La corona de hierba (137 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

Mario no apareció por su casa ni vio para nada a Julia durante el primer día de su séptimo consulado, y su hijo había salido de Roma antes del día de año nuevo, con el encargo de licenciar a las tropas que su padre pensaba no iba a necesitar. Al principio, Mario temió que Julia tratase de verle y se escudó en sus bardiotas, dando severas órdenes para que escoltasen a su esposa hasta casa si aparecía por el Foro. Pero al transcurrir tres días sin tener noticia de ella, se tranquilizó en cierto modo, aunque siguió dando muestra de su estado mental por las continuas cartas que escribía a su hijo conminándole a que permaneciese donde estaba y no regresase a Roma.

—Está bastante loco, pero también conserva buen juicio y sabe que no podría mirar a Julia a la cara después de este baño de sangre —dijo Cinna a su amigo Cayo Julio César nada más regresar de Ariminum, a donde había ido a ayudar a Mario Gratidiano a contener a Servilio Vatia para que no saliera de la Galia itálica.

—¿Y dónde vive? —inquirió el sombrío cuñado de Mario, conservando una voz firme con gran esfuerzo.

—En una tienda; figúrate. Allí está, ¿la ves? Plantada junto al estanque de Curtio, que es donde se baña. Por lo visto, no duerme. Cuando no está de parranda con el más horrible de sus esclavos y ese monstruo de Fimbria, se dedica a caminar sin descanso, fisgando aquí y allá como una de esas viejas que lo hurgan todo con el bastón. ¡No respeta nada! —añadió Cinna estremeciéndose—. No puedo controlarle y no tengo ni idea de lo que bulle en su cabeza… ni qué se le va a ocurrir. Y dudo mucho que él mismo lo sepa.

Los rumores de las locuras que estaban sucediendo en Roma comenzaron a llegarle a César durante su viaje al llegar a Veii, pero eran relatos tan extraños y confusos, que no les dio crédito, aunque modificó su itinerario y en lugar de pasar por el Campo de Marte y hacer una visita a Sertorio, casado con una prima suya, tomó por un
diverticulum
nada más cruzar el puente Mulvianum para entrar por la puerta Collina. Por la información de que disponía sobre los últimos acontecimientos, sabía que el ejército de Pompeyo Estrabón ya no acampaba allí y que el general había muerto. En Veii se había enterado de que Mario y Cinna eran cónsules, por eso había prestado poca atención a los rumores de los increíbles actos de violencia que se estaban produciendo en Roma; pero al llegar a la puerta Collina se la encontró ocupada por una centuria.

—¿Cayo Julio César? —inquirió el centurión, que conocía de sobra a los legados de Cayo Mario.

—Si —contestó César con cierta angustia.

—Tengo aviso del cónsul Lucio Cinna para que vayas inmediatamente a su despacho en el templo de Cástor.

—Lo haré con mucho gusto, centurión —dijo César, mostrando el ceño—, pero quisiera ir primero a casa.

—Ése es el aviso que tengo, Lucio Julio —replicó el centurión, en un tono a la vez cortés y autoritario.

Conteniendo su angustia, César siguió cabalgando por el vicus Longus en dirección al Foro.

El humo que enturbiaba el azul puro de un cielo diáfano, al llegar al puente Mulvianum era ya un palio, y en el aire flotaban pavesas. Con creciente horror, comenzó a ver cadáveres de hombres, mujeres y niños esparcidos por todas partes, y al llegar a las Fauces Suburae llevaba el corazón en un puño y todo su ser le impulsaba a volver atrás y dirigirse al galope a su casa a ver si su familia estaba bien, pero el instinto le decía que sería mejor para su familia que fuese a donde le habían dicho. Era evidente que había habido una batalla en las calles de Roma, y a lo lejos, en la zona de las apretadas casas de alquiler del Esquilino, oía gritos, chillidos y alaridos. No se veía un alma en el Argiletum; torció por el vicus Sandalarius y entró por el centro del Foro, para eludir parte de las edificaciones y llegar al templo de Cástor y Pólux sin tener que pasar por el bajo Foro.

Encontró a Cinna al pie de la escalinata del templo, y éste le contó lo sucedido.

—¿Qué quieres de mí, Lucio Cinna? —inquirió, después de observar la gran tienda plantada junto al estanque de Curtio.

—No quiero nada de ti, Cayo Julio —respondió Cinna.

—¡Pues déjame ir a casa! ¡Hay incendios por todas partes y quiero ver si mi familia se encuentra bien!

—Yo no te he ordenado venir, Cayo Julio; ha sido Cayo Mario. Yo simplemente dije a la guardia de la puerta que te enviasen primero aquí porque supuse que no sabías lo que había sucedido.

—¿Y qué quiere Cayo Mario? —inquirió César, temblando.

—Vamos a preguntárselo —dijo Cinna, echando a andar.

Cadáveres sin cabeza: repugnante. Al mirar hacia los
rostra
vio los macabros adornos.

—¡Ah, son amigos míos! —exclamó César con lágrimas en los ojos—. ¡Primos míos, colegas!

—Tranquilízate, Lucio Julio —dijo Cinna en tono neutro—. Si en algo estimas tu vida, no llores ni te desmayes. Puede que seas su cuñado, pero desde el día de año nuevo, creo que sería capaz de mandar ejecutar a su esposa o a su propio hijo.

Y allí estaba, entre la tienda y la tribuna de los
rostra
hablando con su gigantesco germano Burgundus. Y con el hijo de César, de trece años.

—¡Cayo Julio, me alegro de verte! —tronó Mario, dándole palmadas en los brazos y un beso de ostentoso afecto; Cinna advirtió que el pequeño César hacía una mueca.

—Cayo Mario —dijo César con voz desmayada.

—Tú siempre tan eficiente, Cayo Julio; tu carta decía que llegarías hoy, y aquí estás. En Roma. ¡Hurra, hurra! —dijo Mario, haciendo un gesto con la cabeza a Burgundus, que se alejó en seguida.

Pero César únicamente miraba a su hijo, que estaba en medio de aquellos despojos sanguinolentos como si nada, la tez normal, el gesto sereno y los ojos bajos.

—¿Sabe tu madre que estás aquí? —dijo de pronto César, buscando con la vista a Lucio Decumio, a quien descubrió al acecho detrás de la tienda.

—Sí, padre, lo sabe —contestó el muchacho con voz profunda.

—Tu hijo ha crecido mucho, ¿verdad? —inquirió Mario.

—Sí —contestó César tratando de conservar la calma—. Sí que ha crecido.

—Ya le van saliendo las pelotas, ¿no crees?

César enrojeció, pero su hijo no mostró turbación alguna y se limitó a mirar a Mario, como deplorando su crudeza. El padre vio que no se amedrentaba y se sintió orgulloso, a pesar de su propio miedo.

—Bien, ahora tengo un par de cosas que hablar con vosotros dos —dijo Mario, amable, a César y a Cinna—. Jovencito, quédate con Burgundus y Lucio Decumio mientras yo hablo con tu
tata
. — Aguardó a que el pequeño César se hubiese alejado lo bastante y se volvió hacia Cinna y César con gesto de regocijo—. Me imagino que estaréis en ascuas, preguntándoos qué quiero de vosotros.

—Efectivamente —contestó César.

—Pues bien —dijo, con ese preámbulo latiguillo que últimamente repetía sin cesar—, seguramente conozco al pequeño César mejor que tú, Cayo Julio. Qué duda cabe de que en estos últimos años le he tratado más que tú. Es un muchacho extraordinario —prosiguió con voz vacilante, como si reflexionase, y con un fulgor maligno en los ojos—. ¡Sí, ya lo creo, un muchacho verdaderamente extraordinario! Brillante, ¿sabes? Más inteligente que nadie que yo conozca. Figúrate que escribe poemas y obras de teatro. Y se le dan igual de bien las matemáticas. Un dechado, un dechado… Tiene una voluntad de hierro, y bastante mal genio cuando le provocan. Y no le atemorizan los disgustos, ni darlos tampoco.

La mirada maligna aumentó y la comisura derecha de los labios se frunció ligeramente.

—Pues bien, he pensado, ahora que soy cónsul por séptima vez y se ha cumplido el vaticinio de la anciana, que tengo mucho cariño a este muchacho. Le tengo tal afecto que deseo que tenga una vida más asegurada y mejor de la que he tenido yo. El chico es un intelectual increíble, y yo me he dicho ¿por qué no garantizarle la posición que le convendría para estudiar? ¿A qué someter al pequeño a las penalidades de… oh, la guerra… el Foro…, la política?

Cinna y César escuchaban impávidos, sintiéndose como al borde del cráter de un volcán, sin adivinar a dónde quería Mario ir a parar.

—Pues bien —prosiguió éste—, ha muerto nuestro
flamen dialis
, y Roma no puede carecer del sacerdote especial del Gran Dios, ¿no creéis? Pues aquí tenemos ese niño ideal, Cayo Julio César hijo. Un patricio cuyos padres no han muerto. El candidato perfecto para el cargo de
flamen dialis
. El único inconveniente es que no está casado, claro. No obstante, Lucio Cinna, tú tienes una hija que no está comprometida, que es patricia y cuyos padres también viven. Si la casases con César hijo, se cumplirían todos los requisitos. ¡Que pareja ideal de
flamen
y
flaminica dialis
harían! Y no hay que preocuparse por el dinero para que tu hijo ascienda en el
cursus honorum
, Cayo Julio, ni hay por qué preocuparse por el dinero para la dote de tu hija, Lucio Cinna. Lo provee el Estado y su alojamiento lo paga el Estado; por consiguiente, su futuro es augusto y seguro. — Se detuvo, sonriendo beatíficamente a los dos padres estupefactos y extendiendo la mano derecha—. ¿Qué me decís?

—¡Pero si mi hija no tiene más que siete años! —exclamó Cinna sin salir de su asombro.

—No es ningún impedimento —replicó Mario—. Ya se hará mayor. Seguirán los dos viviendo en sus casas hasta que tengan edad para instalarse en su
domus
publicus. Naturalmente, el matrimonio no podrá consumarse hasta que la pequeña Cornelia Cinna Minor tenga la edad. Pero no hay ningún impedimento legal para la boda, desde luego —añadió con una risita—. Bien, ¿qué decís?

—Bueno, a mí, desde luego, me parece bien —contestó Cinna, francamente aliviado porque lo que quería Mario no fuese más que aquello—. Confieso que me sería bastante difícil dar la dote a una segunda hija después de lo que costó dotar a la mayor.

—¿Tú qué dices, Cayo Julio?

César miró de reojo a Cinna y entendió perfectamente lo que le decía: acepta por el bien de los dos.

—A mí también me parece bien, Cayo Mario.

—¡Magnífico! —exclamó Mario, esbozando una especie de danza de alegría y volviéndose hacia donde estaba el pequeño César, chascando los dedos; otro hábito reciente en él—. ¡Ven aquí, muchacho!

¡Qué muchacho más interesante!, pensó Cinna, que le recordaba de cuando el hijo de Mario había sido acusado de asesinar al cónsul Catón. ¡Qué guapo! Pero ¿por qué será que no me gustan sus ojos? Me inquietan, me recuerdan… ¡Ah, los de Sila!

—Dime, Cayo Mario —dijo el pequeño César, fijando brevemente la mirada en el rostro del gran hombre, sabiendo perfectamente que había sido el tema de la conversación que no le habían dejado escuchar.

—Acabamos de planificar tu futuro —dijo Mario con melosa complacencia—. Te casaras inmediatamente con la hija menor de Lucio Cinna y serás el nuevo
flamen
dialís.

El pequeño César no decía nada ni movía un solo músculo de la cara; sin embargo, conforme Mario hablaba, se produjo en él un profundo cambio que nadie habría podido definir.

—Bien, muchacho, ¿qué dices? —inquirió Mario.

La pregunta no obtuvo respuesta; el niño había apartado los ojos de Mario y ahora los fijaba en sus pies.

—¿Qué dices? —repitió Mario, comenzando a impacientarse.

Los ojos claros, apenas expresivos, del pequeño se alzaron para clavarse en los de su padre.

—Padre, yo creía que estaba prometido en matrimonio a la hija del rico Cayo Cosutio.

César se ruborizó y apretó los labios.

—Sí, se habló del matrimonio con Cosutia, pero no llegamos a ningún compromiso, y yo prefiero este matrimonio, por el futuro que se te abre.

—Vamos a ver —dijo el pequeño César en tono meditativo—, siendo
flamen dialis
no puedo ver cadáveres, no puedo tocar nada de hierro, desde tijeras o navajas hasta espadas y lanzas, y no puedo llevar nada con nudos. No puedo tocar cabras, caballos, perros ni hiedra. No puedo comer carne cruda, trigo, pan con levadura ni habichuelas. No puedo tocar cuero de ningún animal sacrificado para obtenerlo. Y tengo interesantes e importantes deberes. Por ejemplo, anunciar la cosecha en la Vinalia; conduzco la oveja en la procesión del souvetaur¡ha; limpio el templo del Gran Dios Júpiter y dispongo la purificación del recinto si alguien muere dentro de él. ¡Sí, cosas muy interesantes e importantes!

Los tres le escuchaban, sin saber por el tono del pequeño si era sarcasmo o ingenuidad.

—¿Qué dices, pues? —inquirió Cayo Mario por tercera vez.

Los ojos azules se alzaron hacia su rostro, y eran tan parecidos a los de Sila, que Mario, por un instante, se imaginó que era él, e instintivamente fue a echar mano a la espada.

—¡Digo… muchas gracias, Cayo Mario! Ha sido muy solícito y considerado por tu parte preocuparte por disponer tan estupendamente mi futuro —dijo el niño con voz neutra, pero sin el menor deje ofensivo—. Tío, comprendo perfectamente por qué te has tomado tanto empeño en cuidar de mi humilde destino. ¡Al
flamen dialis
no se le oculta nada! Pero también te digo, tío, que nada puede cambiar el destino de un hombre ni impedir que sea lo que esté destinado a ser.

—¡Ah, pero no podrás eludir las obligaciones del sacerdote de Júpiter! —exclamó Mario, de nuevo encolerizado, pues le habría gustado ver al muchacho acobardarse, suplicar y llorar.

—¡Sólo faltaría! —replicó el pequeño, sorprendido—. No es eso lo que he querido decir, tío. Te agradezco muy sinceramente esta nueva y hercúlea tarea que me encomiendas. Ahora me voy a casa —añadió, mirando a su padre—. ¿Me acompañas o tienes aún algo que hacer aquí?

—No, voy contigo —contestó César, sorprendido y enarcando una ceja mirando a Mario—. ¿No es cierto, cónsul?

—Por supuesto —contestó Mario, acompañando a padre e hijo, que ya echaban a andar por el bajo Foro.

—Lucio Cinna, ya nos veremos más tarde —dijo César, alzando una mano a guisa de saludo—. Gracias por todo. El caballo es de la legión de Gratidiano y yo no tengo establo.

—No te preocupes, Cayo Julio, ya lo recogerá uno de mis hombres —contestó Cinna, encaminándose al templo de Cástor y Pólux con mucho mejor ánimo del que gozaba cuando había acudido a hablar con Mario.

—Yo creo —dijo Mario, una vez concluidas las despedidas— que celebraremos el enlace de los niños mañana mismo; puede hacerse al amanecer en casa de Lucio Cinna. Luego se reunirán en el templo del Gran Dios el pontífice máximo, el colegio de pontífices, el colegio de augures y los colegios de sacerdotes menores y se celebrará la ceremonia de toma de posesión de los nuevos
flamen
y
flaminica dialis
. La consagración tendrá que hacerse cuando vistas la toga viril, jovencito, pero con la toma de posesión se cumplen ya los requisitos legales.

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