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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

La corona de hierba (50 page)

—Pobrecillos… —dijo Silo, que también era padre—. Y el pequeño Catón, sin padre ni madre… ni en el recuerdo.

—¡Ah, es un niño muy raro! —dijo Druso con una sonrisa irónica—. Está muy delgadito, tiene el cuello muy largo y una enorme nariz ganchuda para un niño tan pequeño. A mí me recuerda un buitre, y por más que quiera no acaba de gustarme. Aún no tiene dos años y ya anda por toda la casa mirándolo todo con el cuello estirado y la nariz dirigida al suelo, gritando. No, no llora; grita. Es incapaz de decir nada en tono normal; no hace más que chillar y lanzar bravatas. En cuanto le veo venir, por lástima que le tenga, desaparezco.

—¿Y la pequeña espía, Servilia?

—Ah, está muy calmada, muy modosita y obediente. Pero no te fies de ella bajo ningún concepto, Quinto Popedio. Esa es otra que no me gusta nada —añadió Druso, entristecido.

—¿Hay alguno que te guste? —inquirió Silo, mirándole con sus penetrantes ojos amarillos.

—Mi hijo, Druso Nerón. Es un niñito encantador; bueno, no tan niñito, tiene ya ocho años. Quise prevenir a mi esposa de que era imprudente adoptar un niño, pero ella quería un varón y no hubo nada que hacer. Me gusta también mucho el pequeño Cepio, ¡pero no puedo creer que sea hijo de él! Es el vivo retrato de Catón Saloniano y, como niño, muy parecido al pequeño Catón. Lilla está bien y Porcia también, aunque para mí las niñas son un misterio.

—¡Anímate, Marco Livio! —dijo Silo sonriente—. Algún día serán mayores y entonces será cuando realmente se pueda juzgar si gustan o no. ¿Por qué no me llevas a verlos? Te confieso que tengo curiosidad por ver a ese buitre y a la espía. ¿No es curioso que sea lo imperfecto lo que más nos atrae?

El resto del día lo pasaron charlando de asuntos caseros, y fue al día siguiente cuando se dedicaron a hablar de la situación en Italia.

—Quinto Popedio, voy a presentarme a las elecciones de tribuno de la plebe a principios de noviembre —dijo Druso.

—¿Después de haber sido edil? —replicó Silo, parpadeando, cosa rara en un marso—. Deberías aspirar al pretorado.

—Sí, ahora podría ser pretor —contestó Druso sin alterarse.

—¿Y por qué, entonces, tribuno de la plebe? ¡No pensarás intentar la emancipación de los itálicos…

—Eso es precisamente lo que voy a procurar. He esperado pacientemente, Quinto Popedio, ¡los dioses son testigos de mi paciencia! Y creo que es el momento oportuno, ahora que la
lex Licinia Mucia
está aún presente en la mente de todos. Dime alguien del Senado con la edad apropiada que aúne la
dignitas
y la
auctoritas
necesarias para ser tribuno de la plebe, como es mi caso. Llevo en el Senado diez largos años, he sido
paterfamilias
de los míos casi veinte años, mi reputación es intachable y lo único que se me puede reprochar es que siempre he sido partidario de la emancipación de los itálicos. He sido edil plebeyo y organicé grandes juegos, mi fortuna es inmensa, tengo muchos clientes y soy un hombre conocido y respetado en toda Roma. Por ello, si soy candidato a tribuno de la plebe y no a pretor, todos comprenderán que me impulsan a ello poderosas razones. He sido famoso como abogado y como orador. Sin embargo, no se ha oído mi voz en la Cámara estos diez últimos años, y todavía tengo cosas que decir. En los tribunales, la mención de mi nombre atrae multitudes. De verdad, Quinto Popedio, cuando opte por presentarme a tribuno de la plebe, todos en Roma, desde el más bajo al más alto, estarán convencidos de que mis motivos tienen perfecta lógica.

—Desde luego, será la sensación —dijo Silo, inflando los carrillos—. Pero no creo que lo logres. Más prudente sería que te eligieran pretor y cónsul dentro de dos años.

—Con el cargo de cónsul no podría hacer nada —dijo Druso con firmeza—. Este tipo de ley debe venir de la Asamblea plebeya, debe promulgarla un tribuno de la plebe. Si intentara promulgarla siendo cónsul, la vetarían inmediatamente. Pero siendo tribuno de la plebe, puedo controlar a mis colegas de un modo que, siendo cónsul, es imposible. Y tengo autoridad sobre el cónsul en virtud del veto, y si fuera necesario, podría negociarlo. Cayo Graco se jactaba de utilizar inteligentemente el tribunado de la plebe, pero, te lo aseguro, Quinto Popedio, nadie me aventajará. Tengo la edad, la sabiduría, los clientes y el prestigio. Y, además, un programa legislativo ya elaborado más ambicioso que la simple emancipación de toda Italia. Me propongo reorganizar los asuntos públicos de Roma.

—Que la gran serpiente portadora de luz te proteja y te guíe, Marco Livio; es lo único que puedo decirte.

Con la mirada impasible y una actitud que denotaba que creía en lo que estaba diciendo, Druso se inclinó hacia adelante.

—Quinto Popedio, ya es hora. No puedo consentir que haya guerra entre Roma e Italia, y sospecho que tú y tus amigos estáis preparando la guerra. Si la emprendéis, perderéis. Y Roma también, aunque salga vencedora. Roma nunca ha perdido una guerra, amigo mío. Batallas, sí; y quizá en los primeros días los itálicos llevéis la iniciativa, ¡pero Roma vencerá! Porque Roma siempre vence. ¡Pero qué victoria tan pírrica! Las secuelas económicas son estremecedoras. Sabes tan bien como yo el viejo dicho de no hagas la guerra en tu propio país… que sean las propiedades de otro las que la sufran —alargó la mano por encima del escritorio para asir el antebrazo de Silo—. ¡Quinto Popedio, te ruego que me dejes hacerlo a mi manera! Por la vía pacífica, la lógica, la única que puede dar buenos resultados.

Silo, convencido, asintió con la cabeza, con la mirada limpia.

—¡Querido Marco Livio, cuenta con mi sincero apoyo! ¡Adelante! No importa el que no lo crea posible. Si no hay alguien de tanta valía como tú que lo intente, ¿cómo puede saber Italia hasta dónde llega la oposición de Roma a la emancipación general? Visto en retrospectiva, estoy de acuerdo contigo en que ha sido una tontería intentar falsear el censo, y no creo que ninguno de nosotros pensase que iba o que podía salir bien. Fue más bien el modo de hacer saber al Senado y al pueblo de Roma lo fuertes que nos sentimos los itálicos. Pero ha constituido un retroceso; para nosotros y para vosotros. ¡Adelante! Todo lo que Italia pueda hacer por secundarte, cuenta con ello. Tienes mi palabra de honor.

—Preferiría tener toda Italia como cliente —replicó Druso entristecido—. Una vez lograda la emancipación, podría imponer fácilmente mi voluntad en Roma si tuviera la clientela de toda Italia.

—Lo conseguirás, Marco Livio —dijo Silo, asombrado—. Si lo logras, serás el patrón de todos los itálicos que se beneficien de tu tarea.

—En teoría, sí —dijo Druso, torciendo el gesto para refrenar el júbilo interior—. Pero en la práctica sería imposible.

—¡Fácil no es! —se apresuró a exclamar Silo—. Bastaría con que Cayo Papio Mutilo y los otros dirigentes exigieran un juramento a los itálicos en el sentido de que si logras la emancipación general todos te sean fieles hasta la muerte.

Druso se quedó boquiabierto y pensativo, mirando a Silo.

—¿Un juramento? ¿Tú crees que estarían dispuestos?

—Seguro, con tal de que el voto no obligara a sus hijos ni a los tuyos —contestó Silo muy seguro.

—No es necesario incluir a la progenie —añadió Druso, marcando las palabras—. Sólo pido tiempo y apoyo masivo. Después, ya estará hecho.

¡Toda Italia por clientela! El sueño de todo noble romano: tener clientes para formar ejércitos enteros. Teniendo toda Italia por clientela no habría nada imposible.

—Cuenta con el juramento, Marco Livio —dijo Silo, animoso—. Tienes razón en desear toda Italia como clientela; la emancipación general no será más que el comienzo —añadió con una risa fuerte, levemente cascada—. ¡Qué éxito ver a alguien convertido en el primer hombre de Roma… no: en el primer hombre de Italia, gracias a la intervención de quienes ahora no influyen para nada en los asuntos de Roma! —exclamó Silo, zafando suavemente su antebrazo del apretón de Druso—. Explícame cómo piensas hacerlo.

Pero Druso era incapaz de ordenar sus ideas; las implicaciones eran apabullantes. ¡Toda Italia por clientela!

¿Cómo hacerlo? ¿De qué manera? De los personajes importantes del Senado, sólo Cayo Mario le apoyaría; y Druso sabía que no le bastaría con el respaldo de Mario. Necesitaba a Craso Orator, a Escévola, a Antonio Orator y a Escauro, príncipe del Senado. Conforme se aproximaban las elecciones tribunicias, la desesperación de Druso aumentaba. Seguía esperando el momento propicio, y el momento propicio no se presentaba. Su candidatura a tribuno de la plebe seguía siendo un secreto compartido sólo por Silo y Mario.

Una mañana muy temprano, a finales de octubre, Druso se encontró con Escauro, príncipe del Senado, Craso Orator, Escévola, Antonio Orator y Ahenobarbo, pontífice máximo, juntos en la hondonada de los
Comitia
; era evidente que hablaban de la caída de Publio Rutilio Rufo.

—Venid, Marco Livio —dijo Escauro, dejando sitio en el corrillo—. Estábamos hablando de cuál sería el mejor medio para arrebatar los tribunales al
Ordo equester
, porque declarar culpable a Publio Rutilio ha sido un crímen. Los caballeros se han apropiado el derecho a constituir cualquier tribunal romano.

—Es lo que me parece a mí —contestó Druso, uniéndose al grupo—. En cualquier caso a quien querían hundir era a ti, no a Publio Rutilio.

—¿Y, entonces, por qué no me atacaron a mí? —inquirió Escévola, que aún estaba muy enojado.

—Tú tienes muchos amigos, Quinto Mucio.

—Y Publio Rutilio pocos. Es una lástima. ¡Yo os digo que no podemos consentir quedarnos sin Publio Rutilio. Siempre fue un hombre de principios que no se entregaba a nadie, y eso no es frecuente —añadió Escauro, irritado.

—Yo no creo que podamos quitarles del todo los tribunales a los caballeros —dijo Druso, midiendo sus palabras—. Si la ley de Cepio el cónsul no se inscribió en las tablillas, y no se inscribió, no sé cómo se va a poder inscribir otra ley que devuelva los tribunales al Senado. Y no sólo eso, sino que los caballeros se creen invulnerables. La ley de Cayo Graco no hace referencia al caso de culpabilidad de un jurado formado por caballeros por aceptar sobornos, y los caballeros insisten en que la lex Sempronia dice que no se les puede juzgar por aceptar sobornos cuando actúan de jurados.

—¡Marco Livio, eres con mucho el mejor en edad de pretor! —terció Craso Orator, que estaba mirándole alarmado—. Si tú dices eso, ¿qué puede hacer el Senado?

—Yo no he dicho que el Senado tenga que perder las esperanzas, Lucio Licinio —replicó Druso—. Lo que he dicho es que los caballeros se negarán a ceder los tribunales. Sin embargo, ¿y si los obligamos a verse en una situación en la que no tengan más remedio que compartirlos con el Senado? Aún no son los plutócratas quienes gobiernan Roma, y lo saben perfectamente. ¿Por qué no, pues, ponerlos entre la espada y la pared? ¿Por qué no hacemos que alguien proponga una nueva ley para reglamentar los tribunales superiores, para que se constituyan mitad y mitad con miembros del Senado y del
Ordo equester
?

—¡Entre la espada y la pared! —exclamó Escévola—. A los caballeros les resultará difícil encontrar razones para negarse, les parecerá una rama de olivo por parte del Senado. ¿Qué más equitativo que mitad y mitad? Desde luego no podrán acusar al Senado de querer arrebatarles el control judicial, ¿no es cierto?

—¡Ja, ja! —dijo Craso Orator, sonriente—. Las filas están prietas dentro del Senado, Quinto Mucio. Pero, como sabemos todos los senadores, siempre hay algunos caballeros en un jurado con ambiciones de ingresar en la Curia Hostilia. Si el jurado está formado exclusivamente por caballeros, no pueden hacer nada, pero si sólo forman el cincuenta por ciento, podrían maniobrar en favor suyo. ¡Muy acertado, Marco Livio!

—Podríamos alegar —terció Ahenobarbo, pontífice máximo— que nosotros como senadores poseemos una experiencia jurídica tan importante que los tribunales ganarían con nuestra presencia. ¡Y que, al fin y al cabo, nosotros tuvimos el control exclusivo de los tribunales durante casi cuatrocientos años! Podríamos argüir que en la época moderna no se puede consentir semejante exclusividad, ni puede quedar excluido el Senado.

Para Ahenobarbo era una argumentación lógica; lo había lucubrado poco después de su experiencia como juez en Alba Fucentia durante la época de la
lex Licinia Mucia
, pese a que Craso Orator era quien le había inducido. Pero seguían unidos por el espíritu de clase y de privilegios.

—Muy bien pensado —dijo Antonio Orator, con sonrisa beatífica.

—Así es —añadió Escauro, volviéndose para ver a Druso de frente—. ¿Trataréis de hacerlo siendo pretor, Marco Livio? ¿O tenéis la intención de que sea otro quien lo haga?

—Lo haré yo mismo, príncipe del Senado, pero no como pretor —contestó Druso—. Voy a presentarme a tribuno de la plebe.

Todos se quedaron atónitos y fijaron la mirada en Druso.

—¿A vuestra edad? —inquirió Escauro.

—Mi edad es una buena ventaja —respondió Druso, tranquilo—. Aunque tengo la adecuada para ser pretor, voy a ser candidato a tribuno de la plebe y nadie podrá acusarme de juventud, falta de experiencia, impulsividad, ganas de ganarme a la multitud ni de ninguno de los motivos por los que se suele desear ser tribuno de la plebe.

—Entonces, ¿por qué quieres ser tribuno de la plebe? —inquirió Craso Orator.

—Quiero promulgar leyes —contestó Druso sin perder la calma ni la compostura.

—Podéis promulgar leyes siendo pretor —adujo Escauro.

—Sí, pero no con la facilidad y apoyo con que lo hace un tribuno de la plebe. Y a la Asamblea plebeya le gusta su papel legislador. ¿Para qué trastocar las cosas, príncipe del Senado?

—Tienes previstas otras leyes —dijo Escévola en voz baja.

—Efectivamente, Quinto Mucio.

—Danos una idea de lo que te propones legislar.

—Quiero duplicar el número de senadores —contestó Druso, ante el asombro general y cierta tensión en algunos.

—Marco Livio, comienzas a parecerte a Cayo Graco —dijo Escévola, alarmado.

—Comprendo que lo pienses, Quinto Mucio, pero lo que sucede es que quiero reforzar la influencia del Senado en las tareas de gobernación y soy lo bastante amplio de miras como para utilizar ideas de Cayo Graco si convienen a mis propósitos.

—¿Cómo va a favorecer el dominio senatorial el hecho de llenar el Senado de caballeros? —inquirió Craso Orator.

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