Al finalizar la reunión, Víctor, Horacio, José Miguel, Adrián y yo cruzamos al bar. Don Ignacio se acercó blandiendo su reluciente bandeja.
—¿Qué tal, muchachos? —saludó con su simpático acento andaluz mientras empezaba a sacudir las migajas con su servilleta—. ¿Habrá huelga o no? Recuerdo la huelga de hace cinco años. Empezó con una manifestación... ¡Qué gresca, mi Dios, qué gresca! En la puerta del bar, ahí, en el umbral mismo, le partieron la cabeza a Udaondo. ¿Se acuerdan de Udaondo? Era un estudiante de ingeniería. ¡Qué muchacho! ¡Joven, apuesto, inteligente! ¡Lo estoy viendo! Se arrojó por la puerta. Dos policías lo sujetaron en el aire. Pisaron sobre su cuerpo. Yo estaba paralizado tras el mostrador. Les aseguro que por primera vez en mi vida supe lo que es el horror, el pánico. Ni siquiera pude moverme, ni para ayudar ni para escapar. El machete caía sobre la cabeza del muchacho como sobre una alfombra para sacarle el polvo. La sangre se mezclaba con el cabello y se pegaba al bastón. ¡Qué espanto! —hizo una pausa; tragó saliva—. La policía ya no respeta a nadie ni se detiene cuando cantan el himno... ¿Qué van a tomar?
José Miguel arrojó hacia atrás su cuerpo, hamacando la silla sobre las patas traseras. Cuando don Ignacio estuvo bastante lejos dio unos golpecitos en el borde de la mesa.
—Les dije: hay que pensarlo bien. No es cuestión de crear mártires al pedo.
—Pero no vamos a hacerle una reverencia a la arbitrariedad simplemente porque tenga un machete en la mano —replicó Víctor.
—No demos carne al tigre ¿entiendes? No seamos presa fácil.
—Quedándonos quietos somos presa fácil. Cada noche ese coronel Pérez encierra otro estudiante.
—Dice que limpiará de malhechores a la ciudad —intervino Horacio—. Pronto habrá limpiado a la Universidad de estudiantes.
—La protesta, cualquier protesta, si es justa, pone en ebullición a la sociedad —insistió Víctor.
Adrián empezó a mover sus manos como si sostuviera dos pesas.
—¿No están un poco hartos de este asunto? Ya hemos discutido cuatro horas. Es suficiente por hoy, ¿eh?
—¿Qué se sabe del plenario? —preguntó entonces Horacio.
—¿Qué plenario? —me extrañé.
—El plenario... en lo de Víctor.
—Néstor no sabe... —aclaró Víctor—. Nosotros acostumbramos a denominar así las sesiones que nos ofrecen algunas chicas. A veces no se puede hablar con claridad: hay profesores, compañeras... Esta noche habrá plenario, en efecto. Vendrá una hermosa puta. Podrías concurrir, Néstor.
Me subió la sangre a la cabeza.
—Así te desvirgas, varón —añadió José Miguel.
—¡Pobre de ti! —repliqué.
—¿Eres virgen? —se asombró Víctor, pero sin malicia.
—¡Yo virgen! —me defendí—. Sí, miren mi aureola —tracé un círculo sobre mi cabeza.
—¿Con quién tuviste relaciones antes?—insistió José Miguel, tratando de hacerme confesar la verdad.
—Con tu hermanita.
—¡Bien hecho!—se rió Víctor—. ¡Por jodido!
—¡Te apuesto que Néstor es virgen! —se enardeció José Miguel.
Me miraron tratando de descubrir lo que pasaba por mi cerebro.
—Apuéstenle —aconsejé—. Para defender la honestidad de su hermana es capaz de perder hasta los calcetines. A mí no me quitará lo bailado.
—¿Vendrás a casa?—dijo Víctor.
—Si me invitas...
—Estás invitado. Esta noche a las diez.
SABIDURÍA
¿Qué debía hacer? ¿Recomendarles paciencia? ¿Que se alimenten con hostias? Tengo que ingeniarme, claro. Así lo exige mi Obispo.
Asegurarles que con hambre, lágrimas y mansedumbre ganarán el cielo. Que el Directorio de esa fábrica actuó en base a serios estudios y no tenía más alternativa que dejar cesante al veinte por ciento del personal. Las finanzas. Ellas no hacen milagros. Milagros hace la fe. Si se quejan de que no pueden pagar el alquiler, ni comprar medicamentos, ni conseguir leche para sus niños... entonces que organicen la ayuda mutua, que hagan colectas en el barrio, porque un cristiano debe ayudar a otro cristiano, aunque en este barrio sean todos pobres. Las fábricas no pueden hacer milagros: ellas se manejan con otros índices.
Quisieron ir a la huelga. Yo los apoyé. Quisieron recurrir a la violencia. Yo los apoyé. Están desesperados e indignados. Monseñor Tardini me recriminó. Debería calmarlos, narcotizarlos. Para eso está la Iglesia, para estimular la mansedumbre, la paciencia... de los oprimidos.
El evangelio de San Marcos cuenta la historia de un loco al que nadie podía contener, "porque muchas veces había sido atado con grillos y cadenas, pero las cadenas fueron hechas pedazos y los grillos desmenuzados. Siempre, de día y de noche, andaba dando voces en los montes y en los sepulcros, e hiriéndose con piedras". Era un ser marginado de la sociedad, que se autodestruía, cuya violencia exasperada no conseguía liberarlo. El pueblo lo dejaba hacer mientras no molestara a los demás. Pasó Jesús y decidió curarlo. Para curarlo, para "liberarlo", como dice la Biblia, necesitó sacrificar dos mil cerdos. "La manada cayó por un despeñadero en la mar y en la mar se ahogó. Y los que apacentaban los puercos huyeron y dieron aviso en la ciudad y en los campos." Vinieron los chacareros y comprobaron el milagro. Al hombre que durante tanto tiempo había estado atormentado por el demonio, "lo encontraron sentado y vestido y en su juicio cabal". Entonces dice San Marcos que "tuvieron miedo". Jesús les había destruido una hacienda. Para curar un solo loco arrojó al mar una fortuna demasiado importante. "Y comenzaron a rogarle que se fuese." Las finanzas no están para hacer milagros. Ellas se manejan con otros índices. Los milagros tienen que ser muy baratos. O no son milagros.
Pero el "hombre" fue hecho a imagen y semejanza de Dios, no las empresas. El hombre es persona, goza de libre albedrío, participa en la obra de la Creación. Tiene palabra, manos e inteligencia. Ya domina a la naturaleza y ha empezado su marcha triunfal hacia el cosmos. El hombre asciende sin pausa, haciéndose cada vez más digno y merecedor de los atributos con que el Señor le dotó. La historia es la historia del ascenso del hombre hacia Dios. La escala fue soñada por Jacob. Es preciso conquistar peldaño por peldaño: cada uno de ellos implica un grado de liberación mayor. Liberación de la naturaleza salvaje y liberación de la sociedad, también salvaje. En su marcha por el tiempo y el espacio el hombre ha conquistado numerosos peldaños de su liberación frente a la naturaleza, desde que se ocultaba en las cavernas huyendo de los monstruos prediluvianos, hasta nuestra era tecnológica. Pero si esa liberación frente a la naturaleza no se acompaña de grados paralelos en la liberación social, caerá en un pozo de esclavitud y miseria, donde la mayoría del género humano será domada y explotada por unos pocos privilegiados. Por consiguiente, oponerse a ambos procesos liberadores o solamente a uno de ellos es atacar el plan divino. Hubo épocas en que personalidades retrógradas controlaron a la Iglesia y ésta se opuso a los dos procesos. Pero la oposición se ha centrado fundamentalmente contra el segundo, que es más difícil de entender. Una forma de oposición es limitar el cristianismo al terreno espiritual: "Salva tu alma, olvida tu cuerpo". Sin embargo, es al hombre "íntegro" a quien quiere Dios —porque en hombre íntegro, de músculos, nervios y vísceras se encarnó Cristo y no en un espíritu nefeloide—. Postergar al cuerpo y sus necesidades significa consentir las diferencias sociales y la explotación de un hombre por otro. Este panorama injusto, nada cristiano, impulsó a buscar la evasión. Los sacerdotes y santos huían a los monasterios y los menos santos se lavaban simplemente las manos: el resto entraba en componendas con el poder de turno. La religión era aliada de los esclavistas, porque condenaba a los rebeldes y narcotizaba a los impacientes. Sus promesas de comprensión en el más allá por los sinsabores de la vida, demorando los impulsos de liberación, favorecía a los regímenes de oprobio. La Iglesia aparecía como una defensora de las minorías y sus privilegios. La Iglesia, en vez de condenar a los señores y volcarse en favor de las justas reivindicaciones exigidas en forma inculta y animal por la plebe hambrienta, acariciaba con respeto y blandura a los príncipes y amonestaba con dureza a los pobres.
La Iglesia condenó al monofisismo, que niega las dos naturalezas de Jesús. Pero en la práctica, muchos dignatarios la apoyaron olvidando el profundo sentido de la Encarnación. Jesús fue hombre y Dios. Fue hombre como todos los hombres, señalando así la infinita dignidad que posee su cuerpo, aunque es mortal, aunque sufre, tiene apetitos, ambiciones y terror. Ese cuerpo fue el cuerpo de Dios. A ese cuerpo Jesús lo curó de llagas, de parálisis, de ceguera. Ese cuerpo, digno hasta el infinito como Dios mismo, no debe ser postergado. Las empresas están después y no antes que él. ¿Estoy equivocado, tío?
CANTARES
Víctor y Adrián compartían la casa en el barrio Arboleda, donde se concentraban numerosos estudiantes del interior. Se dice que en un tiempo el barrio era intransitable para una mujer, porque en la primera puerta la cogían de un brazo y metían adentro. Esa fama redujo la demanda de viviendas por familias y el precio de los alquileres descendió. Los estudiantes la transformaron en su ciudadela.
Las prostitutas solían pasearse libremente por sus calles llamando en cualquier casa, con la posibilidad de encontrar techo y comida a cambio de realizar tareas domésticas y prestar gratuitamente sus servicios personales.
La puerta estaba entornada, de modo que entré sin llamar. Encontré sentados en la cocina a Víctor, Horacio y Adrián, charlando con una mujer que batía el café.
—¡Hola, Néstor! ¡Adelante!
—¡Hola!
—Te presento a Magdalena. Nuestro amigo Néstor.
—Mucho gusto —le extendí la mano.
Ella tendría de 20 a 25 años, rostro moreno, pelo largo y lacio, cuerpo esbelto. Me senté en un banquito y la contemplé mientras cimbraba levemente al ritmo del batido.
—¿Qué tal, Néstor?, ¿contento? —preguntó Víctor con insinuación picaresca.
—Sí, porque espero tomar un buen café —le guiñé un ojo.
—¡Vaya si será bueno! Será formidable, propio de los dioses. ¿Verdad, Magdalena?
—No se apresuren, no se apresuren.
—El apurado es Néstor.
—Bueno, ya está listo —llenó cinco tazas y nos las extendió.
—Como ves, Néstor —explicó Adrián—, el servicio es completo.
—Ya veremos... —simulé expectativa.
Al rato, Víctor dio una sonora palmada en las nalgas de Magdalena.
—¡Eh, loco!—protestó ella.
—Anda con Néstor, que él vino por un café más personal... Magdalena se frotó la zona del golpe, me miró y fue esbozando una sonrisa. Con súbita ternura extendió ambas manos y me hizo incorporar.
—¡Métanse en mi dormitorio!—ofreció Adrián. Ella entró primero y encendió la luz. Cuando estuvo adentro, cerró la puerta y dio una vuelta a la llave. Se acercó a la cama y apretó el botón del velador.
—Apaga la luz alta, ¿quieres?
Se quitó su saquito color tierra y se sentó al borde del lecho levantándose como al descuido su pollera hasta cerca de la ingle.
Permanecí rígido junto a la puerta. Durante las horas precedentes ardí de deseo imaginándome lo que estaba por ocurrir. José Miguel tenía razón: yo era virgen. Era virgen a pesar mío, por controles paternales y por inhibición. Me resultaba fácil simular desenvoltura y hasta un poco de desfachatez cuando estaba en un grupo, porque lo dicho e insinuado permanece en el nivel de la chanza, no compromete en absoluto. Pero nunca pude llegar a la intimidad con ninguna muchacha. Quizá hubiera ocurrido con María Luisa, a quien tuve que abandonar cuando mamá enfermó.
De golpe, en ese cubo hermético donde estábamos solos, donde podía hacer cualquier cosa, se evaneció mi deseo. Mi cuerpo se aflojó, agotado por la tensión previa.
—Ven, siéntate a mi lado —invitó amablemente Magdalena. Me quité el pullover, lo deposité sobre una silla y me acerqué. —Quiero que me veas con tus dedos. Así —tomó mis manos y las puso sobre su cara—. Ahora cierra los ojos. ¿Me ves con el tacto? Desplaza suavemente tus dedos... ¿Sientes mis mejillas, la parte alta, ahora hacia abajo: el mentón... mis labios?... Así, así... Sígueme viendo... Observa con tus manos mi cuello, por aquí, detrás de las orejas, el limite del cabello, métete por debajo, sigue por la nuca... ¿Me ves?¿Me ves bien?... No te apures, no te apures... ¡Ya llegas al hombro! ¡No tan rápido!... ¡Néstor!
Le clavé mi boca en su cuello y la abracé con fuerza, deslizando mis manos con precipitación de un extremo al otro de su cuerpo, en un afán de poseerla toda. La mínima brecha a mi inhibición rompió los diques y mi pasión se desbordó con fuerza incontenible. La volteé sobre el lecho, intenté quitarle la ropa, aflojándome la mía. Sentí que iba demasiado rápido, que estaba al final de la partida, que no podía dominarme. Ella intentó colaborar y su mano rozó mi bajo vientre. No pude resistir ese cosquilleo terrible que pretendía escapar, romper y penetrar. Mis músculos se contraían hasta el dolor. De pronto empecé a descontracturarme a golpes, como una rueda dentada, sintiendo que mojaba mi ropa y la de ella, con terrible frustración. Nos quedamos inmóviles, sin saber qué hacer. Torcí mi cabeza y la hundí en la almohada, avergonzado.
Magdalena arregló mi situación con pocas palabras. Me hizo quedar ante los demás muchachos como un ser de virilidad asombrosa, desbordante, que en pocos minutos la llevó, trajo y volvió a llevar hacia los placeres de la intimidad; que más de una explotaría de envidia.
Yo le estaba realmente agradecido, porque temía que esta mujer, una puta, al fin y al cabo, me usara de hazmerreír. Esa nobleza me sorprendió y, como no la esperaba, me conmovió algo. Cuando me despedí susurró tiernamente.
—La próxima vez saldrá estupendo, no lo dudo.
Días más tarde esa frase empezó a cambiar de resonancia. En vez de sentirla amistosa, le encontraba un giro burlón, vengativo. A medida que mi deseo prendía, más me dañaban esas palabras. Le encargué a Víctor que no dejara de avisarme cuando ella fuera a su casa nuevamente.
—Esta noche tendremos "plenario" —me dijo por fin.
Cené apurado y salí enseguida. Mamá quedó con su pregunta en la garganta.
Me llevé el auto del viejo, que ya me lo prestaba con más frecuencia.
Los encontré en la cocina, ella preparando café. Me pareció estar viviendo en el pasado.