La corona de hierba (45 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

Gordio y Neoptolemo aguardaban en el otro cuarto de la tienda, y cuando el rey apareció en el umbral de la divisoria los dos se pusieron en pie de un salto.

—Poned en marcha el ejército —dijo tajante—. Volvemos al Ponto. ¡Que el romano reponga a Ariobarzanes en el trono de Capadocia! Soy joven y tengo tiempo. Esperaré a que Roma esté ocupada en otro lugar y entonces avanzaré hacia el Oeste.

—¿Y yo? —inquirió Gordio.

El rey se mordió el dedo índice, mirándole fijamente.

—Creo que ha llegado el momento de deshacerme de ti, suegro —dijo, alzando la barbilla—. ¡Guardias, entrad!

Lo hicieron rápidamente.

—Lleváoslo y matadle —ordenó Mitrídates, señalando al medroso Gordio—. ¿Tú que esperas? —añadió, volviéndose hacia el demudado y tembloroso Neoptolemo—. ¡Pon en marcha el ejército ahora mismo!

—Bien, bien —dijo Sila a su hijo—, se retira.

Estaban en la torre vigía de la puerta principal que miraba al norte, en dirección al campamento de Mitrídates.

Por una parte, el joven Sila lo sentía, pero en el fondo se alegraba.

—Mejor así, ¿no, padre?

—De momento, creo que si.

—No hubiéramos podido vencerle, ¿verdad?

—¡Si, claro que habríamos podido! —contestó Sila enardecido—. ¿Iba a traer a mi hijo en campaña de no haber creído que íbamos a vencer? Se va únicamente por una cosa: porque sabe que le habríamos vencido. Mitrídates habrá estado errante por los bosques, pero sabe reconocer el poder militar y la calidad del adversario, aunque sea la primera vez que lo ve. En realidad tenemos suerte de que haya vivido tan aislado. El único modelo a que pueden referirse estos orientales es Alejandro Magno, que, con arreglo a los parámetros militares romanos, está muy anticuado.

—¿Cómo era el rey del Ponto? —inquirió el joven, curioso.

—¿Cómo era? —repitió Sila, pensándose la respuesta—. ¿Sabes que es difícil contestar? Muy poco seguro de si mismo, desde luego, y, por consiguiente, fácil de manipular. No haría muy buena figura en el Foro, pero es por ser extranjero. Como todos los tiranos, debe de estar acostumbrado a salirse con la suya desde pequeño. Si tuviera que definirle con una sola palabra, diría que es un palurdo. Pero es rey de todo lo que tiene a la vista y es peligroso; y capaz de aprender. Es una suerte que no haya tenido la experiencia de Roma y los romanos siendo más joven, como en el caso de Yugurta, ni el refinamiento de Aníbal, por poner un ejemplo. Hasta que conoció a Cayo Mario, y a mi, me imagino que estaría satisfecho de si mismo. Pero hoy ya no lo está y eso no le sentará nada bien. Mi pronóstico es que buscará los medios de aventajarnos en nuestro juego. Es muy orgulloso y engreído y no descansará hasta provocarnos, pero no correrá el riesgo de hacerlo hasta estar totalmente convencido de que puede vencer. Y hoy no está seguro. ¡Ha sido muy prudente levantando el campamento, jovencito, porque yo le habría despedazado su ejército!

El joven Sila miró fascinado a su padre, asombrado de su seguridad y convicción.

—¿Un ejército tan grande?

—El número es lo de menos, hijo —contestó Sila, volviéndose para salir de la torre—. Hay una docena de maneras para arrollarle. El piensa en plan numérico, pero aún no ha llegado a la solución adecuada, que es utilizar como una sola unidad lo que tienes. Si hubiese decidido presentar batalla y yo le hubiese dado el gusto de dirigir mis fuerzas de frente hacia él, se habría limitado a ordenar una carga y todo su ejército se nos habría echado encima en masa. ¡Y eso es facilísimo de desbaratarlo! Por otra parte, es imposible que hubiera podido tomar el campamento. Pero es peligroso. ¿Sabes por qué, jovencito?

—No —contestó el hijo, perplejo.

—Porque ha decidido marcharse —respondió Sila—. Se irá a su país y le dará vueltas en la cabeza hasta dar con la idea de lo que debía haber hecho. ¡Cinco años, muchacho! Creo que dentro de cinco anos este Mitrídates dará que hacer a Roma.

Morsimo se les acercó al pie de la torre, con actitud muy parecida a la del joven Sila, contento y afligido a la vez.

—¿Qué hacemos ahora, Lucio Cornelio? —inquirió.

—Exactamente lo que le he dicho a Mitrídates. Dentro de ocho días nos encaminaremos a Mazaca y repondremos a Ariobarzanes en el trono. De momento no sucederá nada y creo que Mitrídates no volverá a Capadocia en unos cuantos años porque yo aún no he acabado.

—¿No?

—Quiero decir que aún no he acabado con él, porque no regresaremos a Tarsus —dijo Sila, con su temible sonrisa.

—¡No iréis a dirigiros al Ponto…! —exclamó Morsimo.

Sila se echó a reír.

—¡No! Voy al encuentro de Tigranes.

—¿Tigranes? ¿Tigranes de Armenia?

—El mismo.

—Pero, ¿por qué, Lucio Cornelio?

Dos pares de ojos se clavaron ansiosos en el rostro de Sila en espera de la respuesta, pues ni el hijo ni el legado tenían la menor idea.

—Porque quiero ver el Éufrates —dijo Sila con añoranza.

Era una respuesta inesperada, pero fue el joven Sila, que conocía esos repentes de su padre, quien lanzó una risita; Morsimo se alejó rascándose la cabeza.

A Sila se le había ocurrido una idea: en Capadocia no iba a haber disturbios y Mitrídates, de momento, se quedaría en el Ponto, pero necesitaba otro acto disuasorio. Pero, no habiéndose entablado batalla, Sila no había tenido la oportunidad de hacerse con oro o con tesoros de un botín, y, por otra parte, no creía que del reino de Capadocia pudiera obtenerse algo. Las riquezas que hubiera podido haber en Eusebia Mazaca ya hacía tiempo que habrían ido a parar a las arcas de Mitrídates.

El tenía órdenes concretas: expulsar de Capadocia a Mitrídates y a Tigranes y restablecer en el trono a Ariobarzanes y cesar toda actividad en las fronteras de Cilicia. Como simple pretor —con
imperium
preconsular o no— no le quedaba más remedio que obedecer. No obstante… De Tigranes no se había sabido nada, y no se había unido al rey del Ponto en aquella curiosa invasión; lo que significaba que estaría viviendo todavía en las fortalezas de las montañas armenias sin saber los deseos de Roma, sin estar amedrentado y sin haber visto un romano.

Y no se podía confiar en que le transmitiesen con exactitud tales deseos si el mensajero tenía que ser Mitrídates. Por todo ello, el gobernador de Cilicia se propuso encontrar a Tigranes y exponerle personalmente las órdenes de Roma. ¿Por qué no? Incluso, quizá… Tal vez en el camino a Armenia se tropezase con una bolsa de oro. Un oro que necesitaba desesperadamente. A condición de que ese oro para uso privado del gobernador fuese acompañado de otra cantidad de oro para el Tesoro romano, no estaba mal visto que éste aceptase semejantes obsequios; los cargos de extorsión, traición o soborno sólo se hacían si el Tesoro no se embolsaba nada o, como en el caso del padre de Manio Aquilio, el gobernador vendía algo propiedad del Estado y se quedaba con el producto de la venta, como había hecho con Frigia.

Concluidos los ocho días de plazo, Sila salió con las cuatro legiones del campamento fortificado que había construido y lo dejó abandonado en aquella llanura; algún día le vendría bien, pues no pensaba que Mitrídates lo destruyera si volvía a Capadocia. Y hacia Mazaca se dirigió con su hijo y su ejército, y en el salón de audiencias de palacio fue testigo de la subida al trono de Ariobarzanes, que también contemplaron encantados el joven Sila y la madre del rey. Era evidente que los capadocios también lo celebraban, pues salieron de sus casas para aclamarle.

—Por precaución, gran rey, más vale que comencéis a reclutar y entrenar un ejército inmediatamente —dijo Sila cuando se disponía a partir—, puede que Roma no sea siempre capaz de intervenir.

El rey prometió fervientemente hacerlo, pero Sila tenía sus dudas.

Para empezar había poco dinero en Capadocia y, por otra parte, los · capadocios no eran belicosos por naturaleza. Un campesino romano resultaba un excelente soldado, pero no un pastor capadocio. En cualquier caso, él había dado el consejo y lo habían oído; más no podía hacer.

Sus vigías le comunicaron que Mitrídates había cruzado el gran río rojo Halis y ya comenzaba a pasar el primero de los puertos de montaña pónticos camino de Zela. De lo que ningún vigía podía informarle, desde luego, era de si Mitrídates había enviado algún mensajero a Tigranes de Armenia. Ni habría importado. Lo que Mitrídates hubiese podido decir no le habría dejado en mal lugar, pero la verdad sólo se sabría una vez que Tigranes se viera con Sila.

Desde Mazaca, Sila condujo su ejército hacia el este por la ondulada altiplanicie de Capadocia hacia el río Éufrates y el vado de Metilene en la ruta de Tomisa. Ya era primavera avanzada y le dijeron que estaban abiertos todos los pasos excepto los de Ararat. De todos modos, si rodeaba el Ararat, también éstos estarían abiertos cuando llegase a la zona. Sila asintió con la cabeza y no dijo nada; ni siquiera a su hijo ni a Morsimo. No sabía con exactitud adónde iba, y lo único que se proponía era alcanzar el Éufrates.

Entre Mazaca y Dalanda estaba la cordillera Anti-Tauro, no tan difícil de salvar como Sila se figuraba, pues, aunque tenía altas cumbres, los pasos eran bastante bajos y sin nieve ni aludes. Los cruzaron por una serie de gargantas rocosas de vivos colores, por cuyo lecho discurrían espumosos torrentes, de los que los campesinos aprovechaban el rico aluvión en la corta estación de cultivo. Eran pueblos antiguos que habían quedado retrasados en la historia y a los que nunca se reclutaba para el ejército ni se les arrebataban las tierras por el poco valor que tenían. Sila los cruzó sin cometer desmanes, comprando y pagando cuantas provisiones necesitaba, impidiendo que sus hombres tocasen nada. Era un país ideal para tender emboscadas, pero sus vigías estaban siempre alerta y no le constaba que Tigranes hubiese movilizado el ejército para esperarle al otro lado del Éufrates.

Melitene era tan sólo una región sin ninguna ciudad, pero allí la campiña era llana y rica,y configuraba una amplia zona entre montañas de la planicie del Éufrates. Aquello estaba mucho más habitado, pero la población era igual de rudimentaria y era evidente que no estaban acostumbrados a ver ejércitos en orden de marcha, pues ni siquiera Alejandro el Grande en su tortuoso periplo había pasado por Melitene. Se enteró, además, de que tampoco había pasado por allí Tigranes camino de Capadocia, pues había optado por seguir la ruta norte por el alto Éufrates, en una línea más recta desde Artaxata.

Y allí estaba por fin el gran río entre orillas cortadas a pico, no tan ancho como el Rhodanus, pero de corriente más rápida. Sila contempló pensativo sus veloces aguas, asombrado de su color, un inolvidable azul-verde lechoso, y dio un abrazo a su hijo, al que cada vez quería más. ¡Era un acompañante perfecto!

—¿Podemos cruzarlo? —preguntó a Morsimo.

Pero el cilicio de Tarsus, precavido, se limitó a mover la cabeza.

—Quizá más adelante, cuando se hayan fundido las nieves, si es que hay deshielo, Lucio Cornelio. Los indígenas dicen que el Éufrates es más profundo que ancho y debe ser el río más rápido del mundo.

—¿Y no hay ningún puente? —inquirió Sila, inquieto.

—Por aquí arriba, no. Un puente requeriría una ingeniería inexistente en esta parte del mundo. Sé que Alejandro el Grande tendió un puente, pero mucho más abajo y en una época del año más tardía.

—Los romanos lo harían.

—Sí.

—En fin —dijo Sila con un suspiro, encogiéndose de hombros—, no tengo ingenieros ni tiempo, así que iremos a donde sea antes de que las nieves cierren los pasos y nos impidan regresar. Aunque creo que volveremos por el norte de Siria y por el monte Amano.

—¿Adónde vamos, padre, ahora que ya has visto el potente Eufrates? —inquirió sonriente el joven Sila.

En Samosata la corriente del río seguía siendo demasiado fuerte, aunque había unas barcazas, que Sila rechazó tras un breve examen.

—Continuamos hacia el sur —dijo.

Le dijeron que el próximo vado estaba en Zeugma, pasada la frontera siria.

—¿Está apaciguada Siria ahora que Gripo ha muerto y Ciziceno reina solo? —preguntó a un hombre que hablaba griego.

—No lo sé, señor romano.

Cuando el ejército estaba preparado y a punto de reanudar la marcha, decreció el caudal del gran río y Sila adoptó una decisión.

—Lo cruzaremos en barca ahora que es posible —dijo.

Una vez en la otra orilla lanzó un suspiro de alivio, aunque no se le escapaba la aprensión de las tropas, cual si hubiesen cruzado la mítica Estigia y se hallasen en el infierno. Reunió a los oficiales y les aleccionó respecto a cómo mantener a la tropa contenta. El joven Sila asistió también a la reunión.

—No vamos a volver todavía a nuestras casas —dijo Sila—. Así que más vale que todos se adapten y se lo pasen bien. Dudo mucho de que exista en muchas millas a la redonda un ejército que pueda vencernos, si es que hay alguno. Decidles que están bajo el mando de Lucio Cornelio Sila, un general mucho más grande que Tigranes o el parto Surenas; decidles que somos el primer ejército romano que cruza a la otra orilla del Éufrates y que eso, precisamente, nos protege.

Como el verano estaba en puertas, Sila no planeaba descender a las llanuras sirias y mesopotámicas, pues el calor y la monotonía desmoralizarían mucho antes a sus soldados que el hecho de enfrentarse a lo desconocido. De Samosata se dirigió de nuevo hacia el este, en dirección a Amida en la orilla del Tigris. Eran las tierras fronterizas entre Armenia al norte y el reino de los partos al sudeste, pero no había tropas de guarnición. Las legiones cruzaron campos plagados de rojas amapolas, ahorrando provisiones, pues aunque había ciertos cultivos, no había mucho que vender en los graneros.

Cruzaron parajes de pequeños reinos, Sofene, Gordiea, Osroene y Comagene, todos rodeados de cumbres nevadas, pero la marcha fue fácil, dado que no era necesario hacerla entre montañas. En Amida, una ciudad de muros negros a orillas del Tigris, Sila se entrevistó con el rey de Comagene y el de Osroene, que se pusieron en camino para verle al tener noticia de aquella extraña fuerza romana que avanzaba por la zona en plan pacífico.

A Sila, sus nombres le resultaban impronunciables, pero ambos se presentaron con un sobrenombre griego que ensalzaba el patronímico y Sila se dirigió a Comagene llamándole Epifanio y a Osroene, Filromaios.

—Honorable romano, estáis en Armenia —dijo Comagene muy serio—, y el poderoso rey Tigranes asumirá que la invadís.

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