La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento (5 page)

Pero, con todo, los cuerpos y los objetos comienzan a adquirir en Cervantes un carácter privado y personal, y por lo tanto se empequeñecen y se domestican, son rebajados al nivel de accesorios inmóviles de la vida cotidiana individual, al de objetos de codicia y posesión egoísta. Ya no es lo inferior positivo, capaz de engendrar la vida y renovar, sino un obstáculo estúpido y moribundo que se levanta contra las aspiraciones del ideal. En la vida cotidiana de los individuos aislados las imágenes de lo «inferior» corporal sólo conservan su valor negativo, y pierden casi totalmente su fuerza positiva; su relación con la tierra y el cosmos se rompe y las imágenes de lo «inferior» corporal quedan reducidas a las imágenes naturalistas del erotismo banal. Sin embargo, este proceso sólo está en sus comienzos en Cervantes.

Este aspecto secundario de la vida que se advierte en las imágenes materiales y corporales, se une al primero en una unidad compleja y contradictoria. Es la vida noble, intensa y contradictoria de esas imágenes lo que otorga su fuerza y su realismo histórico superior. Esto constituye el drama original del principio material y corporal en la literatura del Renacimiento: el cuerpo y las cosas son sustraídas a la tierra engendradora y apartadas del cuerpo universal al que estaban unidos en la cultura popular.

En la conciencia artística e ideológica del Renacimiento, esta ruptura no ha sido aún consumada por completo; lo «inferior» material y corporal cumple aún sus funciones significadoras, y degradantes, derrocadoras y regeneradoras a la vez. Los cuerpos y las cosas individualizados, «particulares», se resisten a ser dispersados, desunidos y aislados; el realismo del Renacimiento no ha cortado aún el cordón umbilical que los une al vientre fecundo de la tierra y el pueblo. El cuerpo y las cosas individuales no coinciden aún consigo mismo, no son idénticos a sí mismos, como en el realismo naturalista de los siglos posteriores; forman parte aún del conjunto corporal creciente del mundo y sobrepasan por lo tanto los límites de su individualismo; lo privado y lo universal están aún fundidos en una unidad contradictoria. La visión carnavalesca del mundo es la base profunda de la literatura del Renacimiento.

La complejidad del realismo renacentista no ha sido aún aclarada suficientemente. Son dos las concepciones del mundo que se entrecruzan en el realismo renacentista: la primera deriva de la cultura cómica popular; la otra, típicamente burguesa, expresa un modo de existencia preestablecido y fragmentario. Lo que caracteriza al realismo renacentista es la sucesión de estas dos líneas contradictorias. El principio material del crecimiento, inagotable, indestructible, superabundante y eternamente riente, destronador y renovador, se asocia contradictoriamente al «principio material» falsificado y rutinario que preside la vida de la sociedad clasista.

Es imprescindible conocer el realismo grotesco para comprender el realismo del Renacimiento, y otras numerosas manifestaciones de los períodos posteriores del realismo. El campo de la literatura realista de los tres últimos siglos está prácticamente cubierto de fragmentos embrionarios del realismo grotesco, fragmentos que a veces, a pesar de su aislamiento, son capaces de cobrar su vitalidad. En la mayoría de los casos se trata de imágenes grotescas que han perdido o debilitado su polo positivo, su relación con un universo en evolución. Únicamente a través de la comprensión del realismo grotesco es posible comprender el verdadero valor de esos fragmentos o de esas formas más o menos vivientes.

La imagen grotesca caracteriza un fenómeno en proceso de cambio y metamorfosis incompleta, en el estadio de la muerte y del nacimiento, del crecimiento y de la evolución. La actitud respecto al
tiempo y la evolución,
es un rasgo constitutivo (o determinante) indispensable de la imagen grotesca. El otro rasgo indispensable, que deriva del primero, es su
ambivalencia, los dos polos del cambio: el nuevo y el antiguo, lo que muere y lo que nace, el comienzo y el fin de la metamorfosis,
son expresados (o esbozados) en una u otra forma.

Su actitud con relación al tiempo, que está en la base de esas formas, su percepción y la toma de conciencia con respecto a éste durante su desarrollo en el curso de los milenios, sufren como es lógico una evolución y cambios sustanciales. En los períodos iniciales o arcaicos del grotesco, el tiempo aparece como una simple yuxtaposición (prácticamente simultánea) de las dos fases del desarrollo: principio y fin: invierno-primavera, muerte-nacimiento. Esas imágenes aún primitivas se mueven en el círculo biocósmíco del ciclo vital productor de la naturaleza y el hombre. La sucesión de las estaciones, la siembra, la concepción, la muerte y el crecimiento, son los componentes de esta vida productora. La noción implícita del tiempo contenida en esas antiquísimas imágenes, es la noción del tiempo cíclico de la vida natural y biológica.

Pero es evidente que las imágenes grotescas no permanecen en ese estadio primitivo. El sentimiento del tiempo y de la sucesión de las estaciones se amplía, se profundiza y abarca los fenómenos sociales e históricos; su carácter cíclico es superado y se eleva a la concepción histórica del tiempo. Y entonces las imágenes grotescas, con su ambivalencia y su actitud fundamental respecto a la sucesión de las estaciones, se convierten en el medio de expresión artístico e ideológico de un poderoso sentimiento de la historia y de sus contingencias, que surge con excepcional vigor en el Renacimiento.

Sin embargo, incluso en este estadio, y sobre todo en Rabelais, las imágenes grotescas conservan una naturaleza original, se diferencian claramente de las imágenes de la vida cotidiana, pre-establecidas y perfectas. Son imágenes ambivalentes y contradictorias, y que, consideradas desde el punto de vista estético «clásico», es decir de la estética de la
vida cotidiana preestablecida y perfecta,
parecen deformes, monstruosas y horribles.
La nueva concepción histórica
que las incorpora les confiere un sentido diferente, aunque conservando su contenido y materia tradicional: el coito, el embarazo, el alumbramiento, el crecimiento corporal, la vejez, la disgregación y el despedazamiento corporal, etc., con toda su materialidad inmediata, siguen siendo los elementos fundamentales del sistema de imágenes grotescas. Son imágenes que se oponen a las clásicas del cuerpo humano perfecto y en plena madurez, depurado de las escorias del nacimiento y el desarrollo.

Entre las célebres figuras de terracota de Kertch, que se conservan en el Museo Ermitage de Leningrado, se destacan
ancianas embarazadas
cuya vejez y embarazo son grotescamente subrayados. Recordemos además, que esas ancianas embarazadas ríen.
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Este es un tipo de grotesco muy característico y expresivo, un grotesco ambivalente: es la muerte encinta, la muerte que concibe. No hay nada perfecto, estable ni apacible en el cuerpo de esas ancianas. Se combinan allí el cuerpo descompuesto y deforme de la vejez y el cuerpo todavía embrionario de la nueva vida. La vida es descubierta en su proceso ambivalente, interiormente contradictorio. No hay nada perfecto ni completo, es la quintaesencia de lo incompleto. Esta es precisamente la concepción grotesca del cuerpo.

A diferencia de los cánones modernos, el cuerpo grotesco no está separado del resto del mundo, no está aislado o acabado ni es perfecto, sino que sale fuera de sí, franquea sus propios límites. El énfasis está puesto en las partes del cuerpo en que éste se abre al mundo exterior o penetra en él a través de orificios, protuberancias, ramificaciones y excrecencias tales como la boca abierta, los órganos genitales, los senos, los falos, las barrigas y la nariz. En actos tales como el coito, el embarazo, el alumbramiento, la agonía, la comida, la bebida y la satisfacción de las necesidades naturales, el cuerpo revela su esencia como principio en crecimiento que traspasa sus propios límites. Es un cuerpo eternamente incompleto, eternamente creado y creador, un eslabón en la cadena de la evolución de la especie, o, más exactamente, dos eslabones observados en su punto de unión, donde el uno entra en el otro. Esto es particularmente evidente con respecto al período arcaico del grotesco.

Una de las tendencias fundamentales de la imagen grotesca del cuerpo consiste en exhibir
dos cuerpos en uno:
uno que da la vida y desaparece y otro que es concebido, producido y lanzado al mundo. Es siempre un cuerpo en estado de embarazo y alumbramiento, o por lo menos listo para concebir y ser fecundado con un falo u órganos genitales exagerados. Del primero se desprende, en una u otra forma, un cuerpo nuevo.

En contraste con las exigencias de los cánones modernos, el cuerpo tiene siempre una edad muy cercana al nacimiento y la muerte: la primera infancia y la vejez, el seno que lo concibe y el que lo amortaja —se acentúa la proximidad al vientre y a la tumba—. Pero en sus límites, los dos cuerpos se funden en uno solo. La individualidad está en proceso de disolución; agonizante, pero aún incompleta; es un cuerpo simultáneamente en el umbral de la tumba y de la cuna, no es un cuerpo único, ni tampoco son dos; dos pulsos laten dentro de él: uno de ellos, el de la madre, está a punto de detenerse.

Además, ese cuerpo abierto e incompleto (agonizante-naciente-o a punto de nacer) no está estrictamente separado del mundo: está enredado con él, confundido con los animales y las cosas. Es un cuerpo cósmico y representa el conjunto del mundo material y corporal, concebido como lo «inferior» absoluto, como un principio que absorbe y da a luz, como una tumba y un seno corporales, como un campo sembrado cuyos retoños han llegado a la senectud.

Estas son, simplificadas, las líneas directrices de esta concepción original del cuerpo. Esta alcanza su perfección en la obra genial de Rabelais, en tanto que en otras obras literarias del Renacimiento se debilita y se diluye. La misma concepción preside el arte pictórico de Jerónimo Bosch y Brueghel el Viejo. Elementos de la misma se encuentran ya en los frescos y los bajorrelieves que decoraban las catedrales y a veces incluso las iglesias rurales de los siglos
XII
y
XIII
.
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Esta imagen del cuerpo ha sido desarrollada en diversas formas en los espectáculos y fiestas populares de la Edad Media; fiestas de los bobos, cencerradas, carnavales, fiesta del Cuerpo Divino en su aspecto público y popular, en las diabluras-misterios, las gangarillas y las farsas. Esta era la única concepción del cuerpo que conocía la cultura popular y del espectáculo.

En el dominio de lo literario, la parodia medieval se basa completamente en la concepción grotesca del cuerpo. Esta concepción estructura las imágenes del cuerpo en la enorme masa de leyendas y obras asociadas a las «maravillas de la India» y al mar céltico y sirve también de base a las imágenes corporales en la inmensa literatura de las visiones de ultratumba, en las leyendas de gigantes, en la epopeya animal, las fábulas y bufonadas alemanas.

Además esta concepción del cuerpo influye en las groserías, imprecaciones y juramentos, de excepcional importancia para la comprensión de la literatura del realismo grotesco.

Estos elementos lingüísticos ejercieron una influencia organizadora directa sobre el lenguaje, el estilo y la construcción de las imágenes de esa literatura. Eran fórmulas dinámicas, que expresaban la verdad con franqueza y estaban profundamente emparentadas por su origen y sus funciones con las demás formas de «degradación» y «reconciliación con la tierra» pertenecientes al realismo grotesco renacentista. Las groserías y obscenidades modernas han conservado las supervivencias petrificadas y puramente negativas de esta concepción del cuerpo. Estas groserías, o el tipo de expresiones tales como «vete a...» humillan al destinatario, de acuerdo con el método grotesco, es decir, lo despachan al lugar «inferior» corporal absoluto, a la región genital o a la tumba corporal (o infiernos corporales) donde será destruido y engendrado de nuevo.

En las groserías contemporáneas no queda nada de ese sentido ambivalente y regenerador, sino la negación pura y llana, el cinismo y el insulto puro; dentro de los sistemas significantes y de valores de las nuevas lenguas esas expresiones están totalmente aisladas (también lo están en la organización del mundo): quedan los fragmentos de una lengua extranjera en la que antaño podía decirse algo, pero que ahora sólo expresa insultos carentes de sentido. Sin embargo, sería absurdo e hipócrita negar que conservan no obstante un cierto encanto (sin ninguna referencia erótica por otra parte). Parece dormir en ellas el recuerdo confuso de la cosmovisión carnavalesca y sus osadías. Nunca se ha planteado correctamente el problema de su indestructible vitalidad lingüística.

En la época de Rabelais las groserías y las imprecaciones conservaban aún, en el dominio de la lengua popular de la que surgió su novela, la significación integral y sobre todo su polo positivo y regenerador. Eran expresiones profundamente emparentadas con las demás formas de degradaciones, heredadas del realismo grotesco, con los disfraces populares de las fiestas y carnavales, con las imágenes de las diabluras y de los infiernos en la literatura de las peregrinaciones, con las imágenes de las gangarillas, etc. Por eso estas expresiones podían desempeñar un rol primordial en su obra.

Es preciso señalar especialmente la expresión estrepitosa que asumía la concepción grotesca del cuerpo en las peroratas de feria y en la boca del cómico en la plaza pública en la Edad Media y en el Renacimiento. Por estos medios, esta concepción se transmitió hasta la época actual en sus aspectos mejor conservados: en el siglo
XVII
sobrevivía en las farsas de Tabarin, en las burlas de Turlupin y otros fenómenos análogos. Se puede afirmar que la concepción del cuerpo del realismo grotesco y folklórico sobrevive hasta hoy (por atenuado y desnaturalizado que sea su aspecto) en varias formas actuales de lo cómico que aparecen en el circo y en los artistas de feria.

Esta concepción, de la que acabamos de dar una introducción preliminar, se encuentra evidentemente en contradicción formal con los cánones literarios y plásticos de la Antigüedad «clásica»
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que han sido la base de la estética del Renacimiento.

Esos cánones consideran al cuerpo de manera completamente diferente, en otras etapas de su vida, en relaciones totalmente diferentes con el mundo exterior (no corporal). Dentro de estos cánones el cuerpo es ante todo algo rigurosamente acabado y perfecto. Es, además, algo aislado, solitario, separado de los demás cuerpos y cerrado. De allí que este canon elimine todo lo que induzca a pensar en algo no acabado, todo lo relacionado con su crecimiento o su multiplicación: se cortan los brotes y retoños, se borran las protuberancias (que tienen la significación de nueva vástagos y yemas), se tapan los orificios, se hace abstracción del estado perpetuamente imperfecto del cuerpo y, en general, pasan desapercibidos el alumbramiento, la concepción y la agonía. La edad preferida es la que está situada lo más lejos posible del seno materno y de la tumba, es decir, alejada al máximo de los «umbrales» de la vida individual. El énfasis está puesto en la individualidad acabada y autónoma del cuerpo en cuestión. Se describen sólo los actos efectuados por el cuerpo en el mundo exterior, actos en los cuales hay fronteras claras y destacadas que separan al cuerpo del mundo y los actos y procesos intracorporales (absorción y necesidades naturales) no son mencionados. El cuerpo individual es presentado como una entidad aislada del cuerpo popular que lo ha producido.

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