La corona de hierba (140 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

Aparte de la discusión por los preceptos gastronómicos y la declaración de independencia, la cena fue incómoda. Mucho quedó por decir, porque no podía decirse, por el bien de todos. Quizá la candidez del joven César fue lo único que la salvó, pues él desvió la atención de los comensales de las atrocidades cometidas por Cayo Mario, de la locura del gran hombre.

—Cuánto me alegro que haya acabado este día —dijo Aurelia a César camino del dormitorio.

—No quiero volver a vivir otro igual —respondió César, muy afectado.

Antes de desvestirse, Aurelia se sentó en el borde de la cama y miró a su marido. Parecía cansado, pero eso siempre era así. ¿Qué edad tenía? Casi cuarenta y cinco. Ya le quedaban pocas posibilidades para el consulado, y él no era un Mario ni un Sila. Sin dejar de mirarle, Aurelia comprendió de pronto que nunca sería cónsul. Gran parte de culpa, pensó, es mía; de haber tenido una esposa menos ocupada e independiente, habría pasado más tiempo en casa estos últimos diez años y habría obtenido más fama en el Foro. El no es un luchador nato. ¿Y cómo va a acudir a un loco a solicitarle fondos para montar una campaña en serio para que le elijan cónsul? No lo hará. No por miedo, sino por orgullo. Además, ahora es dinero manchado de sangre y un hombre honrado no recurriría a él. Y mi esposo es el más honrado de los hombres.

—Cayo Julio —dijo—, ¿qué podemos hacer con nuestro hijo y su cargo? ¡El chico lo detesta!

—Es natural. De todos modos —añadió con un suspiro—, ahora ya no podré ser cónsul; lo cual significa que a él le costaría muchísimo serlo. Con la guerra que hemos tenido, el dinero ha perdido valor y es como si me hubiese quedado sin los mil
iugera
de tierra que compré en Lucania porque era muy barata. Además, está demasiado alejada de una ciudad para resultar segura, pienso yo. Después de que Cayo Norbano hizo regresar de Sicilia a los de Lucania el año pasado, los insurgentes se han ocultado en varios lugares, entre ellos mis tierras, y Roma no tiene tiempo, hombres ni dinero para expulsarlos, yo creo que de por vida de nuestro hijo. Así que lo que nos queda es mi primitiva dote: las seiscientas
iugera
cerca de Bovillae que me regaló Mario. Es suficiente para ocupar un puesto de
pedarius
en el Senado, pero no para el
cursus honorum
. Puede decirse que Cayo Mario ha vuelto a hacerse con esas tierras, porque sus tropas las asolaron en los meses pasados, cuando erraban por el Latium.

—Lo sé —dijo Aurelia, entristecida—. Así que nuestro pobre hijo tendrá que conformarse con su cargo sacerdotal, ¿no?

—Eso me temo.

—¡Está tan convencido de que Cayo Mario lo ha hecho aposta…!

—Creo que sí —dijo César—. Yo estaba en el Foro cuando lo hizo y se le notaba descaradamente complacido.

—Ese es el agradecimiento que demuestra hacia nuestro hijo por todo el tiempo que le ha dedicado después del segundo infarto.

—Cayo Mario ya no siente gratitud por nadie. Lo que más me aterró fue el miedo de Lucio Cinna; me dijo que nadie está seguro, ni siquiera Julia y su hijo. Y después de ver a Cayo Mario, le creo.

César se había desvestido y Aurelia vio alarmada que había adelgazado mucho; se le notaban las costillas y los huesos de la cadera, y sus muslos no se tocaban.

—Cayo Julio, ¿te encuentras bien? —le preguntó de sopetón.

—¡Creo que sí! —contestó él, sorprendido—. Quizá un poco cansado, pero no estoy enfermo. Será seguramente por esa estancia en Ariminum. Después de estar tres años con Pompeyo Estrabón yendo de arriba abajo, no queda casi nada en Umbría y Picenum para alimentar a las legiones, y Marco Gratidiano y yo teníamos raciones escasas. Si uno no puede alimentar bien a la tropa, tampoco puede regalarse comiendo. Casi todo el tiempo me lo he pasado yendo de un lado a otro en busca de provisiones.

—Pues te alimentaré con lo mejor que haya —dijo ella, iluminándosele el rostro con una de sus mejores sonrisas—. ¡Oh, me gustaría pensar que las cosas van a ir mejor! Pero tengo el horrible presentimiento de que van a empeorar —añadió, poniéndose en pie y comenzando a despojarse de la túnica.

—Opino como tú,
meum mel
—dijo él, sentándose en su lado de la cama y balanceando las piernas—. De todos modos, mientras vivamos, esto nadie nos lo puede quitar —añadió con un suspiro de fruición, cruzando las manos en la nuca, sobre la almohada.

Ella se tumbó a su lado y hundió la cara en su hombro; él la rodeó con el brazo izquierdo.

—Una cosa muy
boni
ta —dijo ella con voz ronca—. Te quiero, Cayo Julio.

Cuando amanecía el sexto día del séptimo consulado de Mario, él y su tribuno de la plebe Publio Popilio Laenas convocaron otra Asamblea plebeya. En el «aprisco» sólo estaban los bardiotas de Mario; llevaban dos días con órdenes de cesar en sus desmanes y habían limpiado la ciudad, desapareciendo de la circulación. Pero Mario hijo había regresado a Etruria y la tribuna de los
rostra
volvía a exhibir las macabras cabezas. Sólo había tres personas en la tribuna: Mario, Popilio Laenas y un preso encadenado.

—¡Este hombre —gritó Mario— quiso darme muerte! Cuando yo, viejo e inválido, huía de Italia, la ciudad de Minturnae me dio albergue, hasta que una tropa de asesinos a sueldo obligó a los magistrados de la ciudad a ordenar mi ejecución. ¿Veis a mi buen amigo Burgundus? ¡A él le designaron para que me estrangulase en la mazmorra del capitolio de Minturnae! ¡Allí yacía yo, solo y cubierto de barro! ¡Y desnudo! ¡Yo, Cayo Mario! ¡El hombre más grande de la historia de Roma! ¡Más grande que Alejandro de Macedonia! —dijo de corrido; miró perplejo, pensó y sonrió—. Burgundus no quiso estrangularme. Siguiendo el ejemplo de un esclavo germano, toda la ciudad de Minturnae se opuso a que me matasen. Pero antes de que los asesinos a sueldo, ¡una pandilla de miserables, que ni siquiera eran capaces de hacerlo ellos mismos!, se fueran de Minturnae, pregunté al que los mandaba quién los había contratado. «Sexto Lucio», me dijo.

Mario volvió a sonreír, se abrió de piernas y esbozó una especie de danza.

—Cuando me eligieron cónsul por séptima vez, ¿qué otro ha sido cónsul de Roma siete veces?, me complací en dejar que Sexto Lucilio creyese que nadie sabia quién había alquilado a aquellos sicarios, y durante cinco días ha cometido la estupidez de quedarse en Roma pensando que no corría peligro. Pero esta mañana, antes de que amaneciera y se hubiese levantado, envié a mis lictores a que lo prendiesen. ¡Se le acusa de traición por haber intentado matar a Cayo Mario!

Nunca había habido un juicio más breve ni un veredicto más implacable; sin deliberación del jurado, sin testigos, sin ajustarse al procedimiento jurídico, los bardiotas de la asamblea dieron el veredicto de culpable para Sexto Lucilio. Y a continuación le condenaron a ser arrojado desde la roca Tarpeya.

—Burgundus, a ti te encomiendo la tarea de arrojarle —dijo Mario a su gigantesco criado.

—Lo haré con mucho gusto, Cayo Mario —dijo el germano con su vozarrón.

Todos se desplazaron hacia un lugar desde el cual pudieron ver mejor la ejecución; pero Mario permaneció en los
rostra
con Popilio Laenas, ya que desde lo alto de la tribuna había una buena vista del Velabrum. Sexto Lucilio, que nada había alegado en su defensa, y cuya única expresión había sido de desprecio, fue a la muerte valientemente. Cuando Burgundus, que a lo lejos aparecía como una gran figura dorada, le condujo hasta el borde del abismo, no esperó a que le cogiera y le arrojase; fue él quien dio el salto, y a punto estuvo de arrastrar al gigante con él, porque Burgundus no había soltado las cadenas.

Aquella osadía, que había puesto en peligro la vida del germano, indignó furiosamente a Mario. Con el rostro congestionado, farfullaba sofocado toda clase de improperios ante el consternado Popilio Laenas.

La escasa luz que aún iluminaba su mente quedó anegada por una hemorragia. Cayo Mario se derrumbó sobre los
rostra
, desnucándose, mientras los lictores se arremolinaban en torno a él y Popilio Laenas pedía a gritos una camilla o una litera. El cadáver de Cayo Mario yacía en tierra, rodeado de las cabezas de sus antiguos rivales y enemigos; unos cráneos que enseñaban los dientes en macabra sonrisa, pues los pájaros habían dado cuenta de los labios.

Cinna, Carbón, Marco Gratidiano, Magio y Virgilio llegaron corriendo desde la escalinata del Senado, apartando a los lictores.

—Aún respira —dijó Gratidiano, su sobrino adoptivo.

—Lastimoso —dijo Carbón con un soplo de voz.

—Llevadle a casa —ordenó Cinna.

Los bardiotas de la guardia personal ya se habían enterado y comenzaban a congregarse al pie de la tribuna, llorosos y algunos lanzando estrafalarios plañidos.

Cinna se volvió hacia el jefe de sus lictores.

—Que vaya alguien al Campo de Marte para que Quinto Sertorio comparezca inmediatamente —dijo—. Cuéntale lo que ha sucedido.

Mientras los lictores de Mario le transportaban en unas parihuelas, seguidos colina arriba por bardiotas que no cesaban de plañir, Cinna, Carbón, Mario Gratidiano, Magio, Virgilio y Popilio Laenas descendieron de la tribuna para aguardar la llegada de Quinto Sertorio y se sentaron en la grada superior de la hondonada de votaciones, tratando de sobreponerse.

—¡No acabo de creerme que siga con vida! —dijo Cinna perplejo.

—Creo que sería capaz de levantarse y echar a andar si alguien le metiera entre las costillas los tres palmos de una buena espada romana —añadió Virgilio torciendo el gesto.

—¿Qué piensas hacer, Lucio Cinna? —inquirió el sobrino adoptivo de Mario, que estaba de acuerdo con la actitud de los demás pero no podía hacerlo ver, y por eso había optado por cambiar de tema.

—No lo sé exactamente —contestó Cinna, ceñudo—. Por eso aguardo a que venga Quinto Sertorio, a ver qué me aconseja.

Al cabo de una hora llegaba Sertorio.

—Es lo mejor que ha podido suceder —dijo nada más llegar, pensando sobre todo en Mario Gratidiano—. No te sientas desleal, Marco Mario; tú eres sobrino adoptivo y tienes menos sangre de los Marios que yo. Pero aunque mi madre sea pariente de él, puedo decir sin temor ni mala conciencia que el destierro le hizo enloquecer. Ya no es el Cayo Mario de antes.

—¿Qué hacemos, Quinto Sertorio? —inquirió Cinna.

—¡Cómo que qué hacemos, Lucio Cinna! —replicó Sertorio, atónito—. ¡Tú eres el cónsul! Eres tú quien debe decidirlo, no yo.

—¡No tengo ninguna duda respecto al deber de un cónsul, Quinto Sertorio! —espetó Cinna, enrojecido, con un brusco ademán—. Te he convocado para decidir el mejor modo de deshacernos de los bardiotas.

—Ah, ya —contestó Sertorio pausadamente. Aún llevaba el vendaje en el ojo izquierdo, pero ya no le supuraba y parecía bien adaptado a la mutilación.

—Hasta que los bardiotas no estén desmovilizados, Roma sigue siendo de Mario —dijo Cinna—. Lo que sucede es que dudo mucho que se dejen desmovilizar. Le han cogido gusto a sembrar el terror en la ciudad y no creo que vayan a parar porque Mario esté incapacitado.

—Se les puede parar —dijo Sertorio con aviesa sonrisa—. Los mato.

—¡No, no! —exclamó horrorizado Cinna—. ¿Otra batalla en las calles de Roma después de estos seis días…?

—¡Ya sé qué hacer! —insistió Sertorio, impaciente por los inoportunos comentarios—. Lucio Cinna, mañana al amanecer convocas a sus jefes aquí en los
rostra
; les dices que, en sus últimos momentos, Mario pensó en ellos y entregó dinero para pagarles. Eso quiere decir que deben verte hoy acudir a casa de Mario y estar allí un buen rato para que parezca que has estado hablando con él.

—¿Y por qué tengo que ir a su casa? —inquirió Cinna, poco animado por la idea.

—Porque los bardiotas se pasarán todo el día y la noche en la calle donde está la casa de Mario, esperando noticias.

—Si, claro, lo harán —dijo Cinna—. Perdona, Quinto Sertorio, ya no sé ni pensar. ¿Y entonces, qué?

—Les dices a los jefes que has dispuesto que sus tropas reciban la paga en la Villa Publica del Campo de Marte en la segunda hora diurna —contestó Sertorio, mostrando los dientes—. Yo estaré al acecho con mis hombres, y será el fin del reinado de terror de Cayo Mario.

Cuando Cayo Mario llegó en la camilla a su casa, Julia le contempló con profunda aflicción e infinita compasión. Venía con los ojos cerrados y su respiración era un estertor.

—Es el fin —dijo a los lictores—. Marchaos a casa, honrados servidores del pueblo. Yo me ocuparé de él.

Ella misma le bañó, le afeitó la barba de seis días, le vistió con una túnica blanca limpia, ayudada por Estrofantes, y mandó tenderle en su cama. Sin verter una sola lágrima.

—Avisa a mi hijo y a la familia —dijo después al mayordomo—. Aún no ha muerto, pero morirá.

Se sentó en una silla junto al lecho del gran hombre, dio nuevas instrucciones a Estrofantes, con el siniestro ruido de fondo del estertor, para que preparase las habitaciones de huéspedes, no faltase comida, en la casa estuviese todo en orden y para que hiciese venir al mejor enterrador del gremio.

—¡Yo no sé quién puede ser! —añadió, un tanto sorprendida—. En todos los años que llevo casada con Cayo Mario, el único muerto de esta casa ha sido nuestro segundo hijito, y como el abuelo César aún vivía, fue él quien se ocupó de todo.

—A lo mejor se recupera,
domina
—dijo el lloroso mayordomo, que se había hecho mayor durante aquellos años al servicio de Mario.

—No, Estrofantes, no se recuperará —dijo Julia, negando con la cabeza.

Su hermano Cayo Julio César, su esposa Aurelia, los hijos de éstos, el joven César y sus hijas Lia y Ju-ju, llegaron a mediodía; Mario hijo, como tenía un largo viaje, no llegó hasta el anochecer. Claudia, la viuda del otro hermano de Julia, no quiso estar presente, pero envió a su hijo —otro joven Sexto César— en representación de la rama familiar. Marco, el hermano de Mario, hacía años que había muerto, pero acudió su hijo adoptivo Gratidiano. También acudieron Quinto Mucio Escévola, pontífice máximo, y su segunda esposa Licinia; su hija, Mucia Tertia, ya estaba, por supuesto, en casa de Mario.

Hubo muchas visitas, aunque muchísimas menos de las que habría habido un mes antes. Catulo César, Lucio César, Antonio Orator, César Estrabón, Craso el Censor. Ya no hablaban ni veían. Lucio Cinna acudió varias veces; la primera a pedir excusas de parte de Quinto Sertorio.

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