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Authors: Gonzalo Giner

La cuarta alianza (55 page)

Serían las doce de la mañana cuando, desde el coche, Fernando y Mónica divisaban la peculiar estampa del templo de la Vera Cruz aquel caluroso miércoles de la tercera semana de junio. Paula iba a acudir también, pero no antes de la una. Don Lorenzo Ramírez había confirmado su llegada para las doce y media, tan interesado como el resto en presenciar la exhumación de las dos tumbas de los Luengo.

Lucía estaba con dos miembros de su equipo tomando notas sobre la salud de la piedra y, en general, del estado de conservación de su exterior cuando les vio llegar. Se fijó en Mónica en cuanto bajó del vehículo y comprobó que en su rostro apenas había rastro del proceso traumático por el que había pasado. Su abundante melena rubia y sus grandes ojos verdes, su figura juvenil y aquella encantadora sonrisa volvían a componer la anterior imagen que de ella tenía. Mientras se le acercaba, la encontró insultantemente perfecta.

Mónica se sabía ahora con ventaja en aquella particular competición con aquella mujer. Fernando había contrarrestado su pérdida de interés por todo lo que la rodeaba con su atracción por ella. La hizo sentirse nuevamente viva con su contagioso dinamismo y Mónica recuperó parte de su autoestima al saber que le pertenecía un hueco de su corazón. Fernando había puesto los ladrillos para su reconstrucción personal.

Las dos mujeres se besaron, luego Lucía besó a Fernando, pero no como solía, conteniéndose el deseo de hacerlo.

—Lucía, cuéntanos qué plan tenemos para hoy.

Lucía le agarró de la mano con toda intención y le arrastró al interior del templo mientras les explicaba que ya tenían montadas unas pequeñas estructuras de madera provistas de poleas para levantar las pesadas lápidas. Empezarían por la que hacía el número ocho, la de más antigüedad, y luego lo harían con la de 1670, la número doce.

En ese momento se oía el repiqueteo de las gubias, que trabajaban sin descanso para eliminar las juntas de cemento que sellaban cada una de las lápidas.

—Cuando terminemos con las tumbas, que no creo que sea antes de las dos, iremos a comer. Luego, nosotros solos investigaremos las cámaras superiores, pues he dado la tarde libre a todo el equipo. ¡No me interesa que haya más ojos que los nuestros en ese momento!

—Supongo que vamos a esperar hasta que estemos todos —apuntó Fernando.

—Lorenzo debe de estar a punto de llegar y con él no hay problema. Pero no puedo hacer que el equipo pierda tanto tiempo por esperar a Paula. De todos modos, estoy segura de que llegará antes del gran momento.

Lucía se disculpó un minuto para supervisar las últimas acciones de su equipo y ellos decidieron hacer tiempo dando una vuelta por el templo. Fernando estaba preocupado por Mónica, pues era la primera vez tras su secuestro que ésta volvía a participar en la intriga del brazalete, y tenía serias dudas de cómo le podría afectar, estando tan reciente su trauma. Aunque había insistido en que no viniera, ella le había asegurado que tenía las fuerzas suficientes para enfrentarse de nuevo a ello.

Mientras subían a la segunda planta del edículo, Mónica pensaba en los buenos y malos momentos que se habían sucedido en su vida en los últimos tiempos, desde la llegada del paquete a la joyería. Aunque ir del brazo de Fernando, tal y como iba en ese momento, lo compensaba casi todo. Su amor por él podía contra todo y, aunque le pareciese que Fernando necesitaba demasiado tiempo para decidirse a dar nuevos pasos en su relación, ella se veía en el futuro siempre a su lado y compartiendo definitivamente sus vidas.

Fernando se acercó a la ventana que daba al altar mayor, desde donde se observaba al equipo trabajando alrededor de las dos tumbas. Lucía los seguía de cerca, hablando con unos y otros. Fernando contó a seis personas atareadas en distintas actividades en ese momento.

A los pocos minutos oyeron llegar un coche, en el preciso momento en que Lucía daba por terminados los preparativos para abrir la primera tumba. Transcurridos unos instantes, asomaba por la puerta principal la calva del extremeño, que tras determinar su posición se dirigió directamente hacia Lucía. Fernando le saludó desde el edículo, indicando con las manos que ya bajaban para saludarle.

El hombre se alegró mucho de ver a Mónica recuperada e incluso le dijo que la encontraba más guapa que en Jerez de los Caballeros. Besó primero su mano y luego le estampó dos respetuosos besos en las mejillas. Al haber visto bajar juntos a Fernando y a Mónica de la mano, Lorenzo comprendió por qué rumbos discurría en esos momentos el endiablado triángulo amoroso que Fernando mantenía con aquellas dos mujeres.

Lucía les invitó a que se pusieran a una distancia prudencial de la zona de trabajo, a la espera de que la pesada losa de la tumba fuera levantada y depositada a un lado. Dio las órdenes al equipo y cuatro jóvenes accionaron a la vez unos dispositivos neumáticos que habían colocado en cuatro puntos de la lápida. En pocos segundos ésta había subido unos centímetros, los suficientes para poder pasar dos cuerdas por debajo, que sujetaron a sendas poleas. Así, moviendo solamente las manivelas de las poleas, fueron ganando altura. En muy pocos minutos la pesada losa de la primera tumba descansaba sobre el suelo, al lado de los epitafios. Iluminaron su interior con dos potentes focos y todos los presentes se acercaron al borde para ver lo que contenía. La tumba estaba dividida en su mitad y en sentido longitudinal por una pared de piedra. Una vez que el polvo que se había levantado al remover la lápida se disipó, aparecieron ante ellos los restos de dos cuerpos.

Mónica era la única que no prestaba atención a su interior, pues estaba más interesada en el rostro de Fernando. Se mantenía agarrada a su brazo, sintiendo la tensión de sus músculos y siguiendo la sucesión de sus expresiones, primero de ansiedad, nerviosismo luego, tal vez incertidumbre, junto con una pizca de serenidad; en definitiva, toda una suma de sentimientos que veía cabalgar por su interior y que no quería perderse en aquellos momentos tan trascendentes. Paula entró a la carrera en la iglesia, buscándolos. Sin recuperar el aliento, besó y saludó a todos y se colocó al lado de Lorenzo, sin reparar en quién era, para ver desde primera fila el contenido de las tumbas.

Lucía bajó hasta la primera, tras colocarse una mascarilla. La camiseta de algodón blanco que llevaba, unas tallas mayor de lo que le correspondía, testimoniaba su estancia en Toronto en alguna ocasión. Se acercó al primer cuerpo, que era el del varón, y con unas pinzas separó algunos jirones de ropa. Sobre su esternón, sujeto por una mano, aparecía un bello crucifijo de plata, muy oscuro por el paso del tiempo, que Lucía retiró con extremo cuidado y que entregó a uno de sus ayudantes para que lo guardara en una bolsita de plástico. El cadáver no parecía tener ninguna otra cosa de interés. Lucía se movía con extremo cuidado entre el poco espacio que le dejaban los cuerpos y se puso de cuclillas al lado del segundo. A simple vista, estaba en mejor estado de conservación que el primero. Los restos de lo que debió de ser un fino vestido de lino seguían cubriéndole casi por entero. Su larga melena evidenciaba que se trataba de una mujer. Lucía pidió que enfocaran desde otro punto para evitar su propia sombra, y en cuanto mejoró su visibilidad se quedó de una pieza ante aquella sorprendente visión.

—¡Este segundo cuerpo es de una mujer y, agarraos, está incorrupto!

Se levantó un rumor entre todos los presentes ante el extraño descubrimiento.

—Parece una mujer joven, como de unos treinta años, de facciones delicadas y labios finos. El pelo es castaño. —Trataba de retirárselo de la cara—. Y sedoso, aunque sigue firmemente sujeto al cráneo. ¡Resulta increíble! Su cara parece expresiva todavía, como si mostrase una profunda dulzura y felicidad o como resultado de una muerte serena. —Asombrada, Lucía vio entre sus cabellos aquella joya que hacía más de setecientos años un Papa había escondido dentro de un relicario y que muchos habían tratado de encontrar antes. Siguió contándoles lo que veía—. En su rostro destaca la presencia de un único y bello pendiente que aún cuelga de una de sus orejas. Consta de dos piedras engarzadas entre sí por una pequeña cadena de oro. Una es más alargada, ovalada y azul, la otra más redondeada y blanca. —Levantó la mirada buscando la de Fernando y le dedicó una sonrisa triunfal, llena de alegría. ¡Habían encontrado el segundo pendiente de María!

Se lo soltó con cuidado, después de haber pedido una cámara de fotos y tras realizar una serie de tomas que dieran fe del estado inicial del cuerpo. Guardó el pendiente en una bolsita que metió intencionadamente dentro de su pantalón. El cuerpo no tenía ningún otro objeto, por lo que Lucía salió de la tumba, ayudada por Fernando y un pelirrojo de nombre Claudio.

Una vez arriba, miró a Fernando un segundo y se abrazó a él. Sin entender nadie esa inusual reacción, y para mayor desconcierto de todos, se arrancó luego a llorar. Mónica y Paula la miraban totalmente desconcertadas. También Lorenzo, pero éste se acercó hasta ellos y, separando a Lucía de los brazos de Fernando, le ofreció los suyos, lo que a Mónica le pareció bastante más acertado. Lorenzo no sólo era cortés, sino también hábil.

—¡Venga, Lucía!, pero ¿qué te ha pasado, mujer? Son sólo los nervios, ¿verdad? —Lorenzo trataba de entenderla, aunque Lucía se separó de él y se disculpó ante todos por su reacción.

—Perdonadme, llevaba tanto tiempo deseando que llegara este momento que me he emocionado un poco. Lo siento, os suplico que me perdonéis.

Todos le restaron importancia, incluso Lorenzo trató de abrazarla de nuevo para dejar clara también su solidaridad y comprensión, a lo cual Lucía se resistió, extrañada por la actitud excesivamente cariñosa del hombre, y se puso a animar al equipo para que empezasen con la siguiente tumba.

En la otra sólo hallaron los restos de tres cadáveres que no tenían ningún interés. Volvieron a poner las losas encima y las sellaron con una argamasa que tenían preparada. Lucía miró su reloj y comprobó que ya habían pasado unos minutos de las dos de la tarde. Decidió que era buen momento para recoger un poco el material que no volverían a usar hasta el día siguiente y para ir a comer. Su equipo no hacía más que preguntarle por el interés que tenían aquellos objetos que habían encontrado, en un intento de entender por qué habrían provocado en ella semejante reacción. Sus respuestas fueron evasivas; se limitó a prometer que les daría más información cuando tuviera más datos y estuvieran terminados los análisis necesarios.

Mónica y Paula hablaron entre ellas por si alguna sabía algo más que la otra sobre el pendiente que tanto había impresionado a Lucía. Como habían captado con toda claridad aquella mirada de triunfo que le había dirigido a Fernando, llegaron a la conclusión de que les estaban ocultando cosas, sin entender ni aceptar los motivos. Muy decididas se acercaron a él, dispuestas a obtener esa información por las buenas o por las malas.

—Oye, Fer, explícanos qué sabes exactamente acerca de ese pendiente. Puedo suponer que es la pareja del que se llevó Lucía de la casa donde estuvo secuestrada Mónica, como me comentaste después por teléfono. ¿Qué nos ocultas? —Paula le miraba a los ojos, reclamándole una respuesta sincera.

Paula se disponía a estudiar las expresiones de su hermano para calibrar la veracidad de su respuesta. Lorenzo, ajeno al asunto que trataban, iba conversando con parte del equipo de Lucía, mientras se disponían a abandonar el templo.

—¡No es fácil de explicar, y menos ahora! Me comprometo a contároslo con todo detalle, pero no en este momento. De todas maneras, tu intuición no te ha abandonado, Paula, y el pendiente que hemos encontrado en esa tumba es exactamente el gemelo del que poseían los secuestradores y que recogimos para su análisis. —Se detuvo a estudiar la expresión de Mónica, que parecía no verse demasiado afectada por aquella conversación—. Pero ahora no puedo explicaros más. Os repito que lo sabréis todo en su momento, confiad en mí, sólo os pido que me deis un poco más de tiempo.

—¿Has estado hablando con Lucía sin haberme dicho nada? —Mónica frunció el ceño, transmitiéndole su malestar por ese silencio y esa falta de confianza.

—¡Cierto! He sabido cosas nuevas de boca de Lucía, pero todo ha sido por teléfono. —Acarició el mentón de Mónica queriendo reparar su falta—. Por motivos que entenderéis más adelante, le he prometido no revelar nada a nadie todavía. Sabía que esto no os sentaría muy bien, pero espero que quede adecuadamente justificado en el futuro, aunque reconozco que ahora sólo puedo contar con vuestra confianza y paciencia. Quiero que sepáis que esta tarde necesitaré estar a solas con Lucía un rato en la iglesia para estudiar las cámaras superiores y realizar una serie de comprobaciones. No quiero que esté tampoco don Lorenzo y necesito que me lo quitéis de encima. ¿Me vais a ayudar? —Se acercó a Mónica, la besó en la mejilla buscando su comprensión e hizo lo mismo con su hermana, encontrando en ella un poco más de rechazo.

—Pides mucho, hermanito. Nos dices que tengamos paciencia, comprensión y confianza, cuando tú mismo no parece que la tengas con nosotras al no contarnos lo que sabes. Y para más inri, tampoco podemos estar presentes en el resto de las investigaciones. ¡Pero, bueno, tendrá que ser así! Está bien. De acuerdo. ¡Esperaremos lo que haga falta!

Durante la comida, en un restaurante próximo, don Lorenzo, que se había sentado al lado de Lucía, no paraba de intentar sacarle información sobre el pendiente. Ella se sentía agobiada con las reiteradas atenciones de su colega. La colmaba de todo tipo de favores por conseguir que le diera algún dato, sin entender su silencio: la sal no se la pudo poner ella, el pan no le faltó en ningún momento, ni el vino ni el agua, ya que don Lorenzo se encargaba de que nunca bajasen de un determinado nivel. Le cambió una chuleta de cordero por una suya inmediatamente después que ella hizo un intrascendente comentario acerca de su excesiva dureza, y durante los postres hasta él pidió el flan casero que ella había descartado, tras dudar entre ése o unas fresas. Lorenzo le estuvo ofreciendo su flan cada poco rato, sin probarlo él, hasta que ella, un poco harta, le contestó, ya muy seca, que no insistiera más. No deseaba hacer partícipe al resto de aquellas investigaciones y le dijo que le informaría de ellas en otro momento, lo que no terminó de convencer al hombre, aunque decidió, un tanto defraudado, cejar en su empeño.

El resto del equipo se había sentado en otra mesa, riendo con ganas las ocurrencias de uno de ellos. Estaban completamente relajados y tenían intención de prolongar la sobremesa aprovechando que la jefa les daba la tarde libre.

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