La cuarta alianza (33 page)

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Authors: Gonzalo Giner

Fernando dijo que no lo sabía y le sirvió un café. Lucía se encendió un cigarrillo y siguió hablando.

—Me casé con él completamente enamorada. Mi marido era un hombre increíble. Nuestro noviazgo había sido corto, pero suficiente para saber que estábamos hechos el uno para el otro. Murió en un accidente de avioneta cuando iba a visitar las obras de una urbanización que promovía en Alicante, a las tres semanas de nuestra boda, y a una de nuestra luna de miel. Cuando te enfrentas, de golpe, a una muerte tan inesperada, se te rompe la vida en pedazos. Estuve casi un año sin salir a la calle. No quería hablar con nadie ni ver a nadie, hasta que la herida cicatrizó.

—Parece ser que ambos hemos tenido que probar el cruel sabor que tiene la pérdida de un ser a quien has entregado tu vida entera. ¿Cómo pudiste superarlo?

Lucía sacó un pañuelo de su bolso para secarse las lágrimas por revivir sus dolorosos recuerdos.

—¡Ni yo misma lo sé! ¿Cómo se sale adelante? Supongo que te sacan, porque sola no sabes salir. —Se sonó, pidió disculpas por ponerse a llorar como una tonta, y siguió hablando—: A mí me ayudó mucho el trabajo. Afortunadamente, al poco tiempo me dieron la responsabilidad de dirigir el archivo y eso me sirvió para centrar mi atención en otras cosas. Para mí fue determinante. Aunque ahora me vea algo mejor, sé que nunca podré ser la misma de antes. Igual lo mismo te pasa a ti, pero a veces me he sentido como un jabalí herido. Tiras para adelante como puedes, aun tropezando contra todo y contra todos, y te vas comiendo tu dolor sola; pero como alguien se te cruce con intención de hacerte daño, no lo dudas ni un minuto y le atacas sin misericordia. —Se volvió a sonar e intentó limpiarse los ojos, ya que se le empezaba a correr el rímel—. Bueno, creo que es mejor que cambiemos de tema o acabaremos como dos plañideras.

Fernando asintió, preocupado por el tiempo que necesitaría Lucía para explicar su descubrimiento. Tenía en mente que Mónica iba a acudir a cenar esa noche, y algo debía hacer para que no se encontrasen.

Lucía dijo que necesitaba esas fotos para comprobar su parecido con un anillo que habían localizado en un catálogo de joyas antiguas que se exponían en el Museo Arqueológico de Ammán, en Jordania. Ese anillo también contenía doce piedras y había sido encontrado en unas recientes excavaciones en las inmediaciones del monte Nebo, el lugar más venerado de toda Jordania. El anillo había sido datado con bastante posterioridad a la fecha que tenía el brazalete. Se pensaba que habría podido servir para usos ceremoniales en algún tipo de rito hebreo. Lucía le recordó la importancia sagrada de aquel punto geográfico, Nebo, y que desde su cumbre, y gracias a su impresionante vista panorámica, Moisés vio por primera vez la tierra prometida.

—De confirmarse su similitud, no caben muchas más dudas sobre su propiedad, ni de su estrecha vinculación con el profeta Moisés. Aunque el anillo sea menos antiguo, guarda el mismo estilo de los objetos que Yahvé mandó hacer a Moisés para su culto en el recinto santo, donde debía guardarse el Arca de la Alianza. Es muy lógico que pasados los siglos aquellos herederos de la tradición hebrea reprodujeran esos diseños para oficiar sus ritos.

—Lucía, nunca dejarás de sorprenderme. Tu capacidad es asombrosa. No sé qué hubiéramos hecho sin tu ayuda.

Fernando volvió a sentir aquella especial atracción por esa mujer, sensación que había tratado de explicar a su hermana en Segovia.

—Gracias por tus elogios, pero espera a escuchar lo siguiente. Si después de ello te queda la más mínima duda, te mato aquí mismo. —Sonrió—. En la Biblia, en el libro de los Macabeos, se narra que el profeta Jeremías escondió en una cueva del monte Nebo el Arca de la Alianza, el tabernáculo y el Altar de los Perfumes. Como ves, hablamos de los grandes símbolos de la alianza de Yahvé con Moisés. En ella también se dice que Moisés nunca llegó a pisar la tierra prometida y que se quedó en el monte, no se sabe si murió allí o subió a los cielos. —Encendió otro pitillo, dejando en el aire sus conclusiones—. ¿No son demasiadas coincidencias? ¿No crees que el brazalete tuvo que ser guardado en esa cueva o en otro lugar semejante durante un tiempo, y que pudo servir de inspiración a ese anillo u otros objetos del estilo?

»¡Yo lo tengo claro! Para mí, queda demostrado que es el mismísimo brazalete del gran profeta y el símbolo de la Alianza con Yahvé.

—¡Excelente, Lucía! Con lo que me has contado, a mí no me queda ninguna duda.

Fernando, aunque estaba encantado de la conversación e impresionado por el nuevo descubrimiento, mostraba una manifiesta incomodidad. Por la hora que era, Mónica podía llegar en cualquier momento, y no quería imaginarse la escena que podría producirse si se encontraba a Lucía en su casa. Ella captó su intranquilidad y miró su reloj, comprobando que se le hacía tarde para volver a Segovia.

—Fernando, debo irme. Es tarde y no quiero llegar muy de noche a Segovia. —Se levantó del sillón y empezó a caminar hacia el vestíbulo—. Estoy encantada de haber pasado este rato contigo.

Fernando fue a buscar su abrigo. Mientras le esperaba, pensó que, aparte de excelente oyente, ese hombre le estaba empezando a producir un curioso efecto, que parecía ir creciendo en su interior, devolviéndole unos inusuales deseos de sentirse más mujer.

—Me he olvidado de hablarte de un último tema que ha estado rondándome por la cabeza estos días. Se trata de una antigua secta judía, los esenios, que creo que pueden tener cierto papel en esta historia. —Algo le empujaba a querer quedar, otra vez y pronto, con él, y se animó a probar—. ¿Te parece si quedamos otro día para hablar de ello?

—Perfecto, claro que sí. —Fernando veía que pasaban más de las nueve y que aquello no podía prolongarse por más tiempo—. Te llamo y quedamos otro día, ¿vale? —propuso, un tanto cortante.

—Ahora que lo pienso... —Lucía acababa de encontrar una brillante posibilidad—. Si te parece, se me ocurre una idea mejor que quedar a comer o vernos como hoy. Antes me dijisteis que don Lorenzo Ramírez es extremeño. Tengo una finca cerca de Cáceres y debo ir el próximo fin de semana. ¿Por qué no te vienes conmigo a pasar el fin de semana y aprovechamos para hablar con ese famoso catedrático? Creo que podríamos tratar de cruzar todas las informaciones que tenemos hasta ahora, y seguro que juntos podremos sacar muchas más conclusiones.

Lucía pensó en decir «os venís», incluyendo a Mónica y a su hermana, pero casi sin querer le salió contar sólo con él. De cualquier manera, como ya estaba hecho, sería de lo más interesante ver su reacción.

—¿El fin de semana en tu finca?

Al verse teniendo que tomar una decisión rápida, Fernando se quedó un poco parado sopesando los pros y los contras. Sabía que contras había muchísimos, pero ante aquella mirada que estaba invitándole a que dijese que sí, terminó respondiendo afirmativamente.

—Me alegro de tu decisión, Fernando. Me encargaré de que la disfrutes. Por cierto, antes de irme, ¿te gusta la caza?

—Sí me gusta, aunque la practico poco. Tengo todo, licencia de caza y permisos de armas, pero ya te digo que no soy de los asiduos.

—Te prepararé una suelta de perdices. ¡Te divertirás!

Se acercó a él para darle dos besos, en el momento justo que sonaba el interfono del vestíbulo.

—¡Bueno Fernando, ya me voy! Te dejo que cojas el interfono.

Abrió la puerta y se fue hacia el ascensor, despidiéndole con la mano.

Fernando le respondió desde la puerta. Levantó el auricular. Oyó la voz de Mónica.

—Hola, Fernando, estoy en la puerta de tu casa y no sé si puedo meter el coche dentro. ¿Qué hago?

—Pues..., sí, claro..., claro que puedes. Estará el portero abajo. Déjale el coche. Aunque... bueno, no sé...

—¿Qué te pasa, Fernando?, te encuentro muy raro. ¿Puedo o no puedo aparcar? Por favor, dime qué hago porque estoy en doble fila y me están pitando varios coches... —Se produjo un extraño silencio—. Oye, de tu portal estoy viendo salir a... Pero si me parece que es... ¿Será posible, Fernando?

—Su voz expresaba un incontenible sentimiento de rabia y decepción, y se le entrecortaba. Le costaba respirar con normalidad—. Estoy viendo a Lucía salir de tu casa. ¿Has terminado ya con ella y ahora es mi turno?

—Mónica, te lo puedo explicar. No seas tonta, sube y te lo cuento.

—No tienes nada que explicar. Todo lo que necesito saber acabo de verlo pasar a dos metros de mí. No te molestes. ¡Hemos terminado con lo nuestro, si es que ha dado tiempo a que tuviéramos algo! ¡Buenas noches, Fernando!

Capítulo 9

Éfeso. 1244

Desde Venecia hasta el puerto de Esmirna, en la península de Anatólia, un barco tardaba casi dos semanas de navegación. Esmirna mantenía un intenso tráfico comercial con Occidente desde que las comunicaciones con los puertos de Trípoli y Acre se habían convertido en empresas demasiado peligrosas.

Los dos únicos pasajeros que viajaban en aquella galera se sentaban todas las tardes en su proa para recogerse en oración delante de aquel enorme templo natural llamado mar Mediterráneo. No querían poner en evidencia su condición religiosa a la tripulación.

Habían salido desde Roma, atravesando los Apeninos, para tomar en Venecia algún barco que les llevase hasta Éfeso. Tras no encontrar uno que fuera directo, embarcaron en una galera que cada quince días unía la ciudad de los canales con el puerto de Esmirna.

Esmirna se encontraba más al norte de Éfeso, pero a escasos kilómetros de la antigua ciudad romana, destino del discreto viaje que el papa Inocencio IV y su secretario personal, Cario Brugnolli, habían emprendido hacía sólo una semana. La galera había sido bautizada con el nombre de
Il Leone
, testimoniando así, con orgullo, su bandera veneciana.

El capitán les había advertido, antes de aceptarles como pasajeros, que debía hacer una escala en Constantinopla para dejar parte de la carga que transportaba, lo que les podía retrasar unos tres días.

Inocencio IV se había presentado al capitán —un pequeño pero rudo personaje al que todos llamaban
Il Pescante
— con su nombre de cuna, Sinibaldo de Fieschi. Le había contado que era un comerciante romano que pretendía ir a Éfeso por asuntos que convenían a su negocio, en compañía de su hombre de confianza y contable, Cario. Deseaba guardar en secreto su verdadera condición y por eso, tras salir de Roma, ambos se habían cambiado sus ropas para evitar ser reconocidos durante el camino.

Para llegar a Venecia debían atravesar varias regiones controladas, en ese momento, por las tropas del emperador Federico II, con el cual Inocencio mantenía unas más que complicadas relaciones. La tensión era tan alta entre ellos que los dos viajeros no reparaban en medidas de precaución, para no ser reconocidos y tener que enfrentarse a una muy incómoda entrevista con el emperador Federico II, y menos aún, después de haberle excomulgado hacía poco.

Tampoco en Bizancio las relaciones de Inocencio IV con el emperador Juan III pasaban por buenos momentos. En repetidas ocasiones el Papa le había solicitado que enviara tropas en auxilio de los cruzados que todavía resistían en Tierra Santa los ataques musulmanes y había recibido casi siempre una respuesta escasa, cuando no esquiva y escurridiza.

El emperador todavía estaba consagrado a tratar de superar las heridas producidas entre sus súbditos por la humillante y brutal conquista de Constantinopla durante la cuarta cruzada. Ya no podía convencer a su ejército de la bondad de compartir una empresa con aquellos cruzados. Argumentaba, además, la falta de tropas, pues las que tenía disponibles estaban más dedicadas a reprimir los más que frecuentes levantamientos populares que a abrir frentes contra enemigos lejanos.

Condicionado por esas tensiones políticas, era razonable imaginar que un viaje oficial del Papa hubiera implicado una pesada e incómoda diplomacia, que era precisamente lo que Inocencio menos deseaba.

El Papa tenía un más que justificado motivo para emprender esa discreta travesía a Éfeso. Quería encontrar una importante reliquia que sospechaba que su antecesor en la cátedra de Pedro, Honorio III, había ocultado dentro de otro relicario que había enviado allí, en 1224. Finalmente, tras sus fracasos, había deducido que los dos pendientes tenían que estar escondidos en el relicario que había en Éfeso. A pesar de las dificultades que suponía abandonar durante varias semanas sus importantes obligaciones, había tenido que tomar la determinación de llevar el asunto personalmente debido a los escasos resultados de las gestiones anteriores.

El diario de Honorio narraba con mucho detalle la entrega, por parte de un conocido príncipe cruzado húngaro, el día 15 de agosto de 1223, de unos humildes pendientes que habían sido hallados dentro un sepulcro, posiblemente el del apóstol Juan, en las ruinas de una gran basílica, levantada en su memoria sobre una colina en las afueras de Éfeso.

La importancia del hallazgo pasó inicialmente inadvertida al papa Honorio. Pero al poco tiempo de aquella donación se produjo un suceso extraordinario que le hizo entender la trascendencia que podían tener aquellos pendientes.

El patriarca ortodoxo de Constantinopla, Germán II, le había enviado un presente, a fin de rebajar la fuerte tensión entre las dos iglesias, la romana y la oriental. Se trataba de un mosaico de estilo bizantino para decorar la basílica de San Pablo Extramuros, que estaba siendo restaurada, desde hacía unos años, por orden del Papa. Bizancio se enorgullecía de tener entre sus nobles hijos a san Pablo, Pablo de Tarso, y querían dejar constancia de ello en su tumba en Roma.

Sin llegar a verlo, Honorio III lo mandó colocar en una de sus capillas. Pero pocos días después, durante una de sus visitas para supervisar la evolución de las obras, se llevó una enorme sorpresa. Vio el mosaico y allí, delante de sus ojos, estaba representada la Virgen María con Jesús en sus brazos, luciendo aquellos mismos y humildes pendientes que le habían sido regalados hacía pocas semanas.

Honorio, impresionado por el descubrimiento, dejó reflejadas en su diario sus dudas sobre la oportunidad de divulgar o no tan trascendental noticia. Aunque sabía que el mundo entero se alborozaría por el descubrimiento de la que podía ser única reliquia de la Virgen María —y sin querer sustraerse de la importancia de ese hecho—, a lo largo de dos páginas reflexionaba sobre el denigrante comercio que se estaba produciendo con las reliquias por toda Europa.

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