Read La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento Online
Authors: Mijail Bajtin
Rabelais dio a estas ideas una expresión teórica casi directa en la célebre carta de Gargantúa a Pantagruel (Libro II, cap. VIII). Examinemos el fragmento correspondiente:
«Entre los dones, gracias y prerrogativas con los que el soberano creador, Dios todopoderoso, ha adornado y dotado a la naturaleza humana en sus inicios, me parece singular y excelente aquélla por la cual puedes, siendo mortal, adquirir una especie de inmortalidad, y, en el curso de tu vida transitoria, perpetuar tu nombre y tu simiente. Y ha de hacerse por línea nuestra directa en legítimo matrimonio...
»No sin justa causa doy gracias a Dios, mi guardador, por haberme permitido ver cómo mi vejez florece en tu juventud, pues cuando por su voluntad, que rige y gobierna todo, mi alma abandone esta morada humana, no creeré haber muerto del todo, sino que paso de un lugar a otro, puesto que a través de ti permaneceré en mi imagen visible en este mundo, viviendo, viendo y conversando entre gentes de honor y amigos míos...»
Este episodio está escrito en el estilo retórico y elevado de la época. Son las palabras librescas de un humanista que parece perfectamente fiel ante la Iglesia católica, palabras subordinadas a todas las reglas verbales oficiales, a todas las convenciones de la época. El tono, el estilo un poco arcaico, los términos y expresiones rigurosamente correctos y píos no contienen la menor alusión a la plaza pública, que rige lo esencial del léxico de la obra. Esta carta, que parece salida de otro universo verbal, es una muestra del lenguaje oficial de la época.
Sin embargo, su contenido está lejos de corresponder a las concepciones religiosas oficiales. A pesar de la devoción extrema de los giros que comienzan y terminan casi todos los parágrafos, los pensamientos que desarrollan sobre la inmortalidad terrestre relativa se sitúan en una dimensión distinta a la doctrina religiosa de la inmortalidad del alma.
Rabelais no parece negar la inmortalidad del alma fuera del cuerpo, la acepta como algo perfectamente natural. Lo que le interesa es otra inmortalidad relativa, («especie de inmortalidad»), ligada al cuerpo, a la vida terrestre, accesible a la experiencia viviente. Se trata de la inmortalidad de la semilla, del hombre, de las acciones y de la cultura humanas. La proclamación de esta inmortalidad relativa y su definición son tales, que la inmortalidad del alma fuera del cuerpo se encuentra totalmente despreciada. Rabelais no organiza en absoluto una perpetuación estática de la vieja alma que ha dejado el cuerpo caduco en el más allá, donde no podrá en adelante, ampliarse ni desarrollarse en la tierra. El quiere verse a sí mismo, ver su vejez y su caducidad reflorecer en la nueva juventud de sus hijos, nietos y biznietos. Su fisonomía terrestre visible, cuyos rasgos se conservan en sus descendientes, le es bastante cara. Quiere, gracias a la persona de estos últimos, permanecer «en el mundo de los vivos» y vivir entre sus excelentes amigos.
En otras palabras, quiere perpetuar lo terrestre sobre la tierra, conservar todos los valores terrestres de la vida: su belleza física, su juventud dilatada, la alegría de los amigos. Quiere continuar viviendo y conservando estos valores para las otras generaciones; quiere perpetuar no la situación estática del alma bendecida, sino también la alternancia de la vida, las renovaciones perpetuas, a fin de que la vejez y la caducidad florezcan en una nueva juventud. Notemos esta formulación extremadamente característica de Rabelais; no dice que la juventud de los hijos vendrá a reemplazar la vejez del padre, pues esta expresión alejaría al hijo del padre, la juventud de la vejez, los opondría como dos fenómenos estáticos y cerrados.
La imagen rabelesiana es bi-corporal; dice: «mi canosa vejez volverá a florecer en tu juventud».
Ofrece una traducción, en el lenguaje retórico, cercano al espíritu del original, de la imagen grotesca y popular, de la vejez preñada o de la muerte dando a luz. La expresión rabelesiana señala la unidad ininterrumpida, pero contradictoria, del proceso de la vida que no desaparece con la muerte, sino al contrario, triunfa sobre ella, pues la muerte es el rejuvenecimiento de la vida.
Señalemos otro giro del pasaje en cuestión: Gargantúa escribe: «Cuando mi alma deje esta morada humana, no creeré haber muerto del todo, sino que paso de un lugar a otro...»
Se podría creer que el «yo» no muere, justamente porque, con el alma que deja el cuerpo, se eleva a las moradas montañosas «de un lugar a otro». En realidad, el destino del alma que deja el cuerpo no interesa a Gargantúa; el cambio de morada concierne a la tierra, al espacio terrestre; es la existencia terrestre, el destino de su hijo y, a través de su persona, la vida y el destino de todas las generaciones futuras lo que realmente le interesa. La vertical de la elevación del alma que ha dejado el cuerpo es eliminada por completo; surge la horizontal corporal y terrestre que transporta de una morada a otra, del viejo cuerpo al joven, de una generación a otra, del presente al futuro.
Rabelais no hace alusión a la renovación, al rejuvenecimiento biológico del hombre en las generaciones siguientes. Para él, el aspecto biológico es inseparable de los aspectos social, histórico y cultural. La vejez del padre florece en la juventud del hijo no al mismo nivel, sino en un grado diferente, nuevo y superior, de la evolución histórica y cultural de la humanidad. Al regenerarse, la vida no se repite, se perfecciona. En la continuación de su carta, Gargantúa señala el gran trastorno que se ha operado en el curso de su vida: «...pero, por la bondad divina, la luz y la dignidad fueron restituidas a las letras, y en ellas veo tal progreso que, ahora, sería admitido con dificultad en la primera clase de los pequeños escolares, yo, que a mi edad viril era reputado, (no sin razón), como el más sabio de dicho siglo.»
Advirtamos ante todo la conciencia perfectamente clara, típica de Rabelais, de la perturbación histórica que se está operando, del cambio brutal de los tiempos, del advenimiento de una nueva edad. Expresa esta sensación en otras partes del libro con ayuda del sistema de imágenes de la fiesta popular: año nuevo, primavera, martes de carnaval; en su epístola, le da una expresión teórica clara y precisa.
La idea del carácter particular del rejuvenecimiento humano está formulada con una sorprendente precisión. El hijo no se contenta con repetir la juventud de su padre. Los conocimientos de éste último, que pasa por ser uno de los hombres más instruidos de su tiempo, son insuficientes para ingresar en la primera clase de la escuela primaria, es decir que son más reducidos que los de un niño de la nueva generación, de la nueva época. El progreso cultural e histórico de la humanidad se mueve incansablemente hacía adelante, gracias a lo cual, la juventud de cada generación es enteramente nueva, superior, porque se sitúa en un escalón nuevo y superior del desarrollo cultural. No es de ningún modo la juventud de un animal que repite simplemente la de las generaciones anteriores, es la juventud del hombre histórico, creciente.
La imagen de la vejez, que florece en una nueva juventud, recibe una coloración histórica. Es el rejuvenecimiento, no del individuo biológico sino del hombre histórico y, por consiguiente, de la cultura.
Habrá que esperar dos siglos y medio para que la idea de Rabelais sea retomada, y no precisamente bajo la mejor forma, por Herder en su doctrina del rejuvenecimiento de la cultura humana con la juventud de cada nueva generación. La experiencia de justificación de la muerte intentada por Herder, en razón de su naturaleza idealista y de su optimismo ligeramente forzado, cede ante la justificación incondicional rabelesiana de la vida que incluye la muerte.
Señalemos que la idea del perfeccionamiento del hombre está totalmente separada de la ascensión vertical. Es el triunfo de la nueva horizontal del movimiento hacia adelante en el espacio y el tiempo reales. El perfeccionamiento del hombre se obtiene no por una elevación del alma individual hacia las esferas jerárquicas superiores, sino en el proceso histórico de desarrollo de la humanidad.
En Rabelais, la imagen de la muerte está exenta de todo matiz trágico y espantoso. La muerte es un momento indispensable en el proceso de crecimiento y de renovación del pueblo, es la otra cara del nacimiento.
Rabelais expresa de manera muy clara, aunque un poco racionalizada y exterior, esta actitud ante la muerte-nacimiento, en el tercer capítulo de
Pantagruel,
en el que Gargantúa pierde a su mujer y tiene un hijo al mismo tiempo, luego de lo cual se encuentra muy confundido: «...y la duda que turbaba su entendimiento era la de saber si debía llorar por el duelo de su mujer, o reír por la alegría de su hijo.»
Gargantúa, alternativamente, «lloraba como una vaca» o, cuando Pantagruel le volvía a la memoria, exclamaba:
«Oh, mi pequeño, mi cojoncito, pedito mío, qué lindo eres, y cuánto le agradezco a Dios que me haya dado un hijo tan bello, tan alegre, tan risueño, tan guapo. ¡Oh, oh, oh qué contento estoy! ¡Bebamos! ¡Fuera toda melancolía! Traed lo mejor, limpiad los vasos, poned el mantel, echad a esos perros, soplad el fuego, encended la vela, cerrad esa puerta, cortad el pan para la sopa, arrojad a esos pobres y dadles lo que pidan, traedme mi ropa, yo me pondré el jubón para celebrar mejor a los comensales.
»Al decir esto, oyó la letanía y los mementos de los monjes que llevaban a enterrar a su mujer.»
El nacimiento y la muerte se cruzan así. La muerte es la otra cara del nacimiento. Gargantúa no sabe si debe llorar o reír. Finalmente, es la alegría de la renovación lo que le embarga. Gargantúa acoge con un alegre festín el triunfo de la vida; hay en esto último, como en todo el mundo rabelesiano, un elemento de porvenir utópico. Todo lo que es extraño al regocijo del banquete debe ser alejado; tanto mendigos como perros; el banquete debe ser universal. Los vestidos son cambiados («traedme mi ropa, yo me pondré el jubón»). Encontramos incluso una parodia de la liturgia de la Cena, vino, pan, mantel adecuado, velas encendidas, puertas cerradas. Pero lo que se celebra ante todo es el verdadero triunfo de la vida que nace y vence a la muerte.
La asociación de la muerte y de la risa es sumamente característica del sistema rabelesiano de imágenes. El episodio del maestro Janotus de Bragmardo termina con este párrafo:
«El sofista no había dado fin a su oración, cuando Pornócrates y Eudemón estallaron en tan feroces y desaforadas risas que creyeron entregar el alma a Dios, ni más ni menos como le ocurrió a Craso, viendo a un asno que comía cardos, o como a Filemón, al ver a otro asno comiendo los higos que tenía listos para la comida, pues ambos murieron a fuerza de reír. Con ellos comenzó a reír el maestro Janotus, a cual más y mejor, tanto que las lágrimas vinieron a sus ojos por el ímpetu de las sacudidas y la agitación de la substancia cerebral, de la que fueron exprimidas estas humedades lacrimales, derivando sobre los nervios ópticos. En lo cual ellos parecían un Demócrito heraclitizado o un Heráclito democritizando.»
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Morir de risa
es una de las variantes de la
muerte festiva.
Rabelais vuelve a menudo a las imágenes de la muerte alegre. En el capítulo X de
Gargantúa,
enumera las formas de morir de felicidad o alegría. Estas muertes están tomadas de fuentes antiguas. De Aulo Gelio proviene, por ejemplo, la de Diagor, cuyos tres hijos han ganado los Juegos Olímpicos: él muere de alegría en el instante en que sus hijos victoriosos le colocan sus coronas sobre la cabeza, y mientras el pueblo lo cubre de flores. De Plinio, Rabelais tomó la muerte del lacedemonio Quilón, quien también muere de alegría tras la victoria de su hijo en los Juegos Olímpicos.
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Enumera un total de nueve casos. En el mismo capítulo ofrece —citando a Galeno— una explicación fisiológica del fenómeno.
En el capítulo XXI del
Tercer Libro,
pone en escena la alegre agonía de Raminagrobis. Cuando Panurgo y sus compañeros llegan a su alojamiento, «encontraron al buen viejo en agonía con el rostro alegre, el gesto despejado y la mirada luminosa».
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En el
Cuarto libro,
y con motivo de la extraña muerte de Bringuenorilles, tragador de molinos de viento, Rabelais ofrece una larga lista de muertes insólitas y curiosas, incluyendo muertes en circunstancias y condiciones festivas. La mayoría de los ejemplos están tomados de las compilaciones eruditas, antiguas y nuevas, harto difundidas en la época. La fuente principal era la popular colección de Ravisius Textor,
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cuyo primer capítulo, especialmente consagrado a los muertos, comprendía la subdivisión siguiente: «Muertes por alegría y risa».
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El interés dedicado a las diferentes muertes extraordinarias, es propio de todas las épocas, pero la predilección por las muertes de alegría y risa es, sobre todo, típica del Renacimiento y de Rabelais.
En Rabelais y en las fuentes populares a que él las acudió, la
muerte
es una imagen ambivalente, lo que explica que pueda ser alegre. La imagen de la muerte, al fijar el cuerpo agonizante, individual, engloba al mismo tiempo una pequeña parte de otro cuerpo naciente, joven, que incluso si no es mostrado y designado de manera especial, está incluido
implícitamente
en la imagen de la muerte. Allí donde hay muerte, hay también nacimiento, alternancia, renovación.
La imagen del nacimiento es asimismo ambivalente: fija el cuerpo naciente que engloba una pequeña parte del cuerpo agonizante. En el primer caso, es el polo negativo, la muerte, lo que es fijado, pero sin ser separado del polo positivo, el nacimiento; en el segundo, es el polo positivo, el nacimiento, aunque sin ser separado del polo negativo, la muerte.
La imagen de los infiernos es asimismo ambivalente; éstos fijan el pasado, lo que ha sido denigrado, condenado, indigno de existir en el presente, periclitado e inútil, pero engloban también una pequeña parte de la vida nueva, del porvenir en el mundo; pues es éste el que, en último término, condena y liquida el pasado, lo antiguo.
Todas las imágenes análogas son bicorporales, bifaciales, preñadas. La negación y la afirmación, lo alto y lo bajo, las injurias y las alabanzas se hallan fundidas y mezcladas en proporciones variables. Debemos todavía examinar esta ambivalencia de las imágenes rabelesianas, pero, esta vez, en el plano esencialmente formal.