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Authors: Eduardo Gallego y Guillem Sánchez

La Cosecha del Centauro (22 page)

—Comprendo perfectamente la actitud de los centauros —dijo Manfredo—. Fíjense en mi cerebro: como saben, funciona de maravilla, pero me resulta complicado adaptarme a los cambios sociales. Y esto me lleva a proponer otra hipótesis. Quizás hayan fijado su forma de actuar conscientemente. Al igual que nosotros modificamos nuestros cuerpos mediante terapias genéticas o la microcirugía, ellos podrían también haberse blindado contra la evolución, contra los cambios, contra lo imprevisible.

—Si funciona, no lo toques —añadió Wanda. —Ahí quería llegar, señora Hull. Sin embargo, se puede morir de éxito.

—Se me ocurre una explicación a que prefieran sembrar y cosechar, en vez de crear una tecnología de aprovechamiento de la energía solar —intervino Nerea, que llevaba un rato escuchando atentamente—. A lo mejor les es más cómodo usar las biosferas como fábricas de transformación de las materias primas. Se trataría de herramientas a escala planetaria que, una vez puestas en marcha, funcionan solas. Y en la Vía Rápida hay mundos de sobra. ¿Para qué molestarse en cambiar?

—Especulaciones, especulaciones... ¡Guardaos de ellas, pecadores! —Eiji se puso a imitar a un sacerdote con grandes aspavientos.

—Me pregunto —dijo Wanda, pensativa— qué encontraremos en el cúmulo globular. ¿Individuos aislados?

—Seguramente estarán empezando ya a congregarse —le respondió Nerea, con una sonrisilla malévola—. Al fin y al cabo, sólo les quedan 75 años
paraprocesar
Eos. Y si la fase de agregación es la que dedican a alimentarse, a estas alturas les estará entrando el gusanillo del hambre, ¿no?

—Muy graciosa... —dijo Bob, de mal humor—. Cómo se nota que Eos no es tu casa.

—Esperemos que esta vez hayan elegido un bocado demasiado grande para poder engullirlo —sentenció Wanda.

La Kalevala
regresó al espacio normal con muchísimo cuidado. Ni siquiera se encendieron los motores. Así, la astronave se limitó a derivar en completo silencio, procurando no atraer la atención de los cazadores.

Tras examinar exhaustivamente las grabaciones del incidente con los centauros, los ordenadores de a bordo determinaron que los perseguidores habían surgido en el mismo punto de VR—1070 que la
Kalevala.
Seguramente, su sistema de rastreo exigía seguir idéntica trayectoria que la presa. Por si acaso, Asdrúbal decidió aparecer a una distancia segura y, a ser posible, al resguardo de algún planeta. Aparentemente, fue una buena idea. Nadie les seguía, aunque la tripulación se sentía como un gato en campo abierto, intentando pasar desapercibido frente a una jauría de perros rabiosos.

Pese a todo, la tensión no impedía que disfrutaran de las maravillas que se ofrecían a sus ojos. Que supieran, ningún ser humano, androide u ordenador había contemplado algo así antes.

La Vía Láctea se desplegaba en todo su esplendor. Miríadas de estrellas derramaban una luz pálida de belleza sobrecogedora. Desde esa perspectiva se podía apreciar que se trataba de una galaxia espiral barrada. En el disco se veían los brazos separados por bandas más oscuras de gas y polvo. En el centro, el bulbo era una bola de brillo uniforme, de un blanco purísimo.

Los filtros de las pantallas mitigaban el resplandor y permitían discernir detalles sutiles. Destacaba el anillo de soles que orbitaba en torno al agujero negro supermasivo del centro, un monstruo insaciable que devoraba materia y despedía chorros de gas y rayos gamma por los polos galácticos. En el disco se veían penachos de estrellas que brotaban oblicuos, como finos cabellos luminosos, restos de pequeñas galaxias canibalizadas del grupo local.

El resto del firmamento no estaba vacío. La
Kalevala
navegaba por la periferia de un viejo cúmulo globular, a cierta distancia del plano galáctico. Había estrellas por doquier, muchas de ellas enanas de primera generación, que brillaban con tonos rojizos. Ante un escenario tan sublime, sólo quedaba admirarlo con reverencia. Los dramas que afligían a los moradores de los mundos que alumbraban esos puntitos de luz parecían muy lejanos, irrelevantes y sobre todo efímeros, frente a una belleza que se antojaba perpetua.

Aquello era el telón de fondo para un llamativo sistema solar. En sus tiempos tuvo que ser digno de verse, con dos gigantes azules danzando muy juntos y una enana roja orbitando a gran distancia de sus hermanas mayores. Pero las estrellas masivas gozan de una vida gloriosa y fugaz. De ellas sólo quedaban dos pulsares que giraban como peonzas enloquecidas, emitiendo sus lamentos al cosmos con la regularidad de radiofaros. Sus atmósferas aún podían intuirse a años luz de distancia, como jirones de un velo deshecho por el viento estelar.

Ajena a esas catástrofes, la pequeñita del trío seguía tan colorada como siempre. En torno a ella había pocos planetas. Sin duda, las gigantes azules habían dejado escaso material para construirlos. Había un cinturón de asteroides entre dos mundos gaseosos, y punto. Aparentemente, el cinturón correspondía a un planeta que nunca pudo formarse por culpa del tirón gravitatorio de los otros.

Según indicaron las sondas, los centauros supervivientes habían saltado al espacio normal cerca del cinturón. Y al cabo de unos días, misteriosamente, dejaron de emitir. La
Kalevala
, para evitar emboscadas, apareció muy cerca del planeta exterior, protegida por su sombra. Mientras seguía invisible y con los motores apagados, fue el turno de las naves auxiliares. Tenían que buscar sin ser descubiertas dónde se habían refugiado los sembradores. A los tripulantes sólo les quedaba esperar que sucediera algo, mientras las jornadas transcurrían en una tensa calma.

Los centauros parecían haberse esfumado. Aparte de asteroides dispersos, nada más había por allí, ni el más mínimo signo de vida.

—Me tienta la idea de abandonar la enana roja y acercarnos a los pulsares —dijo Asdrúbal—. Tratándose de unos bichos tan raros, a lo mejor se encuentran a gusto en entornos extremos.

Antes de darse por vencido, tentó a la suerte por última vez. Si los centauros estaban en el cinturón de asteroides, sin duda disponían de un camuflaje endiabladamente bueno, al igual que el de la
Kalevala.
Era preciso dejarse ver, para forzar la reacción del enemigo.

—Y me ha tocado a mí— dijo Nerea, resignada—. Nosotras, las máquinas, somos prescindibles. Ya tendría que haberme acostumbrado...

—Necesitamos que detecten la lanzadera para saber por dónde andan —le explicó Asdrúbal—. Además, no te quejes; la tripularás a distancia, desde el puente de mando.

—Bien, pero ¿y el ordenador del vehículo? No es un mal tipo, a pesar de su proselitismo para aficionarme a la ópera clásica.

—Conservamos una copia actualizada, descuida.

Una vez concluidas las protestas de ritual, Nerea se sentó delante de una consola y la contempló fijamente.

—¿Dónde están los controles? —preguntó Bob, intrigado.

—Me comunico con la lanzadera mediante el ordenador biocuántico del cráneo. ¿En qué milenio vives, chaval? ¿Acaso te figuras que llevo un puerto USB antediluviano en el culo? ¿No tenéis periféricos inalámbricos en las colonias?

—Perdona, hija. —Bob fingió abochornarse. Intentaba que lo tomaran por un simplón, y que no sospecharan que él también llevaba uno de esos dispositivos para comunicarse con Wanda.

La lanzadera efectuó el primer tramo de su recorrido con el camuflaje activo. Teóricamente era invisible a cualquier observador. Cuando pasó cerca de un asteroide, simuló fallos en los sistemas de ocultación, que se fueron tornando cada vez más frecuentes.

—Ojalá muerdan por fin el anzuelo ——masculló Asdrúbal.

Transcurrieron varias horas sin nada digno de reseñar. Nerea seguía estoicamente sentada en su puesto, sin mover un músculo. Pese a que su cuerpo sintético podía experimentar las mismas sensaciones y necesidades que uno humano, en caso de fuerza mayor podía ponerlo en modo de espera, mientras los ordenadores internos cumplían con su trabajo. Los demás, Bob incluido, se olvidaron de ella y se dedicaron a matar el tiempo conversando, paseando o pensando en las musarañas.

—Los tenemos, mi comandante.

Todos miraron a la piloto, sobresaltados. Nerea había pasado de la inacción a la actividad normal sin avisar. En su semblante se reflejaba la preocupación. Asdrúbal se acercó hasta ella a paso ligero.

—¿Están en el cinturón de asteroides?

—No sólo
están
, mi comandante.
Son
el cinturón de asteroides. Además, no les interesa la lanzadera. Vienen derechos hacia nuestra posición. Me temo que saben dónde se esconde la
Kalevala.

—La cagamos —se le escapó a un teniente. No fue una expresión digna de pasar a los libros de Historia, aunque reflejaba a la perfección el sentir general.

En pocos minutos, los acontecimientos se precipitaron.

Con absoluto desprecio a las leyes de la Mecánica Celeste, los falsos asteroides aceleraron brutalmente y algunos de ellos se fusionaron. Los ordenadores de a bordo calcularon la masa conjunta de todos ellos: equivalía a la de la Luna de la Vieja Tierra. En el puente, la estupefacción era tan grande que apenas dejaba sitio al miedo.

—Seguro que en el brazo de Orión no os pasan estas cosas —comentó Wanda con voz débil. Asdrúbal se la quedó mirando y replicó, muy solemne:

—Créeme, Wanda. He visto naves en llamas más allá de Orión. He tomado al asalto reductos insurgentes en lo más profundo de las junglas de Alfa Persei. He combatido en un dromón de los Hijos Pródigos contra alienígenas capaces de robarte el alma. He sobrevolado el horizonte de sucesos de un agujero negro. Incluso he leído el
Ulises
de Joyce sin que a mi mente le quedaran secuelas. Pero te juro que nunca jamás me había perseguido un cinturón de asteroides.

Wanda sonrió y aplaudió con desgana.

—Te ha quedado muy bien el parlamento, pero pasando a asuntos más prosaicos, ¿cómo vamos a salir de ésta?

—De momento, veamos qué velocidad pueden alcanzar los centauros. Larguémonos de aquí cuanto antes, e intentemos ganar tiempo. Mientras, enviaremos los datos en tiempo real al Cuartel General de la Armada.

—La lanzadera acaba de palmarla, mi comandante —dijo Nerea, lacónica.

—¿Cómo...?

—Ni idea. Se ha limitado a estallar. Deduzco que los centauros disponen ahora de armas mucho más peligrosas que un dispositivo para arrojar pedruscos.

—¿Cuál será su alcance máximo? —preguntó Wanda.

—No pienso quedarme a comprobarlo —respondió Asdrúbal—. Campo TP al máximo, y olvidaos del camuflaje. Es inútil contra ellos —ordenó—. Efectuaremos un microsalto hacia los pulsares, para comprobar si nos siguen.

—Así que esto es un pulsar... Bah, esperaba otra cosa.

El comentario banal de Wanda sólo intentaba animar un poco el ambiente. La moral volvía a estar por los suelos, ya que los centauros habían imitado a
la Kalevala.
Los tenían a popa, a una distancia más corta de lo deseable. Para empeorar el panorama, se habían unido en una sola masa. En lugar de adoptar forma esférica, como cualquier cuerpo decente de ese tamaño, su apariencia recordaba al tiburón peregrino de la filmación alienígena. En el vacío del espacio, una forma hidrodinámica como aquélla carecía de sentido aunque, eso sí, daba pavor. Otro misterio más en el haber de aquellos desconcertantes seres.

Los centauros eran rápidos. Nadie a bordo tenía ni idea de cómo se impulsaba una mole tan ingente. Los motores brillaban por su ausencia, pero le iba comiendo terreno a la
Kalevala.
Asdrúbal no veía ante sí una línea de acción clara. Desde el cúmulo globular sólo había una ruta hiperespacial abierta y fiable: la del regreso al brazo de Centauro. Pero aparecer en un lugar donde había asentamientos humanos con semejante monstruosidad pegada al trasero no parecía buena idea. Y, por supuesto, la
Kalevala
no era rival para algo tan grande como una luna. Podría usar los pulsares como catapultas gravitatorias, dar microsaltos, jugar al gato y al ratón, pero al final los sembradores triunfarían. Nunca dejaban sus asuntos inconclusos.

En ese momento, una vibración irregular sacudió a la nave. Asdrúbal miró inquisitivamente a los técnicos, tan perplejos como él.

—Están intentando hacernos algo, mi comandante, pero ¿qué?

—Hemos caído en su radio de acción —dijo Asdrúbal. —Mi comandante, recibimos un mensaje codificado del Alto Mando.

Asdrúbal tomó un visor y se lo puso, al estilo de unas gafas. El aparato lo reconoció y presentó ante sus ojos el documento. Cuando se quitó el artilugio, su expresión era decidida.

—Poned en marcha los motores MRL. Saltamos de regreso a VR—1070.

—Pero nos seguirán, señor— objetó el técnico.

—De eso se trata, hijo. —Alzó la voz—. ¡Rápido, antes de que acabemos como la lanzadera!

Los inevitables días que duraba el viaje a través del hiperespacio transcurrieron en tensión. Sin embargo, el comandante no soltaba prenda.

—El Alto Mando ha sugerido, mejor dicho, ordenado una línea de actuación. Debo guardar silencio. Protocolos de seguridad; ya sabéis cómo funcionan.

—Dudo que alguien en la nave corra a contárselo a los centauros. ¡Eh, chicos! —gritó Wanda—. ¿Hay algún espía entre vosotros?

—Basta de payasadas, Wanda. Tenemos un plan, y es bueno que la tripulación lo sepa. Tan sólo puedo adelantaros que deberemos realizar maniobras extremadamente precisas. Pero de momento, los detalles son reservados.

Finalmente llegó la hora de retornar al espacio normal.

—Emergeremos lo más cerca posible del sol de VR—1070 —explicó Asdrúbal—. Los saltos tan próximos a una estrella son difíciles, pero por fortuna cartografiamos el sistema cuando nos detuvimos en él. Sin embargo, el éxito de nuestra misión depende del comportamiento de nuestros perseguidores.

»Todo parece indicar que son criaturas de costumbres fijas. Antes de realizar cualquier salto, la
Kalevala
deja atrás algunas microsondas espías. Según los datos que nos han proporcionado, los centauros, tanto los de aquella nave como los de este planetillo, se aproximan al punto en el que abandonamos el espacio normal y aguardan 56 minutos antes de seguirnos. Ni uno más, ni uno menos. ¿Por qué lo hacen? ¿Para calibrar su sistema de rastreo? Posteriormente, emergen del hiperespacio en el mismo punto que nosotros, 27 minutos después. La regularidad parece su seña de identidad.

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