La corona de hierba (141 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

—En este momento no puede dejar su legión.

Julia le miró suspicaz, pero se limitó a comentar:

—Dile al querido Quinto Sertorio que lo comprendo perfectamente y… que estoy de acuerdo.

¡Esta mujer se percata de todo!, pensó Cinna, estremeciéndose.

Se marchó lo antes que pudo, dado que tuvo que quedarse un buen rato para fingir que había hablado con Mario.

El velatorio fue constante, y todos los miembros de la familia se turnaron junto al lecho del agonizante, de cuyo lado no se apartó Julia un solo instante. Cuando llegó su turno, el joven César se negó a entrar en la habitación.

—No puedo ser testigo de muertes —dijo, con cara de bobo.

—Cayo Mario aún no ha muerto… —dijo Aurelia, mirando a Escévola y a su esposa.

—Puede morir mientras yo esté con él. Y no debe suceder —dijo el muchacho con firmeza—. Cuando haya muerto y se hayan llevado el cadáver, procederé a un ritual de purificación de la estancia.

El destello sardónico de su mirada fue tan leve, que sólo su madre lo notó. Lo advirtió, y sintió que se quedaba privada de la palabra, porque era la muestra del odio perfecto: ni excesivo, ni distanciado, y bastante premeditado.

Cuando Julia por fin aceptó descansar, después de que su hijo la arrastrase prácticamente del lecho del moribundo, fue el joven César quien la acompañó y la hizo sentarse en su gabinete. Aurelia, que estaba a punto de levantarse, vio otra cosa en la mirada de su hijo y desistió inmediatamente. Ya no le dominaba: aquel jovencito era libre.

—Tienes que comer algo —dijo el muchacho a su querida tía, haciendo que se tumbara en la camilla—. Ahora viene Estrofantes.

—¡De verdad, no tengo hambre! —contestó ella con un susurro, con el rostro tan blanco como el cobertor de lino blanqueado que el mayordomo había extendido sobre la camilla; ella dormía en el lecho que compartía con Cayo Mario, y no tenía otro.

—Con hambre o sin hambre, vas a tomar un poco de sopa caliente —replicó el joven César en un tono al que ni el propio Mario habría opuesto resistencia—. Es preciso, tía Julia. Esto puede durar días; no va a ceder tan fácilmente a la muerte.

Llegó la sopa con unos trozos de pan recién hecho. El sobrino le hizo tomar la sopa con los tostones, sentado en el borde de la camilla, tranquilo, afectuoso e implacable. Y no la dejó hasta que hubo acabado el cuenco; quitó, entonces, la mayor parte de los almohadones, la tapó y le apartó con ternura los cabellos de la frente.

—Qué bueno eres conmigo, Cayo Julio —dijo con ojos velados por el sueño.

—Sólo lo soy con los que quiero —dijo él—. Sólo con los que quiero. Tú y mi madre. Nadie más —añadió tras una pausa, inclinándose para besarla en los labios.

Mientras dormía aquel sueño de varias horas, estuvo sentado a su lado, velándola; sentía pesados los párpados, pero no dejó que el sueño le venciese. Estaba absorbiendo con toda la intensidad de su ser aquella escena para guardarla en su memoria. Nunca más volvería a ser de él de aquel modo, allí, dormida.

Su despertar rompió el encanto, por supuesto. Ella iba a ceder al pánico, pero se calmó cuando su sobrino le aseguró que el estado de Cayo Mario no había sufrido ningún cambio.

—Ve a tomar un baño —dijo el irreductible enfermero—; cuando vuelvas te tendré preparado pan con miel. Cayo Mario no se da cuenta de si estás o no a su lado.

El sueño y el baño hicieron que recuperase el apetito, y comió el pan con miel, y el joven César permaneció encogido y serio en su silla, hasta que ella se levantó.

—Te acompaño —dijo—, pero no puedo entrar.

—No, claro que no. Ahora eres
flamen dialis
. ¡Cuánto lamento que no te guste serlo!

—No te preocupes por mi, tía Julia. Ya lo arreglaré.

—Te agradezco todo lo que has hecho, Cayo Julio —dijo ella, tomándole la cara entre las manos y besándole—. Eres una delicia.

—Lo hago únicamente por ti, tía Julia. Por ti daría mi vida —añadió sonriente—. Quizá no esté muy lejos de la verdad decir que ya la he dado.

Cayo Mario murió una hora antes del amanecer, cuando más tenue es el latido de la vida y ladran los perros y cantan los gallos. Era el séptimo día de coma y el decimotercero de su séptimo consulado.

—Un número de mala suerte —dijo el pontífice máximo Escévola, estremeciéndose y retorciendo las manos.

De mala suerte para él, pero de suerte para Roma, fue lo que pensaron casi todos los presentes.

—Hay que hacerle un funeral oficial —dijo Cinna nada más llegar, esta vez acompañado por su esposa Annia y su hija pequeña Cinnilla, esposa del
flamen dialis
.

Pero Julia, con los ojos secos y muy serena, movió la cabeza resueltamente.

—No, Lucio Cinna, no habrá funeral oficial —dijo—. Cayo Mario tenía fortuna suficiente para pagar los gastos del entierro. Roma no está en condiciones de imponer su criterio en cuestión de finanzas. Y yo no quiero nada ostentoso. Un acto íntimo para la familia. Lo que significa que no quiero que trascienda la noticia de su muerte hasta que haya concluido el entierro. ¿Hay algún modo de deshacerse de esos horribles esclavos que había enrolado? —añadió con una mueca, estremeciéndose.

—Eso ya se arregló hace seis días —contestó Cinna, enrojeciendo. Era un hombre incapaz de disimular sus sentimientos—. Quinto Sertorio les pagó en el Campo de Marte y les hizo abandonar Roma.

—¡Ah, sí, claro! Se me había olvidado —dijo la viuda—. ¡Muy amable por parte de Quinto Sertorio de solucionar nuestras contrariedades! —Ninguno de los presentes sabía que hablaba con ironía, y ella miró a su hermano César—. ¿Has recogido el testamento de Cayo Mario de las Vestales, Cayo Julio?

—Aquí lo tengo.

—Pues leámoslo. Quinto Mucio, ¿quieres hacerlo tú? —añadió, dirigiéndose a Escévola.

Era un breve testamento y resultó ser de fecha muy reciente. Mario lo había redactado mientras estaba acampado con sus tropas al sur del Janículo. La mayor parte de sus bienes eran para su hijo, dejando lo más posible legalmente a Julia. Legaba un décimo de su fortuna a su sobrino adoptivo, lo que significaba que Marco Mario Gratidiano era un hombre rico. Al joven César le dejaba el esclavo germano Burgundus, en agradecimiento a todo el tiempo que le había dedicado en la niñez, ayudándole a recuperarse físicamente de la parálisis del lado izquierdo.

¿Por qué has hecho eso, Cayo Mario?, se dijo el muchacho para sus adentros. ¡No es por lo que dices! ¿No será para truncar mi carrera pública si consigo zafarme de este cargo sacerdotal? ¿Será para que él me mate si emprendo la carrera pública que tú no quieres? Bien, viejo, dentro de dos días serás ceniza, pero yo no voy a hacer lo que un hombre prudente haría, que es matar a ese bruto cimbro. El te quería, igual que te quise yo, y es una triste recompensa para el cariño ser condenado a muerte, ya sea del cuerpo o del espíritu. Así que me quedaré con Burgundus y haré que me cobre afecto.

El
flamen dialis
se volvió hacia Lucio Decumio.

—Aquí ya nada tengo que hacer —dijo—. ¿Te vienes a casa conmigo?

—¿Ya te vas? ¡Qué bien! —dijo Cinna—. Haz el favor de llevarte a Cinnilla a casa, que la pobre ya está aburrida.

El
flamen dialis
miró a su
flaminica
de siete años.

—Vamos, Cinnilla —dijo, dirigiéndole aquella sonrisa que él sabía obraba maravillas en las mujeres—. ¿Hace buenos pasteles tu cocinero?

Escoltados por Lucio Decumio, los dos jóvenes salieron al clivus Argentarius y descendieron hacia el Foro. Ya había salido el sol, pero todavía sus rayos no estaban lo bastante altos para iluminar el fondo del húmedo barranco, la razón de ser de Roma.

—¡Mira! ¡Han vuelto a quitar las cabezas! Lucio Decumio, no sé yo —musitó el
flamen dialis
al rozar su pie la primera piedra del borde de la hondonada de las votaciones— si la presencia de la muerte, donde se ha producido, se limpia con una escoba corriente o con una escoba especial. Dio un saltito y cogió de la mano a su esposa—. Tendré que mirar en los libros de ritos. ¡Sería horroroso desviarse un ápice del rito con mi benefactor Cayo Mario! Aunque no haga otra cosa, tengo que limpiar por completo los vestigios de Cayo Mario.

Lucio Decumio se sintió profeta, no porque tuviera facultades, sino movido por el afecto.

—Tú serás mucho más grande que Cayo Mario —dijo.

—Ya lo sé —comentó el joven César—. Lo sé, Lucio Decumio, lo sé.

NOTA DE LA AUTORA

El primer hombre de Roma
, que fue el libro inicial de esta serie de novelas, presentaba el telón de fondo de un mundo muy remoto. Luego, la longitud total del proyecto me ha obligado a reducir los detalles a lo necesario para presentar personajes y asuntos que de alguna manera ya están establecidos, pues son historia.

Se ha evitado en lo posible los anacronismos, pero a veces una palabra o frase anacrónica es el único camino para hacerse comprender. No hay muchos. Quisiera aclarar a mis lectores que cada uno de ellos ha sido cuidadosamente considerado antes de recurrir a el. Al fin y al cabo estoy escribiendo en inglés para un público que se halla a dos mil años de la gente y de los hechos que componen estos libros; incluso los mayores eruditos actuales en este período han recurrido ocasionalmente a los anacronismos.

El glosario que sigue ha sido reescrito. Se han eliminado algunos artículos e introducido otros nuevos. Ahora hay entradas como Arausio, batalla de; Saturnino; el Oro de Tolosa; hechos o personas que ya estaban presentes en
El primer hombre de Roma
y que ahora se convierten en partes de la historia por lo que se refiere a
La corona de hierba
.

Se repiten algunos retratos, porque estos personajes aún son importantes. Se han añadido otros. Los rasgos de Mario, Sila, el rey Mitrídates y el joven Pompeyo son auténticos, los demás se han tomado de bustos anónimos (es decir, no identificados) de la época republicana. Como no se conocen retratos republicanos famosos en su juventud, la descripción del joven Pompeyo es la primera que he «rejuvenecido». Se trata del famoso busto de Pompeyo a los cincuenta años aligerado del peso de la edad y quitándole las arrugas. Lo he hecho así porque Plutarco nos asegura que en su juventud Pompeyo era lo bastante atractivo y hermoso como para recordar a sus contemporáneos a Alejandro el Grande, ¡hombre muy difícil de ver a media edad!

El estilo de los mapas ha cambiado un poco. Uno aprende con la experiencia y actualmente tengo la oportunidad de enmendar errores de estilo anteriores, un lujo de que dispongo porque voy escribiendo sucesivamente.

Una aclaración sobre la bibliografía. A aquellos que me han escrito (a la atención del editor) pidiendo una copia, ¡no desesperéis! Está en camino, si no ha llegado ya. El problema es que he escrito dos novelas -cada una de más de 400.000 palabras y con varias redacciones- en doce meses. No me ha sobrado tiempo, y la elaboración de una bibliografía es una tarea abrumadora. Afortunadamente ya la he terminado.

Debo dar las gracias a unas cuantas personas cuyo nombre menciono, pero hay otras muchas que no puedo nombrar por ser demasiado numerosas. A mi asesor especialista en época clásica, Dr. Alanna Nobbs de la Universidad Macquarie de Sydney. A Miss Sheelah Hidden. A mi agente, Frederick T. Mason. A mis colaboradores, Carolyn Reidy y Adrian Zackheim. A mi marido, Ric Robinson. A Kaye Pendíenton, Ria Howell, Joe Nobbs, y a todo el equipo.

El título provisional del próximo libro será
El sol naciente.

GLOSARIO

abogado
. Término empleado por los eruditos modernos para referirse al que intervenía ante los tribunales romanos.

Absolvo
. Término latino que utilizaba el jurado para declarar inocente al acusado. Se utilizaba en los tribunales exclusivamente, no en las asambleas.

aedile
. Había cuatro magistrados romanos con el cargo de ediles; dos de ellos eran los ediles plebeyos y dos los ediles curules. Sus obligaciones se circunscribían a la ciudad de Roma. Los ediles plebeyos se instituyeron en 493 a. JC., elegidos por la Asamblea plebeya, para ayudar en sus tareas a los tribunos de la plebe, pero más en concreto para proteger los derechos de la plebe respecto a su sede, el templo de Ceres en el foro Boario. Pronto heredaron la responsabilidad de conservar todos los edificios de la urbe, la custodia del archivo de los plebiscitos aprobados en la Asamblea plebeya y todos los decretos senatoriales relativos a la aprobación de plebiscitos. En 367 a. JC. se crearon dos ediles curules, elegidos por la Asamblea del pueblo entre las tribus, para que los patricios compartieran la custodia de los edificios públicos y los archivos, pero no tardaron mucho los cuatro ediles en ser indistintamente plebeyos o patricios. A partir del siglo III a. JC., los cuatro tenían a su cargo el mantenimiento de las calles de Roma, el abastecimiento de agua, los desagües y alcantarillados, el tráfico, los edificios, monumentos y dependencias públicos, los mercados, los pesos y medidas (cuyos modelos originales se guardaban en el templo de Cástor y Pólux), los juegos y el abastecimiento público de grano. Tenían poder para multar tanto a los ciudadanos como a los que no lo fueran por la infracción de cualquier precepto relacionado con lo anterior, y guardaban en sus arcas esos fondos para contribuir a los juegos. La edilidad —plebeya o curul— no formaba parte del
cursus honorum
, pero debido a los juegos constituía un medio útil para que un pretor adquiriese popularidad.

Aesernia
. Pequeña ciudad al noroeste del Samnio a la que se le concedieron derechos latinos en 263 a. JC. para fomentar la lealtad de sus habitantes a Roma en vez de al Samnio, enemigo tradicional de los romanos.

África
. En tiempos de la república, el vocablo Africa se aplicaba principalmente a la parte de la costa norte en torno a Cartago, la actual Tunícía.

África, provincia de.
La parte de Africa que pertenecía en rigor a Roma. Básicamente correspondía a la región en que estaban situadas Cartago y Utica y estaba rodeada por la vasta Numidia.

ager publicus
. Tierra de propiedad pública romana, adquirida en su mayoría por derecho de conquista o por expropiación a sus propietarios en castigo por deslealtad, sobre todo en el caso del
ager publicus
situado en la península italiana. La arrendaba el Estado por medio de los censores, en una modalidad que favorecía los latifundios. Había
ager publicus
romano en todas las provincias y en la Galia itálica además de en la península. La extensión más famosa de los distintos
ager publicus
en Italia era el ager Campanus, antigua propiedad de la ciudad de Capua y confiscada por Roma tras diversas sublevaciones de esta ciudad.

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