La corona de hierba (126 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

—¿Cliente tuyo? —inquirió Sulpicio estupefacto.

—Tengo clientes por doquier, Publio Sulpicio; hasta en las mejores familias patricias —contestó complacido Cayo Mario; ya se sentía mejor, o, por mejor decir, ya no sentía aquel hormigueo. Cuando se dirigía hacia la salida del templo, volvió la cabeza—. ¡No os desaniméis! Me vaticinaron que sería cónsul de Roma siete veces, así que esta ausencia es temporal. Cuando sea cónsul por séptima vez, seréis bien recompensados.

—Yo no necesito recompensa, Cayo Mario —dijo Sulpicio, muy arrogante—. Todo esto lo he hecho por Roma.

—Como todos los aquí presentes, Publio Sulpicio. Bueno, mejor será que nos movamos. Al anochecer, Sila habrá puesto guardia en todas las puertas. Lo mejor será salir por la Capena, pero id con cuidado.

Sulpicio y los otros nueve desaparecieron corriendo hacia el clivus Palatinus, pero cuando Mario echó a andar por la Velia en dirección al Foro y a su casa, Lucio Decumio le detuvo.

—Cayo Mario, tú y yo vamos ahora mismo a la puerta Capena —dijo el hombrecillo del Subura—. Que tu hijo Mario, que es joven y rápido, vaya a casa a recoger el dinero que tengas. Si se topa con guardia en la puerta Capena, ya encontrará otra salida, aunque tenga que saltar por las murallas. Que escriba él esa carta a tu primo, y tu esposa puede añadir algo para convencerle.

—¡Ah, Julia! —exclamó Mario apenado.

—Volverás a verla, como has dicho. ¿Un vaticinio, no? Siete veces cónsul. Volverás. Se quedará más tranquila si sabe que pones tierra de por medio. Joven Mario, tu
tata
y yo te esperamos entre las tumbas fuera de la muralla. Nosotros estaremos al tanto de cuando llegues, pero si no podemos, búscanos tú.

Mientras Mario hijo se encaminaba a su casa, su padre y Lucio Decumio tomaron clivus Palatinus arriba. Al llegar a la puerta Mugonia doblaron por la calleja que conducía a los antiguos locales de asamblea por encima de la Via Triumphalis, donde unas escalinatas descendían desde el Palatium. Un rumor lejano les hizo saber que las tropas de Sila bajaban del Esquilino hacia el Palus Ceroliae, pero en el momento en que ambos cruzaban apresuradamente la puerta Capena, no había por los alrededores ni rastro de soldados. Siguieron caminando un buen trecho por la carretera hasta esconderse detrás de una tumba desde la que se veía bien la puerta. Durante las dos horas siguientes, mucha gente cruzó la puerta Capena, porque nadie quería quedarse en una Roma tomada por el ejército.

Y en estas vieron al joven Mario. Iba tirando del asno que había en su casa para acarrear las compras del mercado y la leña del Janiculum. Con él venía una mujer envuelta en un manto negro.

—¡Julia! —exclamó Mario, saliendo de su escondite sin preocuparse.

Ella apretó el paso y se echó en sus brazos, cerrando los ojos mientras él la apretaba contra su pecho.

—¡Oh, Cayo Mario, sabía que me echabas de menos! —exclamó, alzando el rostro para que la besara una vez, y otra, y otra. ¡Cuántos años llevarían casados…! Pero aún seguían besándose con gran placer, aún en aquellas dolorosas y angustiosas circunstancias.

—¡Yo sí que voy a echarte de menos! —exclamó ella, conteniendo las lágrimas.

—No estaré mucho tiempo fuera, Julia.

—¡No puedo creer que Lucio Cornelio haya hecho esto!

—Julia, si yo hubiera estado en su lugar, habría hecho lo mismo.

—¡Tú nunca habrías entrado con el ejército en Roma!

—No estoy tan seguro. Hay que decir en su descargo que la provocación era mayúscula. Si no lo hubiera hecho, estaba acabado. Y los hombres como Lucio Cornelio y como yo no podemos aceptar ese sino. Es así. La suerte suya fue disponer del ejército y los magistrados. Yo no la tuve. Pero si la situación hubiera sido la inversa… creo que yo habría hecho lo mismo. Fue una operación genial, ¿sabes? Y en toda la historia de Roma sólo ha habido dos hombres capaces de hacerlo: Lucio Cornelio y yo —añadió, besándola otra vez y soltándola—. Ahora vuelve a casa, Julia, y espérame. Si Lucio Cornelio nos quita la casa, ve con tu madre a Cumae. Marco Granio tiene dinero mío de sobra; recurre a él si lo necesitas. Y en Roma tienes a Tito Pomponio. ¡Ahora, vete, Julia, vete! —dijo, empujándola.

Ella se alejó, volviendo de vez en cuando la cabeza, pero Mario le había dado la espalda para hablar con Lucio Decumio y no la vio. Julia se alejaba con el corazón rebosante de orgullo. ¡Así debían ser las cosas! Cuando había asuntos importantes que tratar, un hombre no debía perder el tiempo mirando añorante a su esposa. Junto a la puerta la aguardaban Estrofantes y seis fornidos criados para escoltarla hasta la casa. Julia alzó la cabeza en dirección al camino y emprendió la marcha con paso firme.

—Lucio Decumio, tienes que alquilar caballos. Ahora ya no cabalgo con facilidad, pero una calesa llamaría la atención —decía Mario, mirando a su hijo—. ¿Has recogido la bolsa de oro que tenía reservada para caso de urgencia? —inquirió.

—Sí, y una bolsa de denarios de plata. Te he traído la carta para Marco Granio, Lucio Decumio.

—Estupendo. Dale también algo de plata —añadió Mario.

Y así fue como Cayo Mario huyó de Roma, a caballo con su hijo y con un asno.

—¿Y por que no hemos cruzado el río en barca para zarpar desde un puerto de Etruria? —preguntó el hijo.

—No, creo que eso es lo que hará Sulpicio. Yo en su lugar iría a Ostia, que está más cerca —contestó Mario, algo más tranquilo porque ya no notaba tanto aquel molesto hormigueo. ¿O sería que ya se estaba acostumbrando?

Aún no era del todo de noche cuando llegaron a las afueras de Ostia y avistaron las murallas.

—No hay guardia en la puerta, padre —dijo el joven Mario, que veía mejor que su padre.

—Pues vamos a entrar, hijo; antes de que den órdenes de apostarla. Iremos al puerto a ver lo que hay.

Mario optó por entrar en una posada de buen aspecto y dejó que su hijo se ocupase de los caballos y el burro mientras él iba a alquilar una embarcación.

Era evidente de que a Ostia no había llegado la noticia de la toma de Roma, aunque todos comentaban la histórica marcha de Sila. En la posada todos reconocieron a Mario nada más entrar, pero nadie reaccionó, como si fuese un proscrito.

—Tengo prisa por llegar a Sicilia —dijo Mario, pagando una ronda de vino para todos—. ¿Hay por casualidad algún buen navío listo para zarpar?

—Podéis tomar el mío si lo pagáis —contestó uno de cara atezada—. Publio Murcio a vuestro servicio, Cayo Mario.

—Si podemos zarpar esta misma noche, trato hecho, Publio Murcio.

—Podemos levar anclas antes de medianoche —contestó Murcio.

—¡Magnífico!

—Necesito que me paguéis por adelantado.

El joven Mario entró poco después de que el padre hubiese cerrado el trato, Mario se puso en pie y dirigió una sonrisa a toda la concurrencia.

—¡Hijo mío! —exclamó, tirando del joven hacia el muelle—. Tú no vienes conmigo —dijo una vez que estuvieron a solas—. Quiero que acudas solo a Aenaria. Yendo conmigo corres mayor peligro. Coge el asno y los dos caballos y ve a Tarracina.

—Padre, ¿por qué no vamos los dos? En Tarracina habrá menos peligro.

—Estoy demasiado impedido para cabalgar tanto, hijo. Tomaré aquí el barco y esperemos que los vientos sean propicios —contestó Mario, dándole un beso de mala gana—. Toma el oro y déjame la plata.

—Mitad y mitad, padre, o nada.

—Cayo Mario —dijo Mario con un suspiro—, ¿por qué no me dijiste que habías matado al cónsul Catón? ¿Por qué me lo negaste?

Su hijo le miró pasmado.

—¿Y me lo preguntas en un momento como éste? ¿Tan importante es?

—Para mí, sí. Si la Fortuna me abandona, quizá nunca más la recobre. ¿Por qué me mentiste?

—¡Oh, padre! —replicó el joven Mario con sonrisa triste, mirando la imagen de Julia—. ¡Nunca sabe uno lo que te agrada oír! Así de simple. Todos procuramos decirte lo que creemos que te gusta oír. ¡Es el precio que pagas por ser un gran hombre! A mí me pareció más lógico negarlo, por si te encontrabas en uno de esos estados de espíritu en los que predicas que se haga lo debido, lo ético. En cuyo caso no habrías querido que admitiese el hecho, porque no te habría quedado más remedio que procesarme. Si me equivoqué, lo siento. Tú no me procuraste ninguna ayuda; estabas más cerrado que un caracol en tiempo seco.

—Yo creí que te comportabas como un niño mimado.

—¡Oh, padre! —replicó el joven, moviendo la cabeza con los ojos brillantes de lágrimas—. ¡El hijo de un gran hombre no puede ser ningún consentido. ¡Piensa a quién tengo que emular! Tú has recorrido el mundo como un titán y los demás nos movemos esforzadamente a tu sombra, pensando qué es lo que quieres y cómo complacerte. Ninguno de los que te rodea puede compararse a ti en agudeza ni capacidad. Y entre ellos me cuento yo, tu hijo.

—Bien, dame otro beso y vete —dijo Mario, abrazándole esta vez afectuosamente y complacido como no se lo habría imaginado—. Por cierto, tenías toda la razón.

—Razón ¿en qué?

—En matar al cónsul Catón.

—¡Ya lo sabía! —exclamó el joven, con gesto de desagrado—. Nos veremos en Aenaria en los idus de diciembre.

—¡Cayo Mario, Cayo Mario! —dijo una voz inquieta.

Mario se volvió hacia la posada.

—Si estáis listo, zarpamos ahora mismo —añadió Publio Murcio con la misma voz impaciente.

Mario lanzó un suspiro. Su instinto le decía que aquel viaje estaba condenado al fracaso; aquel marino era un pobre hombre, no un vigoroso navegante.

Sin embargo, el navío era de buena construcción, aunque no se podía prever cómo se comportaría entre Sicilia y Africa si el mar se ponía difícil; y tenían que ir hasta más allá de Sicilia. El principal inconveniente era el capitán Murcio, que no hacía más que quejarse. Cruzaron los bancos de arena y bajíos de aquel puerto mediocre antes de medianoche y viraron para aprovechar un viento nordeste, adecuado para navegar siguiendo la costa. Entre crujidos y fuertes cabeceos porque Murcio no había previsto más lastre en compensación de la falta de carga, el barco se apartó despacio de la orilla unas dos millas, para contento de la tripulación al ver que no había necesidad de aplicarse a los pocos remos y que bastaba con dejar sueltos los remos grandes que hacían de timón.

Luego, al amanecer, el viento cambió de dirección media circunferencia y del sudoeste sopló galerna.

—¿Nos volvemos? —inquirió malhumorado Murcio a su pasajero—. Pondremos inmediatamente rumbo a Ostia.

—El oro dice que no, Publio Murcio. Y más oro aún, dice que rumbo a Aenaria.

Por única respuesta, Murcio le dirigió una mirada suspicaz, pero el atractivo del oro era difícil de resistir, y los marineros, tan afligidos como su patrón, cogieron los remos nada más arriar la gran vela cuadrada.

Sexto Lucilio —que era primo carnal de Pompeyo Estrabón— esperaba que le eligieran tribuno de la plebe aquel año entrante. Era tan conservador como exigía la tradición de su familia y estaba deseando vetar a cualquiera de aquellos radicales que también esperaban ser elegidos. Cuando Sila marchó sobre Roma y acampó junto a las marismas de Palus Ceroliae, Sexto Lucilio fue uno de los muchos que pensó en cómo aquello cambiaba sus planes. No es que objetase la acción de Sila desde un punto de vista personal, sino que pensaba que Mario y Sulpicio merecían ser estrangulados en una celda del Tullianum, o, mejor aún, ser arrojados desde la roca Tarpeya. ¡Qué espectáculo ver el corpachón de Cayo Mario cayendo hacia las agudas rocas del abismo! Porque la gente adoraba u odiaba al viejo
mentula
, y Sexto Lucilio era de los que le odiaban. Si le hubiesen exigido que explicase por qué le odiaba, habría contestado que sin Cayo Mario no habría habido ningún Saturnino ni —delito mayor donde los hubiere— ningún Sulpicio.

Él, desde luego, se las arregló para que le recibiese el ocupado cónsul Sila y le ofreció su entusiasta apoyo, además de sus servicios como tribuno de la plebe al año siguiente. Luego, Sila había convertido la Asamblea plebeya en un organismo huero, y las esperanzas de Sexto Lucilio se habían frustrado de momento. Sin embargo, habían condenado a los fugitivos y eso le hacía sentirse mejor; hasta que descubrió que, con la única excepción de Sulpicio, no se había intentado en serio la detención de ninguno. ¡Y menos aún de Cayo Mario, mayor sinvergüenza que Sulpicio! Cuando Lucilio se quejó a Escévola, pontífice máximo, éste le dirigió una mirada glacial.

—¡Procura no ser tan necio, Sexto Lucilio! —contestó Escévola—. Era necesario que Cayo Mario se fuese de Roma, ¿pero cómo se te puede ocurrir que Lucio Cornelio fuese a mancharse las manos con esa muerte? Si todos hemos deplorado que viniese con el ejército contra Roma, ¿cómo crees que habría reaccionado la gente ante la muerte de Cayo Mario, condenado o no? Se dictó esa sentencia porque Lucio Cornelio no tenía más remedio que acusar a los fugitivos de
perduellio
ante las centurias, y la acusación de
perduellio
conlleva automáticamente la pena capital. ¡Lo único que quiere Lucio Cornelio es una Roma sin Cayo Mario! Cayo Mario es una institución, y nadie que tenga sentido común mata a una institución. ¡Ahora, vete, Sexto Lucilio, y no te molestes en incordiar al cónsul con semejantes necedades!

Sexto Lucilio se marchó, y no se molestó en tratar de hablar con Sila. Y hasta comprendió lo que le había razonado Escévola de que nadie en la situación de Sila podía hacerse responsable de la ejecución de Cayo Mario. Pero perduraba el hecho de que Cayo Mario había sido convicto de
perduellio
y seguía en libertad, cuando habría debido ser detenido y ejecutado. ¡Estaba en libertad impunemente! ¡Con tal de que no se le viese por Roma o por una ciudad importante, podía campar por sus respetos, sabiendo perfectamente que nadie ejecuta a una institución!

Bien, Cayo Mario, pensó Sexto Lucilio, no has contado conmigo, pero me voy a dar el placer de figurar en los libros de historia como el que puso fin a tu inicua carrera.

Y así, Sexto Lucilio fue a contratar a cincuenta veteranos de caballería que necesitaran algo de dinero, cosa nada dificil en aquellos momentos en que no abundaba precisamente. Les encargó la búsqueda de Cayo Mario, y que cuando dieran con él le matasen.
Perduellio
.

Entretanto, la Asamblea plebeya, cumpliendo el protocolo, eligió a los tribunos de la plebe. Sexto Lucilio se presentó candidato y le eligieron, ya que a la plebe le gustaba tener siempre un par de tribunos de lo más conservador. Iban a saltar chispas.

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