La corona de hierba (48 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

—¿He de entender que eso significa que no habrá más incursiones al Oeste por parte de Armenia?

—Indudablemente —respondió Orobazus, dirigiendo una mirada glacial al molesto e irritado Tigranes.

Por fin, pensó Sila mientras los enviados partos abandonaban el estrado —seguidos por un Tigranes al que no le llegaba la camisa al cuerpo—, por fin sé lo que debió de sentir Mario cuando Marta, la vidente siria, le predijo que sería siete veces cónsul de Roma y le calificó de tercer fundador de Roma. ¡Pero Cayo Mario sigue vivo! ¡Y a mí me han llamado el hombre más grande del mundo! ¡De todo el orbe, desde la India al océano Atlántico!

Pero durante los días que siguieron no dejó trascender el menor júbilo ante quienes le rodeaban; su hijo, que había asistido de lejos a la entrevista, no sabía más que lo que sus ojos habían visto, y ninguno de los que acompañaban a Sila había oído nada. Y Sila sólo habló del tratado.

El acuerdo iba a inscribirse en una piedra mo
numen
tal que Orobazus pensaba erigir en el sitio en que había alzado Sila la plataforma de mármol que ya había sido desmantelada para devolver los ricos materiales a sus lugares de origen. Era un obelisco en cuyos cuatro lados se esculpió el tratado en latín, griego, parto y medo, haciendo dos copias en pergamino auténtico, una para que Sila la llevase a Roma y otra para que Orobazus la presentase a Seleucia del Tigris, donde el honorable anticipó que complacería enormemente al rey Mitrídates de los partos.

Tigranes se había esfumado como un perro apaleado en cuanto pudo zafarse de sus soberanos y regresó al lugar en que estaban trazando las calles de Tigranocerta. Su primer impulso lógico fue escribir a Mitrídates del Ponto, pero estuvo bastante tiempo andando. Cuando se decidió, fue con cierta satisfacción por las noticias que había recibido de un amigo residente en la corte de Seleucia del Tigris.

Tened cuidado con el romano Lucio Cornelio Sila, mi apreciado y poderoso suegro. En Zeugma del Éufrates concluyó un tratado de amistad con el sátrapa Orobazus de Seleucia del Tigris en nombre de mi soberano el rey Mitrídates de los partos.

Entre ambos me han atado de manos, amado rey del Ponto. Según los términos del tratado, tengo que permanecer al este del Éufrates y no osar desobedecer mientras ese viejo tirano que lleva vuestro nombre siga en el trono de los partos. Setenta valles pagó mi reino por mi regreso, y si desobedeciera me arrebatarían otros setenta.

Pero no debemos desesperar. Como os he oído decir, aún somos jóvenes y tenemos tiempo para ser pacientes. Este tratado entre Roma y el reino de los partos me ha decidido y voy a expansionar a Armenia. Para vos los territorios que mencionasteis de Capadocia, Paflagonia, la provincia de Asia, Cilicia, Bitinia y Macedonia. Para mi, el sur de Siria, Arabia y Egipto. Y, naturalmente, el reino de los partos. Pues Mitrídates, el viejo rey de los partos, morirá, y preveo que se producirá una guerra por la sucesión, pues ha sojuzgado a sus hijos igual que me sojuzga a mi, no favorece a ninguno y los atormenta con amenazas de muerte, llegando a veces a matar a alguno para que los demás se sometan. Por eso no hay ningún respeto de ningún hijo respecto a otro, lo cual es peligroso cuando muera el viejo rey. Yo os juro, honrado y estimado suegro, que en el momento en que estalle la guerra interna entre los hijos del rey de los partos, aprovecharé la oportunidad y atacaré en Siria, Arabia, Egipto y Mesopotamia, pero hasta entonces proseguiré mi labor de construir Tigranocerta.

Una cosa más tengo que comunicaros respecto a la reunión entre Orobazus y Lucio Cornelio Sila. Orobazus ordenó al adivino caldeo Nabopolosor leer la palma de la mano y el rostro del romano. Bien, yo conozco los vaticinios de este Nabopolosor, cuyo hermano es adivino del propio rey de reyes, y os digo, grande y sabio suegro, que es un vidente que nunca se equivoca. Cuando hubo examinado la mano y el rostro de Lucio Cornelio Sila se postró en tierra humillándose ante él como únicamente lo hace ante el rey de reyes. ¡Y luego dijo a Orobazus que Lucio Cornelio Sila era el hombre más grande del mundo! Desde el río Indus hasta el río del océano, le dijo. Y yo sentí gran temor. Igual que Orobazus. Con toda razón. Cuando regresaron a Seleucia del Tigris, se encontraron con el rey y Orobazus le comunicó inmediatamente lo que había sucedido, incluidos detalles que le había dado el romano sobre nuestras actividades, poderoso suegro. E incluyendo la opinión del romano de que vos tenéis ambiciones de conquista del reino de los partos. El rey Mitrídates lo ha tomado muy en cuenta y me vigila, aunque lo único que me consuela es que ha mandado ejecutar a Orobazus y a Nabopolosor por honrar más a un romano que a su rey. Sin embargo, ha decidido cumplir el tratado, escribiendo a Roma a tal efecto. Parece que el viejo lamenta no haber visto en persona a Lucio Cornelio Sila. Yo sospecho que, de haberlo podido hacer, habría dado trabajo a su verdugo. Lástima que estuviese en Ecbatana.

Sólo el futuro nos mostrará nuestro destino, queridísimo y admiradísimo suegro. Puede que Lucio Cornelio Sila no vuelva más a Oriente y que su grandeza quede circunscrita a Occidente. Y puede también que un día sea yo quien asuma el título de rey de reyes. Sé que esto no significa nada para vos, pero para quien se ha criado en las cortes de Ecbatana, Susa y Seleucia del Tigris lo es todo.

Mi querida esposa, vuestra hija, se encuentra muy bien. Nuestros hijos están bien. Ojalá pudiera informaros de que nuestros planes van bien, pero, de momento, no es así.

Diez días después de la entrevista en la plataforma, Lucio Cornelio Sila recibía su copia del tratado y fue invitado a la inauguración del monumento junto al gran río azul lechoso. Revistió la
toga praetexta
, procurando olvidar el inmisericorde sol de verano que le quemaba el rostro, pues en tales circunstancias no podía llevar el sombrero. Lo único que hizo fue untarse aceite con la esperanza de aminorar las quemaduras.

Pero el sol no le perdonó; lección que aprendió su hijo, prometiéndose ir siempre protegido por un sombrero. El padre padeció mucho y estuvo varios días con ampollas y pelándose, sucesivamente, supurando agüilla, rascándose y volviendo a supurar. Pero cuando llegaron a Tarsus, unos cuarenta días después, su piel estaba casi curada y no le escocía. Morsimo había encontrado un ungüento oloroso en un mercado a orillas del río Píramo y desde que comenzó a aplicárselo la piel fue recuperándose y no le quedó señal alguna, cosa que complació enormemente al presumido Sila.

Del mismo modo que nada dijo del vaticinio de Nabopolosor, de la bolsa de oro no contó nada a nadie, ni a su propio hijo. A la que le había entregado el rey Osroene siguieron otras cinco, obsequio del parto Orobazus. Eran monedas acuñadas con la efigie de Mitrídates II de los partos, un anciano de cuello corto, nariz como un anzuelo, pelo muy rizado y barba puntiaguda, con el mismo sombrerito sin ala con que se tocaban sus embajadores, salvo que él lucía la cinta de la diadema, orejeras y toca.

Sila cambió en Tarsus sus monedas de oro por denarios romanos, y para su sorpresa vio que poseía una fortuna de diez millones de denarios, o cuarenta millones de sestercios. ¡Había más que duplicado su fortuna! Naturalmente que de aquella banca de Tarsus no salió cargado de bolsas de monedas romanas, sino que optó por la
permutatio
y únicamente se llevó un modesto rollo de pergamino auténtico.

El año tocaba a su fin y el otoño estaba muy avanzado; era el momento de pensar en regresar a Roma. Había llevado a cabo su cometido, y lo había hecho muy bien. Los del Tesoro que habían financiado la expedición no se quejarían, pues había habido otras diez bolsas de oro, dos del rey Tigranes de Armenia, cinco del rey de los partos, una del rey de Comagene y otras dos nada menos que del rey del Ponto. Lo cual significaba que Sila podía pagar su ejército, dar a Morsimo una buena recompensa, y conservar en sus arcas de guerra más de dos tercios del total, aumentándolas considerablemente. ¡Había sido un buen año! Su fama crecería en Roma, y ahora tenía dinero para iniciar la campaña del consulado.

Ya estaba listo el equipaje y la nave que había fletado acababa de echar el ancla en Cidno, cuando le llegó una carta de Publio Rutilio Rufo con fecha de septiembre.

Espero, Lucio Cornelio, que ésta te llegue a tiempo. Y espero que hayas tenido mejor año que yo. Pero eso te lo contaré más adelante.

Me encanta relatar lo que sucede en Roma a los que se encuentran lejos. ¡Cómo voy a echarla de menos! ¿Y quién me escribirá a mí? Pero ya hablaremos de esto.

En abril elegimos nuevos censores, Cneo Domicio Ahenobarbo, pontífice máximo, y Lucio Licinio Craso Orator. Una mala pareja, como puedes ver. El irascible unido al inmutable —Hades y Zeus—, el sucinto vinculado al verborreico, una arpía y una musa. Toda Roma intenta hallar la definición perfecta del más imperfecto binomio. Que, por supuesto, habrían debido formarlo Craso Orator y mi querido Quinto Mucio Escévola. Pero no fue así. Escévola se negó a presentarse porque dice que está muy atareado. ¡Muy cansado, más bien! Después del revuelo que crearon los últimos censores —con la lex Licinia Mucia como plato fuerte— yo creo que a Escévola no le han quedado fuerzas.

En cualquier caso, los tribunales especiales previstos por la lex Licinia Mucia han pasado a mejor vida. Cayo Mario y yo conseguimos que se desmantelasen a primeros de año, fundamentándonos en que eran una rémora financiera injustificable. Afortunadamente todos se mostraron conformes y la enmienda se aprobó sin incidente alguno en el Senado y los Comitia. Pero aún perduran terribles secuelas, Lucio Cornelio. A dos de los jueces más execrables, Cneo Escipión Nasica y Catulo César, les han quemado las alquerías y las villas, y a otros les han destrozado los cultivos, las viñas y les han envenenado los aljibes. Y ahora tenemos un deporte nacional nocturno: dar con un romano y pegarle una paliza de muerte. Aunque, claro, ninguno —incluido Catulo César— admite que estos hechos tengan nada que ver con la lex Licinia Mucia.

El repugnante joven Quinto Servilio Cepio ha tenido la osadía de denunciar a Escauro, príncipe del Senado ante el tribunal de extorsiones, acusándole de haber aceptado una gran suma como soborno del rey Mitrídates del Ponto. Puedes imaginarte lo que sucedió. Escauro se personó en el lugar en que estaba reunido el tribunal en el bajo Foro, ¡pero no para responder de las acusaciones! Fue derecho a donde estaba Cepio y le abofeteó, mejilla izquierda, mejilla derecha, ¡plaf!, plaf! Yo te aseguro que en semejantes circunstancias Escauro crece dos palmos. Parecía dominar por entero a Cepio, cuando de hecho son casi igual de altos.

«¡Cómo te atreves! —bramó—. ¡Cómo te atreves, miserable gusano! ¡Retira inmediatamente esa absurda acusación o desearás no haber nacido! ¿Tú, un Servilio Cepio, miembro de una familia famosa por su amor al oro, osas acusarme a mí, Marco Emilio Escauro, príncipe del Senado, de apoderarme de oro? ¡Me meo en ti, Cepio!»

Y se alejó, cruzando el Foro, entre vítores, aplausos y aclamaciones, sin hacer caso. Cepio se quedó allí con las marcas de la mano de Escauro en los dos carrillos, esquivando las miradas del grupo de caballeros convocados para elegir el jurado. Pero después de la intervención de Escauro, por muchas pruebas que Cepio hubiese podido presentar, el jurado habría absuelto a Escauro.

«Retiro la acusación», dijo Cepio, escabulléndose hacia su casa.

Así acaban todos los que acusan a Marco Emilio Escauro, actor sin igual, farsante y príncipe de rectitud. Te confieso que a mí me encantó, porque Cepio llevaba tanto tiempo haciéndole la vida imposible a Marco Livio Druso que ya es un tema del que se habla en el Foro, Por lo visto a Cepio le parecía que mi sobrino debía haberse puesto de su parte cuando se descubrió la historia de mi sobrina con Catón Saloniano, y como las cosas no fueron como él quería, reaccionó con toda maldad. ¡Aún sigue hablando del famoso anillo!

Pero basta de Cepio, individuo repulsivo para ser el tema de una carta. Tenemos ya en las tablillas otra ley útil, gracias al tribuno de la plebe Cneo Papirio Carbón. ¡Ésta sí que es una familia sin suerte desde que sus miembros decidieron prescindir de su condición patricia! Dos suicidios en la última generación y ahora un grupo de Papirios jóvenes que no piensan más que en crear complicaciones. En fin, hace unos meses Carbón convocó un contio de la Asamblea plebeya, a principios de primavera concretamente. ¡Hay que ver cómo pasa el tiempo! Craso Orator y Ahenobarbo, pontífice máximo, se acababan de declarar candidatos para el cargo de censor. Lo que intentaba Carbón sacar adelante era una versión modernizada de la lex frumentaria que Saturnino hizo aprobar por la plebe, pero la reunión se le fue de las manos y murieron un par de ex gladiadores, atacaron a algunos senadores y hubo que suspender el acto a causa del tumulto. Craso Orator se vio envuelto en ello porque andaba haciendo campaña, y salió con la toga hecha un asco y demudado. Como consecuencia, promulgó un decreto en el Senado que estipula que la responsabilidad del orden durante una asamblea es totalmente del magistrado que la convoca. El decreto fue acogido como un ejemplo encomiable de legislación, pasó a la Asamblea de todo el pueblo y se aprobó. Si la reunión de Carbón se hubiese celebrado ya vigente esta ley de Craso Orator, habría podido ser acusado de incitación a la violencia y fuertemente multado.

Y ahora viene la noticia más curiosa.

¡Ya no tenemos censores!

Pero ¿qué ha sucedido, Publio Rutilio?, te oigo exclamar. Bien; te lo diré. Al principio pensamos que se llegarían a entender bastante bien, pese a su manifiesta diferencia de carácter. Despacharon los contratos del Senado, repasaron los rollos de los senadores y de los caballeros, y después promulgaron un decreto expulsando a todos los maestros de retórica de Roma menos a un puñado intachable, descargando sobre todo su furia en los maestros de retórica latina, aunque no creas que los de retórica griega salieron muy bien parados. Ya sabes qué clase de gente son, Lucio Cornelio; por unos sestercios al día convierten a los hijos de ciudadanos poco acomodados de la tercera y cuarta clase en abogados, que luego no hacen más que rondar por el Foro en busca de trabajo, incitando al populacho crédulo y proclive a las querellas. La mayoría no se molestan en enseñar en griego, ya que los procesos legales se llevan a cabo en latín, y es bien sabido que esos llamados maestros de retórica denigran la ley y a los abogados, abusan de los ingenuos y desfavorecidos, les extorsionan por el poco dinero que tienen y son una deshonra para el Foro. ¡Y allá fueron todos con bolsas y equipaje, lanzando en vano maldiciones contra Craso Orator y Ahenobarbo, pontífice máximo! Todos. Sólo los maestros de retórica con reputación sin tacha y una clientela como es debido han podido quedarse.

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