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Authors: Gonzalo Giner

La cuarta alianza (32 page)

»Deduzco que si lo encontraron los templarios, es posible que también fueran sus propios guardianes durante años. La coincidencia de que el brazalete saliera de Jerez de los Caballeros, que fue una de las mayores encomiendas templadas de Europa, y llegara hasta la Vera Cruz, que perteneció también a la misma orden, hace más verosímil su pertenencia...

Fernando pidió dos cafés más al camarero y la cuenta.

—Humm..., ¿desean, además, los señores algún licor?

—No, gracias. Sólo los cafés.

Lucía había tenido el protagonismo de la mayor parte de la conversación y le parecía mal cortarla, pero terminó disculpándose para ir un momento al servicio.

—Deberíamos llamar a don Lorenzo Ramírez para saber qué día viene a Madrid. Estando Lucía, seguro que entre los dos darán un fuerte empujón a la resolución de este misterio.

Al resto le pareció una buena idea. Mónica se dio cuenta de que la agenda donde creía tener apuntado su número estaba en su bolso y éste se lo había dejado en el coche de Fernando. Decidió acompañar a Lucía al servicio, dejando a los dos un momento solos.

Paula se fijó en su hermano. Sus ojos parecían estar puestos allí por casualidad y su rostro expresaba una apariencia algo perdida, como si su mente estuviera viajando por otros destinos.

—Fer, ¿estás bien?

—¿Sí?... ¿Qué quieres, Paula? —Al parecer retornaba a la realidad.

—Digo que si estás bien. Que parece como si estuvieras un poco ido. ¿En qué pensabas?

—Me estaba acordando de Isabel y creo que es debido a la presencia de Lucía. Si viviera, tendría su misma edad. Hay algo en esa mujer que me la recuerda con bastante frecuencia y que me resulta interesante.

—No me estarás diciendo que te atrae Lucía, ¿verdad? Te recuerdo que en Zafra me pareció entender que sentías cierto interés por Mónica. Me parece que te estás liando.

—No sé si «atraer» es la palabra más adecuada. Más bien creo que sólo se trata de un interés, algo especial eso sí, por su asombrosa riqueza interior que, supongo, a ti no se te ha escapado.

—Por supuesto que me he dado cuenta, Fer. Lucía representa lo bueno y lo malo de una mujer madura y, por eso, se nota que tiene mucho recorrido en su vida. Yo creo que, detrás de tanto saber, reposa otra mujer que no vemos, más complicada, con más problemas. Me puedo equivocar, pero yo, en tu caso, no le perdería la pista a Mónica. En ella encontrarás todo lo contrario; una dulce inocencia, también inteligencia, capacidad de entrega absoluta hacia ti y poder disfrutar del placer que da descubrir sus inexploradas sensaciones.

—¡Mira que eres! No abandonarás nunca tu objetivo. —Le dio un cariñoso pellizco en la mejilla—. De todos modos, creo que has llevado demasiado lejos mi comentario. En ningún caso me estaba planteando tener que dilucidar entre las dos. Sencillamente he comentado en alto mis pensamientos, porque me lo has pedido.

—¡Vale, de acuerdo! Pero insisto en que Mónica es la mejor elección.

Las dos aludidas estaban acercándose a la mesa y tuvieron que dejar la conversación.

Se despidieron a la llegada al aparcamiento, donde cada uno tomó su camino.

Durante su regreso a Madrid, Fernando parecía ausente. Mónica pensaba que tampoco tendría muchas oportunidades como ésa de estar a solas con él para revelarle sus sentimientos. Pero recordaba los consejos de Paula sobre la conveniencia de dejarle la iniciativa y contuvo sus deseos de hacerlo ella. Cuando estaban llegando a la entrada de Madrid, y sin apenas haber hablado en el camino, le hizo una pregunta que puso punto final a sus incertidumbres.

—Mónica, ¿te has enamorado alguna vez de un hombre?

—Vaya pregunta, Fernando. Pues claro que me he enamorado, y de más de un hombre. En concreto, y para no mentirte, de dos. Del primero ya ni me acuerdo, pues ocurrió durante un verano, cuando debía tener los dieciséis. Luego, me enfrasqué tanto en los estudios que los chicos pasaron a ser la prioridad número... cien, por lo menos.

—¿Y quién fue el segundo?

Empezó a ponerse colorada por momentos. La sangre parecía querer ocupar hasta el último milímetro de sus mejillas. Acorralada por las dudas, no sabía qué contestar. ¿Se lo decía abiertamente que se trataba de él? ¿Era ése su momento?

Su silencio hizo que Fernando volviera a preguntar.

—No me has contestado todavía, Mónica. No te enfades, ¿vale? ¿Es que no ha habido un segundo?

—¡No! En efecto. No lo ha habido. —Decidió lanzarse a la piscina—. Porque lo hay... y eres tú.

Ya estaba dicho, suspiró aliviada. Ahora la palabra la tenía él. Estaban llegando al portal de su casa y esperaba su reacción. No quedaba mucho tiempo.

—Me alegra saberlo y, personalmente, me siento muy halagado. —Se puso algo más serio—. Supongo que querrás saber lo que yo siento.

—Me gustaría, claro.

Fernando meditó mucho su respuesta. Había parado el coche en segunda fila, frente a su portal.

—También tú me atraes, y mucho. —Acarició su mejilla—. Eres tan especial para mí que debo ser muy sincero contigo. Todavía no tengo tu misma seguridad sobre mis sentimientos, aunque me encantaría alcanzarla a tu lado, si me das un poco de tiempo.

Dentro del ascensor de su casa, Mónica, una vez a solas, no pudo retener por más tiempo sus lágrimas y rompió a llorar emocionada. Había logrado que se hiciera realidad aquello que llevaba anhelando tanto tiempo. ¡Al fin, Fernando sentía algo por ella!

Empezó una semana de trabajo que para el resto de empleados de la joyería Luengo transcurrió con cierta monotonía, debido a la baja actividad típica de finales de enero. Mónica, sin embargo, y bastante más vital de lo habitual, estaba radiante.

Hacia las ocho de la tarde del miércoles, Fernando recibió en su despacho una llamada de Lucía.

—¿Fernando Luengo, por favor?

—Soy yo. Me parece que eres Lucía, ¿verdad?

La doctora Herrera quería saber si podían verse ese jueves, a última hora de la tarde. Había descubierto algo importante. Tenía que bajar a Madrid para solucionar unos asuntos en el Ministerio de Cultura y calculaba que estaría libre a partir de las siete. Quedaron en que él la recogería en el Ministerio a esa hora, para verse y tomar un café.

Fernando colgó el teléfono en el momento justo en que entraba Mónica. Le traía varias facturas y otros papeles, para su firma. Ese día estaba especialmente guapa. Al terminar, ella cerró la carpeta y se quedó parada un instante, mirándole a los ojos, guardando un misterioso silencio.

—¿A que no sabes qué día es mañana?

—Pues jueves. Pero, con mi habitual despiste, seguro que sospechas que me he olvidado de alguna reunión importante. ¿Debería acordarme de algo en especial?

—Sólo que es mi cumpleaños. Nada más.

Se levantó, luciendo una amplia sonrisa, y cerró la puerta, tras salir de su despacho.

¡Vaya lío!, pensó inmediatamente Fernando. Acababa de citarse con Lucía para esa misma tarde, ante el anuncio de que tenía novedades interesantes sobre el brazalete. Además, esa coincidencia —el que Lucía tuviese que bajar a Madrid y tuvieran que aprovechar para verse— le seducía lo suficiente como para no anular la cita. Sin meditarlo más, creyó que lo mejor sería no comentarlo con ella de momento. La invitaría a cenar a su casa, después de verse con Lucía, y, cuando tuviera oportunidad, se lo contaría todo con más tranquilidad.

«Así lo haremos. Cuando vuelva a entrar en el despacho, le diré que nos veremos a partir de las nueve», se dijo.

—Mónica, si te parece, podemos quedar en mi casa y preparo yo mismo la cena. Siendo tu cumpleaños, prometo esmerarme. ¿Te parece bien?

—Me parece estupendo. Me paso por tu casa hacia las nueve, pero confío en que éste sea un cumpleaños «muy especial». —Le guiñó un ojo—. Bueno, te dejo solo.

Mónica se levantó y se despidió hasta la mañana siguiente, dejando a Fernando trabajando un rato más, aunque ya eran las nueve de la noche.

Salió del garaje de la joyería como cualquier otro día, y tomó la dirección hacia su casa. Un coche, con dos hombres en su interior, comenzó a seguirla de cerca, guardando la suficiente distancia para no ser advertidos. Mónica no se había dado cuenta de que estaba siendo observada desde hacía un par de días.

Pasadas las siete de la tarde del día siguiente, Fernando dejaba el coche en un aparcamiento de la calle Alcalá para ir a buscar a Lucía al Ministerio. Iba a la carrera, pues llegaba tarde. Un atasco en Serrano, debido a la caída de una farola, le había entretenido diez minutos más de lo previsto.

Lucía le esperaba en la calle, enfundada en un abrigo de color beige, y no paraba de moverse intentando combatir el intenso frío que hacía esa tarde. Fernando llegó hasta ella y le dio un beso y se disculpó por el retraso. Iba algo más arreglada que en las anteriores ocasiones y le pareció mal decírselo, pero la encontró mucho más atractiva.

—¡Estoy helada! He salido hace un rato y no me esperaba que en Madrid hiciese este frío. Menos mal que me acordé de ponerme un abrigo más grueso. ¿Qué tal, Fernando?

—Aparte de avergonzado por el retraso, encantado de verte. Si te parece bien, nos tomamos un café cerca de aquí para entrar en calor y me cuentas ese descubrimiento. ¡Me has tenido todo el día reconcomido por la curiosidad!

—Te agradezco el café, pero prefiero explicarte antes lo que he averiguado, y para ello necesitaría ver de nuevo el brazalete. Apenas lo recuerdo y me parece importante comprobar una cosa. Podríamos ir a tu joyería primero, y luego nos tomamos el café. Y ahora que lo pienso, podríamos aprovechar para explicárselo a la vez a Mónica, que supongo que estará allí.

Fernando imaginó la escena como si de una película de terror se tratase. Lo había organizado todo el día anterior y ahora no podía darle la vuelta de una manera sencilla. Mónica no podía verles aparecer así, de pronto, y sin saber nada de aquella cita, en la joyería. Pensó rápidamente una excusa y, a la vez, en una alternativa.

—Lo siento mucho, Lucía, pero lo de la joyería no va a poder ser. Por motivos de seguridad, la caja fuerte dispone de un sistema automático de programación de apertura que sólo permite su acceso a ciertas horas del día y ya no le corresponde abrirse de nuevo hasta mañana a las diez. Bueno, en realidad se podría, pero no te imaginas el lío que hay que organizar para conseguirlo. —¿Estaría siendo lo suficientemente convincente?, Pensó—. Pero se me ha ocurrido una solución. En mi casa tengo varias fotos digitales que le hice. Supongo que también podrían valerte. ¿Te parece bien?

—¡Claro que sí! Hubiera preferido tenerlo delante, pero comprendo el problema. Creo que con las fotos me bastará.

Decidieron coger los dos coches para que Lucía, al acabar, pudiese salir directamente a Segovia.

El magnífico dúplex de Fernando se situaba en una de las calles más exclusivas de Madrid, en pleno corazón del barrio de los Jerónimos. Entró con su coche en el paso de carruajes, y le siguió Lucía. Ambos le dejaron las llaves al portero.

—Buenas tardes, Paco. ¿Alguna novedad sobre tu hijo? —Se acordaba de que esa mañana tenía las pruebas de acceso a la Armada.

—No sabemos nada aún. Debe seguir en el examen. —Procedía a entrar en el primer coche para aparcarlo—. De todos modos, gracias por su interés, don Fernando. En cuanto llame, le daré mis impresiones. —Por más que pensaba, no reconocía haber visto antes a su acompañante.

Fernando abrió la puerta de su casa, e invitó a entrar a Lucía en un amplio y ovalado vestíbulo. Enfrente se repartían cuatro puertas de porte clásico rematadas en arco.

Fernando la ayudó a quitarse el abrigo y la acompañó hasta un enorme salón iluminado por dos anchos ventanales, a través de los cuales se disfrutaba de una amplia panorámica del parque del Retiro. Ella se sentó en un confortable sofá de color hueso. Fernando la dejó sola un instante, para buscar las fotos del brazalete y preparar un café.

Lucía observó la decoración del salón. De todos los objetos que había, su vista recaló en una serie de portarretratos de plata, en una mesita, al pie de uno de los ventanales. Como no alcanzaba a verlos bien, se levantó para acercarse. De todas, la foto que más llamó su atención era la de una pareja en traje de boda. Aunque estaba algo cambiado, era indudable que Fernando era el novio.

Ahora que lo pensaba, nunca había hablado de su mujer. ¿Se habría separado? El descubrimiento le resultaba del todo revelador, pues ella —y no es que se hubiese parado a preocuparse mucho de ello— ya había decidido que era soltero.

Al lado de esa foto, había muchas otras de aquella mujer en distintos lugares; unas veces sola y otras, los dos juntos. No era muy guapa, pero mostraba un atractivo diferente, especial.

—Esa era Isabel, mi mujer. Murió en esta casa, hace ahora casi cuatro años, en circunstancias muy dolorosas.

Fernando dejó la bandeja con los cafés en una mesa, al lado del sofá, y se acercó hacia ella para darle las fotos prometidas.

—Lo siento, Fernando, no sabía que habías enviudado. ¿Te parece mal si pregunto cómo ocurrió?

Dejó el portarretratos en la mesita y se fue hacia el sillón para ver las del brazalete, dejándole espacio suficiente para que también lo hiciera él, a su lado.

—No te preocupes. Recordarlo una vez más no me supone un gran sacrificio, pues apenas consigo que pase un solo día sin acordarme de aquella escena. Me encontré a Isabel, en las escaleras que llevan al ático, tumbada en su propia sangre y con un profundo corte en el cuello. Perdona que te lo explique así de crudo, pero, ése es mi terrible recuerdo, Lucía, tal y como lo viví.

—¡Santo Dios, tuvo que ser espantoso! ¿Supiste cómo ocurrió? —Se le había puesto la carne de gallina al imaginarse la macabra escena.

—La policía determinó que el móvil inicial había sido el robo, aunque posiblemente, ante la inesperada llegada de Isabel a la casa y al encontrarlos en plena faena, se les complicó la situación. Se debieron de poner nerviosos y para evitar que los reconociera decidieron matarla. Yo nunca he creído esa versión. Mi instinto me dice que el asesinato había sido intencionado y no causado por el robo, pero no he podido probarlo, ni conseguir que la policía mantuviese abierta la investigación.

—Lo siento, de verdad, Fernando. ¡No puedes imaginar cuánto y cómo te entiendo! No sé si lo sabes, pero también soy viuda, y además por un doloroso accidente.

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