La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento (32 page)

«...El mayordomo, que tenía en cabestrillo el brazo izquierdo, dijo: El diablo me ha hecho asistir a estas nupcias. Ahora tengo, por la virtud divina, los brazos magulagamasados.
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¿Llamáis a esto esponsales? Yo los llamo cagadas de mierda. Por Dios, que éste es el banquete de los Lapitas descrito por el filósofo de Samosata.»
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La ambivalencia propia de las imágenes de este episodio adquiere para Rabelais la forma unitaria de los contrarios: la recién casada ríe mientras llora y llora en tanto ríe.

Otra característica es que recibe golpes (imaginarios en realidad) en las «partes pudendas». Debemos destacar dos ideas en las palabras del mayordomo: en primer lugar el juego de palabras
(fiancailles
y
fiantailler:
esponsales y cagadas) degradante, típico del realismo grotesco, y, en segundo término, la mención del
Banquete
de Luciano. Esta especie de «simposium» descrito por Luciano se parece más a las escenas de banquetes rabelesianos (la que acabamos de mencionar, sobre todo) que las demás variedades antiguas. También el
Banquete
termina en pelea. Debemos considerar, sin embargo, una diferencia esencial: el pugilato de Luciano sólo está simbólicamente ampliado por la fuerza de las imágenes tradicionales y no por la intención deliberada del autor, abstracta, racionalista y hasta un tanto nihilista; en Luciano, en efecto, las imágenes tradicionales se expresan siempre a pesar de la intención del autor, y son, en general, comparativamente más ricas que ésta; se vale de imágenes cuyo peso y valor él mismo ha olvidado casi. Sacaremos ahora algunas conclusiones derivadas del episodio. El acontecimiento puesto en escena tiene carácter de un acto cómico de fiesta popular. Es un juego libre y alegre, pero tienen un sentido profundo. El héroe y el autor del juego es el
tiempo mismo,
el tiempo que destrona, ridiculiza y mata al mundo antiguo (el poder y la concepción antigua), para permitir el nacimiento del nuevo. Este juego comporta un protagonista y un coro que ríe. El protagonista es el representante del mundo antiguo,
embarazado, a punto de dar a luz.
Se le golpea y ridiculiza, pero los golpes son justificados: facilitan el nacimiento del nuevo. Son golpes alegres y armoniosos, y tienen un aire de fiesta. También las groserías son justificadas y alegres. Se adorna al protagonista como víctima cómica (el quisquilloso es arreglado con cintas).

Las imágenes del cuerpo despedazado tienen en esta circunstancia una importancia capital. Cada vez que un quisquilloso es golpeado, el autor hace una descripción anatómica precisa. En este sentido, la escena en la que el tercero y los testigos son golpeados es particularmente detallada. Además de las mutilaciones verdaderas, hay una serie de órganos y partes del cuerpo que están dañadas ficticiamente: espaldas dislocadas, ojos negros, piernas machucadas, brazos aplastados, órganos genitales dañados. Se trata, en cierto modo, de una siembra corporal, o más exactamente de una cosecha corporal. Un fragmento de Empédocles. Una batalla mezclada con la cocina o una mesa de carnicería. Es también el tema de los juramentos e imprecaciones de la plaza pública. Nos limitamos a señalar de paso esta imagen del cuerpo despedazado, cuyo sentido y orígenes serán estudiados en un capítulo especial.

En la descripción de este episodio,
todo está estilizado
de acuerdo al espíritu de las formas cómicas de la fiesta popular. Pero esas formas, elaboradas a lo largo de los siglos, se hallan aquí al servicio de los nuevos objetivos históricos de la época, están imbuidos de una poderosa conciencia histórica y ayudan a penetrar mejor la realidad.

La historia de la «farsa de Villon», relatada por el señor de Basché para ilustrar a sus compañeros, está incluida en este episodio. La examinaremos al final del capítulo.

Ya dijimos que las escenas de crueldad excesiva son similares entre sí en Rabelais: ambivalentes y llenas de alegría. Todo se hace riendo y para reír: «Y todos reían».

Examinaremos brevemente otras dos escenas: en la primera la sangre se transforma en vino; en la segunda, la batalla degenera en banquete y comilona.

La primera es el célebre episodio de la batalla en que el hermano Juan se enfrenta a 13.622 asaltantes en el claustro de la abadía:

«... los apaleó como a puercos, golpeando al derecho y al revés con arreglo a la vieja esgrima... A unos les rompía el cráneo, a otros los brazos y las piernas, a otros les dislocaba las vértebras del cuello, les molía los riñones, les hundía la nariz, les sepultaba los ojos, les hendía las mandíbulas, les hacía tragar los dientes, les descoyuntaba los omóplatos, les tronchaba las piernas, les partía la pelvis y les fracturaba los brazos y las piernas...»

«...Si alguno trataba de esconderse entre los setos, le asestaba un palo a lo largo de la espalda y le rompía los riñones como a un perro.

»Si alguno trataba de salvarse huyendo, le hacía volar en pedazos la cabeza partiéndola por la comisura de la boca.

»Si alguno quería huir trepando a un árbol, cuando se creía más seguro, le metía un palo en el culo.

»Si alguno, con extraordinaria temeridad, quería hacerle frente, mostraba él la fuerza de sus músculos porque le traspasaba el pecho por el pulmón y el corazón. A otros, atacándoles por las costillas falsas, les daba vuelta el estómago y morían súbitamente, y a otros les golpeaba con tanto furor en el ombligo que les hacía saltar las tripas...» «Creed que jamás se ha visto espectáculo tan horrible.»
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Se trata de una verdadera cosecha corporal.

Cuando los frailuchos acuden en su auxilio, el hermano Juan les ordena ultimar a los heridos:

«Y dejando sus amplias capas colgadas de una parra cercana, comenzaron a degollar y a rematar a los moribundos. ¿Sabéis con qué herramienta? Pues con unos lindos cuchillitos, que los niños de nuestro país usan para partir las nueces.»
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El hermano Juan emprende esta horrible masacre para salvar el vino nuevo. El sangriento episodio rebosa de alegría. Son las «viñas» de Dionisos, las «vendimias».

Además, la escena transcurre a fines del verano. Los cuchillitos de los frailuchos nos dejan entrever detrás de la roja papilla de carne humana destrozada, las cubas llenas del «mosto septembrino», del que tanto habla Rabelais. Es la transformación de la sangre en vino.
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Volvamos al segundo episodio. En el
Libro Segundo,
cap. XXV, Rabelais relata cómo Pantagruel y sus cuatro compañeros derrotaron a los 660 caballos del rey Anarche. Gracias a la ingeniosa idea de Panurgo, asaron a sus enemigos en regueros de pólvora. Poco después se iniciaba la fiesta. Carpalim trae una cantidad formidable de caza:

«En seguida Epistemón hizo, en nombre de las nueve musas, nueve hermosos ganchos de madera a la antigua; Eusthenes les ayudó a despellejar y Panurgo, entre tanto, recogió algunas armas de los caballeros muertos para que sirvieran de asadores; al prisionero le encomendaron las tareas culinarias y en
el fuego en el que ardían los caballeros cocinaron la caza.»

Así, el fuego en el que habían quemado a sus enemigos se transforma en el alegre hogar de la cocina, en que asan una enorme cantidad de piezas de caza. El carácter carnavalesco de ese fuego de leña y de la combustión de los caballeros (es así como se hace arder al muñeco que representa al invierno, la muerte y el año viejo), seguido por el «gran festín», se aclara perfectamente si se considera el fin del episodio.

Pantagruel y sus compañeros deciden erigir un trofeo en el lugar del combate y del festín. El primero clava un poste del que cuelgan una espada, espuelas, una manopla de hierro, una cota de malla y polainas. En la «inscripción de la victoria» grabada en el poste, Pantagruel celebra la victoria de la inteligencia humana sobre las pesadas armaduras (gracias a un astuto empleo de la pólvora los cinco amigos lograron acabar con los caballeros). Panurgo, por su parte, levanta un segundo poste del que cuelga los trofeos del festín: cuerno, pieles y patas de chivo, orejas de liebre, alas de avutarda y un frasquito de vinagre, un cuerno lleno de sal, un asador, una mechera, un caldero, un jarro, un salero y un cubilete. En otra inscripción se celebra el festín y se da al mismo tiempo una receta de cocina.
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Estos dos postes expresan perfectamente el carácter ambivalente del sistema de imágenes de la fiesta popular. El tema histórico de la
victoria de la pólvora sobre las armaduras de los caballeros y los muros de los castillos
(tema tratado por Pushkin en las
Escenas del tiempo de los caballeros),
o sea la victoria del espíritu inventivo sobre la fuerza bruta y primitiva es tratada desde un punto de vista carnavalesco. Esa es la razón por la cual el segundo trofeo consiste en utensilios de cocina: asadores, mecheros, cacharros, etc. La desaparición del antiguo régimen y la alegre comilona se convierten en una misma cosa: la hoguera se transforma en hogar de cocina. El fénix de lo nuevo renace entre las cenizas de lo viejo.

Recordemos en este sentido el episodio de Panurgo entre los turcos; al caer en sus manos está a punto de ser sacrificado en la hoguera, pero escapa de una manera casi milagrosa. El episodio es una inversión paródica del martirio y del milagro. Panurgo es ensartado y asado vivo, después de ser mechado a causa de su delgadez. La hoguera del martirio se transforma en un hogar de cocina. Un milagro lo salva
in extremis
y entonces es él quien asa a su verdugo. El episodio concluye con un elogio del asado a la parrilla.
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Así, la sangre se transforma en vino, la batalla cruel y la muerte atroz en alegre festín, y la hoguera del sacrificio en hogar de cocina.
Las batallas sangrientas, los despedazamientos, los sacrificios en la hoguera, los golpes, las palizas, las imprecaciones e insultos, son arrojados al seno del «tiempo feliz» que da la muerte y la vida, que impide la perpetuación de lo antiguo y no cesa de engendrar lo nuevo y lo joven.

Esta concepción del tiempo no es una idea abstracta en Rabelais, sino un pensamiento «inmanente» que proviene del sistema tradicional de imágenes de la fiesta popular. Si bien no fue quien creó esta concepción, gracias a él dicho sistema se elevó a un grado superior de desarrollo histórico.

Pero ¿no serán esas imágenes, en suma, los restos de una tradición muerta y restrictiva? Y esas cintas que se atan a los brazos de los quisquillosos apaleados, las peleas y los porrazos sin fin, los cuerpos despedazados y los trastos de cocina ¿no serán los restos, privados de sentido, de concepciones antiguas degradadas al rango de formas muertas, de lastre inútil que impide ver y describir la realidad de la época? Esta hipótesis no tiene fundamento alguno. El sistema de imágenes de la fiesta popular se formó y existió durante milenios, y en el curso de este proceso hubo, inevitablemente,
escorias y sedimentos muertos
de la vida cotidiana, las creencias y los prejuicios. Pero, en lo fundamental, el sistema tendió a ampliarse y se enriqueció con un
sentido nuevo
al absorber las
nuevas experiencias e ideas populares,
se modificó en el crisol de la experiencia popular. El lenguaje de las imágenes se refinó al adquirir nuevos matices.

Gracias a esto, las imágenes de la fiesta popular pudieron convertirse en un arma poderosa para el dominio artístico de la realidad, y sirvieron de base a un realismo verdaderamente amplio y profundo. Estas imágenes ayudan a captar la realidad no en forma naturalista, instantánea, hueca, desprovista de sentido, sino en un proceso evolutivo cargado del mismo, así como de orientación. De allí provienen el universalismo profundo y el optimismo lúcido del sistema de imágenes de la fiesta popular.

En Rabelais, ese sistema tiene una vida intensa, actual y plenamente consciente; vive íntegramente, desde el principio al fin, hasta en los detalles más ínfimos, en las cintas multicolores que adornan los brazos del quisquilloso apaleado, la jeta roja del primer quisquilloso, la cruz de madera con flores de lis marchitas que usa el hermano Juan, su mismo sobrenombre de «Entommeure». No hay algún fragmento neutro o exento de sentido, todo está lleno de malos, actual y unitario. La
conciencia
artística, responsable y clara (aunque no estrechamente racional) está presente en cada detalle.

Esto no significa, por supuesto, que cada detalle haya sido inventado, considerado y analizado en la conciencia artística
abstracta
del autor. No, Rabelais domina muy bien su estilo artístico, el gran estilo de las formas de la fiesta popular; y es la lógica de este estilo carnavalesco la que sugiere la jeta roja del quisquilloso, su alegre resurrección después de los golpes, la comparación con uno o dos reyes. Es muy difícil que el pensamiento abstracto haya podido elegir y pesar cada detalle. Al igual que sus contemporáneos, Rabelais vivía aún en el universo de esas formas, respiraba su atmósfera, dominaba perfectamente su lenguaje, de modo que el control permanente de la conciencia abstracta era superfluo.

Ya hemos explicado el vínculo que une los golpes, los insultos y el destronamiento. En Rabelais, las groserías no son nunca invectivas personales; son universales y apuntan, en definitiva, hacia objetivos elevados. Rabelais descubre un rey, un ex-rey o un pretendiente al trono en cada individuo apaleado e injuriado. Al mismo tiempo, las figuras de los destronados son perfectamente reales y vivas, como lo son esos quisquillosos, siniestros, hipócritas y calumniadores a quienes golpea, ahuyenta e insulta. Esos personajes son escarnecidos, injuriados y apaleados porque representan individualmente el poder y la concepción agonizante: las ideas, el derecho, la fe, las virtudes dominantes. Este antiguo régimen y esta concepción vieja aspiran al absolutismo, a un valor extratemporal.

Por ello, los defensores de la antigua verdad y del régimen antiguo son tan hoscos y serios, no saben ni quieren reír (los aguafiestas); sus discursos son imponentes, acusan a sus enemigos personales de ser enemigos de la verdad eterna, y los amenazan con la muerte eterna. El poder y la concepción dominantes no se reflejan en el espejo del tiempo, por lo que no pueden ver sus puntos de partida, sus límites y fines, su rostro viejo y ridículo, la estupidez de sus pretensiones a la eternidad y la inmutabilidad. Los representantes del viejo poder y de la antigua concepción cumplen su función con un aire serio y grave, en tanto que los espectadores ríen desde hace rato. Pero ellos siguen con el mismo tono grave, majestuoso y temible de los monarcas y heraldos de la «verdad eterna», sin comprender que el paso del tiempo los ha vuelto ridículos y ha transformado la antigua concepción y el antiguo poder en títeres de carnaval, en fantoches cómicos que el pueblo desgarra entre raptos de risa en la plaza pública.
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Rabelais ajusta las cuentas de modo despiadado, cruel y
alegre
a esos muñecos. En realidad, el verdugo es el
tiempo feliz,
en nombre del cual habla nuestro autor. No difama a los vivos, les permite actuar solos, pero antes les obliga a quitarse su ropaje real o su suntuosa hopalanda de mascarada de la Sorbona, de heraldo de la verdad divina. Se muestra incluso dispuesto a ofrecerles una covacha en el fondo de un patio y un mortero donde machacar cebolla que servirá para preparar la salsa verde, como hace con el rey Anarche, o tela para confeccionar calzas nuevas, una escudilla para comer la sopa, o salchichas y leña como las que ofrece a maese Janotus de Bragmardo.

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