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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

La corona de hierba (44 page)

Desgraciadamente para Mitrídates, el tiempo primaveral favoreció a Sila. El paso de las Puertas Cilicias era menos alto y tenía menos nieve que las series de tres puertos por los que Mitrídates tenía que conducir los cincuenta mil hombres desde el campamento en las afueras de Zela hasta el pie del monte Argaeus. Gordio le había enviado un mensaje a Sinope notificando que Sila se ponía en marcha con su ejército antes de que el rey tuviese tiempo de cruzar la montañosa frontera, y cuando le llegó la noticia, en el momento en que abandonaba Zela, de que Sila había llegado a Capadocia y estaba acampando a unos cuatrocientos estadios al sur de Mazaca y a cuatrocientos estadios al Oeste de la Comana capadocia —y no parecía prever más movimientos— el rey respiró más tranquilo.

A pesar de ello, se apresuró a cruzar con su ejército aquel peligroso terreno, sin hacer caso de las súplicas de hombres y bestias, con los oficiales látigo en mano y él mismo con la bota pronta a apartar del camino a los exhaustos. Ya había mandado correos al este a la Artaxata armenia y a su yerno el rey Tigranes advirtiéndole de que los romanos estaban reforzando Cilicia y que Capadocia estaba en manos de un gobernador romano. Alarmado, Tigranes pensó que lo mejor era notificarlo a sus amos partos y esperar órdenes de Seleucia en el Tigris antes de hacer nada. Mitrídates no había pedido ayuda, pero Tigranes hacia tiempo que había tomado medidas y no estaba muy seguro de querer enfrentarse a Roma, al margen de lo que pretendiera Mitrídates.

Cuando el rey del Ponto llegó al Halis, lo cruzó y acampó sus cincuenta mil hombres con los cincuenta mil que ya tenía en Mazaca. Gordio salió a recibirle con increíbles noticias.

—¡El romano está construyendo una carretera!

—¿Una carretera? —inquirió el rey, parándose en seco.

—Por el paso de las Puertas Cilicias, gran rey.

—Pero si hay un camino… —replicó Mitrídates.

—¡Lo sé, lo sé!

—¿Y para qué construir otro?

—¡No lo sé!

Los gruesos y rojos labios de aquella pequeña boca se encogieron, se fruncieron hacia afuera y hacia dentro, confiriendo al rostro de Mitrídates, si lo hubiera sabido (o alguien hubiese tenido el valor de decírselo, cosa que no había sucedido) un claro parecido con un pez; estuvo un rato haciendo esa mueca y finalmente se encogió de hombros.

—Les encanta hacer carreteras —dijo en tono de asombro—. Supongo que será una manera de matar el tiempo. ¡Al fin y al cabo ha llegado aquí mucho antes que yo! —añadió indignado.

—Eso de la carretera, gran rey… —terció discretamente Neoptolemo.

—¿Qué?

—Creo que debe de tratarse de que Lucio Cornelio Sila está mejorando el camino. Cuanto mejor sea, con mayor rapidez podrá trasladar sus tropas. Por eso los romanos construyen buenas carreteras.

—Pero ha avanzado por la que había sin cambiarla, ¿para qué construir una nueva después de haber hecho el avance? —exclamó Mitrídates, que no acababa de entenderlo. A la tropa se la hacía avanzar a punta de látigo mientras hubiese camino… ¿A qué molestarse en hacerlo más fácil, como un paseo por la ciudad?

—Imagino —dijo Neoptolemo con harta paciencia— que, al ver el estado en que se hallaba el camino, los romanos han decidido mejorarlo por si necesitan volver a recorrerlo.

La suposición surtió efecto y el rey abrió unos ojos como platos.

—¡Pues se llevará una sorpresa! ¡Cuando le haya expulsado de Capadocia con sus mercenarios cilicios, no me voy a molestar en destrozar la carretera nueva, sino que la enterraré despedazando las montañas!

—¡Muy bien dicho, gran rey! —dijo Gordio, adulador.

El rey lanzó un gruñido de indignación y avanzó hacia su caballo, montó apoyando el pie en la espalda de un esclavo arrodillado y se acomodó en la silla. Sin aguardar a ver si el séquito estaba listo para seguirle, espoleó al animal en los flancos y salió al galope. Gordio se apresuró a montar en el suyo y seguir al rey, quejándose y dejando a Neoptolemo cada vez más pequeño atrás, mirándolos.

Era muy arduo infundir ideas extranjeras en el cerebro del rey, pensó Neoptolemo. ¿Habrá captado el propósito de la carretera? No sé por qué no lo comprende. ¡Yo si! Los dos somos del Ponto, ninguno de los dos nos hemos educado en el extranjero, y procedemos de la misma estirpe. En realidad, él ha estado en muchos más sitios, y sin embargo parece negado para ciertos razonamientos que yo entiendo en seguida; aunque hay otras cosas que él capta antes que yo. Supongo que somos dos mentes distintas y no pensamos igual. Quizá cuando el individuo es un autócrata absolutista la mente se le pervierte en algún aspecto. Y eso que mi primo Mitrídates no es tonto. Lástima que entienda tan mal a los romanos. Casi todas las conclusiones a las que llega respecto a ellos se fundamentan en sus curiosas aventuras en la provincia de Asia, y eso no es el mejor antecedente que pueda darse. ¿Cómo podríamos hacerle ver lo que todos vemos?

La estancia del rey en el palacio azul de Eusebia Mazaca fue breve; al día siguiente de su llegada se puso en marcha con su ejército camino de la zona en que se hallaba Sila. ¡Por aquel terreno no había que preocuparse de carreteras! Aunque había algunas colinas que salvar y habría que efectuar algún rodeo por aquellos extraños barrancos, era un camino fácil para la marcha. Mitrídates estaba satisfecho del avance: ciento sesenta estadios por día. Y si no lo hubiera visto con sus propios ojos, nunca habría creído que un ejército romano marchando por igual terreno sin carretera pudiera cubrir el doble de la distancia.

Pero Sila no se movió. Su campamento estaba en el centro de una llanura y se dedicó a fortificarlo al máximo, pese a que por la ausencia de bosques en Capadocia tuvo que surtirse de madera en las Puertas Cilicias. Así, cuando Mitrídates apareció por el horizonte vio una estructura totalmente cuadrangular, perímetro de un espacio con un área de unos treinta y dos estadios cuadrados, con fuertes parapetos y una empalizada erizada de puntas de diez pies de alto, además de los tres fosos exteriores, el primero de veinte pies de ancho lleno de agua, el central de quince pies con estacas puntiagudas y el último al pie de la empalizada de veinte pies y lleno también de agua. Sus vigías le comunicaron que había cuatro pasos sobre los fosos, correspondientes a las cuatro puertas situadas en el centro de cada uno de los lados del cuadrilátero.

Era la primera vez en su vida que Mitrídates veía un campamento romano, y contuvo un gesto de asombro porque se sabía observado por muchos ojos. Hizo detenerse al ejército y él se fue a ver más de cerca la fortaleza de Sila.

—Mi señor rey, ha llegado un heraldo de los romanos —dijo uno de sus oficiales que le salió al paso mientras cabalgaba despacio a lo largo de un lado del formidable reducto de Sila.

—¿Qué es lo que quieren? —inquirió Mitrídates, frunciendo el entrecejo al ver la valla y las empalizadas, con aquellas torres que sobresalían a intervalos.

—El procónsul Lucio Cornelio Sila solicita parlamentar.

—Me parece bien. ¿Dónde y cuándo?

—En el camino que conduce a la puerta principal del campamento romano, ese que tenéis a la derecha, gran rey. El heraldo dice que vos y él solos.

—¿Cuándo?

—Ahora, gran rey.

Mitrídates espoleó el caballo hacia la derecha, ansiando ver a aquel Lucio Cornelio Sila y sin temor alguno; no le constaba que los romanos recurriesen a la celada de atravesarle con una lanza durante una tregua al acudir a parlamentar. Por eso al llegar al camino descabalgó sin pensárselo dos veces, pero se detuvo, molesto por su poca perspicacia. No debía consentir de nuevo que un romano le hiciera lo que Cayo Mario y le mirase desde arriba. Y volvió a montar. Pero el caballo, poniendo los ojos en blanco, asustado por los fosos de ambos lados, se negaba a avanzar. El rey quiso forzar al animal un instante, pero pensó que aquello desprestigiaría aún más su imagen; retrocedió, volvió a bajarse del caballo y fue a pie hacia el centro, en un tramo en que el foso semejaba unas fauces erizadas de estacas.

Se abrió la puerta, dando paso a un hombre que se dirigió hacia él. Era pequeño comparado con su gran estatura, se dijo Mitrídates satisfecho, pero estaba bien formado. El romano llevaba una sencilla armadura de hierro amoldada al torso, la doble faldilla de tiras de cuero que llamaban
pteryges
, túnica escarlata y una ondeante capa también escarlata. No se cubría la cabeza y su pelo rojo dorado relucía al sol, mecido por la leve brisa. El rey Mitrídates no podía apartar los ojos de él, pues en su vida había visto unos cabellos de aquel color, ni siquiera entre los celtas gálatas; ni una piel tan blanca como aquella que aparecía por debajo del dobladillo próximo a las rodillas y las botas que le cubrían hasta la mitad de las pantorrillas, notablemente musculosas, y en brazos, cuello y rostro. ¡Blanca como la nieve! ¡Sin color alguno!

Y cuando lo tuvo más cerca, el rey vio la cara de Lucio Cornelio Sila y aquellos ojos que le hicieron estremecerse. ¡Apolo! ¡Apolo encarnado en romano! El rostro era tan fuerte, tan divino, de tan profunda majestad, no un rostro liso copia de una estatua, sino realmente divino como debían tenerlo los dioses. ¡Un hombre-dios en plena forma y poderío. Un romano. ¡Un romano!

Sila había salido a su encuentro totalmente seguro de si mismo, pues Cayo Mario le había explicado su encuentro con el rey del Ponto para darle la medida del oriental. Pero no se le había ocurrido que su aspecto físico pudiera impresionar al rey, ni, al notar que tal sucedía, entendía por qué. Bien, no importaba el porqué, pero aprovecharía aquella inesperada ventaja.

—¿Que hacéis en Capadocia, rey Mitrídates? —inquirió.

—Capadocia es mía —respondió el rey, aunque no con la voz tonante con que había previsto dirigirse al Apolo romano antes de verle; no, le salió una voz más bien huera y débil; él mismo lo notó, para mayor irritación.

—Capadocia es de los capadocios.

—Los capadocios son el mismo pueblo que los pontinos.

—¿Cómo es posible si tienen su propio linaje real con tantos cientos de años como el del Ponto?

—Sus reyes han sido extranjeros, no capadocios.

—¿En qué sentido?

—Son seléucidas de Siria.

—Es curioso, pues —replicó Sila, encogiéndose de hombros—, rey Mitrídates, que el rey capadocio que tengo en mi campamento no se parezca en nada a un seléucida sirio. ¡Ni a vos! Y su linaje no es sirio, seléucida ni de otro origen. El rey Ariobarzanes es capadocio y lo ha elegido su pueblo en lugar de vuestro Ariarates Eusebio.

Mitrídates se sobresaltó. Gordio no le había dicho que Mario había averiguado quién era el rey Ariarates Eusebio, y la afirmación de Sila le parecía presciente y sobrenatural. Otra prueba más de la naturaleza de aquel Apolo romano.

—El rey Ariarates Eusebio ha muerto; murió durante la invasión armenia —dijo Mitrídates con la misma voz débil—. Ahora los capadocios tienen un rey capadocio. Se llama Gordio y yo estoy aquí para garantizar su trono.

—Gordio es un títere vuestro, rey Mitrídates, cosa lógica en un suegro cuya hija es reina del Ponto —replicó Sila sin alterarse—. Gordio no es el rey que han elegido los capadocios, sino el que vos impusisteis valiéndoos de vuestro yerno Tigranes. El verdadero rey es Ariobarzanes.

Otra presciencia. ¿Quién era aquel Lucio Cornelio Sila, sino el propio Apolo?

—¡Ariobarzanes es un pretendiente!

—No, según el Senado del Pueblo de Roma —contestó Sila, aprovechando la ventaja—. Me ha encargado el Senado del Pueblo de Roma la reinstauración en el trono del rey Ariobarzanes y que me asegure de que el Ponto y Armenia abandonan las tierras de Capadocia.

—¡No es asunto de Roma! —exclamó el rey, haciendo acopio de coraje al ver que perdía posiciones.

—Todo lo que sucede en el mundo es asunto de Roma —contestó Sila, haciendo una pausa para mayor énfasis de lo que iba a decir—. Marchaos de aquí, rey Mitrídates.

—¡Capadocia es mi patria tanto como el Ponto!

—No, no lo es. Regresad al Ponto.

—¿Pensáis obligarme a ello con vuestro ridículo ejército? —inquirió con sorna Mitrídates, ya enojado—. ¡Mirad esos cien mil hombres, Lucio Cornelio Sila!

—Cien mil bárbaros —replicó Sila con desdén—. Me los comeré.

—¡Lucharé! ¡Os advierto que lucharé!

Sila le volvió la espalda dispuesto a irse y le dijo por encima del hombro, antes de echar a andar:

—¡Dejaos de amenazas y largaos!

Al llegar a la puerta se dio la vuelta y dijo con voz más fuerte:

—Volved a vuestro país, rey Mitrídates. Dentro de ocho días me pondré en marcha hacia Eusebia Mazaca para reponer al rey Ariobarzanes en el trono. Si os oponéis, aniquilaré vuestro ejército y os mataré. Ni el doble de hombres de los que ven mis ojos podrían impedírmelo.

—¡Si ni siquiera tenéis soldados romanos! —gritó Mitrídates.

—Son lo bastante romanos —replicó Sila con su temible sonrisa—. Los ha equipado y preparado un romano, y lucharán como romanos, os lo aseguro. ¡Marchaos!

El rey volvió como una exhalación a su tienda imperial, y tan furioso que nadie osó hablarle, ni el mismo Neoptolemo. Una vez dentro de ella, se dirigió sin detenerse a su estancia privada en la parte posterior y allí se sentó en el sillón real, cubriéndose la cabeza con la capa púrpura. ¡No, Sila no era Apolo, sino un simple romano! Pero ¿qué clase de hombres eran los romanos que tenían aspecto de Apolo? O, como Cayo Mario, ¿tan grandotes y regios que jamás dudaban de su poder y autoridad? Los romanos que él había visto en la provincia de Asia, aun a distancia, como en el caso del gobernador, le habían parecido hombres corrientes, pese a su arrogancia. Sólo había conocido a dos romanos, Cayo Mario y Lucio Cornelio Sila. ¿Cuál era el auténtico romano? Su sentido común le decía que los que había visto en la provincia de Asia, mientras que algo en su interior afirmaba que eran Mario y Sila. Al fin y al cabo, él era un gran rey, descendiente de Heracles y del persa Darío, y los que le hacían frente tenían que ser grandes.

¿Por qué no podía él mandar personalmente un ejército? ¿Por qué no entendía ese arte? ¿Por qué tenía que dejarlo en manos de hombres como sus primos Arquelao y Neoptolemo. Eran hijos prometedores, pero las madres eran ambiciosas. ¿A quién podría dirigirse con plena confianza? ¿Cómo podía enfrentarse a los romanos grandes, los que derrotaban a miles de soldados?

La rabia dio paso a las lágrimas, y el rey lloró en vano hasta que su desesperación se hizo resignación, un sentimiento ajeno a su naturaleza. Tenía que aceptar que no se podía vencer a los romanos, y en consecuencia no podían realizarse sus ambiciones, a menos que los dioses sonriesen al Ponto y dieran a los romanos algo que hacer en algún lugar más cercano a Roma que Capadocia. Si llegara el día en que los únicos romanos que enviasen contra el Ponto fuesen hombres corrientes, Mitrídates actuaría. Hasta entonces, Capadocia, Bitinia y Macedonia tendrían que esperar. Tiró la capa al suelo y se puso en pie.

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