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Authors: Gonzalo Giner

La cuarta alianza (52 page)

—Les he llamado por dos razones. A usted, Lucía, por su condición de historiadora y experta en aquella iglesia. ¡Necesito una ayuda en ese campo! Y a usted, Fernando, porque tengo la sospecha de que los responsables de esta fechoría puedan ser los mismos que secuestraron a Mónica. El bárbaro acto de mutilación que cometieron contra el pobre joven me resulta más próximo a lo que podría ser un acto ritual que a una forma de violencia gratuita. Si se tratase de Raquel Nahoim y del otro palestino —expresamente se dirigía hacia Lucía—, su colega parece ser mucho más peligrosa y violenta de lo que ya pensábamos. Desde que conocimos sus identidades y actividades profesionales no he parado de darle vueltas al asunto. Considero que no estamos enfrentándonos con una banda de delincuentes comunes, y cada vez estoy más inclinado a pensar que se trata de algo parecido a una secta o, digamos, a un grupo raro. De cualquier manera, en estos momentos estamos peinando y registrando varias viviendas alquiladas en algunos barrios de aquí, de Segovia, y confío que no tardaremos mucho en dar con ellos. —Hizo una breve pausa y miró a Lucía—. Usted, como historiadora y experta conocedora de las extrañas vinculaciones que todos sabemos tuvo en el pasado la Vera Cruz, ¿opina igual que yo que podría tratarse de un grupo con fines distintos a un simple robo con violencia? Y de ser así, ¿contra qué tipo de secta o grupo cree que nos enfrentamos?

—¡Creo que se trata de una comunidad esenia!

—¡Explíquese, por favor! No había oído mencionar antes dicha comunidad. —Sacó una libreta para tomar notas.

Lucía le resumió lo que sabía sobre la filosofía esenia. La historia de su fundación, los acontecimientos ocurridos tras la rebelión de los judíos contra las tropas romanas, los monasterios construidos en Qumram en pleno desierto y los rollos hallados en el mar Muerto. Le explicó la visión dualista que éstos profesaban, que se plasmaba en un eterno enfrentamiento entre los hijos de la luz, ellos, y los hijos de las tinieblas, representación de la maldad en la tierra. Finalmente le precisó que tenían la creencia de que eran los únicos depositarios legítimos de las revelaciones divinas dadas a los grandes profetas.

El inspector jefe Fraga no paraba de tomar apuntes, pues aquello le resultaba de lo más novedoso e interesante.

Llamaron a la puerta y entró un policía al que parecía faltarle el aliento.

—¡Inspector, los hemos encontrado! He recibido una llamada de la brigada número uno, informándome de que acaban de detener a una mujer y a cinco hombres en un piso, aquí en Segovia, que coinciden con las descripciones que teníamos de los secuestradores.

El capitán se levantó de la silla y recogió su chaqueta de un perchero.

—Acompáñenme, por favor. Podría necesitarles para su identificación durante los interrogatorios, sobre todo a usted, Lucía. —Miró después a Fernando—. ¿Puede llamar a la señorita Mónica para que acuda inmediatamente también? ¡Su testimonio es esencial!

Fernando le comentó que su inestable estado psicológico parecía no recomendar una exposición tan intensa como aquélla a sus propios recuerdos. El inspector jefe Fraga lo aceptó de mala gana, pero le pidió que, al menos, Mónica examinara las fotografías que se tomarían durante la declaración.

Después de recorrer cuatro manzanas desde la comisaría, entraron en un edificio atestado de policías. El piso parecía bastante destartalado. En su pequeño comedor, junto con dos policías más, estaban los seis delincuentes, esposados y sentados alrededor de la mesa. Sobre ella habían dejado varios de los objetos localizados durante el registro que habían resultado significativos. Fernando vio inmediatamente el brazalete, mientras un policía daba la identidad de cada uno de los detenidos.

—La mujer se llama Raquel Nahoim, nacida en la ciudad de Hebron. Tiene treinta años y lleva tres en España. Sus papeles parecen estar en regla y hemos confirmado que actualmente está dando clases en la Universidad Complutense. El de su derecha es Mohamed Benhaimé, palestino. Nacido en Jericó y empresario de la construcción en activo. —Fernando reconoció al propietario de la famosa daga—. Y frente a ellos, tenemos a dos españoles...

Lucía cortó al policía nada más ver el rostro de uno de ellos. ¡Era uno de sus empleados del archivo! No entendía nada. ¿Por qué estaba allí?

—¡Julián!, pero ¿cómo es posible que estés metido en este asunto? —El hombre miró avergonzado a Lucía y agachó la cabeza—. Es uno de nuestros documentalistas. ¡Dios mío, esto es para volverse loca! —Se rascaba la cabeza, asombrada de ver a uno de sus íntimos colaboradores allí, entre esa gentuza.

—Julián García Benito es su nombre —siguió leyendo el policía, que tenía los documentos de identidad y pasaportes de los detenidos en sus manos—... y nos queda un cuarto, Pablo Ronda. El señor Ronda nos ha dicho que es de Segovia y que tiene una papelería. Los otros dos son franceses y se han negado a darnos sus identidades. No hemos encontrado ningún carnet o pasaporte.

El inspector jefe Fraga les miraba extrañado. Aquello confirmaba todavía más su impresión de que no se trataba de delincuentes tipo. Tenían unas posiciones acomodadas, incluso hasta un elevado nivel cultural. Miró los objetos que había encima de la mesa y de entre ellos recogió un pequeño papiro marrón, de aspecto extremadamente antiguo y bastante estropeado, y lo desenrolló. Al no reconocer el idioma en el que estaba escrito, se lo pasó a Lucía para que le ayudara.

—Es hebreo antiguo, inspector. No lo domino, pero con un poco de tiempo conseguiría traducirlo.

—Nos vendría bien que le echara un vistazo aunque sólo sea para saber de qué trata.

Fraga siguió estudiando unos papeles que había dentro de una carpeta, con varias fotos de Fernando y Mónica, y de Mónica sola. Contenía datos sobre sus horarios de entradas y salidas, tanto de sus domicilios como de la joyería, direcciones particulares de cada uno y muchas transcripciones de llamadas telefónicas entre ellos y Paula. El inspector jefe cerró la carpeta y miró a los seis detenidos.

—Se os va a caer el pelo a todos. Aquí hay pruebas suficientes para que os pudráis en la cárcel los próximos veinte años. Tendréis que justificar todo esto delante de un juez, y a menos que tengáis unas buenas coartadas, prometo que os lo voy a poner muy complicado. —Nadie abrió la boca—. El que desgraciadamente ya no va a poder identificaros es el pobre joven al que mutilasteis de manera brutal y que se encuentra en coma profundo. Confío en poder probar vuestra participación en esa acción para que respondáis adecuadamente ante la justicia de esa barbaridad.

Siguió mirando los objetos de la mesa. Le llamó la atención un pequeño cofre de madera también muy antiguo. Lo abrió y vio que contenía un medallón de oro bastante desgastado y un pendiente muy estropeado formado por dos piedras; una azulada, más larga, y otra más corta blanca, engarzadas entre sí con una sencilla cadenita de oro.

—Lucía, ¿le gustaría echar una ojeada a estos objetos antes de que los enviemos a los laboratorios del Museo Arqueológico para su estudio en profundidad? Con que me firme un papel de entrega será suficiente.

Lucía recogió el cofre con los dos objetos y los guardó dentro de una bolsa de plástico, que le había ofrecido un policía, para llevarlos más protegidos dentro de su bolso.

El inspector ordenó que hicieran varias fotografías a los detenidos para enviarlas inmediatamente a Madrid y preparar el reconocimiento con Mónica. Si ella los identificaba, tendrían el caso prácticamente cerrado.

A la vista de la falta de voluntad de los detenidos a ser interrogados sin que estuvieran presentes sus abogados, dio por finalizada su presencia allí y decidió que ya se los podían llevar a los calabozos de comisaría.

La última en salir fue Lucía. Antes de hacerlo, la israelí se la quedó mirando fijamente y en un perfecto español se dirigió a ella:

—Señora, las dos somos colegas y, en honor a ello, le ruego que en cuanto lea ese papiro venga a verme.

Sin pensárselo, Lucía le aseguró que así lo haría.

Durante las dos semanas siguientes Lucía se dedicó a traducir aquel extraño papiro. Tuvo que consultar la opinión de varios expertos, pues el hebreo, en el que había sido redactado, se caracteriza por la ausencia de vocales, y es más fonético que literal, lo que hacía que cada palabra pudiera tener varios significados. Consiguió fecharlo entre el siglo VII al VI antes de Cristo, y, orientada por ello, trató de buscar alguna información que le ayudara a identificar su autoría.

El texto tenía un estilo profético y parecía ser sólo una parte de un conjunto más extenso, pues tal y como se iniciaba no tenía sentido
per se,
salvo que fuera la continuación de un párrafo anterior. Le pareció como si hubiese sido separado del resto. Debido a la época en que tuvo que ser escrito, podía haber sido redactado por Isaías o por el profeta Jeremías. Fuera quien fuese, le resultaba increíble tener aquella joya histórica entre sus manos, y excepcional que lo guardaran aquellos malhechores. Como si de un puzle se tratase, había ido pegando las distintas partes que iba traduciendo, hasta obtener frases con cierta coherencia.

Para establecer su autoría con rigor envió su traducción final a un experto en historia de las religiones. A los pocos días recibió su llamada. Por su estilo apocalíptico, parecía más de Jeremías, pues como profeta había empleado con mucha más frecuencia la amenaza de la destrucción y aniquilación del pueblo judío, si no se seguían los preceptos de Dios. Por el contrario, Isaías había predicado el amor a Dios y predijo la venida de un Mesías setecientos años antes del nacimiento de Jesucristo, con bastantes similitudes con lo que luego ocurrió.

La profecía del papiro vaticinaba la aparición de tres signos, si previamente se cumplía la condición de haber reunido en una cámara especial los símbolos de tres alianzas. Luego se extendía sobre los detalles para reconocer esos signos, pero esa parte, muy metafórica, les estaba resultando especialmente difícil de interpretar. El texto resultaba insuficiente para saber qué ocurriría si aquellas premisas se cumplían. Aquel hecho contribuyó aún más a convencerla de que sólo constituía una parte de otra profecía más completa.

Lucía iba comentando diariamente sus avances con Fernando. El día que terminó con la parte más compleja, le llamó totalmente horrorizada ante la gravedad de las coincidencias que existían entre el suceso del mutilado y lo que allí estaba escrito. Lo que le resultó más detestable fue descubrir que aquel joven había sido el protagonista del tercer signo. Lucía le leyó el fragmento que hacía referencia a este último.

—«... y en el tercero, deberá aparecer un hombre que no hable, no vea ni escuche, pues sin esos sentidos —las puertas de su inteligencia— parecerá más animal que humano». Fernando, ¿no te parece horrible?

—Sí, Lucía, me parece espantoso. ¡Me alegro de que esa gentuza esté a buen recaudo en la cárcel!

Su pensamiento voló en una décima de segundo hacia Mónica. En manos de aquellos desalmados podría haberle ocurrido de todo. Afortunadamente, sólo le habían provocado un fuerte shock emocional, del que ya estaba prácticamente recuperada. Con todo lo que Lucía le había contado hasta el momento, ante aquella confusión de signos, símbolos de alianzas y extraños grupos aparentemente esenios, Fernando se sentía aturdido, sin entender qué explicación tenía todo aquello. Se preguntaba qué podían significar aquellas alianzas a que se refería la profecía.

—¿Crees que puede existir alguna relación entre nuestro brazalete y los objetos que se hallaron en la casa donde fueron detenidos los secuestradores de Mónica?

También le preguntó si pensaba que podrían tener algo que ver con aquellas alianzas a las que hacía referencia el papiro.

—De momento, sin tener nuevos datos, no tengo ni idea, Fernando. Pero voy a ir a visitar a Raquel Nahoim. No te lo conté, pero me pidió que lo hiciera cuando hubiese terminado de traducirlo. Intuyo que me quería dar más detalles sobre todo este asunto. Por cierto, y cambiando de tema, acabo de recordar que me han adelantado la fecha para poder investigar en la Vera Cruz. Podremos empezar a mediados de junio.

Fernando se interesó por el resto de objetos que contenía el cofre.

—Vas a alucinar con lo que hemos averiguado. Estimamos que el medallón tiene una antigüedad de unos tres mil setecientos años. Cuatrocientos años más que el brazalete de Moisés. Estamos hablando, al menos, de la época de los grandes patriarcas: Abraham, Isaac y Jacob. Para estar seguros de su verdadero origen, nuevamente creo que se hace necesario que hable con Raquel.

»Del pendiente sólo sé que coincide en antigüedad con el cofre y que muy posiblemente ambos son de inicios de nuestra era. Como tú mismo viste, no es una joya valiosa. Hasta diría que parece más bien humilde y eso es lo que más me ha extrañado. Está confeccionado a partir de dos piedras semipreciosas de poco valor. Tampoco sé qué sentido tiene para esa gente, pero me propongo averiguarlo en breve hablando con ellos.

El inspector jefe Fraga fue informado de todos los avances sobre el papiro y los objetos. A petición de Lucía, le dio permiso para visitar a la mujer en la prisión de Alcalá de Henares. Lucía se decidió a ir sola para hablar con aquella extraña colega.

Mientras esperaba en una sala de visitas a que le trajesen a la presa, se puso a estudiar la escasa decoración de sus paredes. Ésta se reducía a un gran reloj sin florituras y a un calendario, que encontró de bastante mal gusto dado su emplazamiento, ya que estaba magníficamente ilustrado con los más bellos parajes y paisajes del mundo. Resultaba una ironía un tanto cruel para los reclusos. Estaba contenta, sabiendo que en pocas semanas podrían cerrar la Vera Cruz al público para empezar con sus investigaciones.

La puerta se abrió y entró Raquel, sujeta por una funcionaría.

—Se la dejo esposada por su seguridad. Si tiene cualquier problema, apriete ese botón. —Le indicó uno que estaba sobre una mesita, entre los dos sillones de plástico—. Si lo necesita, estamos al otro lado de la puerta. No se preocupe, y le recuerdo que tiene una hora de visita.

La gruesa funcionaria cerró la puerta y pasó la llave del cerrojo desde fuera. Lucía miró la cara de la mujer. Era de piel morena, ojos de color miel y pelo muy negro. La veía mucho más delgada que en el piso de Segovia, cuando fue detenida.

—¡Buenos días, Raquel! ¿Qué tal te tratan aquí? —intentó romper el hielo de una manera informal, sin olvidar que se encontraba frente a una mujer muy peligrosa.

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