La dama del Nilo (49 page)

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Authors: Pauline Gedge

Tags: #Histórica

Mientras Hatshepsut se encontraba de pie y sola en las tinieblas de su balcón, la noche previa a su coronación, pensó: Todos estos años de trabajo, preocupación y espera han rendido sus frutos. Por fin soy lo que mi padre quiso que fuera. No existe ninguna persona en Egipto que pueda oponerse a mi reinado. Tutmés ha muerto. Aset y Menena han perdido la carrera. Mi destino se ha hecho realidad. Soy más fuerte que nunca, más hermosa y más poderosa que nunca; la primera mujer merecedora de ser faraón. Pensó también en Neferura, profundamente dormida en su camita, aferrando todavía con fuerza la pequeña corona de cobra; y también en el joven Tutmés, cuyos sueños de ocupar el trono se veían ahora eclipsados por su resplandeciente presencia, su poderío sin par y su absoluto control sobre Egipto. Esa noche nada le parecía real fuera de ella misma y de su Dios. Ambos estaban como amalgamados en la oscuridad y contemplaban juntos los acontecimientos que habían culminado y precipitado la llegada de ese día. No estaba cansada. Todavía existían en ella pozos intactos de fortaleza que esperaban su coronación para abrir sus compuertas. Se sintió tan inmortal como las estrellas que brillaban en lo alto y la tierra que dormía a sus pies. Permaneció en el balcón casi toda la noche, bebiendo vino frío, observando a los guardias que patrullaban sus jardines, advirtiendo algún manchón ocasional de luz que se desplazaba con celeridad cuando un sacerdote acudía deprisa al templo para cumplir con sus funciones. Cuando la noche comenzó a hacerse menos densa fue a su lecho y se recostó con los ojos abiertos, observando el techo azul y plateado, mientras mentalmente repasaba todo lo que planeaba hacer.

Por la mañana apareció el barbero con sus afilados cuchillos. Hatshepsut se quedó sentada e inmóvil mientras le cortaban sus hermosas trenzas negras, que cayeron alrededor de su silla formando una mullida alfombra. El hombre afiló su navaja y comenzó a afeitarle la cabeza. Llevó a cabo su tarea en silencio y con gran habilidad, sin extraerle ni una gota de sangre. Hatshepsut fue observando cómo el rostro se le modificaba bajo sus manos. Con la cabeza rapada tenía un aspecto asexuado, los huesos de la cara se le destacaban más, sus ojos parecían todavía más grandes y luminosos, su boca más altiva, menos dispuesta a la sonrisa. Cuando el barbero se fue, Nofret le colocó el tocado de cuero que usaría hasta reemplazarlo con la doble corona. Sus alas le llegaban hasta los hombros y el borde le calzaba hasta la mitad de la frente, otorgándole a su rostro nueva severidad y simplicidad. Nofret le ajustó entonces alrededor del cuello el pesado Ojo de Horus real, que le cubrió los pechos. El guardia abrió la puerta y dejó pasar a Senmut, quien nuevamente se encontraba ataviado como un príncipe y llevaba a Neferura de la mano. La pequeña estaba lujosamente vestida, en oro y lapislázuli, y se había puesto la corona de cobra, que osciló peligrosamente cuando ella y Senmut hicieron sus reverencias.

Sonriendo, Hatshepsut les ordenó incorporarse.

—No, querida mía —le dijo dulcemente a Neferura—. Todavía no eres una reina. Espero algún día convertirte en rey, pero ni siquiera así puedes usar todavía la corona de cobra.

—¿Pero puedo tenerla en mi habitación y mirarla de vez en cuando? —preguntó la niña mientras se la quitaba.

—Sí, si me prometes no sacarla de tu cuarto ni permitir que Meryet juegue con ella. Muy bien, sacerdote, ¿estamos listos?

Senmut contempló a esa joven espigada y relumbrante que tenía delante de los ojos, el casco masculino, el Ojo de Horus y los anillos reales. Hizo una profunda reverencia.

—Lo estamos. Vuestros estandartes y las banderas flamean por doquier y la gente se apretuja a ambos lados del camino.

—¿Y mi carro?

Senmut sonrió.

—En el patio, Majestad; y Menkh se está impacientando.

—¡Siempre ha sido muy impaciente! Entonces más vale que no lo hagamos esperar.

En el exterior el sol era abrasador. Hatshepsut trepó de un salto al carro detrás de Menkh, afirmó bien las piernas y se agarró de los laterales dorados de la caja mientras comenzaban a brotar aclamaciones y vítores. Menkh hizo restallar el látigo y los caballos arrancaron a un trote lento y cadencioso, pues Hatshepsut había decidido recorrer la ciudad íntegra para que todos pudieran verla. La rutilante procesión fue serpenteando lentamente por las calles. Los niños arrojaban flores a su paso y sus padres besaban el suelo ante ese dios que parecía haber perdido la suavidad propia de las mujeres y se erguía, alto y delgado, como un efebo.

En el templo, llegado el momento, ella misma se quitó el tocado y extendió las manos para recibir la corona, tomándola de los dioses que se la ofrecían. Senmut no pudo evitar cierta conmoción al verle la cabeza rapada. De alguna manera eso lo obligó a tomar conciencia por primera vez de que Hatshepsut era ya, de hecho, un ser sin sexo ni edad. Cuando muy lentamente se colocó la doble corona roja y blanca y recibió el desgranador y el cayado de oro de manos de Menena, el flameante Uraeus, la cobra y el buitre parecieron alzarse con renovado vigor sobre esos rasgos indómitos que eran, a todas luces, los de un faraón. Entonces la cubrieron con el enjoyado manto real.

Después de ser conducida una vez más por Menena alrededor del santuario, Hatshepsut se volvió y se dirigió a los allí reunidos.

—Asumo en este mismo momento todos los títulos de mi padre —dijo—. ¡Heraldo!

Duwa-eneneh dio un paso adelante y comenzó a recitarlos:

—Horus, Amado de Maat, Señor de Nekhbet y Per-Uarchet, El que Ostenta la Diadema con el Uraeus, El que Da Vida a los Corazones, Hatshepsut, que vivirá por Siempre.

Senmut notó que Duwa-eneneh había omitido el titulo de Toro Poderoso, y sonrió para sus adentros.

Hatshepsut continuó hablando, elevando la barbilla bien en alto.

—También tomo para mí el título que me fuera conferido por Amón en mi primera coronación. Soy Maat-Ka-Ra, Hijo del Sol, Criatura de la Mañana. Usert-kau es el nombre que corresponde a mi dignidad real, así que he decidido que, de aquí en adelante, Hatshepsut no es nombre propio de un rey. Seré llamada, pues, Hatshepsut, Primero entre los Poderosos y Honorables Nobles del Reino.

Senmut volvió a sonreír ante ese gesto típico de vanidad femenina. Todo parecía indicar que su rey no se había vuelto totalmente masculino.

Entonces sujetaron con tiras la barba faraónica al mentón de Hatshepsut. Esto, que bien podría haber resultado grotesco, no hizo sino reforzar su poder mucho más que si se hubiese tratado de la barbilla de un hombre. Hatshepsut, Rey de Egipto, salió caminando parsimoniosamente del templo de Karnak hacia el sol radiante del exterior, y su hermoso rostro lució tan liso e inescrutable como el mármol. Recibió impertérrita el homenaje de los soldados, que la esperaban en el atrio exterior para dedicarle un saludo especial a ese guerrero que los había conducido a Kush y los había hecho regresar sanos y salvos. Hatshepsut subió a su carro y regresó al palacio.

Antes de que comenzaran los festejos, se sentó en el Trono de Horus, con el cayado y el desgranador cruzados sobre el pecho, y sus hombres se congregaron frente a ella.

—Bien —dijo Hatshepsut, sonriendo—, empecemos. ¿Cómo podría olvidarme de vosotros, mis servidores más fieles, en éste, mi día más sagrado? Senmut, ¡ven aquí!

Senmut se arrastró por el suelo de oro hasta llegar a sus pies, y ella misma se puso de pie y lo ayudó a levantarse. El gesto no hacía más que respetar las formas de un protocolo empleado durante siglos, pero fue inevitable que en él se trasluciera todo el amor que sentía por él.

—Para ti, favorito del rey, Custodio de la Puerta, tengo algunos títulos más. Te nombro Interventor de todas las Obras de la Casa de Plata, Gran Profeta de Montú, Siervo de Nekhen, Profeta de Maat y, por último, Smer, Señor Eminente sobre todos los Nobles de Egipto.

Uno a uno fueron cayendo sobre él todos los mantos de poder. Los presentes supieron entonces, de una vez por todas, quién compartía el poder total de Egipto; y contemplaron con cierta cautela el rostro arrogante de Senmut, a quien ahora veían con creciente respeto. Senmut hizo una reverencia y se situó al lado de Hatshepsut.

Entonces ella llamó a Hapuseneb.

—Dime, Hapuseneb, ¿recuerdas el día en que te nombré Gran Profeta del Sur y del Norte?

—Lo recuerdo bien, Majestad. Fue antes de que derrotarais a la gentuza de Kush.

Ella asintió y dijo:

—Nehesi, ordena que Menena comparezca ante mí.

Hapuseneb sabía lo que vendría después. Los demás aguardaron, sobrecogidos, hasta que el anciano Sumo Sacerdote se postró al pie del trono y le rindió su homenaje.

Hatshepsut le habló con tono cordial, pero sus ojos lanzaban fulgores helados por debajo de la imponente doble corona.

—Menena, el Sumo Sacerdote sólo puede ser nombrado por orden del mismísimo faraón. ¿No es así?

Menena palideció pero hizo una reverencia.

—Así es —respondió con voz calma.

—Y ahora yo soy el faraón. Nombro Sumo Sacerdote de Amón al visir Hapuseneb, para que asuma el cargo que le conferí hace algunos años y lo ejerza ahora con total autoridad. En cuanto a ti, Menena, te doy las gracias en nombre del Halcón que se ha elevado al Sol y te ordeno que abandones Tebas antes de fines de Phamenoth.

Había terminado con él. Menena se inclinó nuevamente y partió, tan impertérrito como siempre. Hatshepsut se quedó mirándolo un momento, recordando el odio que su padre sentía hacia él, y vio la mirada que Senmut le lanzó cuando pasó a su lado. El rostro de su mayordomo destilaba odio y temor. Sorprendida, almacenó esa nueva información en su mente para investigaría más adelante. Era evidente que Senmut sabía algo que ella ignoraba y acerca de lo cual debería enterarse algún día.

Hizo a Nehesi su canciller, un nombramiento que todos esperaban y que era la consecuencia lógica de su cargo de Portador del Sello Real. Colocó en manos de Tahuti la distribución de todos los tributos, y nombró a Puamra Inspector de Monumentos. Entonces le tocó el turno a User-amun. Hatshepsut lo llamó y él se acercó con una sonrisa. Pero después que ella lo ayudó a incorporarse, le ordenó que se prosternara una vez más.

—Hace muchos, mucho años —le dijo— tú me hiciste una reverencia en son de burla y yo juré que algún día te obligaría a repetirme esas mismas palabras, pero en serio. ¿Recuerdas qué fue lo que me dijiste?

Un murmullo de sonrisas recorrió el recinto cuando User-amun sacudió la cabeza con dificultad, con la nariz aplastada contra el suelo.

—Os aseguro, Gran Horus, que mi necedad supera a mi memoria. ¿Permitís que humildemente os implore vuestro perdón?

—¡Anen! —A esta altura, Hatshepsut reía abiertamente—. Léeme las palabras que te ordené transcribir.

El escriba se puso de pie desde la posición que ocupaba junto al pie izquierdo de Hatshepsut y entonó las siguientes palabras:

—¡Salve, Majestad! ¡Vuestra belleza eclipsa la de las estrellas y su fulgor es tan intenso que me obliga a apartar la mirada!

—¡Repítelas ahora! —le ordenó, muerta de risa, y él así lo hizo, con una voz que el suelo amortiguaba—. Ya puedes levantarte —dijo por fin, y User-amun se incorporó de un salto, con una enorme sonrisa en el rostro.

—Vuestra Majestad tiene una memoria realmente sorprendente —comentó.

—Desde luego —dijo, asintiendo—. Y para ti, mi pajarraco vistoso, te tengo reservado un recorrido por el Visirato del Sur perteneciente a tu padre, que últimamente has descuidado mucho para dedicarte en cambio a perseguir a mis criadas.

Y así siguió confiriendo privilegios y recompensas hasta que el sol se hundió en el horizonte y el sonido de las trompetas anunció la cena. Hatshepsut se puso de pie, visiblemente cansada bajo el peso agobiante del manto de coronación.

—Comamos juntos —dijo, mirándolos uno por uno con intensidad— y continuemos luego los trabajos que hemos comenzado en favor de Egipto. No quiero que nadie tenga motivos para decir en el futuro que esta tierra ha sufrido bajo nuestro gobierno.

21

Hatshepsut durmió profundamente durante varias horas, agotada por los excesos del día previo. Despertó sin esfuerzo pocos minutos antes del amanecer y se sentó en la cama, esperando ansiosamente el momento que representaría la culminación de todos sus esfuerzos. Hizo que Nofret le colocara la silla para que desde ella pudiera mirar por la ventana hacia el cielo del este y, mientras abandonaba el lecho y se cubría con la bata para protegerse del fresco de la mañana, oyó que el Sumo Sacerdote, el Segundo Sumo Sacerdote y los acólitos se congregaban junto a su puerta. Por indicación suya Nofret la abrió y la comitiva permaneció allí reverentemente de pie mientras Hapuseneb, Ipuyemre y el pequeño Tutmés llenaban la habitación de humo de incienso. Ella permaneció sentada e inmóvil, la mirada fija en el levante, mientras el borde rojizo de Ra empezaba a asomar por el horizonte y los sacerdotes comenzaron a entonar el Himno de Alabanzas y la glorificaban a medida que sus rayos le rozaban la cara.

—¡Salve, Poderosa Encarnación, que se eleva como Ra en el este! ¡Salve, Emanación del Dios Sagrado!

Ella recibió el homenaje y se sintió inundada por una oleada de orgullo de feroz y celosa ansia poseedora. Todo eso y nada menos que eso le pertenecía por herencia: el trono, la tierra, el Dios. Cuando los cánticos concluyeron en un estallido de alabanzas, Ra se elevó en el cielo, libre ya del insistente abrazo de la noche y dio comienzo a su jornada. Las puertas volvieron a cerrarse y los sacerdotes regresaron al templo para aguardar allí a que Hatshepsut fuera a elevar sus oraciones matutinas.

Nofret ordenó que le prepararan el baño. Los guardias fueron dejando pasar a los príncipes y nobles a quienes les estaba permitido observar las abluciones del faraón. Hatshepsut se quitó la bata y pasó junto a ellos para descender los escalones de la bañera, saludando a cada uno y aprovechando la oportunidad para intercambiar ideas con ellos sobre las tareas del día mientras las esclavas la bañaban. Cuando los hombres partieron, se tendió sobre una tabla de cedro para que la aceitaran y masajearan. Una vez vestida con el faldellín y el tocado, y la frente ceñida por la cobra y el buitre, se encaminó al templo para celebrar por primera vez los ritos de la mañana en su calidad de faraón.

En el santuario, asistida por Horus y Toth, abrió la capilla sagrada, tomó el turíbulo de manos de Tutmés e incensó al Dios. Lo roció luego con agua de su Lago Sagrado, y colocó su corona, sus insignias y alimentos a sus pies, mientras los sacerdotes oraban por la salud y la seguridad del faraón. Al realizar todos esos actos, experimentó un gozo supremo. Siempre estuvo convencida de que llegaría ese día. Lo había creído de manera vaga e imprecisa cuando era pequeña. Se aferró luego a esa certidumbre durante los años de sutil y secreta preparación, mientras se preguntaba qué la hacía derrochar así sus talentos mientras su marido mariposeaba de un lado a otro. Pero en ese momento, al cerrar con llave la capilla y caminar hacia la luz del sol, supo el motivo.

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