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Authors: Eduardo Gallego y Guillem Sánchez

La Cosecha del Centauro (15 page)

Manfredo contempló al joven con severidad.

—Me complace que se muestre tan solidario con unos alienígenas, señor Hull. Lástima que tan loable comportamiento no se haga extensivo a los androides de combate. O
ginoide
, en este caso, hablando con propiedad.

El tono del reproche no admitía réplica. Había sido expresado sin acritud, pero allí, a solas en la sala de hologramas, desarmó a Bob. Este se sintió más avergonzado que nunca antes en su vida. Lo que menos podía esperar era que un profesor benévolo, al que respetaba, de repente se mostrara decepcionado. No supo qué decirle. Mantuvieron un silencio incomodísimo, pero el arqueólogo no dejó de mirarlo fijamente. Al muchacho le apetecía salir corriendo, pero aún le quedaba la suficiente dignidad para no actuar como un crío asustado. Al final, sólo acertó a decir, con voz débil:

—¿Sabe? —Ya no se atrevía a tutearlo—. Creí que el androide era usted...

Manfredo se permitió esbozar una leve sonrisa. Con un gesto del brazo apagó los hologramas. La sala quedó sumida en una suave penumbra.

—Quizá nuestra común amiga sea más humana que yo, señor Hull.

Un escalofrío recorrió el espinazo de Bob.

—¿Qué quiere decir? —preguntó, vacilante.

—Supongo que usted, al inferir que yo era el androide, habrá efectuado pesquisas sobre mi pasado. Así, sabrá que mi vida ha sido longeva; algunos pensarán que demasiado. En mi juventud me aterraba la idea de la muerte, aunque no tanto como la degeneración mental. Odiaba convertirme en un viejo desahuciado y acabar mis días en un asilo, haciendo poco más que la fotosíntesis cuando me sacaran a tomar el sol en la terraza. Decidí someterme a un tratamiento experimental para ralentizar el deterioro cerebral. Me fueron reemplazando progresivamente grupos de neuronas por otras sintéticas.

—¿Sintéticas? —Bob abrió mucho los ojos.

—Sí, una matriz cerámica con nanocomponentes electrónicos. Poco a poco, mi cerebro fue haciéndose más artificial, perdiendo su cualidad orgánica, hasta que no quedó en él ni una sola neurona original. Sí, joven Hull, podría afirmarse que poseo un cerebro cerámico. Funciona bastante bien, lo reconozco, y no he padecido una sola migraña desde hace siglos, pero he pagado un precio. Las neuronas orgánicas pueden crear nuevas conexiones entre ellas con facilidad. Las mías, no. Por supuesto, he aprendido a vivir con ello. Soy capaz de aprender y recordar cosas nuevas, pero, como habrá comprobado, mi comportamiento resulta un tanto... estereotipado, rígido. Mi personalidad es incapaz de evolucionar. Menos mal que me crié en un entorno familiar conservador, donde primaban las buenas costumbres. —Se encogió de hombros—. Podría haber sido peor.

»En conclusión, señor Hull, soy muy distinto al resto de nuestros compañeros de fatigas. Ahora que lo sabe, ¿me retirará el saludo? ¿Cambia eso algo la relación existente entre nosotros? ¿Me convierte en un monstruo, en suma?

Igual que el cerebro de Manfredo, Bob se había quedado de piedra.

—No... no, por supuesto —logró balbucir.

—Aquí, quien más quien menos, ha pasado por algún laboratorio médico que lo ha modificado. En el fondo, la diferencia entre nuestra piloto y cualquier miembro de la expedición es una mera cuestión de grado. Usando términos anticuados de cierta lengua muerta, ¿qué importa más, el
hardware
o el
software?
Lo que nos convierte en humanos es la personalidad, no el aspecto físico. —Y ahora el tono de voz sí que se endureció—. Pero claro, usted se considera de raza pura, incontaminada. Pues permítame que le diga, como arqueólogo, que la gente con esa mentalidad al final sólo ha traído dolor a sus semejantes.

El pobre Bob no sabía dónde meterse. Había acudido junto al arqueólogo buscando calor humano, y le estaba cayendo encima una filípica de aupa. Pero lo peor del caso era que si el individuo más educado de la nave pensaba eso de él, ¿qué cabría esperar del resto?

¿Y Nerea? ¿Qué sentiría ella? Era la primera vez que se lo planteaba de verdad desde la pelea con el alienígena. En lugar de compadecerse, se contempló a través de los ojos de Manfredo, y lo que vio le resultó insoportable. Abandonó la sala cabizbajo y en silencio.

El arqueólogo volvió a encender los hologramas, mientras suspiraba apesadumbrado. Entonces, otra figura surgió de entre las sombras.

—No la oí entrar, señora Hull. Lamento haber reprendido a su sobrino. Le pido disculpas por meterme en asuntos que no son de mi incumbencia.

—Lo tiene bien merecido, Manfredo. Creo que no se lo esperaba, y eso hará mella en él. En fin, a ver si así espabila.

—Le queda el trago más amargo: pedir perdón. El orgullo y los prejuicios pesan demasiado. —Miró el holograma de las colmenas de piedra de VR—218—. Qué paradójico... Estamos aquí, en el brazo galáctico de Centauro, buscando una civilización que destruye mundos sin pestañear, pero nos preocupamos por la inmadurez de un chico. Para los sembradores, todos los problemas que nos afligen son, sin duda, irrelevantes. Es bueno que nos sitúen en la perspectiva adecuada. Nada significamos para un universo vasto e indiferente.

Wanda también contemplaba el holograma. Su semblante se dulcificó.

—También hay que ocuparse de las cosas menudas, amigo mío. En el fondo, la vida se compone de ellas.

La convocatoria del comandante los sorprendió. Nadie sabía el motivo, y eso disparó las especulaciones. En la sala de reuniones todos charlaban animadamente, salvo Bob y Nerea, sentados en puntos diametralmente opuestos y separados por el resto del personal. Bob la miraba disimuladamente de vez en cuando, pero ella parecía una esfinge.

Se hizo el silencio cuando Asdrúbal entró en la habitación. Los demás lo contemplaron con interés, y fue directo al grano.

—¿Recordáis las ruinas de VR—218? Uno de los misterios que nos dejó aquel mundo fue el del destino de sus habitantes. ¿Lograron dominar el viaje espacial? ¿Pudieron huir algunos de ellos, o todos perecieron cuando llegó la hora de la cosecha? Creo que ya podemos contestar a esas preguntas. Os informo de que hallamos un motor MRL alienígena intacto.

La información cayó entre los reunidos como un bombazo. La primera reacción fue de silencio incrédulo. A continuación vinieron las exclamaciones y el parloteo incontrolado.

—¡Nadie nos lo dijo! —Eiji fue quien expresó en voz alta lo que los demás pensaban—. ¿Desde cuándo lo tenemos?

Asdrúbal pidió silencio con un gesto y la calma retornó a la sala.

—Fue pocos días después de que abandonásemos VR—218. La gente que dejamos allí exploró a conciencia la llanura donde estaban los presuntos silos de misiles. Mediante el análisis de ondas sísmicas cartografiamos el subsuelo y dimos con un recinto estanco. Estaba camuflado a la perfección y sellado. Tomamos todas las precauciones imaginables para entrar ahí sin provocar un estropicio o contaminarlo, y nos topamos con un auténtico tesoro. Ah, antes de que volváis a preguntármelo —añadió, al ver que Eiji y Marga abrían la boca—, fue considerado alto secreto militar. Sólo el ordenador principal de la nave y yo supimos la noticia, y recibimos órdenes muy estrictas de no contársela a nadie. A nadie —recalcó.

—Si ahora nos hablas de ello, deduzco que los militares habéis descubierto algo útil —dijo Wanda.

—En efecto. Sólo estoy autorizado a poneros al corriente de lo estrictamente esencial, por mucho que protestéis. —Lanzó una mirada de soslayo al biólogo, que a su vez soltó un bufido; a continuación se dirigió al arqueólogo—. Lo lamento, Manfredo, pero no había restos mortales de los nativos. Sólo quedaba un vehículo a medio ensamblar. No se trataba de un misil, sino de una astronave. Al menos, le habían instalado los motores y el sistema de guiado. Y sabemos cómo funcionaba.

¿Había una nota triunfal en la voz del comandante? Wanda juraría que sí. De todos modos, algo le resultaba difícil de creer.

—A ver si me aclaro —intervino—. ¿Afirmas que en los pocos meses que llevamos dando tumbos en la
Kalevala
, vuestros sabelotodos han descifrado los secretos de una tecnología alienígena? ¿Qué sois, magos?

—Nada de eso. —Asdrúbal sonrió—. Simplemente, se trata de la experiencia acumulada durante milenios y una ingente cantidad de expertos trabajando en equipo, tanto humanos como ordenadores biocuánticos. Además, tampoco hay tantas maneras distintas de resolver el mismo problema; en este caso, viajar más rápido que la luz. A lo largo de la Historia hemos inventado varios tipos de motor MRL, desde los mamotretos que los colonos robasteis a los imperiales hasta los más recientes, capaces de equipar una pequeña sonda robot. También hemos podido analizar, por las buenas o por las malas, unos cuantos modelos de otras culturas alienígenas, lo cual nos facilita la comprensión de artilugios exóticos.

»La tecnología MRL de los habitantes de VR—218 es muy sencilla, comparada con la nuestra. Podríamos calificarla incluso como tosca, aunque funciona. Disponían de ordenadores que se regían por un código binario. Para nuestras inteligencias artificiales fue un juego de niños descifrarlo.

—¿Y bien? No te hagas el interesante, Asdrúbal. Desembucha —le urgió Wanda.

—Creemos que los acontecimientos se precipitaron para esos desgraciados. No tuvieron tiempo de explorar los sistemas solares vecinos. Desconocemos cuántas de sus astronaves zarparon, pero si las demás funcionaban como la que descubrimos... Nuestros expertos están convencidos de que se arriesgaron a saltar a ciegas, huyendo de la catástrofe. Los mejores ordenadores cartógrafos de la Armada han reconstruido la geometría del hiperespacio en aquella época. Parece ser que se dio una rara distribución de las ondas de presión en el brazo de Centauro justo entonces. Si nuestras suposiciones son ciertas, fueron a parar a VR—666.

—Un número muy peculiar, por cierto —señaló Manfredo. Hasta los colonos conocían sus connotaciones, pese a que las religiones que engendraron diablos habían desaparecido hacía milenios.

—Las casualidades existen. —Asdrúbal no le otorgó mayor importancia—. Adivinad hacia dónde nos dirigimos.

—Vaya —dijo Marga—. Si nuestro comandante está en lo cierto, estos alienígenas serán los únicos que hayan sobrevivido al fin de su mundo. Eso quiere decir que se las ingeniaron para eludir los mecanismos de control de los sembradores. ¿Cómo lo lograrían?

—Y ¿qué aspecto tendrán? —Eiji se puso a divagar—. Con la evolución tan peculiar y acelerada de estas criaturas, vaya usted a saber. ¿Agresivos o sociables? El azar rige el proceso evolutivo.

—Que me lo digan a mí —intervino de repente Nerea, mirando con fijeza a Bob—. Por lo visto, hay quien me considera el culmen de la evolución del piloto automático. Sí, ese simpático dispositivo que nació en los albores de la aviación...

Todos callaron, aunque más de uno pensó: «Caray, eso es disparar con bala, y no de fogueo.» Bob, además de desear que la tierra se lo tragase, nunca se había sentido tan rechazado. Ya ni siquiera su tía le hablaba por el transmisor privado. En ese momento tocó fondo, pero su orgullo de colono se manifestó al fin. Se levantó de la silla y con un ímprobo esfuerzo sostuvo la mirada de Nerea. Respiró hondo.

—Lo siento, Nerea. Me he portado como un imbécil, y lo reconozco públicamente. Te pido perdón, aunque sé que no tengo excusa.

Todos miraron al joven, estupefactos. El semblante de la piloto permaneció impasible durante unos segundos.

—Comprenderás que tu sinceridad me parece tan poco fiable como la capacidad de Eiji para mantener cautivo a un alienígena —dijo, con amargura en la voz.

—Eh, a mí no me metáis en vuestras peleas de enamorados —protestó el biólogo.

—Enamorados, tus muertos más frescos —replicó Nerea, con cara de pocos amigos.

El comandante tuvo que poner orden en la sala. Cuando los ánimos se calmaron, Wanda se llevó la mano al bolsillo y le entregó a Marga unos vales para la cantina.

—Tú ganas la apuesta— le dijo—. Parece que conoces a mi sobrino mejor que yo.

—¿Ves? —replicó la geóloga, triunfante—. Ya te avisé de que se disculparía antes de un mes. En el fondo, no es tan malo.

Aquello tuvo la virtud de desdramatizar la situación. A Nerea se la notaba un poco menos tensa.

—Humanos... —murmuró. De todas formas, no la oyeron perdonar a Bob.

Las precauciones se extremaron antes de saltar a VR—666. Las naves robot enviadas previamente dieron con la ruta más segura, y retransmitieron las primeras imágenes. El pesimismo empezó a cundir entre los expedicionarios.

VR—666 carecía de planetas aptos para la vida. En apariencia, fue uno de los sistemas solares descartados por los sembradores. No había mundos rocosos; sólo gigantes de gas y densos campos de asteroides. Descubrieron grandes planetas helados en la periferia, pero en ellos la temperatura apenas superaba el cero absoluto. Muchos pensaron que quizá los ordenadores de la Armada se habían equivocado al calcular el posible destino de los alienígenas huidos. Allí no había nada que indicara su presencia. Asdrúbal parecía más taciturno que de costumbre. ¿Se tomaba aquel error como un fracaso personal? Por si acaso, se empeñó en explorar a fondo hasta el último planeta.

Y obtuvo su recompensa.

Estaba donde uno menos podía imaginárselo: en un mundo situado a seis mil millones de kilómetros del sol amarillo, el cual, de tan lejano, era poco más que otra estrella. Aquel cuerpo celestre parecía el típico representante escapado de la nube cometaria, aunque no se trataba de un planeta enano, sino de una esfera lisa algo mayor que Marte. Carecía de satélites, y una parte muy localizada de su superficie parecía haber padecido un bombardeo devastador.

La
Kalevala
, como una sombra imprecisa, orbitaba en torno a aquella bola de hielo. No se detectaba rastro de vida ni de actividad tecnológica. Tampoco descubrieron naves espaciales. Pero ahí estaban las pruebas de que algo insólito había sucedido. La superficie del planeta aparecía sembrada de cráteres de impacto geológicamente recientes cerca de uno de los polos. Además, la zona estaba saturada de radiación. Habían empleado nucleares, y no precisamente ojivas tácticas, sino armamento pesado. Muy pesado.

—Hubo detonaciones superficiales, que lo cubrieron todo de ceniza radiactiva, mientras que en otros casos las cabezas nucleares rompedoras de bunkeres han penetrado en el subsuelo —explicó Asdrúbal a un auditorio sobrecogido—. Quizá los agresores metieron las armas en pequeños asteroides y los arrojaron contra el planeta. Pero ¿qué tipo de bunker necesita una ojiva de gigatones para ser destruido?

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