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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

La corona de hierba (62 page)

Escauro, príncipe del Senado, Druso, Craso Orator, Escévola, Antonio Orator y Quinto Pompeyo Rufo fueron a casa de Cayo Mario a beber vino y hablar de los acontecimientos de la jornada.

—¡Oh, Lucio Licinio, con qué elegancia has aplastado a Filipo! —comentó feliz Escauro, bebiendo con ganas el vino.

—Ha sido memorable —añadió Antonio Orator.

—Yo también te doy las gracias, Lucio Licinio —dijo Druso, sonriente.

Craso Orator aceptó con suma modestia los elogios, limitándose a decir:

—¡Él se lo buscó, el muy idiota!

En Roma aún hacía bastante calor, y todos se habían quitado la toga al entrar en la casa y se solazaban en el frescor del jardín.

—Lo que quisiera saber —dijo Mario, sentado en el borde del estanque— es lo que Filipo se trae entre manos.

—Y yo —añadió Escauro.

—¿Y por qué iba a hacerlo? —inquirió Pompeyo Rufo—. No es más que un patán mal educado. Siempre ha sido así.

—No, algo trama su sucia mente —dijo Mario—. Hubo un momento en que estuve a punto de darme cuenta, pero luego me distraje y ya no puedo acordarme.

—Bueno, Cayo Mario —añadió Escauro con un suspiro—, de una cosa puedes estar seguro: nos enteraremos. Seguramente en la próxima sesión.

—Será interesante —dijo Craso Orator, masajeándose el hombro izquierdo y haciendo una mueca—. ¿Por qué estos días estaré tan cansado y dolorido? Hoy no pronuncié un discurso demasiado largo… Aunque estaba indignado; es cierto.

Aquella noche se demostraría que Craso Orator iba a pagar más cara su intervención de lo que habría pensado. Su esposa Mucia, la hija más joven de Escévola el Augur, se despertó de madrugada con frío, se arrebujó contra su esposo para calentarse y descubrió horrorizada que estaba helado. Había muerto pocas horas antes en la plenitud de su carrera y en el cenit de la fama.

Para Druso, Mario, Escauro, Escévola y otros de ideas afines, su muerte fue una catástrofe. Para Filipo y Cepio, fue un indicio favorable. Ambos renovaron con entusiasmo sus intrigas entre los pedari del Senado, hablándoles, persuadiéndolos y engatusándolos. Y así se encontraron en excelente forma cuando volvió a reunirse la Cámara una vez concluidos los
ludi romani
.

—Quiero volver a plantear la votación sobre la cuestión de si las leyes de Marco Livio Druso deben permanecer en las tablillas —dijo Filipo con voz gorjeante, dispuesto, por lo visto, a comportarse como un cónsul modélico—. Comprendo cuánto debe cansaros a muchos de vosotros esta oposición a las leyes de Marco Livio y me consta que la gran mayoría estáis convencidos de que son unas leyes totalmente lícitas. Bien, no voy a rebatir que se observaran los presagios religiosos, que los procedimientos de votación no se hicieran legalmente y que no se hubiera obtenido el consentimiento del Senado antes de proceder a la convocatoria de la Asamblea.

Dio un paso al frente en el estrado y alzó la voz.

—¡Sin embargo, hay un impedimento religioso! Un impedimento religioso de tal magnitud y presagio que nuestra conciencia nos impide ignorarlo. Por qué los dioses se complacen en cosas así, no sabría decirlo. Yo no soy un entendido. Pero no deja de ser que aunque los augurios y presagios fueron interpretados favorablemente antes de cada reunión de la Asamblea plebeya convocada por Marco Livio, en toda Italia hubo signos que indicaban un notable grado de ira divina. Yo soy augur, padres conscriptos, y para mi es evidente que ha habido sacrilegio.

Alargó una mano y un administrativo le entregó un rollo que Filipo desplegó.

—El día decimocuarto antes de las calendas de enero, el día en que Marco Livio promulgó en el Senado la ley regulando los tribunales y la que ampliaba el Senado, los esclavos públicos se dirigieron al templo de Saturno a adecentarlo para la festividad del día siguiente, puesto que el día siguiente, si recordáis, era la jornada inaugural de la Saturnal, y se encontraron las cinchas de lana que fajan la estatua de madera de Saturno empapadas de aceite, un charco de aceite en el suelo y el interior de la estatua seco. Se acababa de derramar hacía poco, según todos los indicios, y todos coincidieron en que Saturno mostraba su desagrado por algo.

»El día en que Marco Livio Druso aprobó en la Asamblea plebeya sus leyes sobre los tribunales y la ampliación del Senado, el esclavo-sacerdote de Nemi fue asesinado por Otro esclavo, quien, según la costumbre por la que se rigen, se convirtió en el nuevo esclavo-sacerdote. Pero el nivel del agua en el estanque sagrado de Nemi bajó de pronto un palmo, y el nuevo esclavo-sacerdote murió sin lucha, lo cual es un terrible presagio.

»El día en que Marco Livio Druso promulgó en el Senado su ley disponiendo del
ager publicus
, hubo una lluvia de sangre en el
ager Campanus
y una espantosa plaga de ranas en el
ager publicus
de Etruria.

»El día en que la
lex Livia agraria
se aprobó en la Asamblea plebeya, los sacerdotes de Lanuvium descubrieron que los ratones habían roído los escudos sagrados, portento de lo más aciago, e inmediatamente lo expusieron a nuestro colegio de pontífices en Roma.

»El día en que el equipo de cinco funcionarios del tribuno de la plebe Saufeio quedó convocado para iniciar la parcelación del
ager publicus
de Italia y Sicilia, en el templo de la Pietas del Campo de Marte, junto al circo Flaminio, cayó un rayo que causó graves daños.

»El día en que la
lex frumentaria
de Marco Livio Druso fue aprobada en la Asamblea plebeya, se comprobó que la estatua de Diva Angerona había sudado profusamente. La venda que le tapaba la boca había resbalado hasta el cuello y hubo quienes juraron que le habían oído musitar el nombre secreto de Roma, complacida de poder hablar por fin.

»En las calendas de septiembre, el día en que Marco Livio Druso presentó en esta Cámara su propuesta de ley para conceder a los itálicos nuestra preciada ciudadanía, un horrible terremoto destruyó la ciudad de Mutina en la Galia itálica. Este portento, el adivino Publio Cornelio Culeolo lo interpreta como que toda la Galia itálica está irritada por no concedérsele también la ciudadanía. Señal, padres conscriptos, de que si otorgamos la ciudadanía a la Italia peninsular, todos los demás territorios de Roma la reclamarán.

»El día en que el eminente consular Lucio Licinio Craso Orator me zahirió públicamente en esta Cámara, por la noche murió misteriosamente en su lecho y por la mañana estaba frío como el hielo.

»Hay muchos portentos, padres conscriptos —insistió Filipo sin apenas necesidad de elevar la voz, tal era el silencio que reinaba en el Senado—. He citado sólo los sucedidos en los mismísimos días en que se promulgaron o ratificaron las leyes de Marco Livio Druso, pero os daré una lista suplementaria.

»Un rayo causó daños en la estatua de Júpiter Latiaris en el monte Albano, temible presagio. El último día de los
ludi romani
cayó lluvia de sangre en el templo de Quirino, y sólo allí, ¿no es un signo inequívoco de ira divina? Se movieron las lanzas sagradas de Marte, un temblor de tierra agrietó el templo de Marte en Capua, la fuente sagrada de Hércules en Ancona se secó por primera vez en la historia y ya no mana; en una calle de Puteoli surgió una enorme zanja de fuego y todas las puertas de las murallas de la ciudad de Pompeya se cerraron misteriosamente de golpe.

»Y hay más, padres conscriptos, ¡mucho más! Expondré la lista completa en los
rostra
para que todo el mundo en Roma vea con qué insistencia los dioses condenan esas leyes de Marco Livio Druso. ¡Las condenan! ¡Mirad los dioses más afectados! Pietas, que gobierna la lealtad y los deberes de la familia; Quirino, el rey de la asamblea de hombres romanos; Júpiter Latiaris, el Júpiter latino; Hércules, el protector de la potencia militar romana y patrón de los generales romanos; Marte, el dios de la guerra; Vulcano, dueño de los lagos de fuego en el subsuelo de Italia; Diva Angerona, que sabe el nombre secreto de Roma, el cual, si se pronuncia, provoca la ruina de Roma; Saturno, que mantiene la riqueza de Roma y rige nuestro ser en el tiempo.

—Por otra parte —terció Escauro, príncipe del Senado, marcando las palabras—, esos presagios podrían muy bien indicar los terribles males que se abatirán sobre Italia si no se conservan en las tablillas las leyes de Marco Livio Druso.

Filipo no hizo caso y entregó el rollo al funcionario.

—Ponlo inmediatamente en los
rostra
—dijo, descendiendo del estrado curul y situándose frente al banco de los tribunos—. Propongo una votación de la Cámara. Los que estén a favor de declarar no válidas las leyes de Marco Livio Druso que se sitúen a mi derecha y los que estén a favor de conservarlas en las tablillas que se pongan a mi izquierda. Os ruego que procedáis.

—Yo encabezaré la votación, Lucio Marcio —dijo Ahenobarbo, pontífice máximo, poniéndose en pie—. Como pontífice máximo, me has convencido sin ningún género de duda.

La Cámara, en silencio, fue abandonando las gradas; se veían caras tan blancas como las togas, y sólo un puñado de senadores se situó a la izquierda de Filipo con la vista baja.

—La votación es elocuente —dijo Sexto César—. Esta Cámara ha decidido eliminar de los archivos las leyes del tribuno Marco Livio Druso y destruir las tablillas. Convocaré la Asamblea de todo el pueblo a tal efecto para dentro de tres días.

Druso fue el último en moverse y mientras cubría la corta distancia entre la izquierda de Filipo y el extremo del banco tribunicio mantuvo la cabeza bien alta.

—Naturalmente, Marco Livio —dijo airoso Filipo cuando pasaba ante él, haciendo que los senadores se detuvieran como un solo hombre—, puedes interponer el veto.

Druso, lívido, miró a Filipo sin verle.

—Oh, no, Lucio Marco, no podría —contestó sin alterarse—. ¡Yo no soy un demagogo! Mis obligaciones como tribuno de la plebe las he llevado siempre a cabo con el consentimiento de esta Cámara y mis iguales en ella han declarado nulas esas leyes; como es mi deber, me avengo a su decisión.

—¡Con lo cual los laureles son para nuestro querido Marco Livio! —dijo ufano Escauro dirigiéndose a Escévola mientras el grupo se deshacía.

—Efectivamente —añadió Escévola, contrayendo los hombros enojado—. ¿Qué piensas realmente de esos presagios?

—Dos cosas. En primer lugar, que ningún año he visto a nadie que se tomara tantas molestias en recopilar tan minuciosamente desastres naturales. Y en segundo lugar, que, si esos presagios indican algo, para mí que es la guerra que nos enfrentará con Italia de no mantener las leyes de Marco Livio.

Escévola, desde luego, había votado con Escauro y los demás partidarios de Druso, no podía por menos, y seguía siendo amigo suyo, pero se le veía muy intranquilo y lo manifestó con una objeción:

—Sí, sí, pero…

—¡Quinto Mucio!, ¿acaso crees…? —inquirió Mario sorprendido.

—¡No, no, no es eso! —contestó Escévola malhumorado, descartando por sentido común las supersticiones—. Pero ¿y los sudores y el desplazamiento de la mordaza de Diva Angerona? —inquirió con lágrimas en los ojos—. ¿Y la muerte de mi primo Craso, mi amigo del alma?

—Quinto Mucio —dijo Druso, que se había acercado al grupo—. Creo que Marco Emilio está en lo cierto. Esos presagios son una señal de lo que sucederá si se invalidan mis leyes.

—Quinto Mucio, eres miembro del Colegio de Pontífices —dijo paciente Escauro, príncipe del Senado—. Todo comenzó con el único fenómeno creíble, el derrame del aceite de la estatua de madera de Saturno. ¡Pero eso hace años que era de esperar! Por eso está sujeta con cinchas. En cuanto a Diva Angerona, ¿qué más fácil que introducirse en el santuario, quitarle la mordaza y darle un baño de alguna sustancia pegajosa que deje marcas? Todos sabemos, además, que los rayos tienden a caer en los puntos más altos, y bien sabes que el templo de Pietas es pequeño pero muy alto. En cuanto a los terremotos, llamaradas de fuego, lluvias de sangre y plagas de ranas… ¡bah! ¡Me niego a hablar de eso! Lucio Licinio murió en su lecho. ¡Ojalá todos tuviésemos tan agradable final!

—Sí, pero… —arguyó Escévola, sin acabar de convencerse.

—¡Miradle! —exclamó Escauro, dirigiéndose a Mario y a Druso—. Si él se deja engañar, ¿cómo vamos a reprochárselo a esa pandilla de idiotas supersticiosos?

—¿No crees en los dioses, Marco Emilio? —inquirió Escévola, espantado.

—¡Sí, sí, si, claro que creo! ¡Pero en lo que no creo, Quinto Mucio, es en las maquinaciones e interpretaciones de quienes afirman actuar en nombre de los dioses! No conozco un presagio o un vaticinio que no pueda interpretarse en dos maneras diametralmente opuestas. ¿Y qué le confiere tal seguridad a Filipo? ¿El hecho de que sea augur? ¡Ese no sabría distinguir un auténtico agüero aunque lo pisase y le mordiera su magullada nariz! ¡En cuanto a Publio Cornelio Culeolo… es lo que su nombre indica, pelotas de nuez! Estoy dispuesto a jugarme contigo una buena suma, Quinto Mucio, a que si a alguno se le hubiese ocurrido recopilar los desastres naturales y los llamados fenómenos sobrenaturales ocurridos durante el segundo tribunato de Saturnino, habría una lista no menos impresionante. ¡Despierta y aplica a la situación algo de tu escepticismo jurídico, te lo ruego!

—Tengo que decir que Filipo me sorprendió —dijo Mario, taciturno—. Me engañó una vez, pero nunca pensé que ese
cunnus
fuese tan hábil.

—Sí, es muy listo —comentó Escévola, deseoso de que Escauro no siguiera insistiendo en sus deficiencias—. Supongo que lo tendría preparado hace tiempo. ¡Lo que es seguro es que no ha sido una brillante idea de Cepio! —añadió riendo.

—¿Cómo te sientes, Marco Livio? —inquirió Mario.

—¿Cómo me siento? —repitió Druso, que mostraba un extraño rictus de cansancio—. Oh, Cayo Mario, de verdad, ya ni lo sé. Ha sido una artimaña muy hábil, desde luego.

—Habrías debido interponer tu veto —añadió Mario.

—En mi lugar, tú lo habrías hecho… y no te lo hubiera reprochado —contestó Druso—. Pero no puedo desdecirme de lo que manifesté al principio del tribunado, procura entenderlo. Prometí que me avendría a los deseos de mis iguales en el Senado.

—Ahora ya no habrá emancipación —dijo Escauro.

—¿Y por qué no? —inquirió Druso, sorprendido.

—¡Marco Livio, han anulado todas tus leyes! ¡O las anularán!

—¿Y eso qué tiene que ver? La emancipación no se ha planteado aún ante la Asamblea plebeya, yo simplemente la presenté a la Cámara. Pero nunca prometí al Senado que no presentaría una ley a la plebe si ellos no la recomendaban. Yo dije que primero trataría de obtener su mandato. Y esa promesa la he cumplido. Pero ahora no puedo detenerme simplemente porque el Senado haya dicho que no. No se ha cumplido todo el proceso: antes tiene que dar el no la plebe, pero yo intentaré persuadirla para que dé el sí —contestó Druso sonriente.

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