Read La cuarta alianza Online

Authors: Gonzalo Giner

La cuarta alianza (44 page)

—Sí, claro, lo llevo puesto ahora mismo. Casi nunca me lo pongo, pero de vez en cuando me da y lo llevo durante una temporada. El otro día, el del robo en la platería, me acordé de padre y madre y me lo puse. ¿Por qué te acuerdas ahora de él?

—Te lo explicaré cuando nos veamos. Ahora, por favor, sólo necesito que me lo describas lo mejor que puedas, hasta en el más mínimo detalle. Yo no lo recuerdo.

—¡No te entenderé nunca, hijo! La verdad es que últimamente haces unas cosas muy raras, pero no pasa nada. Te explico, es un anillo de oro en forma de sello. En su superficie, hay doce brillantes muy pequeños, rodeando las dos iniciales de padre grabadas en el oro. Y no tiene ningún otro detalle más. ¿Eso es todo lo que querías saber?

—En su centro, entonces, dices que aparecen sus dos iniciales, una «F» seguida de una «L». ¿No es así?

—¡Pues claro! ¿Estás espeso hoy o te pasa con frecuencia? ¡Es exactamente lo que te acababa de decir! Si aún no lo has entendido te lo puedo decir en inglés. Mira:
Ring has got two letters on the middle, the «F» and the «L», that's right?

—¡Vale, vale! No seas payasa. Sólo trataba de asegurarme. ¡Me acabas de dar el dato que necesitaba! Gracias por todo, hermana. Nos vemos otro día.

—¡De acuerdo, espero tus noticias!

Fernando iba a colgar ya, cuando oyó de nuevo la voz de Paula.

—Oye, antes de colgarme, ¿me prometes que vas a llamar un día a Mónica?

—Síiii..., te lo prometo, pesada.

—Y ahora que lo pienso. Para qué esperar más tiempo. ¿No podrías marcarte un tanto e invitarla a cenar esta noche? Venga..., ¿por qué no te animas?

—La verdad es que, aunque quisiera, hoy lo íbamos a tener complicado porque ya te he dicho que estoy fuera de Madrid.

—¿Dónde estás?, si es que se puede saber. ¿Solo o acompañado? —Paula empezaba a pensar mal.

—Bueno... Estoy con Lorenzo Ramírez. ¿Recuerdas al catedrático de historia que fuimos a ver a Zafra, el familiar del que mandó el brazalete a padre?

—Fernando, me parece a mí que con quien estás de verdad es con Lucía, en su finca de Extremadura. ¿A que no voy muy desencaminada, pedazo de caradura? —Ella siempre le notaba su cambio en el tono de voz cuando trataba de engañarla.

—Vale, sí... estoy en la finca de Lucía, pero con Lorenzo Ramírez. ¡Que quede claro, que no te he mentido!

—Con don Lorenzo, pero con Lucía también, claro. Y yo como una tonta animándote a que invites a cenar a Mónica. En fin, mira, prefiero no decir nada porque acabaríamos a gritos. Oye, ya eres mayorcito, y tú sabrás lo que debes hacer con tu vida. Además, ya veo que no quieres contar ya con nosotras para lo del brazalete.

—He venido aquí sólo para entrevistarme con Ramírez. ¡No se trata de lo que estás pensando! —Trataba de convencerla, sabiendo lo difícil que lo tenía.

—Mira, Fernando, que no me he caído de un guindo. Te dejo ya. Pero antes, un último consejo de hermana. ¡Cuídate por favor y no hagas nada de lo que tengas que arrepentirte después! ¡Adiós, Fer!

Fernando se quedó parado unos segundos, intentando encajar la conversación. Le había dejado muy tocado saber que Mónica estaba tan destrozada. Empezaba a dudar sobre la conveniencia de haber ido a pasar ese fin de semana con Lucía. Para hablar con Lorenzo, lo hubiera podido hacer perfectamente en Madrid, tal y como habían quedado. La puerta del salón se abrió, y apareció Lucía, intranquila por el tiempo que llevaba fuera.

—¿Has terminado de hablar con tu hermana?

—Sí, perdona, Lucía. Acabo de colgar. ¡Entremos al salón y os cuento!

Lucía captó inmediatamente algo en la cara de Fernando que le pareció extraño. Parecía triste. Se sentaron nuevamente. Un reloj tocaba las medias. Lucía miró el suyo. Ya eran las ocho y media. Aunque quedasen temas y ganas de hablar durante horas, confiaba en terminar pronto para que Lorenzo se fuese y no tuviera que quedarse a cenar con ellos.

—Casi queda confirmado que mi padre pudo ser otro esenio. En su anillo están las dos famosas letras. Cierto es que coinciden con las iniciales de su nombre, como también las mías, y no por ello soy un esenio, pero le rodean doce pequeños brillantes. ¡Doce!

—Los doce primeros sacerdotes brillando como estrellas —apuntó don Lorenzo—. ¡Los doce hijos de la luz! Esos brillantes son un símbolo, como en el de mi abuelo lo es el sol que aparece en su lado izquierdo. El sol, la estrella que regala e inunda de luz a la tierra.

Don Lorenzo estaba encantado. Empezaba por fin a ver, y nunca mejor dicho, la luz al final de un largo túnel de años y años investigando.

Algo preocupada, Lucía aprovechó la oportunidad para cortar la conversación tras escuchar esas últimas deducciones, pero sobre todo ante el gesto ausente de Fernando, que apenas había mejorado desde que había hablado con Paula. ¡Necesitaba saber si le había dado alguna mala noticia!

—¡Bueno, señores! Como ya está casi todo hablado, lo único que falta para terminar esta agradable e interesante conversación es que quedemos para la siguiente, que si nada lo impide, será en Segovia. En cuanto me den la autorización, os aviso.

»Veremos si las tumbas de tus antepasados realmente esconden algún secreto, Fernando. Estoy deseando buscar, hasta en el último rincón, esos misteriosos objetos, si es que existen —seguía hablando sin darles pie a ellos, tratando de cerrar el tema—. Por tanto, y si nadie dice lo contrario, yo creo que por hoy lo podríamos dejar aquí. —Se levantó del sillón, obligando a los dos hombres a hacer lo mismo.

Lorenzo miró su reloj y le entró la prisa por irse.

—Me vais a perdonar, pero se me ha pasado la tarde en un santiamén y tengo muchos kilómetros hasta Zafra.

—Es una pena que tengas que irte tan pronto. Hubiera sido estupendo cenar juntos —dijo Lucía, muy al revés de lo que sentía, feliz al ver que iba a tener una velada más íntima con Fernando.

—Gracias de verdad. ¡Eres muy amable, Lucía! Espero que pueda ser en otra ocasión. Si me quedo ahora, llegaría de madrugada a casa y no puede ser. ¡Gracias otra vez!

Le acompañaron hasta el coche y se despidieron de él, deseándole un viaje tranquilo. En cuanto arrancó, se volvieron corriendo hacia la casa para entrar en calor. Esa noche hacía muchísimo frío.

—Me ha parecido que la llamada a tu hermana te ha dejado algo preocupado. No deseo parecer curiosa, pero ¿ha ocurrido algo importante? —Fernando le restó toda trascendencia y le agradeció su interés—. ¡Me alegro que sea así! Tenemos todavía media hora antes de la cena. Yo necesito subir a mi habitación para arreglarme un poco. Tú haz lo que quieras. Si te apetece escuchar algo de música, en el salón hay un reproductor y muchos discos dentro de un armario, frente a la chimenea. O si prefieres, puedes relajarte un rato en tu habitación. En fin, no te voy a decir yo lo que tienes que hacer.

—Creo que me abrigaré y daré un paseo. Me encanta el campo de noche y tengo pocas oportunidades de poder hacerlo en Madrid.

—Como tú quieras. —Lucía se acordó de pronto de uno de los comentarios con el que habían bromeado esa misma mañana—. Y te sigo recordando que todo lo que necesites ya sabes a quién tienes que pedírselo. —Su mirada no trataba de ocultar sus intenciones—. Excluyendo algunas cosas, claro. —Le guiñó un ojo antes de darse la vuelta hacia la escalera—. Te dejo, Fernando. ¡Nos vemos a las nueve y media!

Fernando se puso una gruesa pelliza y una bufanda para salir a dar un paseo. El cielo estaba totalmente despejado y tachonado de estrellas, presidido por una mágica luna llena. Era una de esas noches de invierno que da paso a una intensa helada de madrugada.

Fernando empezó a sentir en su rostro un intenso frío que cortaba la respiración. Sin importarle demasiado, caminó unos doscientos metros hacia una pequeña colina, desde donde se tenía una de las vistas más completas de la finca, con la laguna de protagonista a sus pies, iluminada por la luz de la luna.

Reconociendo que se había llegado a obsesionar demasiado con el brazalete, hasta casi olvidar otros asuntos a los que también se debía, durante el paseo trató de centrarse en Mónica, aunque tenía demasiado reciente la incitante invitación que acababa de recibir de Lucía.

Durante el día, los dos habían demostrado estar bastante receptivos a poner un punto de novedad en la que hasta entonces había sido una relación puramente formal. Internamente, sentía un fuerte deseo de dejarse perder con Lucía. Pero el rostro de Mónica también le asaltaba a cada paso. Paula le había dicho que, tras el lamentable encuentro, se había encerrado en su casa, destrozada. También le había insistido en que no dejara pasar un día más sin llamarla. ¿Por qué no hacerlo en ese mismo momento, para arreglar de una vez sus problemas? ¿Qué era lo más razonable en esa situación? Estaba a las puertas de saborear un encuentro con una mujer verdaderamente especial que, además, parecía estar deseando lo mismo que él. Aquello le resultaba de lo más tentador.

Tras sus azarosas vidas, donde sus relaciones sentimentales habían quedado olvidadas en algún oscuro ángulo de sus pasados, redescubrir, a la vez, aquellas sensaciones tan agradables, como si de nuevas se tratase... le podía más su instinto que el cumplimiento de su deber. ¡Qué caramba!, ¿podía llegar a ser una infidelidad, algo que ni había llegado a durar una semana? ¿Hacía mal a alguien? De pronto, se dio cuenta de algo que hasta ese momento no le había resultado tan evidente. Las dos serían las perjudicadas de sus acciones, si actuaba con poca sensatez. No podía seguir atormentándose.

Buscó el teléfono en su bolsillo y llamó.

—¿Sí, dígame? —Era la voz de Mónica.

—Buenas noches —contestó, simplemente.

—Hola, Fernando. ¡Qué casualidad! Hace sólo un minuto que me ha llamado tu hermana. Parece que ha estado hablando contigo.

—Supongo que te habrá dicho dónde estoy ahora.

—No, no me lo ha dicho. Sólo que no estabas en Madrid. Pero ya que sacas tú el tema, ¿dónde estás?

—Bueno, antes de eso, quiero que sepas que me gustaría mucho que nos viéramos un rato. ¡Te lo pido por favor, Mónica!

—¡No sé, Fernando! Por mi parte no hay problema. Pero te pediría que antes aclares tus sentimientos. De no ser así, es mejor que no nos veamos. ¡No pasa nada! Por mí, no te preocupes. Se me pasará.

—Mónica, creo que los voy teniendo más claros y por eso te llamo. Además, quiero decirte que lo estoy haciendo desde Extremadura, desde la finca de Lucía. Acabamos de estar con tu amigo, don Lorenzo Ramírez, y te aseguro que ha merecido la pena. Sólo por eso he venido hasta aquí y, bueno, porque me invitó Lucía. —Al otro lado del teléfono, Mónica escuchaba en completo silencio—. Pero debes estar tranquila. ¡Lo que de verdad quiero lo tengo bastante más claro!

Pasaron unos larguísimos segundos sin que Mónica dijera nada.

—De acuerdo, Fernando. Llámame cuando quieras. La verdad es que no te entiendo muy bien. Me comprendes, ¿verdad?

—Claro. ¡Tú confía en mí!

—Entonces, hasta pronto, Fernando.

Miró el reloj. Faltaban cinco minutos para las nueve y media. Debía volver. La llamada a Mónica le había dejado más tranquilo. Ahora estaba algo más seguro de sus sentimientos y notaba en su interior una estupenda sensación de paz.

El problema lo tendría con Lucía. Evitar ahora su contacto iba a ser complicado. Mientras volvía hacia la casa, le pesaban aquellos coqueteos que había provocado esa misma mañana. Completamente helado, cerró la puerta de entrada justo en el momento que Lucía bajaba por las escaleras.

Fernando se sorprendió ante aquella transformación. Llevaba un escotado y ajustado vestido negro que realzaba su figura. Iba discretamente maquillada y con un bello collar de perlas que hacía juego con los pendientes. Había que reconocer que estaba estupenda.

—Pareces estar completamente helado, Fernando. ¿Quieres que nos acerquemos primero a la chimenea, para que entres en calor?

—¡Pues no es mala idea! Estamos un momento y luego cenamos.

Lucía le cogió de la mano y le llevó al salón. Le dejó frente al fuego y le ayudó a quitarse la pelliza. En pocos segundos, un grato olor a encina quemada invadía el ambiente. Fernando empezaba a notar cómo aquel confortable calor iba atemperando su cuerpo. Primero, fueron sus manos frotando con energía su espalda, luego recorriendo hombros y brazos, finalmente, era todo su cuerpo el que terminaba pegado en su espalda.

—Espero que así entres mejor en calor —le susurró Lucía al oído.

Nervioso ante aquellas peligrosas iniciativas, Fernando decidió pararlas, argumentando una repentina ansiedad por cenar. Se separó de ella y se puso a caminar hacia el comedor, animándola a hacer lo mismo.

—¡Venga, Lucía, vamos a cenar! Ya no siento ni pizca de frío, aunque sí un apetito feroz. ¡Estoy deseando ver con qué me va a sorprender doña Elvira!

Durante la cena, Lucía adoptó una actitud más formal y se dedicaron a hacer balance de aquella tarde con Lorenzo. Ahora sabían que sus antepasados habían pertenecido a un grupo esenio, al igual que lo habían hecho aquellos lejanos templarios. Unos y otros habían vivido en los mismos emplazamientos: Segovia y Jerez de los Caballeros, pero con ochocientos años de diferencia.

También sabían que una de las misiones fundamentales de la fe esenia había consistido en levantar un nuevo templo, digno de convertirse en la casa de Dios, donde venerar sus sagrados objetos y símbolos, como se hizo, siglos atrás, en el Templo de Salomón.

Además, contaban con las referencias de varios objetos, que muy probablemente podían estar relacionados con la Vera Cruz, cuando no escondidos en ella. Pero las pruebas así lo indicaban, Fernando no acababa de asimilar que su padre hubiese estado implicado en esos jaleos.

Durante toda la cena, Elvira se mostró especialmente amable con él. Ese hombre tan agradable, que su señora había invitado para pasar el fin de semana, le había caído francamente bien. Compensó las atenciones que había tenido hacia ella con un delicioso primer plato, que Fernando elogió al menos en tres ocasiones, para más orgullo de la mujer.

La base del plato lo constituían unos espárragos trigueros, atados con una hebra de espinaca, rodeados de un surtido de verduras y hortalizas braseadas, y regadas con salsa romesco. De segundo plato, unos estupendos solomillos ibéricos rellenos. Y para aliviar la contundente cena, terminaron tomando una copa de sorbete de limón. Nuevamente, les sirvieron el café en el salón.

Other books

Vampire Addiction by Eva Pohler
National Velvet by Enid Bagnold
Captain Mack by James Roy
The Calling by Inger Ash Wolfe
Hunger by Susan Hill