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Authors: Eduardo Gallego y Guillem Sánchez

La Cosecha del Centauro (11 page)

—De acuerdo —respondió el joven sin dudarlo—. Quince minutos, pues. ¿Dónde?

—En la sala de reuniones. ¡Nos vemos!

Nerea se alejó al trote. Bob la observó hasta que se perdió tras una curva del pasillo. Sí, la tarde se presentaba prometedora. «Desde el punto de vista tecnológico, claro está», trató de justificarse ante su conciencia.

La sala de hologramas era un recinto habilitado para el esparcimiento de la tripulación. Sus ordenadores eran capaces de generar imágenes 3D de una calidad impresionante. Las películas interactivas y partidas de rol figuraban entre los pasatiempos más populares, aunque también podía emplearse para otros fines. Por ejemplo, en ocasiones servía para simular con realismo extremo diversos escenarios donde los militares o los técnicos pudieran enfrentarse a situaciones límite. Asimismo, los científicos se apuntaban ocasionalmente a la lista de espera de la sala. Su elevada capacidad de proceso de datos permitía desarrollar modelos en un tiempo récord.

Bob aguardaba la llegada de Nerea más nervioso de lo que estaba dispuesto a confesar. No se consideraba un mojigato, pero aquella chica le aceleraba las pulsaciones sin que pudiera evitarlo. Odiaba eso. Tenía que mantener la cabeza fría, y comportarse como el digno asistente de la delegación colonial que...

Y allí apareció ella, con su paso atlético, su uniforme limpio y su pelo corto peinado en una simpática cresta. Inconscientemente, el joven se irguió y metió tripa. Nerea, con toda familiaridad, lo agarró del brazo.

—Venga, Bob; es por aquí.

En la cultura de los colonos era frecuente el contacto físico. Resultaba normal abrazarse, darse palmadas y cogerse del brazo. Pese a eso, aquel contacto íntimo fue especial para Bob. Se arrimó a Nerea todo cuanto permitía el decoro. Inhaló el aroma que desprendía su cuerpo. No pudo identificar el perfume que usaba, pero cautivaba los sentidos sin llegar a ser empalagoso. Se preguntó si le echarían feromonas. «En fin, disfrutemos del momento», se dijo.

Llevaban recorridos unos metros cuando una compuerta camuflada se abrió ante ellos. Probablemente, reconoció a Nerea y les franqueó el paso.

—Bueno, Bob, aquí tienes la famosa sala de hologramas y... Caramba, no sabía que estuvieran pasando una película de terror.

Por todo el recinto flotaban incontables criaturas alienígenas de muy diverso aspecto, desde cucarachas de largas patas hasta otras que más bien se asemejaban a la peor pesadilla de un desquiciado. En cuanto a tamaños, veíanse desde diminutas chicharras hasta ciempiés hipertrofiados de cinco metros de altura. El joven colono se quedó absorto delante de un depredador con unas mandíbulas capaces de destrozar una viga de acero. En el centro de aquel muestrario de horrores, cual capitán Nemo tocando el órgano, estaba Eiji. Sus manos volaban a través de las consolas virtuales, y nuevos insectoides emergían de la nada.

Nerea miró a Bob con expresión traviesa y le rogó silencio llevándose un dedo a los labios. Acto seguido, se acercó sigilosamente al biólogo y le agarró el cuello con las manos, al tiempo que musitaba, con voz de ultratumba:

—Carne humana...

El grito debió de oírse hasta en la sala de máquinas. Después de las inevitables menciones a los ancestros de la piloto y las disculpas de ésta, Eiji, aún enfurruñado, estuvo dispuesto a explicarles de qué iba aquello:

—Me dedico a extrapolar posibles fenotipos. Dicho para que hasta unos legos como vosotros lo entendáis, introduzco el genoma de las chicharras y activo o bloqueo ciertos genes, a ver qué sucede. Esto es lo que obtenemos —señaló a su alrededor—. Las interacciones entre el genoma y los factores ambientales son demasiado complejas. Pensé que sólo produciría un número limitado de cuerpos, pero las posibilidades parecen infinitas. Mi esperanza, suponiendo que se trate de la misma especie, era averiguar el aspecto de los constructores de las ruinas de VR—218, pero me temo que resulta imposible.

—Hay que ver lo que da de sí un único genoma —murmuró Bob, impresionado.

—Es como la Biblioteca de Babel. En ella están almacenados todos los libros imaginables. El problema es hallar los que deseamos leer.

El biólogo, sobresaltado por aquella interrupción, dio un respingo.

—Ah, hola, Manfredo. No te oímos llegar. —Nerea le saludó con un gesto de cabeza.

—Interesante galería de alienígenas —comentó el arqueólogo, que contemplaba impasible los hologramas—. Tenía entendido que los insectos no podían alcanzar dimensiones tan considerables —añadió, deteniéndose ante una gárgola erizada de espinas.

—Los insectos de la Vieja Tierra están limitados por el diseño corporal que heredaron de sus antepasados. —Al biólogo se le fue pasando el enfado conforme hacía gala de sus conocimientos—. El aparato respiratorio es su talón de Aquiles; si fueran mayores de lo que son, se asfixiarían. Sin embargo, que no os engañe el parecido superficial. Las chicharras y las hadas no son auténticos insectos. Respiran mediante unos órganos que recuerdan a los pulmones en libro de las arañas, pero mucho más eficientes. Por desgracia, no tenemos forma de saber si los cambios ambientales provocados por los colonos darán lugar a criaturas inteligentes o a míseros bichitos.

—¿Cuál sería el propósito de los sembradores cuando dejaron sueltos a estos seres? Es como una lotería biológica —comentó Nerea.

—Se me ocurre que tal vez los sembradores hayan dispuesto algún sistema de seguridad para eliminar las variantes indeseables. Sí, algo al estilo de lo que los militares hacen con los comandos, cuando les implantan bloqueos moleculares para evitar que el enemigo...

—No es conveniente revelar secretos militares delante de extraños, doctor Tanaka —lo amonestó el arqueólogo, en tono severo.

Nerea y Bob los dejaron discutir y abandonaron la sala de hologramas.

—Tengo la impresión de que seguimos sumidos en la más profunda ignorancia —dijo Bob—. No sabemos qué pretendían los sembradores, ni si los mundos muertos de la Vía Rápida se quedaron así por culpa de sus propios habitantes o por una agresión externa.

—Seamos optimistas. Puede que hallemos pistas significativas en los próximos planetas. —Volvió a tomar del brazo a Bob—. Y ahora, lo prometido es deuda. ¡Hora de visitar la cantina!

—Una cantina en la nave... Si algo me choca de vosotros es esa manía de que la tripulación esté contenta. ¿No os pasáis un poco?

—Así rendimos más, o protestamos menos cuando nos asignan alguna misión desagradable. Bueno, nos descuentan del sueldo cada consumición, para que no nos excedamos. —Miró al joven a los ojos—. ¿Qué pasa en vuestras naves? ¿Os mantienen hibernados, o qué?

—Pues en todas hay una sala comunal que...

Los dos se perdieron por un recodo, charlando animadamente.

—Mi cabeza...

—Tranquilo, hijo. El matasanos de a bordo me ha asegurado que esta pastilla es un remedio infalible contra la resaca. Por cierto, con el poco aguante que tienes para la bebida, no sé cómo se te ocurrió pillar semejante cogorza. Cerebro de chorlito...

Con esfuerzo sobrehumano, Bob se incorporó y se tragó la píldora con la ayuda del vaso de agua que le ofreció su tía.

—No hables tan alto, por favor. Y pídele al universo que deje de dar vueltas a mi alrededor. Ahora mismo no sé ni dónde estoy.

—En el camarote de Nerea, en pelota picada. Tranquilo; el robot de mantenimiento ha limpiado la habitación de vómitos y otros fluidos orgánicos. Eso sí, creo que el cacharro os va a retirar el saludo, por guarros.

—¿El camarote de...? —Bob se incorporó de golpe, pero se arrepintió al instante. Se desplomó sobre el lecho, sintiendo como si le hubieran metido la cabeza en una fresadora—. Ay... Estoy por pedirte que me remates para que no sufra.

—Valiente quejica. —Wanda le puso un paño húmedo en la frente—. Deja que actúe el medicamento. Dicen que es cuestión de minutos.

En efecto, la droga surtía efecto. La confusión mental del joven fue disipándose, y poco a poco recordó lo acontecido durante la tarde anterior.

—La cantina... —farfulló.

—Os pulisteis el sueldo de todo un mes en tequila, insensatos.

—Fue una competición entre ambos a ver quién aguantaba más. ¿Cómo se llamaban los vasitos esos que se toman con limón y sal? ¿Chupitos? ¿Mojitos? ¿Mariachis? Uf... No me lo explico. ¡Si eran diminutos!

—Ya, pero cuando te metes varias docenas entre pecho y espalda, el cuerpo lo nota. Yo también me propasé alguna que otra vez en mi juventud, pero lo vuestro fue apoteósico, según me contaron. No sé cómo pudisteis llegar al camarote. ¿Reptando, quizá?

—Nerea tenía unas cápsulas estimulantes que neutralizaban los efectos del alcohol, o eso entendí. —Los huecos en la memoria de Bob seguían rellenándose a paso de tortuga.

—Momentáneamente, me temo. Cuando el efecto pasó... En fin, fue como un mazazo, de acuerdo con el médico.

—¿Ha venido el doctor? —Bob se apretó las sienes con los pulgares y su cara se contrajo en un gesto de dolor—. Qué bochorno...

—Te informo que toda la nave se ha enterado, para regocijo general. Bueno, al menos os divertisteis, ¿eh, truhán? —El joven se puso colorado como un tomate—
. Aja
, deduzco que algo hicisteis...

—Si me pongo a enumerar las cosas que no hicimos, acabaría antes. —Bob pareció hundirse en el catre—. Si hasta le... Madre mía. —Cerró los ojos—. Esas cápsulas tenían que contener algo raro, seguro.

—En el pecado llevas la penitencia. —Le dio unas palmaditas afectuosas en el brazo—. Cuando te espabiles, dúchate y cena algo. El estómago te lo agradecerá.

—¿Cenar? Pero ¿cuánto tiempo llevo fuera de combate?

—Una noche y un día enteros, ¡oh, portentoso semental!

—Dioses... —Con dificultad, Bob se dio la vuelta y se puso boca abajo sobre el colchón—. ¿Y Nerea?

—Cuando llegué estaba tumbada en el suelo, con tus calzoncillos a modo de gorra. Su hígado debe de estar curado de espantos, puesto que se levantó hace un par de horas, se lavó y se fue a tomar el aire. Fue ella quien me llamó, preocupada por tu estado de salud. Una moza muy considerada. Bueno, te dejo a solas. Nos vemos luego.

Nerea estaba sentada en una mesa del comedor, bebiendo a pequeños sorbitos con una pajita de un tazón de caldo. Llevaba gafas de sol, algo incongruente en una nave espacial. Al ver a Bob, le hizo una señal para que se reuniera con ella.

—Me alegro de que sigas vivo —le dijo, con voz ronca.

—Igualmente —respondió él. Aún sentía náuseas, pero se forzó a pedir un consomé y un vaso de agua al robot camarero.

—Tampoco creas que cometo estos excesos muy a menudo— le indicó Nerea, al cabo de un rato.

—Tranquila; te creo. Menudo espectáculo tuvimos que dar, ¿eh?

—Y sin cobrar al público, que es lo malo. —Dio otro sorbo al tazón—. Menos mal que no tengo que conducir la lanzadera mañana.

Tomaron su frugal cena en silencio, mientras soportaban estoicamente las sonrisas y miradas de complicidad de los tripulantes que se dejaban caer por el comedor.

—Parecéis recién salidos de una guerra —les dijo Marga al pasar por su lado.

—Nerea, en cuanto a lo de anoche... —comenzó a decir Bob.

—Tuvimos nuestros momentos gloriosos, como lo de la almohada, el cinturón y...

—Corramos un tupido velo, ¿quieres? —la cortó Bob, ruborizándose y mirando fijamente a la mesa.

Siguieron callados durante unos minutos, hasta que la piloto se quitó las gafas. Lucía unas espléndidas ojeras.

—La próxima vez, que sea en tu camarote, Bob, y un poco más sobrios.

Bob le devolvió la mirada y sonrió.

—Te tomo la palabra.

Bob se dio la vuelta con cuidado. Los catres no estaban diseñados para dos personas, aunque fueran poco corpulentas.

—¿En qué piensas? —le preguntó Nerea, soñolienta.

—En nada especial. Bueno, en lo que podríamos encontrarnos en la próxima parada. Al fin y al cabo, es el destino de mi mundo lo que está en juego.

—Ya verás como todo se arregla. Relájate. Por cierto, ¿has desistido ya de adivinar quién es el androide?

Nerea se arrimó y empezó a masajearle los hombros.

—Estoy seguro de que se trata de Manfredo, el arqueólogo. ¿Puedes creerlo? Rebuscando en los archivos, he dado con su currículo. ¡Lleva casi
dos mil años
publicando artículos! ¡Ningún ser humano puede ser tan longevo!

—No subestimes los adelantos médicos, Bob.

—Vosotros vivís siglos, no milenios. Es él, fijo.

—¿Y...? ¿Vas a salir corriendo cada vez que se cruce en tu camino? —El tono de Nerea era meloso, mientras dibujaba arabescos con los dedos en la espalda del muchacho.

—Mujer, no soy racista —protestó—. ¿Qué más me da? Es un excelente arqueólogo, y punto. Muy educado, además.

—Bien por ti.

Las manos femeninas siguieron explorando su cuerpo, y poco después las palabras estuvieron de más. Cuando acabaron, abrazado al cuerpo cálido y suave de Nerea, y sumido en una agradable lasitud, Bob se entristeció súbitamente. La misión conjunta acabaría tarde o temprano, y sin duda ya no volverían a verse. Pero para eso aún faltaba mucho. Decidió no pensar en el futuro, o confiar en que sucediera un milagro que permitiera que siguieran juntos para siempre.

Capítulo V
PRESAS

Últimamente, a los colonos se les hacía cada vez más difícil imaginar que hubo un tiempo en que sus vidas no transcurrían en la sólida rutina de la
Kalevala
: seleccionar uno de los sistemas solares de la Vía Rápida de entre los muchos disponibles, visitarlo, recoger muestras, analizarlas, reanudar la marcha y vuelta a empezar.

Eiji confirmó que los sembradores habían dispuesto en cada planeta un número muy escaso de especies. Una biosfera típica contenía, por término medio, varios millones; en cambio, en los mundos de la Vía Rápida no pasaban de unos pocos cientos. Pese a que la biodiversidad fuera tan baja, la capacidad de los genomas de variar su expresión dependiendo del ambiente lograba que la variedad de animales, plantas y hongos fuera espectacular. Cada región exhibía su sello personal, irrepetible. Un mismo juego de genes se traducía, a veces, en miles de tamaños y formas diferentes. Y contra todo pronóstico, los ecosistemas funcionaban en armonía.

Manfredo, por su parte, era quien tenía más motivos para sentirse frustrado, aunque no lo aparentase. Había ruinas alienígenas en un porcentaje reducido de mundos, pero nunca daba con vestigios de sus constructores. Parecía como si los dioses quisieran borrar su memoria del cosmos.

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