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Authors: Eduardo Gallego y Guillem Sánchez

La Cosecha del Centauro (21 page)

Los centauros seguían disparando esporádicamente, pero la turbulenta atmósfera, con rachas de viento que superaban los mil kilómetros por hora, molestaba su puntería. Cuando se acercaban demasiado, Asdrúbal ordenaba disparar una carga termonuclear entre ambas naves, lo cual contribuía a mantener la distancia entre ellas. En la atmósfera, las explosiones se notaban mucho más que en el vacío.

Con la muerte en los talones, la
Kalevala
se zambulló en lo más hondo del planeta. Todo se tornó de un color ocre sucio, en medio de una temperatura capaz de fundir el metal, unos huracanes violentísimos y una presión que la aplastaría en un instante si no fuera por el campo TP. Pero los centauros no cejaban. Un entorno tan hostil no hacía mella en ellos o, en todo caso, no lo aparentaban. Su aspecto distaba mucho de ser el de una nave que iba a colapsarse de un momento a otro. Brillaba majestuosa, como un gran tiburón de plata.

Siguieron descendiendo al infierno. El paisaje se tornó negro, tan sólo iluminado ocasionalmente por algún titánico relámpago. Cientos de kilómetros de gas denso pendían sobre ambas naves, que seguían volando en un entorno para el que no habían sido concebidas. La puntería de los centauros se había tornado pésima, pero poco importaba. No había forma de matar a aquellos seres cuando actuaban en equipo. Los tripulantes comprendieron lo que pudieron sentir los alienígenas de Leteo: impotencia ante lo inexorable. En el puente reinaba un silencio de funeral, como si todos aceptasen la derrota pero deseasen, al menos, acabar con dignidad.

—Mi comandante —dijo un suboficial muy joven, con cara de niño asustado—, la reserva de energía está alcanzando un nivel crítico. Si continuamos bajando, el campo TP fallará antes de que podamos salir de la atmósfera.

El enemigo, en apariencia más fresco que una lechuga, no necesitaba disparar para vencer. Le bastaba con aguardar a que su presa acabase como la cascara de un huevo al ser pisada por un elefante. Y si la
Kalevala
se rendía y volvía al espacio, lo haría con tan poca energía que sería un blanco fácil.

«Estamos muertos. La jugada ha fracasado —pensó Bob, mirando a su alrededor—. La gente se lo está tomando razonablemente bien. ¿Y yo?» Parecía haberse contagiado del mismo fatalismo que los demás. Si dispusiera de más tiempo, se habría lamentado amargamente por los años que aún le quedaban por vivir, las ocasiones perdidas, los polvos no echados. Le habría gustado saber qué pensaban los demás en sus últimos momentos. Sobre todo, Wanda y Nerea. Pensó en la piloto, que ahora estaría en la cabina de la lanzadera, aguardando el fin. La añoraba. ¿Tendría un último recuerdo para él? Sintió ganas de llorar, pero aguantó el tipo. El no iba a ser menos que Eiji, o Marga. Los científicos estaban serios, agarrados de la mano, pero sin perder la compostura. Y los tripulantes...Tampoco era tan malo morir rodeado de tales compañeros.

Al menos, se consoló, sería rápido. Cuando el campo protector colapsara, la implosión de la
Kalevala
sería instantánea. Pero jodía perder y, cosa rara, le mortificaba no haber podido vengar a aquellos alienígenas y sus crías. Inmerso en sus cavilaciones, dio un respingo cuando la voz de Asdrúbal rompió el silencio trágico.

—Ya los tenemos donde queríamos. A esta profundidad, maniobran con torpeza. Dejadlos que se aproximen.

El comandante sonaba muy seguro de sí mismo, y los seres humanos se agarran a un clavo ardiendo cuando ya no queda otro remedio. El fatalismo se esfumó.

—Asdrúbal, ¿realmente tienes un plan, o lo haces para darnos ánimos? —preguntó Wanda, escéptica.

—De todo un poco, amiga mía. —Se dirigió hasta las consolas—. Ordenadores, dependemos de vuestra precisión. O esto sale bien a la primera, o despidámonos. Cuando el enemigo esté lo suficientemente cerca, invertid el flujo de las toberas y
embestidlo.
En el momento del abordaje —los presentes iban abriendo unos ojos como platos conforme hablaba—, proporcionad la máxima potencia al campo TP. Dejad tan sólo la energía imprescindible para que podamos salir de aquí cagando leches.

—¡Es una locura! —exclamó Eiji, atónito.

—Es una orden —se dirigió a toda la tripulación por los altavoces—. Puede que tengamos problemas con el mantenimiento de los generadores gravitatorios. Que todo el mundo se ponga un arnés de seguridad —miró a Bob—. Y tú, echa el freno a la silla de ruedas. Por cierto, oficiales, suboficiales, tropa, científicos y pasajeros: si no escapamos con vida de ésta, sabed que ha sido un honor servir a vuestro lado. Y ahora, ¡a por esos cabrones!

Un grito de guerra espontáneo coreó al comandante.

Los centauros no se lo esperaban. Su presa rezumaba debilidad y se acercaban a ella rápidamente, a una distancia a la que pudieran asegurar el blanco. Pero en una maniobra súbita, la presunta víctima se detuvo en seco. Fueron incapaces de esquivarla.

Una
Kalevala
bastante maltrecha surgió de entre las nubes tórridas. El campo TP había cedido justo al final, y sobrevivió al paso por las capas altas de la atmósfera gracias a la excelente factura de su blindaje biometálico. Ahora sólo restaba comprobar la suerte del enemigo. Si salía tras ellos, estaban listos de papeles.

Y tal cosa hizo, aunque no de una pieza. Rocas sueltas o en pequeños grupos fueron brotando de entre las últimas nubes. El ardid del comandante había funcionado. El campo TP de la
Kalevala
había desintegrado buena parte de la nave sembradora. Lo que ahora quedaba era apenas un pequeño porcentaje del original, incapaz de formar algo mayor que una lanzadera.

Curiosamente, aquellos fragmentos seguían persiguiendo a la
Kalevala.
Manfredo se lo hizo notar al biólogo:

—Son criaturas de costumbres. La forma de perseguirnos, lo de cosechar planetas cada 802 años a piñón fijo... Eso indica inflexibilidad, rutina. Habría que ver hasta qué punto son capaces de adaptarse a los cambios. En cierto modo, me siento identificado con ellas. Por lo del cerebro cerámico, ya sabe usted. —Sonrió mientras se daba unos toquecitos en el cráneo con el dedo.

—¡Especulaciones y más especulaciones! —Aunque protestara, Eiji estaba radiante de felicidad por seguir vivo—. Sin ejemplares a los que estudiar, hablamos por hablar. No sabemos siquiera si son inteligentes. Quizá sean como colonias de hormigas que...

—Lo del superorganismo ya lo propuse yo, doctor Tanaka.

Ajeno a aquel diálogo, Asdrúbal sonreía. En su expresión había algo que recordaba a la del macho alfa de una manada de lobos, cuando acorralaba a una presa exhausta.

—Fuego a discreción —ordenó.

Los grupos de rocas sucumbían uno tras otro al armamento pesado de la
Kalevala.
Bien fuera por su reducido tamaño, bien porque la presunta inteligencia grupal necesitara cierta masa crítica para organizar una defensa eficaz, el caso fue que para los artilleros resultó un ameno ejercicio de tiro al plato. Al final tuvieron que ir espaciando los disparos por la escasez de munición y de reservas energéticas. Eso permitió a unos pocos supervivientes unirse y saltar al hiperespacio. Por primera vez en su historia, los centauros huían. La batalla había terminado.

A bordo, todos respiraron aliviados. La tensión acumulada se fue desfogando en abrazos, sonoras palmadas en la espalda y voces más fuertes de lo habitual, a veces rayanas en la histeria. Hasta Marga había abrazado a Eiji, en un rapto de emotividad.

—Creí que no lo contábamos —decía la geóloga una y otra vez.

Tan sólo unos pocos individuos guardaban una calma antinatural. De Manfredo cabía esperarlo, dada su peculiar idiosincrasia. Asdrúbal, como buen comandante, debía aguantar el tipo y adoptar una pose que sirviera de referencia a sus hombres. A Bob se le notaban algo los nervios, pero pocos brincos podía dar yendo en silla de ruedas. Wanda, en cambio, parecía estar de vuelta de todo. Si lo había pasado mal, no lo manifestaba.

—Para tratarse de una nave de exploración, ha librado una magnífica batalla —le dijo al comandante—. Tanta tecnología, y al final se ha decidido todo a la antigua usanza, como cuando las trirremes griegas le clavaban el espolón a los navios persas.

—No sé cómo lo habrían hecho los comandantes de la Armada en los viejos tiempos. Fueron siglos turbulentos. Ahora, en cambio, es raro que dos astronaves se enfrenten directamente. Por tanto, seguí una táctica tan vieja como la Humanidad: improvisé.

—No quisiera tenerte como enemigo —miró inquisitiva a las consolas—. Me gustaría saber adonde se largaron esos bichos.

—Bueno —las sonrisas de Asdrúbal y algunos de sus hombres que lo escuchaban eran triunfales—, además de propinar una paliza a esos malnacidos, nos tomamos la libertad de, disimuladamente, pegarles en la chepa algunas balizas cuánticas. Se encargarán de cartografiar su rumbo a través del hiperespacio e indicarnos su punto de destino. Sí, amiga mía —e inconscientemente se frotó las manos—; ahora, los cazadores seremos nosotros. Repostaremos hidrógeno del planeta, recargaremos baterías, repararemos los desperfectos e iremos tras ellos. Este es un viaje de exploración y pienso concluirlo. —Miró a su alrededor—. ¿Algo que objetar, damas y caballeros?

Nadie le llevó la contraria. Su entusiasmo resultaba contagioso.

Era raro que Asdrúbal se pasara por la sala de reuniones, sobre todo en los últimos días. A Wanda le extrañó tropezarse con él. El comandante estaba sentado en una mesa, solo, bebiendo a lentos sorbos un vaso con un brebaje que seguramente no era agua. Al verla, le hizo señas para que se reuniera con él.

—Voy a por una cervecita fresca de la máquina y estoy contigo —le dijo.

Estuvieron un rato sin hablar, limitándose a beber pausadamente.

—Qué tranquilo está todo —comentó Wanda al fin.


Ajá. El recorrido por el hiperespacio va a ser largo, según los ordenadores cartógrafos. Por fin dispongo de un rato para relajarme.

—Un buen salto... —Wanda miró pensativa a su vaso, y luego a los ojos del comandante—. ¿Tanta prisa había? ¿Por qué no aguardamos la llegada de refuerzos?

—Prefiero hacerlo así, antes de que la pista se enfríe. Por lo demás, la
Kalevala
está en plena forma. Tan sólo andamos escasos de misiles y naves auxiliares, pero los láseres, escudos y sistemas de camuflaje activo funcionan perfectamente, y hemos cargado combustible de sobra. Se trata de seguir al enemigo, ocultarse, observar e informar al Alto Mando, nada más.

—Y nada menos. En lo que concierne al camuflaje, recuerda lo que nos pasó en VR—1047. Había una roca espiándonos, y avisó a sus hermanas.

—Fuimos descuidados, lo admito, pero tomamos nota de los errores. Esta vez pecaremos de exceso de prudencia. Lo haremos como en el viejo chiste del apareamiento de los erizos: con mucho cuidado.

—¿Tienes idea de cuántos mandamases muy seguros de sí mismos habrán pronunciado esas mismas frases antes de una catástrofe irremediable?

—No seas agorera y termina la cerveza, Wanda.

A partir de la información que enviaban las sondas espías, los ordenadores cartógrafos determinaron que los centauros habían emergido en un sistema estelar triple, fuera del brazo galáctico. Más aún: su presunto cubil se hallaba en un cúmulo globular situado muy por encima del plano de la Vía Láctea.

El salto a través del hiperespacio duraría varias jornadas, así que dispusieron de tiempo sobrado para las charlas ociosas. Todos estaban convencidos de que aquellas rocas eran los genuinos sembradores. Así cobraba sentido la filmación alienígena recogida en las ruinas de Leteo.

—La misteriosa nube blanquecina que se cernía sobre VR—218 se comporta, a escala planetaria, como nuestros singulares atormentadores —decía Manfredo en la sala de hologramas, revisando los documentos gráficos obtenidos en aquel viaje memorable—. Me atrevo a pronosticar que en una masa tan enorme, las interacciones entre sus componentes podrán alcanzar un grado elevadísimo de complejidad. Por tanto, el superorganismo será capaz de ejecutar acciones inimaginables. Si unos cuantos miles pudieron formar una nave que en muchos aspectos superaba a la
Kalevala
, imaginen algo del tamaño de una luna.

—Simplemente, con la mera fuerza gravitatoria asociada, sería capaz de causar catástrofes a escala planetaria en el mundo que elijan como objetivo —dijo Marga.

—Hablando de objetivos —replicó Wanda—, ¿por qué cosechan?

—Nosotros repostamos combustible y materias primas en VR—1070 —respondió Bob—. Tal vez ellos... —Y dejó la frase en suspenso.

—Esos seres parecen seguir un ciclo vital de 802 años —intervino Nerea que, como de costumbre, poseía la virtud de apuntarse a los coloquios más jugosos—. No soy bióloga, pero sé que muchos animales atraviesan por distintas fases bien diferenciadas. De jóvenes se alimentan, y cuando maduran se reproducen. Tal vez, cada cierto tiempo deben recopilar víveres. Y como son tantos, necesitarán cosechar un planeta entero para ir tirando.

—Yo sí soy biólogo —replicó Eiji—, pero ejerceré de abogado del diablo. Supongamos que, en efecto, esas rocas, al agregarse, dan lugar a una inteligencia de nivel superior, capaz de fabricar herramientas y obrar maravillas. Si tan listas son, ¿por qué no desarrollaron placas solares o algo similar? ¿Para qué seguir un proceso tan retorcido, costoso y complejo como el de sembrar planetas? La solar es la energía más abundante y barata en el universo. A partir de ella, y usando materias primas que podrían extraer de cualquier planeta gigante gaseoso, podrían sintetizar todos los nutrientes que quisieran. Sería mucho más eficiente que lo que hacen.

—Quizá, doctor Tanaka, sean criaturas esclavas de sus costumbres —dijo Manfredo—. O empleando la terminología de ustedes, los biólogos, lo llevan en los genes. Sigamos con su ejemplo de las amebas. Estas, cuando reciben la llamada química de un congénere sometido a estrés, no tienen más remedio que agregarse y, en algunos casos, suicidarse en pro de la comunidad. No pueden hacer otra cosa que seguir las instrucciones grabadas en su código genético, y lo repetirán generación tras generación, hasta que se extingan. Por tanto, debemos concluir que sus actos de aparente crueldad no obedecen a una maldad intrínseca, sino a las restricciones de diseño, en sentido amplio. —Podrían evolucionar —objetó Marga. —Recuerda lo que te enseñaron en Secundaria sobre el equilibrio puntuado. Las especies tienden a permanecer estables durante la mayor parte de su historia. Los episodios de especiación son muy rápidos en términos geológicos, y se dan en zonas periféricas, aisladas de las poblaciones principales. Reconozco que lo que apunta Manfredo tiene sentido. Puede que el comportamiento de los centauros contribuyera a su éxito como especie, y quedara fijado indeleblemente en su genoma. Entonces, el instinto prevalecería sobre la inteligencia de enjambre y... Ay, habéis logrado que me ponga a elucubrar, como vosotros. —El biólogo sonrió.

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