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Authors: Gonzalo Giner

La cuarta alianza (23 page)

—¡Tienes mucha razón, Paula! No habíamos caído. Incluso, hasta podría darse el caso de que tampoco nosotros estuviésemos solos en esta historia.

Fernando repartió las líneas de investigación para cada uno.

—¡Mónica, tú te encargarás de seguirle el rastro al brazalete! Creo que hasta que no sepamos realmente lo que es o, en su defecto, a quién perteneció originalmente, seguiremos con problemas para entender sus posibles implicaciones. ¡Tú, Paula, deberías investigar a nuestros antepasados enterrados en la Vera Cruz! Busca todo lo que puedas sobre su vida, por si nos puede ayudar a descubrir qué pudieron guardar en alguna de sus dos tumbas. Yo estudiaré la vida del papa Honorio III para ver qué relación puede tener con lo que buscaba padre.

El camarero le entregó la cuenta a Fernando, que pagó con su American Express. Luego les comentó los posibles planes para esa tarde. Después de la fructífera conversación con don Lorenzo Ramírez ya no quedaba mucho más que descubrir por esas tierras, salvo aprovechar la tarde para hacer algo de turismo. Las animó a dar una vuelta para visitar algunos monumentos que parecía tener aquel pueblo.

Casi eran las nueve de la noche cuando llegaban los dos coches al Parador Nacional de Zafra. Fernando pidió sus dos llaves y después ayudó a Paula con los usuales trámites para asignarle habitación. Aquella recepcionista de mirada acosadora estaba resultándole odiosa. Para más infortunio le dio la habitación número 7.

 «¡Todos bien juntitos! —pensó—. Seguro que el parador tiene un montón de habitaciones libres y tengo la desgracia de que le adjudiquen la única que queda al lado de las nuestras.» ¡El martirio estaba servido!

—Fer, ¿nos vas a dar de cenar bien o nos despacharás con cualquier cosilla, como sueles hacer? Lo digo para ponerme uno u otro vestido.

—Os aconsejo que os pongáis guapas. ¡Esta noche voy a tirar la casa por la ventana! —contestó Fernando.

—¡Me alegra ver que estás consiguiendo cambiarle! ¡Esta noche toca «elegante, a la par que sencilla», cariño! —le dijo Paula a Mónica.

Subieron a las habitaciones. La de Paula estaba enfrente de las otras dos, lo que le daba la suficiente panorámica para controlar cualquier movimiento. Quedaron en verse a las diez, pero antes de cerrar su puerta, Paula, sin poder aguantarse más, les dijo:

—¡Cuidado con los posibles ajetreos de vuestras puertas, que desde aquí me voy a enterar de todo! —Soltó una carcajada y cerró la puerta a tiempo de escuchar el grito de su hermano.

—¡Paulaaaaa...!

Mónica y Fernando entraron en sus respectivas suites. Ella se fue directa a escoger qué ropa ponerse. Entró en el cuarto de baño con dos conjuntos. Uno se lo había comprado hacía pocos días, y era el que mejor le sentaba. El otro tal vez resultaba demasiado elegante para el restaurante del hotel. De todos modos, tenía que verse con los dos puestos para decidirse por el más adecuado. Después de sucesivas pruebas, se decantó por el nuevo. Era un conjunto compuesto por una ajustada camiseta de cuello alto de color marfil, sin mangas ni hombros. Debajo, una falda recta en el mismo tono. Una vez que se lo volvió a poner comprobó en el espejo que le quedaba como un guante, realzando notablemente su figura. Se puso también unas medias a tono y, tras darse la aprobación definitiva, empezó con el laborioso arte del maquillaje y del peinado. Acabó, tras probar varios estilos, recogiéndose el pelo en una trenza.

Fernando golpeaba con los nudillos la puerta de la habitación de Mónica.

—¡Mónica, ya son las diez! ¿Te falta mucho?

—¡Estoy lista en dos segundos! ¡No te preocupes, que ya salgo!

Destapó el frasco de perfume, se pulverizó unas gotas por el cuello y los hombros, y tras darse el último repaso delante del espejo, abrió la puerta de su habitación y salió al pasillo.

—¿Qué tal estoy? —Dio un giro completo—. ¿Da usted su aprobación, señor Luengo?

Fernando no pudo contener un piropo ante aquella transformación.

—¡Estás increíblemente guapa! ¿Nos vamos?

Llamaron a la puerta de Paula. Como no hubo respuesta, bajaron al restaurante. Paula estaba sentada a una de las mesas, de espaldas a ellos, tomando un martini. Nada más verse, Mónica y Paula palidecieron al darse cuenta de que llevaban el mismo conjunto. Al ver sus caras Fernando empezó a reír, sin poder contenerse, sobre todo por los respectivos gestos de incredulidad que ambas estaban poniendo mientras se estudiaban, completamente horrorizadas. Entre risas, Fernando intentó rebajar la tensión.

—Esta noche os aseguro que estáis las dos igual de bonitas.

—¡Eres un cerdo, hermanito! Para una mujer, éste es uno de los momentos más bochornosos, al que temes cada vez que tienes que ir un poco más arreglada. ¡Podrías ser más comprensivo, majo!

—Si os sirve de consuelo, al menos, no hay coincidencia ni en el color del pelo, ni en los pendientes —comentó Fernando.

Se miraron los tres y empezaron a reírse con ganas.

Durante la cena, Mónica consiguió que Paula contase algo de su vida. Supo así que había tenido un novio durante muchos años, que murió dos días antes de celebrarse la boda, cuando ella tenía unos treinta y cinco años. Se habían conocido muy jóvenes, pero les había costado mucho decidirse a formalizar su relación en los altares. El impacto de aquel triste suceso la dejó completamente trastornada durante años. Había sido el amor de su vida y, tras él, había tomado la decisión de vivir sola el resto de sus días. El taller de platería, con el enorme trabajo que conllevaba, cubría psicológicamente el vacío que había dejado ese hombre.

Mónica sintió lástima por Paula y empezó a valorarla mucho más después de lo que había contado. Detrás de toda su ironía y su fuerte carácter, que demostraba con frecuencia, subyacía un pasado lleno de dolor y tristeza. Mónica se propuso quedar más veces, de entonces en adelante, ellas dos a solas, para conocerse mejor. ¡Le caía muy bien! Y empezaba a notar que ese sentimiento comenzaba a ser mutuo.

Terminada la cena quedaron para desayunar a las nueve. Acto seguido, subieron a sus habitaciones y se dieron las buenas noches sin que, extrañamente, Paula hiciese ningún comentario jocoso.

Los tristes sucesos que había recordado la habían dejado sin muchas ganas de bromear.

Cuando Mónica entró en su suite, estaba apenada pensando en la vida de Paula. Se sentó en la silla, frente al escritorio del saloncito, y marcó el número de su habitación.

—¿Sí, dígame? —preguntó Paula.

—¡Soy Mónica!

—¡No me digas más! ¡Ya sé por qué me llamas! Te han dejado sola en esa estupenda habitación y te sientes un poco perdida y aburrida. ¿A que sí?

—No, no seas mala. Bromas aparte, te llamo para decirte que me gustaría mucho que nos viéramos alguna vez. Me encuentro a gusto contigo y me encantaría que nos conociéramos mejor.

—¡Cuenta con ello! También a mí me apetece. Ya te llamaré un día para quedar... —Paula se quedó unos segundos dudando si hacerle una comprometida pregunta—. Por cierto, y si quieres no me contestes, aunque no voy a poder dormir esta noche tranquila si no lo sé (ya sabes mi fama de chismosa), ¿a ti te gusta mi hermano?

—Bastante —contestó, sin pensárselo mucho.

—Me encanta saberlo, Mónica, y es más: no sé si se lo has notado, pero creo que a él le pasa lo mismo.

—¿Tú crees? —preguntó inocentemente.

—Bueno, ya sabes lo patanes que pueden ser los hombres cuando tienen que expresar sus sentimientos. Creo que conozco bien a Fernando, y sé lo que digo. Déjale actuar. Que tome la iniciativa. Estoy segura de que, aunque le cueste un tiempo, terminará haciéndolo.

Esa noche Mónica volvió a mirar aquella puerta que separaba su habitación de la de Fernando, pero esta vez no le importaba que se abriese, pues se sentía llena de felicidad. Antes de quedarse dormida se repetía: «¡Fernando me quiere! ¡Fernando me quiere!».

Capítulo 7

San Juan de Letrán. Roma. Año 1244

—Si no os importa esperar un poco más, os aseguro que en menos de una hora el papa Inocencio habrá terminado el oficio litúrgico y podrá estar con sus señorías. Podéis esperar en este salón que llamamos de los espejos. ¡Él acudirá aquí!

El secretario personal del Sumo Pontífice llevaba un grueso paquete de documentos por el que asomaban multitud de ellos, bastante desordenados. Muy nervioso, se disculpó delante de Armand de Périgord, gran maestre del Temple, y de Guillem de Cardona, maestre provincial de Aragón y Cataluña, por no poder acompañar su espera debido al abundante trabajo que debía resolver antes de terminar la mañana. Salió apresuradamente del salón, despidiéndose de forma cortés. Los templarios quedaron sentados en dos altos sillones, enfrente de un largo escritorio de nogal que presidía una gran talla de marfil de Cristo crucificado.

—Me temo que el Papa no va a acoger con agrado nuestras noticias, mi señor Armand. Vos que le conocéis mejor, ¿qué carácter tiene?

El gran maestre se estiraba su largo hábito blanco con cruz octavia roja por debajo del ancho cordón anudado sobre el estómago. Sobre sus hombros tenía la máxima responsabilidad de la orden templaría desde hacía doce años, fecha en la que trasladó su residencia a la ciudad fortaleza de San Juan de Acre en la costa norte de la ciudad de Haifa. Desde 1187, con la pérdida de Jerusalén por las tropas de Saladino, la sede había tenido que trasladarse a Acre, donde los cruzados aún mantenían uno de los puertos de más actividad con Occidente.

Ésta no era la primera vez que iban a hablar con el Papa del asunto que les había llevado ese día allí. Como el papa Inocencio, hombre obstinado, en la anterior ocasión había insistido en la necesidad de que él, personalmente, diese un especial impulso por hacerse con las misteriosas reliquias —visto el poco éxito que habían tenido de momento—, le preocupaba la imprevisible reacción que podría tener el Sumo Pontífice al conocer las noticias de Segovia.

—Querido Guillem, Inocencio IV es un hombre santo, pero de carácter áspero cuando las cosas no salen como las ha planeado. Tras sus reiterados correos solicitándome información sobre nuestros avances en la búsqueda del famoso cofre y el papiro, he creído que ya no podíamos demorar por más tiempo nuestras explicaciones y me he visto obligado a acudir aquí. Creedme que tener que comunicarle tan negativas noticias no me hace mucha ilusión. Además, la grave situación que atravesamos en Tierra Santa no me permite abordar prolongados viajes, a diferencia de años atrás, cuando solía hacerlos a menudo.

Guillem de Cardona no lograba rebajar su ansiedad. Se consideraba un hombre de honor, y como tal había cumplido fielmente todas y cada una de las misiones que le habían sido encomendadas por sus superiores en el pasado. Pero esta vez había sido diferente. El encargo de recuperar aquellos objetos —que sabían que su comendador, Juan de Atareche, había traído desde Tierra Santa y ocultado después— no sólo se había saldado con un fracaso, sino que, para empeorar las cosas, su fiel espía, Uribe, había sido asesinado en el intento. Gracias a que su ayudante, Lucas Ascorbe, había logrado escapar, pudo conocer de primera mano el relato de parte de los acontecimientos ocurridos en la Vera Cruz. Tratándose de un mandato papal, había informado sin demora al gran maestre Armand. Para poner remedio a su descrédito, pasado un tiempo había recibido una comunicación desde la sede de San Juan de Acre que le obligaba a presentarse ese día para dar explicaciones al mismo pontífice.

El gran maestre De Périgord también estaba seriamente preocupado. Se imaginaba delante de la suprema autoridad de la Iglesia católica, a la que debía máxima obediencia, justificando los mínimos avances conseguidos en aquella misión que había encomendado a su orden, y a él personalmente, durante una de sus audiencias privadas.

Estaba convencido de que aquello iba a perjudicar sus imperiosas necesidades de reunir nuevos recursos, tanto humanos como económicos, para emprender las nuevas campañas contra los infieles en Gaza. Antes de que llegase la nueva cruzada —a la que Inocencio IV se había comprometido en persona, haciendo un postulante llamamiento a los príncipes cristianos—, quería recuperar algunos enclaves estratégicos en Palestina.

Guillem, para consumir la tensa espera, se puso a estudiar algunos detalles de aquel salón. Con toda lógica se llamaba así, ya que estaba recubierto de grandes espejos, desde el suelo hasta el techo. La impresión de profundidad que daba era el resultado de una ilusión óptica, ya que realmente sus dimensiones eran más bien reducidas.


¡Pax vobiscum
, hijos míos
!

La puerta se había abierto y un decidido Inocencio entraba con una radiante sonrisa. Cerró la misma tras él.

—¡Et cum spiritu tuo
, Santidad! —contestaron a coro.

Puestos en pie, besaron con respeto el anillo del sucesor de Pedro. Esperaron a que se sentara en su sillón, para hacer ellos lo propio en los suyos.

—¡Enseñadme esos objetos sin demora! Estoy ansioso de conocer vuestro relato. Pero os ruego primero que me dejéis verlos. ¡He deseado tanto que llegase este día que no puedo esperar más! —El Papa toqueteaba, nervioso, el crucifijo que colgaba de su cuello, mientras les miraba.

—Santidad, me temo que no va a poder ser todavía —empezó Armand.

—¿Acaso las habéis entregado a mi secretario? —le cortó el Papa, sin dejarle terminar su explicación—. De ser así, sabed que habéis desobedecido mi orden. ¡Os dije que me las entregaseis a mí, en mano!

El gran maestre Armand se revolvió en su silla y carraspeó, buscando las palabras más adecuadas para darle la mala noticia. Tras un suspiro, decidió explicarle lo ocurrido.

—Santidad, como os expuse en mi último correo, creemos tenerlos localizados a través de la información de un hijo vuestro y miembro de nuestra orden, que informó al aquí presente Guillem de Cardona, nuestro maestre en la Corona de Aragón, pero lamento añadir ahora que no hemos podido recuperarlos aún.

—¿Cómo decís? —Los ojos del Papa casi se salían de sus órbitas. Su ceño se frunció tanto que palideció por la presión. La mano que antes toqueteaba su crucifijo golpeaba ahora, sonoramente, la mesa del escritorio. Luego agarró la base de una pesada lámpara de aceite, componiendo un semblante amenazador—. ¿Me estáis diciendo que no habéis sido capaces de conseguir lo más fácil, después de lo que ha costado localizarlos? —Hizo una breve pausa—. Perdonadme, ¡pero no lo entiendo! —El silencio que siguió acuchilló a los dos hombres—. A todo esto, ¿dónde creéis que están escondidos?

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