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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

La corona de hierba (134 page)

—¿Vamos al campamento o a la ciudad? —inquirió Cicerón.

Pocos pasos los separaban de uno y otra. Pompeyo reflexionó cejijunto y por fin se decidió.

—Vamos a la tienda de mando. A lo mejor los soldados le han llevado allí para mostrarle de cuerpo presente —dijo.

Ya se habían dado la vuelta para dirigirse al campamento, cuando oyeron unos gritos.

—¡Cneo Pompeyo! ¡Cneo Pompeyo!

Volvieron la cabeza hacia la puerta Collina y vieron a Bruto Damasipo, despeinado y gesticulante, corriendo hacia ellos.

—¡Tu padre! —dijo jadeante, acercándose a Pompeyo.

—¿Qué sucede con mi padre? —inquirió el joven, glacial y muy tranquilo.

—¡Los romanos han robado el cadáver y dicen que lo van a arrastrar por toda la ciudad! —contestó Bruto Damasipo—. ¡Me lo dijo una de las mujeres que hacían el velatorio y salí corriendo como un loco, a ver si los alcanzaba! Menos mal que te he visto, si no, seguramente me habrían arrastrado a mí también —añadió, mirando a Pompeyo con el mismo respeto con que habría mirado al padre—. ¿Qué quieres que haga?

—Tráeme ahora mismo dos cohortes —contestó Pompeyo secamente— para entrar en Roma a buscarle.

Cicerón no preguntó por qué habría sucedido aquello, ni Pompeyo dijo palabra mientras aguardaban. Lo que habían hecho con Pompeyo Estrabón no tenía nombre y no había duda del porqué, pues era el único recurso que les quedaba a los habitantes del sector nordeste de la ciudad para expresar su indignación y descontento hacia quien consideraban culpable de sus aflicciones. Las partes más densamente habitadas de Roma se surtían de agua mediante acueductos, pero las zonas altas del Esquilino, Viminal y Quirinal, menos pobladas, se abastecían de manantiales propios.

Pompeyo entró con las dos cohortes por la puerta Collina y se encontró con la amplia zona del mercado totalmente desierta. No se veía un alma por las calles de los alrededores, ni siquiera en los callejones que conducían al bajo Esquilino. Miraron una por una en todas las callejas y Damasipo fue con una cohorte en dirección al
Agger
, mientras los dos jóvenes amigos iban en dirección opuesta. Tres horas después la cohorte de Pompeyo daba con el cadáver espatarrado de su general ante el templo de Salus, en la parte baja de Alta Semita.

Vaya, pensó Cicerón, el sitio en que le han dejado tirado lo dice todo: el templo de la Salud.

—Esto no lo olvidaré —dijo Pompeyo, contemplando abatido el cadáver desnudo y destrozado de su padre—. ¡Cuando sea cónsul y trace el programa de construcciones, no renovaré ni una sola piedra del Quirinal!

Cuando Cinna se enteró de la muerte de Pompeyo Estrabón, lanzó un suspiro de alivio. Y cuando supo que el cadáver había sido arrastrado por las calles, lanzó un discreto silbido. ¡Así que no andaban tan bien las cosas en Roma! Por lo visto, la población no congeniaba mucho con los defensores. Y se dispuso muy contento a esperar que la rendición se produjese en cuestión de horas.

Pero no fue así. Al parecer, Octavio había decidido que únicamente se rendiría si la población se sublevaba.

Quinto Sertorio acudió aquella misma noche a despachar, con el ojo cubierto por un vendaje ensangrentado.

—¿Qué te ha sucedido? —inquirió Cinna, consternado.

—He perdido un ojo —contestó lacónico Sertorio.

—¡Por los dioses!

—Suerte que ha sido el izquierdo —añadió Sertorio, estoico—, así puedo ver por el lado de la espada y no me afectará mucho en combate.

—Siéntate —dijo Cinna, sirviendo vino, mientras miraba atentamente a su legado, pensando en que pocas cosas había en la vida capaces de arredrar a Quinto Sertorio. Luego, una vez que se hubo sentado, él también tomó asiento con un suspiro—. ¿Sabes, Quinto Sertorio, que tenías razón? —añadió, marcando las palabras.

—¿En lo de Cayo Mario?

—Sí —contestó Cinna, dando vueltas a la copa entre sus manos—. Ya no tengo el mando supremo. ¡Sí, los oficiales me respetan!, pero la tropa, los soldados, samnitas y otros voluntarios, es a Cayo Mario a quien hacen caso.

—Tenía que suceder. En otra época no habría importado un ardite, porque no ha habido un hombre con mejor cabeza y sentido de la estrategia que Cayo Mario. Pero ya no es el mismo —dijo Sertorio, dejando escapar una lágrima sanguinolenta por debajo del vendaje y enjugándosela—. Con la edad que tiene, es lo peor que ha podido pasarle, más que la invalidez y el destierro. Yo le conozco de sobra y sé que no hace más que simular interés por el mando, cuando lo único que le interesa es vengarse de los que le desterraron. Está rodeado de la peor clase de legados que he visto desde hace años. ¡Fímbria! Un auténtico buitre. Y su propia legión, que él denomina guardia personal y se niega a considerarla oficialmente parte de este ejército, la forman una serie de esclavos y antiguos esclavos tan malvados y rapaces que nada tienen que envidiar a las hordas de la guerra servil siciliana. Pero no ha perdido su agudeza mental, Lucio Cinna, aunque sí el equilibrio moral. ¡El sabe que es dueño de tus ejércitos! Y mucho me temo que piense utilizarlos en su propio interés y no en el de Roma. Estoy aquí contigo y con tus tropas por una sola razón, Lucio Cinna; porque no puedo aprobar el despido de un cónsul en funciones. Pero tampoco puedo aprobar lo que sospecho que prepara Mario; así que es muy posible que tengamos que separarnos.

Cinna comenzaba a indignarse, mientras miraba a Sertorio horrorizado.

—¿Quieres decir que proyecta un baño de sangre?

—Eso creo. Y no creo que nadie pueda detenerle.

—¡No puede hacer eso! Es absolutamente imprescindible que yo entre en Roma como cónsul legal, restablezca la paz, impida más derramamiento de sangre y trate de poner de nuevo en pie a la desgraciada Roma.

—Te deseo mucha suerte —dijo Sertorio secamente, levantándose—. Estaré en el Campo de Marte, Lucio Cinna, y procuraré quedarme allí. Mis hombres me secundarán en todo lo necesario y yo apoyo el restablecimiento del cónsul legalmente elegido, pero no ninguna facción encabezada por Cayo Mario.

—Sí, sobre todo, no te muevas del Campo de Marte. Pero te suplico que participes en las negociaciones que se tercien.

—No te preocupes, ese chasco no me lo perdería por nada —dijo Sertorio, dejándole, al tiempo que se limpiaba la mejilla izquierda. Sin embargo, al día siguiente, Mario levantó el campamento y dirigió sus legiones hacia las llanuras latinas. La muerte de Pompeyo Estrabón le había hecho recapacitar sobre el hecho de que tanta gente reunida en torno a la gran ciudad era causa de terribles enfermedades y pensó que era mejor que sus tropas gozaran del aire fresco y las aguas puras del campo, a la par que saqueaban el grano y las vituallas necesarias en los diversos graneros y granjas de la llanura; y se apoderó de Aricia, Bovillae, Lanuvium, Antium, Ficana y Laurentum, pese a que no ofrecieron resistencia.

Al enterarse de la marcha de Mario, Quinto Sertorio se preguntó si el verdadero motivo de la retirada no sería una maniobra preventiva para ponerse a salvo de Cinna. Porque Mario podía estar loco, pero no era tonto.

Estaban ya a fines de noviembre, y todos en los dos bandos —aunque más exacto habría sido decir en los tres bandos— sabían que el «auténtico» gobierno de Cneo Octavio Ruso estaba en las últimas. El ejército del difunto Pompeyo Estrabón se había negado de plano a aceptar el mando de Metelo Pío, dirigiéndose al puente Mulvianum a ofrecérselo a Cayo Mario; no a Lucio Cinna.

Ahora, sobre más de dieciocho mil personas pesaba la amenaza de la enfermedad, muchas de ellas en las filas de las legiones de Pompeyo Estrabón, y los graneros de Roma estaban vacíos. Viendo que se aproximaba el fin, Mario se dirigió con su guardia personal de cinco mil esclavos y antiguos esclavos al flanco sur del Janículo. Curiosamente, no traía el resto de su ejército; ni los samnitas, ni los itálicos, ni el resto de las tropas de Pompeyo Estrabón. ¿Para estar más seguro?, se preguntó Quinto Sertorio. Sí, parecía, efectivamente, que Mario dejaba el grueso de sus fuerzas en reserva.

El tercer día de diciembre, una delegación para parlamentar cruzaba el Tíber por los dos puentes que unían la isla del mismo nombre con tierra. La formaban Metelo Pío el Meneítos (que era quien la dirigía), el censor Publio Craso y los hermanos César. Al final del segundo puente los aguardaba Lucio Cinna. Y Cayo Mario.

—Saludos, Lucio Cinna —dijo Metelo Pío, ofendido al ver a Mario, sobre todo al ver que tenía por lugarteniente al canalla de Fimbria y los acompañaba un gigantesco germano luciendo una ostentosa armadura dorada.

—¿Te diriges a mí en mi condición de cónsul o de simple ciudadano, Quinto Cecilio? —replicó friamente Cinna.

Al decir esto Cinna, Mario se dirigió a él furioso, diciéndole entre gruñidos:

—¡Cobarde! ¡Imbécil sin voluntad!

—Como cónsul, Lucio Cinna —respondió Metelo Pío, tragando saliva.

Tras lo cual, Catulo César se volvió furioso contra el Meneitos y farfulló:

—¡Traidor!

—¡Ese hombre no es cónsul! ¡Es un sacrílego! —gritó el censor Craso.

—¡No necesita ser cónsul, es el vencedor! —vociferó Mario.

Tapándose los oídos con las manos para no oír los acalorados vituperios que se intercambiaban los presentes, con excepción de él y de Cinna, Metelo Pío giró sobre sus talones y, andando a grandes zancadas sobre los puentes, regresó a Roma.

Cuando contó lo sucedido a Octavio, él también le reconvino ásperamente.

—¿Cómo has osado admitir que era cónsul? ¡No lo es! Cinna es
nefas
! —exclamó furioso.

—Es cónsul, Cneo Octavio, y seguirá siéndolo hasta final de mes —replicó friamente el Meneitos.

—¡Vaya negociador que me has resultado! ¿Es que no te das cuenta de que lo peor que podemos hacer es reconocer que Lucio Cinna es cónsul? —exclamó Octavio, amenazándole con el dedo como el maestro al alumno.

—¡Pues ve tú, que sabes hacerlo mejor! —replicó Metelo Pío fuera de sus casillas—. ¡Y a mí no me amenaces con el dedo! ¡Soy Cecilio Metelo, y ni el mismo Rómulo me amenaza con el dedo! Te parezca bien o no, Lucio Cinna es cónsul, ¡y si vuelvo y me pregunta otra vez lo mismo, contestaré igual!

El
flamen dialis
y cónsul
sufecto
Merula
, que se hallaba muy descontento e incómodo desde el primer día en que había ocupado la silla curul, se adelantó a encararse con su colega Octavio y el indignado Metelo Pío, con toda la dignidad de que era capaz.

—Cneo Octavio, tengo que dimitir de mi cargo de cónsul suffectus —dijo pausadamente—. No está bien que el sacerdote de Júpiter sea magistrado curul. Aunque pertenezca al Senado, no debe tener
imperium
.

Mudos, todos los presentes vieron cómo
Merula
abandonaba el bajo Foro —donde tenía lugar la escena— y tomaba Via Sacra arriba en dirección al
domus publicus
en que residía.

Catulo César miró a Metelo Pío.

—Quinto Cecilio, ¿tomas el mando militar de todas las tropas? —inquirió—. Si hacemos oficial el nombramiento, quizá las tropas y la ciudad recobren su vigor.

Pero Metelo Pío meneó enérgicamente la cabeza.

—No, Quinto Lutacio, no lo asumo. Nuestros hombres y nuestra ciudad ya no tienen ánimo para nada, agobiados por el hambre y las enfermedades. Y, aunque lo digo con pena, tampoco saben quién tiene la razón. Espero que ninguno de nosotros queramos otra batalla en las calles de Roma… Basta con un Lucio Sila. ¡Tenemos que llegar a un acuerdo! Pero con Lucio Cinna, no con Cayo Mario.

Octavio miró de hito en hito a los de la delegación, se encogió de hombros y lanzó un suspiro.

—Bien, de acuerdo, Quinto Cecilio. Vuelve y trata con Lucio Cinna.

Y allá volvió el Meneitos, acompañado esta vez por Catulo César y su hijo Catulo. Era ya el quinto día de diciembre.

Esta vez los recibieron con mayor solemnidad. Cinna había dispuesto un tribunal que presidía en su silla curul, para que los parlamentarios tuvieran que estar sentados abajo y obligados a alzar la vista. Bajo el dosel, de pie, le acompañaba Cayo Mario.

—Antes que nada, Quinto Cecilio —dijo Cinna con potente voz—, te doy la bienvenida. Y luego quiero que sepas que Mario está aquí únicamente como observador. Sabe que es un
privatus
y que no puede participar en las negociaciones.

—Te doy las gracias, Lucio Cinna —contestó el Meneítos con el mismo formalismo—, y quiero decirte que únicamente estoy autorizado a tratar contigo, no con Cayo Mario. ¿Cuáles son tus condiciones?

—Entrar en Roma como cónsul.

—Acordado. El
flamen dialis
ya ha dimitido.

—No se tolerará ninguna represalia.

—Así se hará —asintió Metelo Pío.

—A los nuevos ciudadanos de Italia y la Galia itálica se les concederá acceso a las treinta y cinco tribus.

—Aceptado.

—A los esclavos que hayan abandonado a sus amos romanos para alistarse en mis ejércitos se les concederá la libertad y plena ciudadanía —añadió Cinna.

—¡Imposible! —exclamó el Meneítos, turbado—. ¡Imposible!

—Es una condición, Quinto Cecilio —insistió Cinna—, y debéis aceptarla con el resto.

—¡Jamás consentiré en manumitir y conceder la ciudadanía a esclavos que abandonaron a sus amos legales!

—¿Puedo hablar contigo a solas, Quinto Cecilio? —terció Catulo César, aproximándose a él.

Catulo César y su hijo tardaron un buen rato en convencer al Meneítos de que había que aceptar semejante condición, y al final Metelo Pío cedió únicamente porque vio que Cinna también se mostraba irreductible, aunque no sabía muy bien si lo hacía por iniciativa propia o era por influencia de Mario. En las tropas de Cinna había pocos esclavos, mientras que, según sus informes, en las filas de Mario eran mayoría.

—De acuerdo, acepto esa estupidez de los esclavos —dijo el Meneitos con poca convicción—. Pero hay un punto en el que tengo que imponer condiciones.

—¿Ah, si? —dijo Cinna.

—No ha de haber un baño de sangre —añadió el Meneitos muy resuelto—. Nada de proscriciones, destierros, juicios por traición, ni ejecuciones. En este enfrentamiento todos hemos actuado conforme a nuestros principios y convicciones, y nadie debe ser castigado por defender sus principios y convicciones, por muy repulsivos que puedan parecer. Esto va tanto para tus seguidores, Lucio Cinna, como para los partidarios de Cneo Octavio.

—De acuerdo contigo de todo corazón, Quinto Cecilio —contestó Cinna, asintiendo con la cabeza—. No debe haber venganzas.

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