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Authors: Eduardo Gallego y Guillem Sánchez

La Cosecha del Centauro (7 page)

Marga obsequió a su compañero con una inclinación de cabeza y luego se dirigió a Wanda.

—Nos pusimos a buscar más ciudades alienígenas, o lo que sean, en el planeta. Los ordenadores analizaron imágenes de alta resolución tomadas por satélite, y localizaron unas cuantas más. Una de ellas, gracias a los dioses del azar, está al lado de una turbera.

—Tanto como turbera... —intervino tímidamente Eiji.

—No me seas tiquismiquis, biólogo —le riñó Marga—. Bueno, el equivalente a una turbera: vegetación similar a musgos y un subsuelo empapado y ácido que preserva las cosas. No —se apresuró a añadir, al ver la expectación reflejada en el semblante de Wanda—, no hemos hallado la momia de ningún alienígena, aunque sí los restos de un muro y la base de un pilar. Bien poco es, pero... ¿Manfredo?

—Mi turno, doctora Bassat. El pilar es singular, ciertamente. Su composición recuerda a la del hormigón armado: un entramado de acero embutido en cemento, aunque éste es orgánico.

—Acero, ¿eh? —intervino Wanda—. Eso supone una civilización tecnológica, siquiera incipiente: extracción de mineral de hierro, fundiciones... ¿Dónde están sus vestigios?

—Ojalá lo supiéramos —respondió Manfredo—. Al menos, ya conocemos por qué desaparecieron los edificios. Fueron
devorados
, tal como usted apuntó.

Wanda entrecerró los párpados y miró al arqueólogo, suspicaz.

—No te estarás quedando conmigo, ¿verdad?

—Nada más lejos de mi intención, señora Hull. Gracias a los vestigios recuperados de la turbera, descubrimos que diversos microorganismos descompusieron tanto el metal como la matriz orgánica. Quién sabe si no aconteció lo mismo con los cadáveres de los constructores.

—Una plaga devastadora, al estilo de la peste negra de la Vieja Tierra —señaló Asdrúbal—, pero mucho más rápida y letal. Sobre todo, rápida.

—Sí— continuó Marga—. Tras analizar las burbujas de aire contenidas en el hielo de los glaciares norteños, he logrado fechar la catástrofe con bastante fiabilidad. En efecto, hubo una civilización industrial muy boyante, a juzgar por los niveles de C02, compuestos de azufre y nitrógeno, contaminantes varios, etcétera. La concentración de estos gases fue subiendo en progresión geométrica, hasta que de repente la atmósfera vuelve a estar limpia. Y eso ocurrió hace sólo 3.150 años.

—¿Qué?

Wanda no podía creerlo. Justo cuando los colonos empezaban a establecerse en Centauro, allí florecía una civilización de la que ahora no quedaba nada. Nada. Su cultura, sus logros, habían sido devorados, y no por el Padre Tiempo, sino literalmente. Sin poderlo evitar, se estremeció. Una idea horrible le vino a la mente.

—Hay ruinas alienígenas en otros mundos de la Vía Rápida— musitó—. ¿Acaso...?

Asdrúbal asintió con gesto grave.

—Hallamos lo mismo. Por supuesto, en muchos de esos planetas no hay restos arqueológicos, bien porque no surgió la vida inteligente o porque no ha quedado rastro de ella.

Se hizo un silencio trágico. Las implicaciones eran terribles. Al poco, sin mediar palabra, Asdrúbal hizo aparecer un gran holograma de la galaxia. Era hermoso, como una sombrilla translúcida entreverada de negro. Las motas de polvo danzaban perezosas en el aire calmo. El brazo de Centauro quedó resaltado en rosa pálido. Segundos después, en su seno quedó marcada una estrecha banda carmesí.

—He representado el segmento de la Vía Rápida con biotas alienígenas compatibles —explicó—. Esta es la situación de los planetas con ruinas. —Unos puntos dorados brillaron, dispuestos más o menos al azar—. Pero la Vía Rápida es más larga que eso. Los colonos sólo habéis explorado un sector reducido en su parte media.

De ambos lados del segmento carmesí se proyectaron largas prolongaciones azules. El extremo distal llegaba hasta el difuminado borde del disco galáctico. El otro se confundía con el bulbo central.

—Hacia el exterior sólo hallamos mundos estériles —se justificó Wanda—. Nos centramos en los planetas que poseían una vida bien establecida y atmósferas ricas en oxígeno. Es más fácil adaptarnos a ellos que colonizar una bola rocosa sin aire. En cuanto al centro, como bien sabéis, es harto difícil navegar en esa dirección. Las rutas hiperespaciales se tornan traicioneras, y la energía que requieren los motores MRL para superar los pliegues dimensionales resulta prohibitiva. No queremos arriesgarnos a perder más naves de las imprescindibles.

—Tampoco las nuestras ni las de los Hijos Pródigos se han acercado al interior de la Vía Láctea —confirmó Asdrúbal—. Así que durante las últimas semanas hemos optado por lo más cómodo. Enviamos expediciones no tripuladas al sector más externo de la Vía Rápida; sí, ese que no habéis querido colonizar. Y los análisis preliminares de los datos... Trataré de resumirlos.

»En esa zona sólo hay planetas muertos, pero que tuvieron vida en su momento. Nos resultó difícil detectar al principio esa circunstancia, puesto que la biosfera fue arrasada a conciencia. Como un hueso al que le hubieran sacado el tuétano. Sólo quedaban trazas infinitesimales de materia orgánica. En ciertos lugares hemos hallado vastas extensiones removidas, como restos de canteras a cielo abierto.

En el holograma, aquellos cadáveres planetarios empezaron a brillar en tonos ocres. Había cientos.

—Pero lo más perturbador no es eso, Wanda. —Asdrúbal sonaba cada vez más serio—. Hemos datado con precisión el momento de las catástrofes. Estas fueron repentinas: pocos meses para esquilmar un planeta. Además, se trata de un fenómeno periódico: cada 802 años, ni uno más, ni uno menos ——recalcó———, un planeta muere. Tampoco ocurre al azar, sino en una progresión continua desde el borde hacia el interior del brazo galáctico. Más aún: si extrapolamos, resulta que Eos es el próximo de la lista. Sólo os quedan 75 años para sufrir idéntico destino que los otros. Por eso convoqué esta reunión: tu Senado debe saberlo. Ni que decir tiene que os brindaremos toda la ayuda que necesitéis. Sólo tenéis que pedirla.

Wanda se quedó paralizada. Los científicos miraban al suelo, con la misma incomodidad que experimenta quien asiste a un velatorio y no tiene ni idea de qué decir a los parientes del difunto para consolarlos: palabras que sonarían a fórmulas de cortesía huecas, inútiles en un momento tan doloroso. Poco a poco, las emociones volvieron a ráfagas: miedo, incomprensión, ira... Y finalmente, una idea peregrina le vino a la cabeza. No pudo evitar formularla en voz alta, sin dirigirse a nadie en particular:

—Nuestros mundos fueron sembrados de vida. Y tarde o temprano, quien siembra cosecha. Nadie replicó.

Capítulo III
PROFANADORES

—... y sobre todo, ni se te ocurra poner cara de paleto. Que no se note mucho que eres un chico de campo, Bob. —Sí, Wanda.

—Ah, en caso de toparte con un androide de combate, procura no quedarte boquiabierto como un pasmarote. —Descuida, Wanda.

—Muestra aplomo y no te asombres por nada. Su tecnología es infinitamente más avanzada que la nuestra. Todos lo sabemos, pero que no sospechen hasta qué punto.

—Ya soy mayorcito, Wanda. Sé comportarme.

—¿Mayorcito? ¡Ja! —Wanda se detuvo y contempló a su acompañante con fingida seriedad—. Aún recuerdo como si fuera ayer cuando me hice cargo de ti, después de que tus padres murieran. Por si no tenía bastante con mi prole... ¿Cuántos pañales te habré cambiado? Y encima, nos saliste inapetente. ¡La de morisquetas que había que hacer para que te tragaras la papilla, puñetero!

—Me estás avergonzando, Wanda... —murmuró Bob entre dientes, al constatar que algunos curiosos se les quedaban mirando.

—Siempre tan susceptible...

Hacían una singular pareja, que contrastaba con los tripulantes de la
Kalevala.
Entre tanto cuerpo de apariencia atlética, alto y bien moldeado, los dos colonos recordaban a un par de todoterrenos en una convención de bólidos de carreras. El compañero de Wanda, Robert Hull, representaba una versión masculina y más joven de su jefa. Para sus pocos años, apenas veinticinco estándar, se le veía curtido por la intemperie. Sus manos eran anchas, acostumbradas al trabajo duro. El pelo pajizo y los rasgos faciales denotaban un estrecho parentesco entre ambos. En realidad, eran tía y sobrino.

Wanda se consideraba satisfecha. Muchas cosas se habían movido por las altas esferas. Era difícil que los colonos se pusieran de acuerdo en algo, y los mundos de fuera de la Vía Rápida no se interesaron por la amenaza que se cernía sobre Eos. Pero Wanda tenía sus contactos y quería evitar que la relegaran. Sabía que los extranjeros disponían de los medios necesarios para seguir adelante con la investigación, y probablemente lo harían sin ellos. Por tanto, removió cielo y tierra y así logró, por puro hastío del adversario, que la aceptaran a ella y a su ayudante en un viaje de exploración para aclarar todos los misterios.

Y allí estaban. Wanda también quería aprender cuanto más mejor sobre aquellas gentes foráneas. Para ello se requería calma, observar mucho y no revelar sobre sí misma más de lo imprescindible. Eso se le daba bien. Como jugadora de póquer no tenía rival. Asimismo, serviría para educar a Bob. Era uno de los jóvenes más espabilados de la familia, y aquella aventura le vendría de perlas para su formación humana y científica. Además, le tenía cariño. Había sido una madre para él, y contaba con su lealtad absoluta. Esperaba que el mozo se comportara con decoro y no la dejara en mal lugar.

Bob no paraba de mirar por doquier, sin perder detalle. Wanda se figuraba que estaba deseando acribillarla a preguntas, pero se refrenaba para complacerla. Al final no pudo evitar que se le escapara un comentario:

—Curiosa nave esta —dijo, como sin darle importancia—. Parece mentira que algo tan pequeño pueda saltar al hiperespacio.

—Debemos dar por sentado que, pese a eso, se trata de un vehículo obsoleto —replicó Wanda, en el mismo tono banal—. He tenido muchas reuniones con nuestros anfitriones, y me ratifico en la opinión de que son paranoicos. Aunque no lo reconozcan, nos ven como ladrones potenciales de tecnología, por lo que no desean correr riesgos. En el fondo les aterra lo desconocido. Deduzco que han padecido pésimas experiencias con alienígenas en el pasado, y se curan en salud. No se arriesgarán a que una de sus mejores naves se adentre en territorio inexplorado.

—Ojalá que la
Kalevala
sea fiable, y no nos deje tirados... —bromeó Bob.

—Apuesto a que lleva de serie un sistema de autodestrucción, como en las películas. «¡Jamás nos atraparán vivos!» —Wanda declamó esto último con voz grave, imitando a un conocido actor. Le divirtió comprobar que su sobrino tragaba saliva.

El puente de mando de la nave era un amplio espacio de planta rectangular y aspecto funcional, con una veintena de tripulantes sentados frente a pantallas que mostraban gráficos e imágenes diversas. En el centro había un sillón giratorio rodeado de controles y más pantallas. En él se sentaba Asdrúbal, ataviado con uniforme militar. Wanda no tenía ni idea de qué rango ostentaría, pero sin duda se trataba de un oficial. Asdrúbal se levantó al ver a los recién llegados y se acercó a estrecharles la mano.

—Bienvenidos a nuestra humilde
Kalevala
—dijo, con una sonrisa en los labios—. Confío en que no la encontréis muy incómoda. Es lo mejor de que disponíamos, dadas las circunstancias.

—Tranquilo; nos hacemos cargo —contestó Wanda—. Sobran las excusas. Con que no se estropee a medio camino, nos conformamos.

—Puedo garantizaros eso. Es una veterana polivalente de la clase
Aurora.
En los últimos siglos, gran parte de los descubrimientos de nuevos mundos se han efectuado con otras como ella. Incluso puede funcionar como remolcador de asteroides y transporte de apoyo.

—Resulta un poco distinta a aquella en que nos ofrecieron la demostración, cuando reventasteis la estrella...

—La
Erebus.
Sí, un portanaves de última generación de la clase
Némesis.

—No estaba mal. —Wanda le restó importancia con un gesto—. ¿Cuándo zarpamos?

—De inmediato. Haré que os acompañen a los camarotes. Las dependencias de la
Kalevala
son espartanas, pero velamos por la comodidad de nuestros invitados.

—Tendríais que ver nuestras naves colonizadoras. Cuando estibamos la carga para aprovechar hasta el último metro cúbico de espacio, eso incluye a los tripulantes. Estamos hechos a vivir con frugalidad.

—De acuerdo, Wanda. Será mejor que os instaléis y luego ya hablaremos con más calma. Ah, descubriréis que tenéis como vecinos a unos viejos conocidos...

En efecto, allí estaban todos: Eiji, Marga, Manfredo e incluso la piloto, Nerea. Bob fue debidamente presentado y aceptado en sociedad con los agasajos de rigor. De momento, procuraba hablar poco. No se debía a su timidez, sino a que cedía el protagonismo a Wanda, la que realmente mandaba allí. Por muy igualitaria y enemiga de formalidades que fuera la sociedad colonial, la relación entre mentor y discípulo se consideraba sagrada, y sujeta a ciertas normas no escritas.

La sala de reuniones era un espacio amplio y decorado con buen gusto al estilo de un club Victoriano, con mesas de imitación de madera, butacas, cuadros de época y máquinas de café. Resultaba ideal tanto para la plática ociosa como para las sesiones de trabajo. Ciertamente, la Armada se preocupaba de que el personal civil estuviera a gusto. En un entorno acogedor se protestaba menos y se rendía más. Por supuesto, Wanda y Bob se enamoraron al instante de aquel recinto.

Una vez cómodamente sentados y al amparo de los inevitables cafés, Nerea informó a los recién llegados. Parecía ejercer de enlace entre los mandos militares y los científicos.

—Primero efectuaremos un salto fácil. Nos servirá para poner a punto los sistemas y que la tripulación y los pasajeros se acoplen, en el casto sentido de la palabra. —Le guiñó el ojo a Bob, que se sonrojó sin poder evitarlo—. Visitaremos uno de los planetas muertos que se hallan al extremo de la Vía Rápida, cerca de la periferia galáctica. Luego, daremos media vuelta y nos dirigiremos hacia el centro, a ver qué encontramos.

—Terra incógnita
—añadió Manfredo, dirigiéndose a Wanda—. Ustedes no han ido a esa zona todavía, ¿verdad?

—Los saltos son energéticamente prohibitivos por culpa de las complejas interacciones entre ondas de presión de los brazos y la estructura hiperespacial. Podría intentarse, aunque puesto que hay sitio de sobra, preferimos explorar áreas más accesibles.

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