La cruzada de las máquinas (91 page)

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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

Vorian Atreides sabía exactamente adonde quería ir: a Caladan. ¡Por fin!

Ajeno al revuelo que había en la Liga y a los acuerdos poco satisfactorios que los pensadores de la Torre de Marfil habían negociado con Omnius, Vor insistió en hacer aquel viaje de prueba personalmente. Aunque tenía cincuenta y nueve años, seguía sintiéndose joven y entusiasta.

Bajo la supervisión atenta de Norma Cenva, los ingenieros de la Yihad habían construido varias naves militares experimentales, más pequeñas que los cargueros de VenKee y mucho más apropiadas para tareas de reconocimiento.

Evidentemente, había que hacer algunos viajes de prueba. Vor sabía pilotar prácticamente cualquier cosa y quiso hacer aquel ensayo personalmente. Los otros oficiales no creían que alguien de su rango tuviera que asumir una misión tan arriesgada e incierta, pero Vor nunca había sido muy amante de la ceremonia, para disgusto y desesperación de su amigo Xavier.

A pesar de las incógnitas que rodeaban aquel precipitado viaje por el tejido plegado del espacio, Vor no llevó a nadie con él. Había visto los registros de los vuelos mercantiles de VenKee, y sabía que el riesgo era real, así que no quiso poner en peligro la vida de nadie más.

—¡Qué serios estáis todos! Ya he tomado la decisión, y ninguno de vosotros tiene autoridad para anular mis órdenes. —Sonrió—. ¿Alguna apuesta sobre el tiempo que tardaré en volver?

Los motores que plegaban el espacio funcionaron a la perfección.

Vor iba en la cabina del piloto, rodeado por instrumentos brillantes y luces que parpadeaban, y aquel viaje relámpago fue como un sueño. Fue como si no se hubiera movido. Al principio, la nave estaba cerca del mundo inhóspito de Kolhar. Y entonces el cosmos se dobló y se retorció a su alrededor, llenándose de colores e imágenes que jamás habría imaginado. Antes de darse cuenta, ya estaba en el mundo acuático que tan bien recordaba de cuando había estado allí diez años atrás. El viaje solo había durado unos segundos.

Vor aterrizó en las primitivas instalaciones militares levantadas en la costa para el mantenimiento y la supervisión de los satélites de reconocimiento. Los ingenieros y los mecánicos estacionados allí nunca habían visto una nave como aquella, y los soldados se sorprendieron ante la llegada inesperada de un oficial tan importante.

—Llevamos mucho tiempo atascados aquí, primero —dijo uno de los soldados—. ¿Ha venido para levantarnos la moral?

Vor le sonrió.

—En parte sí, quinto. Pero en realidad venía por otra cosa. Quiero ver a una persona.

Esta vez no se molestaría en ocultar su identidad ni su rango. Ya no había necesidad de que se preocupara por Leronica. Él solo quería verla y asegurarse de que la vida le iba bien. No había razón para que ocultara su identidad.

Aun así, cuando empezó a acercarse al pueblo, rodeado por el olor a mar y el sonido de los barcos de pesca, estaba tan nervioso como si fuera a enfrentarse a un ejército de robots. Su optimismo se ahogó en un mar de dudas. Pues claro que una mujer como Leronica se habría casado y tendría una familia, y llevaría una vida feliz y relajada en Caladan. Vor supo desde el primer momento que no podía quedarse allí y vivir como un simple pescador, y que no podía llevársela a ella de un lugar tan pacífico para arrojarla a la vorágine de la Yihad.

En todo caso, Vor había perdido su oportunidad hacía casi diez años. Lo mejor habría sido que la olvidara, y sin embargo había intentado mantener el contacto a pesar de la distancia. Le había escrito muchas cartas, le enviaba paquetes y regalos, y nunca recibió una respuesta. Tendría que haber dejado de pensar en ella hacía tiempo. Quizá no había sido una buena idea ir hasta allí. Seguramente a ella le violentaría volver a verle, y él reviviría demasiados sentimientos. Había esperado mucho tiempo, y el único responsable era él mismo.

Pero sus pies seguían andando y su corazón le impulsaba a seguir adelante.

Aquel pueblecito costero no había cambiado; volvió a acogerlo como hogar adoptivo. La taberna de Leronica parecía haber prosperado con los años. Vor deseaba volver a verla, pero no era tan estúpido como para pensar que podía echarse en sus brazos como si nada después de tanto tiempo.

No, se verían como amigos, quizá hasta compartirían recuerdos durante un rato, y la cosa quedaría ahí. Leronica le importaba, la recordaba mucho más que a ninguno de sus otros amores, y estaba impaciente por saber qué había sido de su vida.

Cuando cruzó la puerta, Vor se quedó mirando al interior, aspirando el intenso aroma del humo, del pescado, de los pasteles que seguramente había cocinado Leronica. Los recuerdos lo asaltaron. Sonrió y sintió que se llenaba de confianza.

Antes de que sus ojos pudieran acostumbrarse a la luz del interior, oyó a Leronica.

—¿Virk? —dijo—. ¿Vorian? —Y entonces calló, sin acabar de creer lo que veía—. Vorian Atreides, no es posible que seas tú. No has cambiado nada.

Con una amplia sonrisa, Vor se adentró más en la taberna.

—Eso es que tu recuerdo me mantiene joven. —Con una sonrisa traviesa, se acercó y vio que ella parecía diez años más vieja. La expresión de su rostro era más madura, sus facciones estaban más llenas y llevaba su cabello rizado más largo, aunque a él seguía pareciéndole igual de atractiva.

Leronica salió de detrás de la barra y se echó a sus brazos. Antes de darse cuenta, ya se estaban besando, riendo, mirándose a los ojos. Finalmente, Vor consiguió recuperar el aliento, y retrocedió un poco. Meneó la cabeza con incredulidad, pero los oscuros ojos de Leronica estaban muy abiertos, muy brillantes.

—Vaya, te lo has tomado con calma, señor. ¡Diez años!

De pronto Vorian volvió a dudar.

—No me has esperado, ¿verdad? No pretendía que te quedaras sola mirando las estrellas. —No quería que se sintiera culpable.

Ella profirió un sonido burlón y le dio una palmada juguetona en el hombro.

—¿Es que crees que no tenía nada mejor que hacer? Para nada. Tengo una buena vida, gracias. —Y le sonrió—. Aunque eso no significa que no te haya echado de menos. Aprecio mucho cada carta y cada regalo que me has mandado.

—Entonces ¿estás casada? ¿Tienes una familia? —Se mantuvo a una distancia respetuosa, tratando de convencerse de que quería saber la respuesta—. No pretendo inmiscuirme en tu vida. —Apartó una silla y se sentó.

El rostro de ella se entristeció.

—Soy viuda. Mi marido murió.

—Lo siento. Si quieres me lo puedes contar mientras tomamos una jarra de cerveza de algas.

—Haría falta más que una jarra.

Él le dedicó una sonrisa infantil, consciente del aspecto tan joven que tenía.

—No tengo prisa.

Así que se contaron sus vidas, poco a poco. Cada una de las revelaciones de Leronica acaparaba su atención. Había tenido dos hijos, gemelos. Se había casado con un pescador, pero a los ocho años, un extraño monstruo marino lo mató. Ya hacía más de un año que era viuda.

—Me gustaría ver a los chicos —dijo Vor—. Seguro que son unos hombrecitos estupendos.

Ella le dedicó una extraña mirada.

—Como su padre.

Vor se quedó en Caladan varias semanas, buscando excusas y tareas que exigían su presencia allí. Pero los días pasaban. Vor conoció a los chicos, Estes y Kagin, y le asombró comprobar cómo se parecían a él. Los gemelos tenían nueve años, así que no fue difícil atar cabos. Pero decidió esperar a que Leronica se lo dijera cuando estuviera preparada, si quería hacerlo.

Incluso si él la había dejado embarazada, nunca había hecho de padre de aquellos niños. Leronica decía que Kalem Vazz había sido un buen hombre, así que prefirió dejar que siguieran recordándolo como su padre. Por lo visto ella había llegado a la misma conclusión.

Pasaron juntos mucho tiempo, redescubriendo su amistad. Leronica no sugirió en ningún momento que reavivaran su historia de amor; no lo rechazaba, pero tampoco hacía nada que indicara que quería que volvieran a ser amantes. Se notaba que seguía queriendo a Kalem y era fiel a su recuerdo. Ahora era su viuda, aunque no se regodeaba en su dolor.

Vor escuchaba mientras ella le hablaba de Kalem, de su vida en Caladan. Finalmente, cuando pasaron los primeros días, en una ocasión ella suspiró y luego sonrió.

—Todo esto debe de sonarle terriblemente aburrido a un héroe de la Yihad.

—Me suena maravillosamente tranquilo, un descanso de todos los horrores que he vivido. —En su cabeza, no podía borrar el recuerdo de las masacres de las colonias indefensas, los terribles combates, los robots inutilizados y los humanos destrozados.

Leronica se apoyó en él, sintiéndose deliciosamente arropada y sólida.

—El hombre desea siempre lo que no tiene. —Le acarició la mejilla y él oprimió su mano contra su piel—. Y ahora háblame de todos los lugares exóticos donde has estado. Me enviaste un paquete de hermosas piedras, pero prefiero que dibujes las imágenes en mi cabeza con tus palabras. Llévame a mundos lejanos y maravillosos con tus historias.

Vor estaba convencido de que quería compartir su vida con aquella mujer que había conquistado su corazón. Había dedicado décadas enteras a la Yihad de Serena… ¿acaso no merecía un descanso? Podía dejar la lucha por un tiempo, ¿no es cierto? Cuando miraba a Leronica, veía lo que de verdad quería.

—Tengo todo el tiempo del mundo; no veo qué hay de malo en pasar medio siglo contigo… si lo deseo.

Pero ella se rió.

—Vorian, Vorian, nunca serías feliz aquí. Caladan no es suficiente para un hombre como tú.

—No estaba pensando en Caladan —dijo él—. Pensaba en ti, Leronica. Para mí, tú eres más brillante que todas las estrellas del universo.

Se abrazaron y se dieron un beso largo y tierno…

Todo cambió dos días más tarde, cuando un mensajero de la Yihad llegó a Caladan buscándole. El joven había viajado en otra de las naves que plegaban el espacio, cubriendo una inmensa distancia en cuestión de segundos. Por lo visto, el primero Harkonnen había enviado otra nave idéntica poco antes, pero no había llegado a destino. Vor sintió que el corazón se le encogía cuando supo que se había perdido otra de las naves.

—Realmente tiene que ser muy grave si Xavier arriesga tanto para ponerse en contacto conmigo.

—Se trata de la sacerdotisa de la Yihad —dijo el correo sin aliento.

Vor escuchó con profundo temor, y se quedó perplejo cuando se enteró del acuerdo de paz y de que Serena iba a reunirse con el Omnius-Corrin. No era posible que Serena fuera tan estúpida o tan crédula. Entonces se le heló el corazón, porque, por el mensaje de Xavier, comprendió que Serena sabía exactamente lo que hacía, que tenía algún plan.

—Tengo que irme —le dijo a Leronica.

La expresión de ella no se alteró. En cuanto vio llegar al correo, supo que el deber llamaba a Vor.

—¿Lo entiendes ahora? —le dijo a Vor con una sonrisa triste—. No puedes quedar al margen de la Yihad y conformarte con una vida tranquila.

—Créeme, Leronica —la besó y retrocedió—, no hay nada en todo el universo que desee más, pero el universo no suele preguntarme mis preferencias.

—Ve y haz lo que tengas que hacer. —Leronica le dedicó una sonrisa amable—. Pero procura no esperar otros diez años para venir a verme.

—Lo prometo. La próxima vez nadie podrá separarme de ti.

Leronica frunció el ceño y lo empujó hacia el correo uniformado.

—Deja de portarte como un crío, Vor. En estos momentos tienes cosas más importantes en que pensar.

—Cuando vuelva tendrás que creerme.

Vor corrió hacia la nave de reconocimiento. En unos momentos —si conseguían realizar el pasaje sin contratiempos—, estaría de vuelta en Salusa Secundus, y trataría de ver a Serena antes de que se fuera en aquella disparatada misión para reunirse con el líder de las máquinas. Esperaba hacerla cambiar de opinión.

Pero si las sospechas de Xavier eran correctas, quizá no llegaría a tiempo.

101

De todas las armas que utilizamos en la guerra, potencialmente el tiempo es la más efectiva, y la que más escapa a nuestro control. Hay tantos hechos decisivos que podían haber cambiado si se hubiera dispuesto de un día más, una hora, o incluso un minuto.

P
RIMERO
X
AVIER
H
ARKONNEN
, carta a sus hijas

En el puerto espacial de Zimia, a Xavier Harkonnen se le asignó uno de los asientos para las personalidades importantes en los palcos habilitados para presenciar la partida de la sacerdotisa de la Yihad. Él era el único que no parecía contento.

Aunque Octa se había quedado en casa, en la propiedad de los Butler, Omilia, su segunda hija, fue con él a ver el espectáculo. Tenía treinta y cinco años y seguía con su carrera de intérprete de baliset, y ofrecía conciertos en los festivales culturales salusanos. En aquellos momentos sonreía, sentada junto a su padre, feliz de poder estar con él.

Xavier no dejaba de pensar, mientras la inquietud lo carcomía por dentro. En medio de toda aquella pompa y las grandes esperanzas que todos habían puesto en la misión de Serena, Xavier se sentía terriblemente solo. Había enviado un mensaje urgente a Vorian Atreides, pero estaba seguro de que su viejo amigo no llegaría a tiempo. Concentró su atención en Iblis Ginjo, que charlaba alegremente con otros dignatarios; parecía demasiado satisfecho. Xavier estaba seguro de que aquel hombre había tenido mucho que ver en la decisión de Serena. Le hubiera gustado saber qué estaba pasando.

Niriem y otras cuatro serafinas escogidas ya estaban a bordo, preparándose para llevar la nave hasta Corrin. Ante la rampa de acceso, Serena pronunció un discurso grandilocuente, hueco y desapasionado, pero aun así fue bien recibido. La gente estaba demasiado ebria ante la posibilidad de que la Yihad terminara por fin, y no escuchaban realmente. Solo oían lo que querían oír.

Emocionada, Omilia aferró el brazo nervudo de su padre. Al mirarla, Xavier se sorprendió, porque vio que su hija ya era una mujer hermosa y prometedora, y que tenía cierto parecido con Serena. Incluso la pequeña Wandra tenía ya casi diez años, y Omilia tenía casi el doble de la edad que Serena tenía cuando ella y Xavier anunciaron sus esponsales, tiempo atrás…

¿Cómo es posible que hayan pasado tantos años y que haya tan pocas alegrías que recordar?

Xavier miraba, lleno de preocupación y malos presentimientos, con expresión intensa. En medio de la alegría de los asistentes y de los lazos ondeantes, Serena le pareció terriblemente cansada, resignada. Aunque se comportaba con decisión.

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