Domingo.
Por la tarde vendrían los familiares a visitar el Seminario, de cuatro a seis. Había que estar aseados y la ducha era obligatoria. Ya Carlos Samuel se había acostumbrado a ciertas curiosidades como la de bañarse con un pantaloncito que le llegaba a las rodillas. Al principio le molestaba sentir que su cuerpo se mojaba a través de la ropa, que no podía enjabonarse ciertas partes, pero después le pareció natural, llegando a sentirse incómodo los escasos segundos que le llevaba sacarse sus prendas interiores y calzar ese pantalón. De tanto repetirlo, sus superiores lograron hacerle comprender cuan impúdico era permanecer desnudo y exponerse a las miradas de sus condiscípulos. Además, las duchas estaban separadas en compartimientos individuales, con una puerta cuyo gancho se prendía por fuera, para evitar las tentaciones. Sin embargo, en pleno invierno, cuando de los baños brotaban aullidos salvajes por el frío, algunos seminaristas desafiaban las ordenanzas, apresuradamente se sacaban los pantalones, los mojaban extendiendo su brazo para que los flechazos helados del agua no tocaran el resto del cuerpo y regresaban al dormitorio simulando haberse duchado. Luego había que extender al sol los pantalones, pues serían usados para jugar al
foot-ball.
Antes del examen de conciencia, cada uno escondía bajo sus ropas un trozo de la comida que sus familiares les traían semanalmente. El domingo ya los paquetes se habían terminado, de modo que en el día del Señor almorzaban más frugalmente que nunca. Después de la comida volvían a la capilla para rezar seis padrenuestros. En el espacio de tiempo que faltaba hasta la llegada de las visitas, tenían que jugar al
foot-ball.
Carlos Samuel le dijo a su prefecto que no se sentía bien y prefería no jugar. El prefecto accedió, pero a condición de que regara una porción del jardín.
—Algo tienes que hacer —explicó su ergasiomanía—: la ociosidad es aliada del vicio.
EPÍSTOLA
18Querida hermana:
Me aseguras en tu carta que no dejaste traslucir tus pensamientos a Carlos Samuel. Me reconforta. El muchacho no debe ser afectado por tus dudas y tus pecados. Hablo de pecados, hermana. Aún no llegaste a entender cuan difícil es alcanzar el ministerio de Dios. Prefieres para tu hijo un sendero lleno de confort y tentaciones, en vez de una formación sólida y estoica. ¡Cuánta sensiblería e insensatez!
Permíteme algunas explicaciones. Espero que ellas te hagan reflexionar. El ochenta por ciento de nuestros obispos tienen formación Jesuítica. Han bebido en las reglas que nos legó San Ignacio de Loyola, las mismas que fortalecieron nuestra Iglesia y le permitieron capear horribles temporales. Las mismas que forman ahora a Carlos Samuel. ¿Hacia dónde apuntan? Hacia el espíritu. Lo templan, lo hacen más duro que el corindón. Para elevarlo, hay que valerse de la voluntad y someterse a la ascesis. Para acercarse a Dios debemos abandonar nuestras egoístas y limitadas ambiciones personales, surgidas de la caduca materia, que pide comida y sólo sacia al hambre por algunas horas y que pide descanso y nuestras fuerzas se renuevan para una jornada más, solamente.
Nuestro cuerpo, expresión de lo finito e imperfecto, nos aleja del Cielo. Le molesta el frío, le molesta el calor, es un "continuum" de quejas al Creador. Carlos Samuel debe aprender a controlar ese cuerpo y no oírlo más. Si le prohíben quejarse, es para que aprenda a ser indiferente.
La vida inmortal no depende de unos kilos de carne y huesos, sino de la majestad que desplieguen las alas de nuestro espíritu. Y mientras menos lastre personal las fije a la tierra, más alto podrán llegar en su vuelo. Tu hijo debe borrar el amor a si mismo para engrandecer su amor a Dios y su Santa Iglesia: en cierta medida debe despersonalizarse, para convertirse en una voluntad metálica e inquebrantable. Si escribió versos y su prefecto lo mandó a lavar los baños, era para que no le perdiera su vanidad. Si tuvo iniciativas y fue ridiculizado, era para que no excediera su autoestima. La humildad, la obediencia, la disciplina y no la arrogancia son los alimentos que le convienen.
¡Que extraño! Quería volver. Durante meses y meses acarició con impaciencia esos días de vacaciones, esos escasos días para descansar de la disciplina, del horario, de la comida y de los pecados mortales. Hasta ese momento sólo le habían concedido un mísero anticipo de esas vacaciones: los jueves. Ese día, por la tarde, vestido impecablemente con sotana limpia, sombrero negro y faja azul, los llevaban a pasear al parque Bolívar. En fila perfecta seguían a un superior y eran a su vez seguidos por otros—. Solían caminar por los rosedales, entrar en el jardín Zoológico y descansar en las escalinatas de un pintoresco teatro griego. Antes de cada salida se renovaban las recomendaciones. El padre espiritual insistía con énfasis en la tentación de la mujer. "¡Nunca la miréis a los ojos!", exclamaba enrojeciéndose, como si en vez de advertir, ya lo estuviera reprochando.
Al aproximarse el tiempo de vacaciones, aumentaron los consejos. El padre espiritual les hablaba con mayor frecuencia y sus discursos se dilataban. En las aulas fueron colocados lemas, cuyas letras de fuego los prefectos hacían repetir en voz alta: "¡Vacaciones, pérdida de vocaciones!"
No abandonar jamás la sotana, símbolo de la investidura sagrada del ministerio, era más que una recomendación. Diariamente, desde su acceso al Seminario, aprendieron a venerarla, besándola al vestir y besándola al guardarla durante la noche. Permanecer sin ella era como sentirse desnudo, desamparado. La sotana era una coraza contra las agresiones del mundo, un verdadero amuleto. Ella imponía a los hombres respeto y alejaba a las mujeres con sus tentaciones.
Las advertencias fueron repetidas al entregarse los premios a las mejores estudiantes: premio a la conducta y premio al estudio. Los más aguerridos memoristas ganaban los premios al estudio. Los seminaristas más obsecuentes y dóciles, generalmente aquellos que ya sobrepasaron los veinte años y lograron reprimir por completo los gérmenes de rebeldía, eran galardonados con una medallita por su conducta. Estos premios señalaban los modelos en el estudio (nada de problemas, sólo acumular las enseñanzas) y en la conducta (impasibilidad merced a la represión de pasiones, afectos y dudas).
Carlos Samuel creyó que durante sus vacaciones volvería al tiempo pasado. Pero no fue posible. Él no se atrevió a quitarse la sotana y sus amiguitos a tutearle. Se abrió un abismo. La metamorfosis se evidenció definitiva e irreversible. Por donde iba, le saludaban como el "curita"; era un personaje. Le sorprendió notar tanto cambio. Cómo, en efecto, el Seminario lograba hacer de él un ser nuevo y distinto. Se despertaba temprano y decía sus oraciones sin que se lo acordaran, desviaba los ojos de cualquier mujer. Y cuando por fin inició sus juegos con los viejos amigos, casi al final de la semana, fue tan torpe que los chicos empezaron a evitarlo otra vez. Carlos Samuel extrañaba los recreos del Seminario, donde aprendió a golpear, empujar y gritar con ferocidad. Y quiso volver.
—¡Adonde vas!
—A misa. ¿Me acompañas?
—Tendría que arreglarme un poco.
—Te espero. Apúrate.
Inés corrió la sucia cortina floreada que protegía la entrada de su cuarto. Magdalena sopló sobre la piedra del umbral y se sentó. Oía los ruidos que venían de atrás de la cortina, revelando la actividad de Inés, sacándose su pollera y calzándose un vestido.
—¡Enseguida estoy! —gritó.
Magdalena hacía mucho que no iba a misa. La solía llevar su madre cuando estaba embarazada con Inoc, para obtener la gracia de Cristo. Como Dios la defraudó, no volvió a pisar una iglesia. Cuando podía, blasfemaba. Su lengua panfletaria hasta consiguió restarle feligreses a la parroquia del barrio. El padre Torres la habló en varias ocasiones.
Una vez entró en su casa, sin llamar. Saludó amablemente, eligió una silla y se sentó. Isabel apenas contestó a su saludo.
—Tiene que volver a la iglesia —aconsejó dulcemente, por decir algo de rutina.
Isabel estaba ocupada en terminar de encender el brasero. Jacinto, echado en un catre, roncaba.
—No es bueno encenderlo dentro del cuarto —observó el cura.
La madre giró su cabeza y le clavó una mirada torva.
—El óxido de carbono les hará mal a todos.
—Para eso están ustedes, para protegernos del mal —replico agresivamente.
—Hija. Dios dice que nos cuidemos y Él nos cuidará.
—Me cuido bastante. Lo mío está cumplido. De Él no he recibido nada todavía.
—No sabe cuáles son sus designios. No trate de saber más que Él. Quizá está en víspera de una bendición.
—¡Sí...! ¡Bendición! No será otra como la que me encajó con Inoc... ¡Flor de bendición! El cura no sabía qué decirle.
—No lo sana Él ni los médicos —siguió protestando—. Todo es farsa. Promesas vanas, gratuitas. ¡Yo lo curaré! ¿Entiende? ¡YO lo curaré! —se puso de pie, en actitud amenazante.
El sacerdote se echó atrás, contra el respaldo, sorprendido por esa inesperada reacción. Su cara formulaba la pregunta que sus labios no se atrevían a articular.
—¿Sabe cómo lo curaré? ¿Quiere saberlo? —gritó ella—. Como lo hacían los indios: bebiendo la sangre caliente de las reses recién carneadas, de cara al sol. Aunque chille de asco las primeras veces le haré tragar esa sangre y le haré masticar los corazones chorreando grasa y palpitando vivos. ¡Eso lo curará!
Le dio la espalda y continuó avivando las brasas.
El cura tenía paralizadas sus manos sobre el borde de la mesa. Magdalena lo contempló con lástima. No merecía ese agravio. Era un cura distinto que se interesaba de verdad por los pobres, que trataba de ayudar.
Magdalena quiso hablar con él, porque su madre sólo sabía decirle que era una puta desde que la violó Jacinto. Y decidió hablarle. Era una forma de restañar ese agravio y cobrarse un desquite. Consiguió desahogarse. Le contó que a su Juan no lo querían porque era vago. ¡Como si Jacinto fuera el monumento al trabajador! Y cada vez qué se enteraba que había salido con él, le torcía la cara de una bofetada. Pero ella siguió buscando al muchacho. Iban al parque Bolívar, elegían los caminos sinuosos y oscuros que se pierden entre el follaje y donde se siente el olor de plantas mojadas y el alboroto de los pájaros jugando al amor. Le dijo que no se podía quedar en casa sabiendo que Juan la esperaba. Huía de su madre amargada y de Jacinto borracho y de Inoc, que olía a excrementos, y cuando divisaba a su Juan, el corazón le trincaba de alegría, porque era el muchacho más hermoso del mundo. Él la convenció de que obraba como una tonta impidiéndole que metiera la mano bajo el escote. Pero eso la ponía fuera de sí era capaz de aceptarle cualquier cosa menos lo último. Juan se animaba de más en más, casi no había centímetro de su piel que no acariciara. Le dijo: ¡eso, no, cuando nos casemos! Pero no podía resistir, era imposible, su cuerpo temblaba y transpiraba y Juan lo quiso repetir a la semana y después cada vez que se veían. Y si ella se resistía, él sabía ya por dónde empezar y cómo seguir hasta que ella le mordía la boca y le rogaba que continuara hasta ese final maravilloso.
A Magdalena nada le importaba más que Juan, daba todo por Juan. Estaba convencida de que no conseguía trabajo porque pronto lo llevaban al servicio militar. Entonces él le pidió que por una sola vez le consiguiera como las grandes mujeres lo han hecho por sus amantes. Y la llevó a casa de don Francisco. ¡No se quería acordar! Y después fue otro y otro más. Nunca le alcanzó. Pero ella lo amaba, sin él no tenía para qué vivir, aunque su madre insistiera que era un vago empedernido y la aprovechaba como un rufián. Ella cierra los ojos frente a Jacinto, que es peor.
El padre Torres no le respondió. Empezó a rezar y ella le imitó, aliviada.
—¡Lista! —apareció Inés.
Caminaron hacia la iglesia. Decían que era la última misa de Carlos Samuel Torres, porque lo trasladaban a otro barrio.
—¿Qué te dijo el padre cuando le contaste? —preguntó Inés.
—¡Ah! —recordó Magdalena—. ¿Aquella vez?... Nada.
—¿Nada?
—No. Me escuchó del principio al fin solamente.
—Pero ¿no te dijo nada?
EPÍSTOLA
Querido sobrino:
He recibido el hermoso libro sobre el Museo del Vaticano que me enviaste. Contemplo maravillado sus láminas. No podías haberme hecho un regalo mejor, y te lo agradezco profundamente.
A través de tus cartas me impongo de lo provechosa que ha sido tu estadía en el Viejo Mundo. Has estudiado, has oído y has visto. Bebiste en las fuentes de nuestra cultura occidental. Pisaste la tierra donde predicaron mártires y santos, donde peligró y se consolidó la Iglesia. Europa ha sido —creo que aún lo es— el centro cultural del Universo. Lo que no fue conocido por Europa, ha permanecido en las sombras. Así ocurrió con Asia, con África, con América, con Australia. Era necesario que un brazo de Europa tocara esas tierras para que perdieran el mote de "desconocidas" y las iluminara el reflector de la historia.
Por eso apoyé entusiastamente tu viaje. Deseaba que por lo menos tú fueras, si a mí Dios no me brindó esa oportunidad. Confío que Dios suplirá en ti mis limitaciones y que llenará tu alma de sabiduría.
Tus cartas han sido siempre jugosas, desbordando cifras, conceptos y anécdotas. En ti bulle un espíritu científico que se ha puesto al servicio de la Fe. Hasta pienso que la vocación religiosa se impuso en tu corazón para permitirte volar hacia la ciencia. ¡Sorprendentes son los caminos que traza el Señor!
Cuando regreses, munido de los sólidos conocimientos que adquiriste en Innsbruck y Roma, analizarás la situación latinoamericana. Hace cuatro años que te fuiste y la memoria no siempre es fiel. Por eso me permito sugerirte que no aventures juicios, ni siquiera en lo las profundo de tu intelecto, hasta que enfrentes a nuestra realidad y la toques sin intermediarios. Durante dos mil años la Iglesia ha sufrido muchos sacudones, pero de todos emergió enhiesta y fortalecida.
Casi siempre la tempestad soplaba por fuera y solía bastar con levar los puentes y clausurar las ventanas. Los furiosos aldabonazos de los intrusos no pudieron quebrar la resistencia interior. Pero últimamente los intrusos lograron infiltrarse en ese interior sagrado. El Demonio elaboró una estrategia inédita y contra ella debemos aguzar nuestra inteligencia.
Las urgencias sociales, las envidias desenfrenadas, las ambiciones sin límite, han trastocado el sereno devenir de la existencia en América, otrora sabiamente regulada por las tradiciones católicas e hispánicas, con una limpia escala de valores, un orden interno y externo en la vida y una sana devoción por la Iglesia, su doctrina y sus ministros.
El comunismo penetró como un virus, circulando por todo el árbol arterial de nuestra sociedad. De su contacto no se libera el cerebro ni el corazón. ¡Ha penetrado en nuestra Santa Iglesia! Algunos sacerdotes sucumben a su infección provocando una consternación lógica entre los fieles. ¡Dios nos proteja de ese mal! Porque ése es el pináculo de la desventura. El Señor nos está poniendo a prueba. Cristo es nuevamente tentado por el Demonio. Y esta vez no han sido levados los puentes ni cerradas las ventanas. El aire pestilente sopla en las salas y corredores, atraviesa de parte a parte la Casa del Señor.
Cuídate de los impacientes y de los fogosos. Ellos exigen cambios sin haber cultivado la virtud de la prudencia. Son hábiles para demoler pero torpes para construir. Se construye con paciencia. Las manos nerviosas y apuradas sólo rompen, deforman y confunden. Cuídate, mi querido Carlos Samuel, de los que piden a la Iglesia un cambio de marcha. No olvides que con esa marcha segura, muchas veces lenta pero nunca tardía, la Iglesia atravesó matanzas y persecuciones y llegó a la gloria de hoy.
Cuídate de los cientificistas. Ellos anteponen los sentidos a la Fe, dan más crédito a las limitadas lucubraciones de los hombres y sus relativos cartabones que a la Palabra de Dios. Recuerda que el Demonio puede convertirse en una probeta y simular un teorema, pero nunca macular la Revelación.
Cuídate de los rebeldes. Ellos no cultivaron la virtud de la obediencia y tienen vedado el camino hacia la santidad. El primer rebelde fue un ángel hermoso y querido por Dios. Otros ángeles se dejaron encandilar por su brillo. ¡Cuánta penetración debería tener un ojo humano para descubrir tras ese brillo la repulsiva faz del Mal!
Cuídate de los ambiciosos. Aprende a rasgar los antifaces tras los cuales se esconden. Simulan bondad, afán docente, prodigalidad, comprensión para todos. Son demagogos y simuladores. Digitan los sentimientos ajenos con habilidad. Sorprenden con iniciativas destinadas a concentrar la atención, hasta que los rodeen legiones de hombres agradecidos y admirados que inconscientemente los ayudarán a tomar por asalto el poder y la riqueza.
Cuando regreses a nuestra Patria, te cruzarás con todos ellos. Tendrás que calmar al impaciente, refutar al cientificista, condenar al rebelde y denunciar al ambicioso. Es preciso retomar el ancho camino de Dios, seguir su bíblica nube de fuego, porque ella —y sólo ella— nos conduce hacia la Tierra Prometida.