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Authors: Gonzalo Giner

La cuarta alianza (40 page)

—Me tienes impresionado con las dimensiones de esta finca. Dime una cosa, ¿cuántas hectáreas tiene?

—No llega a mil. No recuerdo exactamente el número, pero aunque te parezcan muchas, que lo son, cuenta que casi la mitad es improductiva. En total hay mucha tierra, pero realmente se le saca partido a una pequeñísima parte.

Siguieron por un extenso alcornocal, repleto de bellos y enormes árboles centenarios, disfrutando de unos cálidos rayos de sol que acababan de traspasar las nubes.

—Por cierto, Fernando, imagino que no habrás tenido problemas para quedar con don Lorenzo Ramírez.

—¡Ninguno! Esta tarde acudirá a la finca hacia las cinco y me ha adelantado que tiene novedades sobre nuestros antepasados.

—¡Estupendo! ¡Estoy deseando conocerle! Aunque empecemos un poco tarde a hablar, si vemos que nos alargamos le invitaré a cenar. ¿Te parece?

—Claro, Lucía. Sé que hoy, entre los tres, vamos a darle un buen empujón al enigma del brazalete.

Durante casi tres horas recorrieron sin prisas la finca. Llegaron a los establos hacia las dos de la tarde. Fernando reconoció que empezaba a tener un poco de hambre, aparte de un inquietante dolor de riñones por la falta de costumbre de montar a caballo. Descabalgaron en las cuadras y dejaron las riendas al encargado, para dirigirse a comer hacia la casa.

—Creo que si te propongo una buena ducha caliente antes de la comida para quitarnos este olor a caballo, me lo agradecerás. ¿Cierto? —Fernando asintió encantado—. ¡Pues, vamos! Te enseñaré tu habitación y tu baño. Nos duchamos, comemos y después, tranquilamente, te enseño el resto del cortijo.

Atravesaron un amplio recibidor donde llamaba la atención una enorme trilla apoyada en una de sus paredes y un vetusto carro de caballos a su izquierda, lleno de plantas y llores. Fernando se fijó también en una pareja de cuadros de grandes proporciones, donde posaban, en actitud poco natural, dos campesinos de gesto agrietado y sonrisa forzada, vestidos de traje regional, sobre un fondo de mieses y bueyes. Lucía le indicó que se trataba de los primeros propietarios, familia de su difunto marido. Subieron hacia la segunda planta. Una vez arriba, Lucía abrió la primera puerta y le animó a seguirla.

—¡Aquí tienes tu habitación! —Vio su bolsa de viaje sobre una mesa baja—. El baño lo encontrarás detrás de la puerta que queda a la izquierda de ese balcón. —Descorrió unas pesadas cortinas para dejar entrar la luz del mediodía—. ¡Por favor, Fernando, siéntete como en tu casa! Si necesitas cualquier cosa, no dudes en llamar al servicio.

—¿Todo, lo que se dice todo...?

El agradable paseo a caballo con Lucía había operado en el ánimo de Fernando como un aislante de los problemas que le habían venido asaltando desde la noche del jueves, consiguiendo relajarse completamente de ellos. Sin querer buscarse complicadas justificaciones, en ese entorno natural se había empezado a sentir más libre y se dejaba llevar por la pura espontaneidad de sus reacciones con Lucía, apeteciéndole cada vez más coquetear con ella. Además, parecía evidente que la seria doctora, culta y formal, también estaba relajada.

—Sí, salvo que se tratase de alguna cosa que no fuera conveniente que lo supiera el servicio. En ese caso y sólo entonces, te permito que me lo pidas a mí directamente. —Lucía le devolvía la insinuación, dándose por enterada.

—¡Conforme, entonces! Lo tendré en cuenta.

Lucía se dirigió sonriendo al baño, para comprobar que todo estuviera en orden. Le parecía del todo inusual, para su forma de ser, verse casi como una adolescente, disfrutando de aquellos inocentes flirteos con Fernando. Contrariamente a lo que sería razonable, no sólo no le importaba nada, sino que incluso decidió que se iba a dejar llevar por lo que surgiera ese fin de semana, si es que tenía que surgir algo.

Al salir, se encontró a Fernando tratando de quitarse una de las botas, lo que parecía resultarle bastante complicado.

—¡Espera, que te ayudaré! —Se colocó frente a él, de cuclillas, y agarró una bota. La giró en varias direcciones, hasta ver que finalmente cedía y empezaba a salir sin dificultad. De un tirón, la sacó—. ¡Vayamos a por la siguiente!

Comenzó con la otra, repitiendo el mismo procedimiento, pero ésta se resistía más. Se levantó, le dio la espalda a Fernando y agarró la bota con fuerza, sujetándola entre sus piernas. Tras varias maniobras la bota salió, pero con tan mala suerte que, con el último empujón, la bota y Lucía fueron a parar al suelo. Fernando, sin poder resistirlo, empezó a reírse a carcajadas. Ella se contagió, con tanta intensidad también, que al poco rato le empezaban a doler las mejillas.

—¡Hacía tiempo, Fernando, que no me reía de esta manera! —Todavía entre risas, trataba de seguir hablando—. Como no nos duchemos ya, con el ritmo que llevamos, nos va a pillar don Lorenzo comiendo. Venga, ya te dejo, Fernando. ¡Nos vemos dentro de un cuarto de hora en el vestíbulo!

Ambos se ducharon con rapidez y se cambiaron de ropa para comer. Cuando Fernando bajaba las escaleras en dirección al vestíbulo, las campanadas de un reloj de pared indicaban las tres de la tarde. Al final de la escalera estaba Lucía esperándole para llevarle al comedor.

La mesa resultaba algo excesiva para dos. Era de caoba y podía admitir, cómodamente, hasta veinte personas. Lucía se sentó presidiéndola y Fernando lo hizo a su izquierda. Una mujer de mediana edad entró en el comedor con una gran sopera.

—Fernando, te presento a Elvira, la mujer de Manolo.

—Encantado de conocerla. Apenas hace un rato que he conocido a uno de sus hijos en las cuadras y ahora sé de dónde ha sacado su buen parecido.

—Es usted muy amable señor. Espero que le guste este caldo. Es de faisán trufado, una de mis recetas preferidas informó la mujer, mientras se disponía a servirle.

—Estoy seguro de que me encantará, pero por favor no me ponga mucho —le indicó Fernando.

Durante la comida, Lucía estuvo hablando de las dificultades que se le habían presentado al hacerse cargo de la finca, pues tuvo que aprender de todo un poco hasta adquirir la suficiente capacidad para gestionar una explotación agrícola de ese tamaño. Ahora ya conocía cuáles eran las épocas de siembra, las distintas variedades de semillas, la maquinaria, los abonos... Lógicamente, había contado desde el principio con la experiencia y buen hacer de su encargado, Manolo, que sabía lo que se llevaba entre manos. Nunca había querido parecer la típica señorita que va a pasar algunos fines de semana a su finca, sin entender de nada y delegándolo todo en su capataz. Ella había querido implicarse desde el principio en ella; comprendiéndola, mejorándola y disfrutándola también.

Le contó que acababa de leer un buen libro sobre la cría de cerdo ibérico en extensivo, y que ya sabía calcular las densidades óptimas de animales durante la época de montanera, según viniera el año de producción de bellota. También había tenido que aprender de ovejas, de vacas de campo y hasta de apicultura.

—Ya me ves, Fernando, he tenido que meterme en todo esto, partiendo de una experiencia previa totalmente de letras, como licenciada en historia. Ahora, eso sí, te aseguro que después del esfuerzo merece la pena. ¡El campo es algo especial! ¡Es para vivirlo!

Comieron de segundo un exquisito guiso de venado de la propia finca y un postre casero a base de miel, bizcocho y mucho licor. Otra especialidad de Elvira.

—Si lo desean, pueden pasar a tomar el café. —Manolo retiró la silla de Lucía, para ayudarla a levantarse.

Se dirigieron hacia el salón, contiguo al comedor, donde se sentaron en un confortable sillón de piel frente a una gran chimenea de piedra. Dos grandes troncos se estaban consumiendo lentamente, transmitiendo un agradable calor. Elvira dejó una bandeja con el café, en una mesita baja, frente a ellos.

—¿Has comido bien, Fernando? —Lucía le servía el café.

—¡Como hacía tiempo! —Se dirigió a Elvira—. Doy fe de que cocina usted tan bien como mi madre que, por cierto, era toda una experta. Y casi he de reconocer que sus manos son aún mejores que las suyas.

—¡Gracias, señor! Es usted muy amable conmigo. No creo que merezca tantos elogios.

—Elvira, puede usted retirarse cuando lo desee —le rogó Lucía—. Cierre por favor la puerta cuando salga y trate de evitar que nada nos moleste durante un rato...

—¡Cómo no, señora! ¿Les traigo antes de irme algún licor?

—Sí, gracias. Tráiganos, por favor, un par de copas de coñac —respondió Lucía.

La mujer sirvió dos generosas copas de Cardenal Mendoza, una un poco más cargada para él, y las dejó sobre la mesa. Luego, cerró tras de sí la puerta del salón.

—¡Te la has ganado! Yo, que la conozco, te digo que su cara delataba la más absoluta entrega por ti. Verás cómo esta noche te mimará con otra de sus especialidades. ¡Como te lo cuento! —En el fondo le estaba agradecida por su atento comportamiento—. Bueno, ¡por fin solos! —exclamó Lucía.

—Tenemos exactamente una hora antes de que venga don Lorenzo Ramírez para que me cuentes cosas sobre esos esenios a los que hiciste referencia antes de salir de mi casa. —Fernando acababa de mirar su reloj, que marcaba las cuatro.

—De acuerdo, empecemos. —Lucía se dejó caer hacia atrás, acomodándose en el sillón, con su copa de coñac en la mano. Tomó un pequeño sorbo y comenzó a hablar—. ¿Recuerdas que te conté que estaba dirigiendo una investigación sobre un comendador templario de Zamarramala, llamado Gastón de Esquivez?

—¡Sí! Me suena. Lo contaste el día que estuvimos visitando la Vera Cruz.

—Pues bien, por lo que llevamos descubierto, te puedo asegurar que el tal Gastón de Esquivez, de haber vivido en este siglo, habría podido ser padrino de la mafia o algo parecido. Trataré de justificar por qué digo esto. Apenas existe documentación fiable sobre la orden del Temple. Su fulminante disolución por el papa Clemente V, sumada a la detención, en una sola noche, de toda su plana mayor en Francia, produjo una dramática y rápida tensión en todos los reinos donde estaba establecida la orden del Temple, incluidas Castilla, Aragón y Cataluña. Me estoy refiriendo a los años comprendidos entre 1312 y 1315. El Papa, que era francés de nacimiento, fue forzado por el rey Felipe IV de Francia, que ambicionaba las riquezas y dominios del Temple (del que había recibido abundantes préstamos y que hasta había guardado los tesoros de la Corona), a tomar tal medida. Felipe quería así aliviar sus maltrechas finanzas y contar con poderosos y nuevos recursos para iniciar sus campañas. Ante la lógica confusión que se produjo, muchas encomiendas trataron de deshacerse de todos los papeles que guardaban en sus archivos para evitar que pudieran ser utilizados contra ellos en alguna causa, y por eso quemaron algunos. Otra parte de la documentación terminó en manos de las demás órdenes religiosas, que acogieron en sus encomiendas a muchos de los desorientados monjes templarios. Al entrar en ellas, algunos llevaban consigo documentos importantes que habían conseguido salvar de las llamas y que inmediatamente pasaron a formar parte de los nuevos archivos. Total, que una parte de la documentación templaría la recibieron los hospitalarios (para que lo entiendas mejor, la actual orden de Malta), muy poca la de Calatrava, y la mayor parte fue a parar a manos de la orden de Montesa, que se fundó precisamente para recibir la herencia del espíritu templario. —Lucía sacó un paquete de cigarrillos de una caja de madera y encendió uno, deteniendo un momento su relato mientras le daba una profunda calada—. Con todo lo anterior, lo que quiero decir, y para no desviarme del tema, es que nos ha costado mucho tiempo localizar, y volver a juntar después, los documentos que pertenecieron a la casa del Temple en Zamarramala y que iban firmados por su comendador, Gastón de Esquivez, entre los años 1218 y 1234, coincidiendo con la inauguración de la iglesia de la Vera Cruz.

—Perdona que te corte, Lucía. ¿Qué habéis encontrado en esos documentos para haber llegado a la conclusión de que el templario Esquivez era un pájaro de cuidado, por decirlo de una forma coloquial?

—Espera, Fernando, ahora te lo explico. —Dio una nueva calada—. A través de ellos, y ocho siglos después de haber sido escritos, hemos averiguado que el señor Esquivez compaginaba sus obligaciones como comendador templario con otras actividades, más secretas y peligrosas, dentro de un selecto grupo de doce personalidades templarias de esa época, que se definían como los «hijos de la luz» o
filii lucis
, en latín. ¿Recuerdas ahora lo que hablamos sobre el número doce estando en la Vera Cruz?

—¡Claro, Lucía! Y, ¿cómo habéis llegado a esa conclusión? Supongo que no lo dejarían así, escrito y tal cual, ¿no?

—Hemos logrado interpretar algunos documentos gracias a un potente sistema informático que nos ayudó a sacar las claves criptográficas que utilizaban para ocultar sus contenidos. Dicho de otro modo, estaban redactados utilizando unas reglas de encriptación verdaderamente complejas para la época de la que hablamos. Te aseguro que, a primera vista, parecían textos normales, pero escondían mensajes muy interesantes. Hemos podido traducir unos cuarenta documentos durante las dos últimas semanas. Aunque ahora vamos rápido, no hemos tenido tiempo suficiente para descifrarlos todos, y nos faltan por estudiar diez escritos más, que nos están costando mucho. —Un tronco de la chimenea se abrió por la mitad, produciendo un fuerte chasquido, lo que les despistó por unos segundos—. Bien, sigo. De entre lo que hemos visto hasta ahora, han aparecido cosas interesantísimas, por ejemplo, sobre la Vera Cruz. Pero también cosas terribles. Recuerdo uno, de los más dramáticos, que hacía referencia a una ejecución a manos del propio Esquivez de un tal Pierre de Subignac, en las cercanías de la Vera Cruz. Según las referencias que hace el propio escrito, que mandaba a uno de sus correligionarios secretos, además del luctuoso hecho, citaba más información: «Por causa de venir buscando el cofre y el papiro, engañado por nuestro hermano Atareche, se ha conseguido del fallecido y para beneficio de la comunidad, un medallón de gran trascendencia y antigüedad». Todavía no entendemos qué importancia podía tener el referido cofre, el papiro o el medallón. De hecho, ya no vuelven a ser citados en ningún otro documento. ¡Tenemos que investigar más sobre ello!

—¡Para un momento, Lucía, por favor! —Fernando se incorporó en el borde del sillón y bebió un poco de coñac—. ¿A quién dirigía esos escritos el comendador Esquivez? Y antes de contestarme tengo otra pregunta. ¿Has averiguado de qué clase de grupo se trataba?

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