, gracias a los dioses. Con Cayo Mario uno siempre sabe a qué atenerse. Y eso es precisamente lo que me gusta de ti.

—No, si no te conformarás con mi negativa, ¿verdad, jovencito? —añadió Mario, comenzando a ceder—. Primero la pedrada y luego la caricia. ¡Menudo método!

—Eso es; no me conformo con tu negativa.

—Bien, pues entonces, haz el favor de sentarme ahí. Si vamos a salir mañana, necesito un descanso. ¿Qué te parece si salimos en litera hasta la Via Recta? Allí me bajo y me pongo a andar hasta que te quedes contento.

—Cayo Mario, si vamos hasta la Via Recta será gracias a nuestro propio esfuerzo.

Siguieron un rato sentados en silencio; el pequeño César se mantenía perfectamente inmóvil. No le había costado mucho darse cuenta de que a Mario no le gustaba la gente nerviosa, y al comentárselo a su madre, ella le había dicho que era una buena cosa aprender a estarse quieto sin movimientos nerviosos. ¡Sí, sabía cómo imponerse a Cayo Mario, pero con su madre no había manera! Lo que le habían pedido no era, desde luego, lo más apetecible para un chico de diez años. Todos los días, después de las clases con Marco Antonio Cnifo, tenía que renunciar a salir con su amigo Cayo Macio, de la otra vivienda de la planta baja, para ir a casa de Mario a hacerle compañía, y no le quedaba nada de tiempo libre porque su madre no le permitía tomarse un solo día para él.

—Es tu deber —le decía en las raras ocasiones en que él le suplicaba que le dejase ir con Cayo Macio al Campo de Marte para ver algún acontecimiento, la selección de los caballos para la guerra que corrían en octubre, o el entreno de un equipo de gladiadores contratados para un funeral.

—¿Es que siempre tengo que tener deberes? —replicaba él—. ¿No puedo olvidarlos ni un momento?

—No, Cayo Julio —contestaba ella—. Hay que cumplir con el deber en todos los momentos de nuestra vida, cada vez que respiras; el deber no puede dejarse por propia complacencia.

Y tenía que irse a casa de Cayo Mario, de prisa y mirando bien dónde pisaba, sin olvidarse de sonreír y saludar a este y a aquel por las calles del Subura, apretando un poco el paso cuando caminaba por delante de las librerías del Argiletum por no ceder a la tentación de entrar en alguna. La educación fría pero implacable que le había dado su madre se hacía notar: no pierdas el tiempo, que no se te vea como si no tuvieras nada que hacer, no caigas en la tentación aunque se trate de libros, sonríe y saluda siempre a los conocidos e incluso a ciertas personas aunque no las conozcas.

A veces, antes de llamar a la puerta de Cayo Mario, subía corriendo la escalinata de la torre Fontinalis y desde arriba contemplaba el Campo de Marte, anhelando estar allí con otros chicos para jugar a la guerra con una improvisada espada de madera, luchar en la hierba, robar rabanitos de las huertas que flanqueaban la Via Recta y hacer trastadas. Pero, para no pensárselo más, en seguida giraba sobre sus talones y bajaba la escalinata para estar en casa de Cayo Mario antes de que nadie advirtiese que llegaba un poco tarde.

Le encantaba su tía Julia, que era quien solía abrirle la puerta; siempre le sonreía y le daba un beso. ¡Le encantaba que le besaran! Su madre no aprobaba esa costumbre y decía que ejercía una influencia corruptora, que era demasiado griega para ser moral. Menos mal que su tía Julia no pensaba igual. Cuando se agachaba para darle el beso en los labios jamás inclinaba la cabeza hacia un lado para hacerlo en la mejilla, y él cerraba los ojos y aspiraba lo más profundamente que podía para captar su más intimo aroma. Años después de que ella hubiese muerto, cuando el adulto Cayo Julio César sentía en ocasiones el perfume de Julia en otra mujer, no podía evitar que se le llenasen los ojos de lágrimas.

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