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Authors: Gonzalo Giner

La cuarta alianza (56 page)

Una vez terminada la comida, Lucía y Fernando se fueron solos, caminando, hacia la Vera Cruz. Don Lorenzo hubiera querido acompañarles, sobre todo por ver si resultaba mejor momento para ponerse de una vez por todas al día; pero como se había percatado de los nulos deseos que Lucía tenía de contar con él, y tampoco Mónica y Paula iban a estar presentes, decidió aceptar la invitación de las dos mujeres a tomar café en casa de la hermana de Fernando.

Fernando y Lucía llegaron a la iglesia. Abrieron la puerta con una enorme llave de hierro que ella guardaba en un bolsillo. Una vez en su interior la volvió a cerrar para asegurarse de que no serían molestados. Subieron las escaleras que llevaban al segundo piso del edículo en completo silencio. Fernando había echado el ojo a una escalera de aluminio que localizó al lado de una pared, y con ella alcanzaron las trampillas que cerraban el acceso a las cámaras superiores. Una vez en la segunda planta, la apoyaron en el borde de las dos pequeñas puertas y ella empezó a ascender, mientras Fernando sujetaba la escalerilla.

Lucía llegó arriba en un instante. Como no había encontrado ninguna llave que pareciera abrir aquellas puertas, se había armado de una palanqueta para forzarla. Lo intentó varias veces sin conseguir saltar la cerradura. Pidió a Fernando que probara él. El hombre subió hasta donde estaba ella, pero necesitaba que Lucía dejara libre cierto espacio para moverse e hizo que ésta bajase unos cuantos travesaños, lo que le pareció suficiente para sus ya de por sí limitados movimientos, pero peligroso para la estabilidad de ambos sobre aquella frágil escalera. Se veía en el suelo de un momento a otro.

Fernando agarró la palanqueta y de un solo golpe reventó la vieja cerradura, que cayó al suelo de piedra con un retumbo. En ese momento, con el codo, sin querer, dio un golpe en un pómulo a Lucía que le hizo perder apoyo y estar a un punto de caerse. Se disculpó.

Lucía al ver abierta la vía para alcanzar el vestíbulo subió por la escalerilla y apartó a Fernando y en un instante ya estaba arriba, asomando la cabeza para animarle a subir.

—Fernando, puedes entrar aunque hay poco espacio. Creo que cabemos los dos.

Cuando él alcanzó el pequeño vestíbulo, Lucía ya estaba estudiando sus paredes con una linterna, tratando de encontrar la pequeña piedra redonda que debía accionar, según le había explicado Raquel. Por lo demás, el vestíbulo era muy pequeño y salvo su revestimiento de mampostería no presentaba ningún otro detalle digno de mención. De ahí se accedía a la última cámara a través de dos empinados escalones. Lucía no terminaba de dar con aquella piedra redonda. Le parecían todas iguales, y aunque lo estaba intentando hasta con el más pequeño relieve que iba encontrando, se estaba dejando los dedos sin dar con la que accionaba el mecanismo de apertura.

Fernando vio un despunte en la cara de uno de los dos escalones y se agachó para tratar de alcanzarlo con la mano. Era como una esfera de piedra muy pequeña que parecía poder girarse, aunque con ciertas dificultades. Avisó a Lucía de su hallazgo y se concentró en ese punto, aplicando toda la fuerza que pudo con sus tres dedos. Empleándose a fondo pudo vencer su resistencia y consiguió moverlo unos noventa grados. Entonces se oyó un agudo chasquido, como el provocado por el roce de dos superficies pétreas.

—¡Bravo, Fernando, lo has logrado! Sube tú primero a la tercera cámara, yo te sigo.

Fernando, armado del potente foco de la linterna, apuntó a los dos escalones para estudiar primero su resistencia y altura, antes de atreverse a poner un pie encima de ellos. Comprobó su firmeza y ascendió despacio. Accedió a una cámara abovedada un poco más baja que la anterior en la que se hacía necesario estar casi tumbado. La luz le llegaba a través de una pequeña saetera, lo que hacía innecesaria la linterna y, por tanto, la apagó. Lucía alcanzó en un instante la cámara y se tumbó con dificultad a su lado. En un lateral de la entrada, prácticamente a la misma altura del suelo, una de las piedras estaba un poco fuera de sitio y dejaba entrever por una rendija un espacio que permanecía oculto tras ella. Como Lucía era la que estaba más cerca, empujó la piedra en el punto que parecía ser su eje. La piedra fue desplazándose lentamente hasta dejar un espacio suficiente para meter los dedos y tirar de su extremo hacia fuera. Se abrió a sus ojos una pequeña cámara que podía tener unos cuarenta centímetros de ancho por unos treinta de fondo y treinta de alto.

—Fernando, ¿te das cuenta de que estamos delante del lugar más santo, la cámara de las cámaras, del nuevo templo de las comunidades esenias? —Lucía sentía una gran emoción ante el trascendental descubrimiento y deseaba explorarlo hasta el último centímetro—. ¿Podrías encender la linterna e iluminarme un poco para ver su interior?

Fernando estaba tumbado, hombro con hombro con Lucía; en tan incómoda posición a duras penas logró encenderla y pasársela por encima.

Como el foco no estaba alumbrando en el lugar preciso que le permitiese ver bien su contenido, Lucía dirigió su mano hasta verlo perfectamente. Se acercó todo lo que pudo hasta la boca de la pequeña cámara. La luz de la linterna se reflejaba en sus paredes, produciendo brillantes destellos dorados a lo largo y ancho de toda la superficie de la oquedad. La pequeña cámara estaba totalmente revestida de un oro finísimamente pulido. Lucía estudió hasta el último rincón de la misma sin encontrar nada. No había ninguna marca o dibujo, ni tampoco ningún otro objeto.

—¡Aquí no hay nada, Fernando! Sólo es el lugar elegido para juntar en ella los sagrados símbolos y ahora está vacía. Tendremos que esperar a la fecha señalada para cumplir mi promesa y esperar a lo que suceda.

Fernando quiso verla antes de bajar y para ello tuvieron que hacer mil contorsiones, pasando Lucía por encima de él para dejarle su sitio al lado de la cámara.

Lucía empezó a sentir una sensación de congoja, que a medida que se hizo más intensa le dificultaba mantener su ritmo normal de respiración. En su cabeza parecía haberse instalado de golpe algo parecido a un rabioso remolino que actuaba dispersándole las ideas pero manteniendo en su eje una sola que insistentemente le asaltaba: «Tú eres la elegida, debes cumplir». Empezó a preocuparse cuando se vio sumida en un profundo estado de sopor y comenzó a sentir un escalofrío que iba recorriendo todo su cuerpo desde los pies a la cabeza. Creyó que había llegado el momento de pedir ayuda a Fernando.

—Me siento fatal... Fernando, necesito que me saques de aquí cuanto antes. —Tenía la mirada perdida.

Al verla, Fernando se asustó ante la extrema palidez que mostraba su rostro y su lánguido tono de voz. Se retorció como pudo hasta que consiguió llegar a la salida y, desde allí, la cogió en sus brazos para bajarla hasta el vestíbulo anterior. Una vez allí tumbada, levantó sus pies pensando que se había tratado de una bajada de tensión, y poco a poco empezó a ver que iba mejorando. Ante la dificultad de bajar por aquella escalera transportándola, decidió que lo mejor sería esperar a que se recuperase del todo. Sin haber pasado ni cinco minutos, Lucía trató de compartir las extrañas sensaciones que acababa de tener.

—Fernando, sé que nos enfrentamos a una gran fuerza, superior a cualquier otra que te puedas imaginar. Allí arriba hay una energía especial que me ha atravesado por dentro y que me ha dado un mensaje. Te parecerá una locura, pero algo me ha señalado con claridad mi camino: debo seguir con la misión que Raquel me encomendó, porque he sabido que yo soy la elegida. Te aseguro que si no me hubiese pasado a mí, no lo creería.

Fernando reconoció no haber notado nada especial, aunque intentó comprender su reacción por más que le pareciera de lo más extraña. Lucía recordaba sus propias palabras cuando les había explicado en una ocasión anterior que la última cámara podría haber servido como lugar de iniciación a los monjes —«la linterna de los muertos», como algunos la habían llamado— a un conocimiento superior. Ella se había visto en ese trance. Necesitaba saber más, conocer mejor todo, estar en los mismos sitios donde el profeta había recibido la revelación. Si iba a ser la elegida, necesitaba estar mejor preparada.

—Fernando, arriba he sido consciente del papel que debo cumplir y de que esto no es ninguna broma. Estamos en el centro de un hecho verdaderamente trascendental y yo asumo mi función, pero me es urgente prepararme para ello. —Se incorporó hasta quedarse sentada, le agarró las dos manos y le miró a los ojos como nunca antes lo había hecho—. ¡Necesito ir a Israel lo antes posible y que tú me acompañes! ¡Debo ir ya! Allí he de ver, he de saber, he de entender mejor a lo que me comprometo, y sé que sólo allí encontraré las respuestas. ¡Debes venir conmigo!

Fernando se sintió sin salida. Aunque todo aquello resultase casi imposible de explicar, también conocía su misión, y ésta consistía en protegerla y permanecer a su lado.

—Te acompañaré —le contestó sin ningún asomo de duda.

El vuelo de la compañía israelí El Al iba a tomar tierra a las tres y media de la tarde en el aeropuerto internacional Ben Gurion, de Tel-Aviv. Fernando y Lucía ocupaban dos de las veinte butacas de clase
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mientras terminaban de preparar el programa de visitas que iban a realizar en su breve estancia en Israel. Alquilarían un coche en el aeropuerto para dirigirse por carretera a Jerusalén y pasar la noche allí. Al día siguiente, viajarían hasta el mar Muerto para visitar Qumram y desde allí, tras cruzar la frontera con Jordania, subirían al monte Nebo, para terminar durmiendo la segunda noche en la capital jordana, Ammán. Con ello darían por terminado el viaje y volverían a Madrid.

Ante la premura del viaje, Fernando había buscado por internet los hoteles y alguna otra información necesaria para hacer las reservas de antemano.

Para Fernando no había resultado nada fácil explicar aquel viaje a su hermana Paula, pero mucho menos a Mónica, cuando además le confirmó que no podía acompañarle y tampoco pudo explicar el motivo real de sus actos. Desde luego, el hecho de la inmediatez de su salida, se lo comentó con menos de una semana, y el hacerlo en compañía de Lucía, no contribuyó en nada a que lo aceptara con cierta resignación. Fernando reconocía que las palabras «confianza» y «fe» le estaban quedando ya un tanto desgastadas ante la excesiva frecuencia que de su uso hacía últimamente. Estaba seguro de que Mónica se había sentido fatal, y de que también a él le resultaría difícil olvidar alguna de aquellas frases que le «regaló» antes de su partida.

Aunque en parte lo entendía, no le habían resultado nada esperanzadoras si pensaba tener con ella una relación sólida y con futuro. Tras varios intentos por hacer verle que su decisión no debía afectar a su relación, sólo oyó: «Mira, Fernando, tú sabrás lo que tienes que hacer. No he entendido muchas de las cosas que me has hecho en el pasado; pero voy dándome cuenta de que nunca te entenderé y eso me resulta algo mucho más grave», y también: «Admito que creas que debes ir a hacer no sé qué, pero me cuesta aceptar que sólo pienses en ti y no en mí».

Tras oír aquello, decidió que lo mejor era esperar a su vuelta para enfocar el tema con más tranquilidad, y tal vez desde otro punto de vista.

Las ruedas del Boeing 777 rodaban por la pista del aeropuerto en dirección a la terminal de llegadas internacionales.

Se sintieron algo más tranquilos cuando superaron la dura inspección a la que fueron sometidos todos los viajeros en la aduana por aquellos soldados armados hasta los dientes y con cara de pocos amigos.

Se dirigieron a un aparcamiento para recoger su vehículo alquilado y Lucía se encargó de las funciones de copiloto, provista de un complejo mapa de carreteras. Tras un breve recorrido de apenas cincuenta kilómetros, llegaron a media tarde a las puertas del majestuoso hotel King David, donde habían reservado habitaciones para aquella noche. Decidieron tomarse una relajante ducha antes de ir al centro de la ciudad antigua para dar un paseo por el barrio judío.

—Mañana madrugaremos un poco para ir hacia el mar Muerto, donde están los restos del monasterio de Qumram, el principal legado histórico de nuestros amigos los esenios. He recogido bastante información durante días y ya te comentaré algunos detalles interesantes durante la cena.

Lucía llevaba una camiseta de algodón y unos pantalones cortos para aliviar el intenso calor que estaba casi derritiendo la ciudad. Atravesaban un laberinto de calles que formaban el barrio judío, próximo al Muro de las Lamentaciones, destino al que se dirigían.

—¿Cómo te encuentras ahora, Lucía? Tengo todavía fresco el recuerdo de la Vera Cruz y espero que no tengas que pasar por más experiencias de ese estilo.

La cantidad de gente que recorría aquellas calles les obligaba a ir casi pegados.

—Encantada de estar a solas contigo estos días. —Le lanzó una insinuante mirada, pero volvió a ponerse algo más seria después—. De aquello que me ocurrió, afortunadamente no he vuelto a sentir nada aunque, no sé, supongo que este viaje que tanto deseo me provocará, por qué no decirlo, unas reveladoras y emocionantes sensaciones, y lo digo en el más amplio sentido de la palabra. —Esta vez hizo un interesante quiebro con su mirada, como si lo que estuviese pensando pudiese verlo en un punto indeterminado del aire.

Como se iba haciendo algo tarde, visitaron con bastante rapidez el Muro de las Lamentaciones, donde, como marca la tradición, introdujeron un pequeño papel por una rendija, y de allí se dirigieron por la Vía Dolorosa hacia el Santo Sepulcro y, después de visitarlo, a la ciudadela de David, donde algo cansados buscaron un restaurante para reponer fuerzas.

Con una deliciosa cerveza israelí, en el restaurante Gilly's compartieron una sabrosa degustación de algunos platos típicos de Israel. Lucía pasó casi toda la cena contándole los detalles que conocía acerca de la vida cotidiana de los esenios, cuando éstos residían en el monasterio de Qumram: de sus labores agrícolas y ganaderas, su dedicación al estudio y la copia de antiguos escritos sagrados, su ascetismo de eremitas, pues dormían en cuevas cercanas al recinto principal y, sobre todo, su espíritu comunal y de entrega a los demás.

Llegados a los postres, y casi agotado el tema de los esenios, Fernando quiso romper la seriedad de la conversación.

—¿Se puede saber qué dejaste escrito en aquel papel que colocaste en el muro? —Fernando seguía de lo más intrigado, tras haber hecho numerosas veces aquella misma pregunta.

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