La dama del Nilo (50 page)

Read La dama del Nilo Online

Authors: Pauline Gedge

Tags: #Histórica

Ineni la esperaba sentado en la sala de audiencias, donde los informes del día estaban prolijamente apilados sobre su mesa y Anen y los otros escribas aguardaban para poner por escrito sus órdenes. El anciano arquitecto tenía aspecto cansado, y las arrugas que le rodeaban la nariz de halcón y la boca recta parecían haberse profundizado. Cuando Hatshepsut entró, le hizo un saludo ceremonioso. Le dolían las articulaciones y las manos, y no se apresuró a entregarle el primer documento como, era su costumbre.

—¿Qué ocurre, amigo mío? —le preguntó ella.

Ineni volvió a inclinarse, con evidente embarazo.

—Majestad, no encuentro la manera de decíroslo. Quisiera renunciar a mi cargo de tesorero.

Ella observó de nuevo ese rostro cansado, advirtiendo su extrema palidez.

—¿Acaso estás descontento conmigo, Ineni? ¿No apruebas mis decisiones?

—No —respondió él sonriendo—. Nada de eso. Pero me estoy volviendo viejo, y mis responsabilidades me resultan muy gravosas. Seguiré construyendo para Vos, pero en mi tiempo libre, si me lo permitís. Como Alcalde de Tebas tengo más trabajo del que mis años pueden tolerar, y me gustaría tener más tiempo para estar en casa con los míos y trabajar en mi tumba.

—Has servido durante mucho tiempo —reconoció ella—. Para mi padre siempre fuiste indispensable y te confieso que yo te extrañaré terriblemente aquí, pues tus conocimientos son vastísimos. Muy bien —dijo con un suspiro—, sea. Retírate con mi bendición. ¿Cenarás conmigo alguna que otra vez?

—¡Siempre que lo deseéis!

—¿Quién te reemplazará? ¿Puedes recomendarme otro tesorero?

Fue directamente al grano, pero Ineni ya tenía preparada la respuesta.

—Os sugiero a Tahuti. Es honesto y muy minucioso; y aunque tal vez no pueda afirmarse que sea un genio, es un trabajador obstinado. Ni un solo uten de peso escapará a su mirada avizora.

—Estoy de acuerdo. Será Tahuti, entonces. Duewa-eneneh, ve a buscarlo y tráelo. Opino que lo mejor será que comience inmediatamente. Ineni, te pido que permanezcas uno o dos meses a su lado adiestrándolo y entonces te dejaré ir. ¡Es obvio que se producen cambios en el antiguo orden! Mientras esperamos a Tahuti, propongo que pongamos manos a la obra. ¿Qué novedades hay esta mañana?

Los asuntos terminaron de tratarse a mediodía, y Hatshepsut comió en su cuarto antes del descanso de la tarde. Se sintió un poco sola, padeciendo en carne propia por primera vez del completo aislamiento que la suprema autoridad traía consigo, a pesar de lo cual no habría cambiado esa doble corona ni por un palacio repleto de amigos. Se recostó en el lecho y, en la suave y silenciosa penumbra de su alcoba, cerró los ojos con una plegaria a Amón y una sonrisa en sus arrogantes labios.

Antes de que se hubiera cumplido el primer año de su reinado, ya había hecho redecorar los aposentos faraónicos, derribando paredes y techos y construyendo balcones. Cuando las reformas estuvieron listas, se mudó a habitaciones más amplias, más altas, más adornadas que las anteriores. Lo único que no quiso tocar fueron los suelos, pues estaban recubiertos de oro y carecían de todo adorno. Pero hizo que le tapizaran las paredes con plata sólida en la que Tahuti realizó gigantescos bajorrelieves que iban desde los techos pintados de azul hasta los suelos dorados. Cuando se acostaba en el inmenso lecho en cuya cabecera había una efigie de Amón, y a cuyos pies estaban sus patas de león, le era posible contemplar su propio rostro mirándola desde las tres paredes: su altiva barbilla ostentando la barba faraónica, sus ojos escrutando con helada superioridad la habitación, su frente amplia y serena bajo la doble corona con la cobra y el buitre. Las puertas eran también de plata batida, cada una de ellas una plancha maciza en la que se destacaba el Ojo de Horus. Con el tiempo, llegó a estar rodeada dondequiera que fuera por ese fulgor blanquecino y opaco de la extraña aleación que tanto amaba. La plata lustrada de la sala de audiencias presentaba otras escenas. Las paredes parecían llenas de movimiento, y desde lo alto de su trono podía verse a sí misma corriendo, con el cayado y el desgranador en la mano, mientras sus enemigos huían aterrados ante su sacrosanta ira, o montada en su carro, blandiendo un hacha, mientras los habitantes de Kush eran aplastados por los cascos de los caballos. Sobre los pilares de todas sus habitaciones había hecho pintar lotos azules y rosados, cuyos tallos se enroscaban hasta el techo, y aves que remontaban vuelo con sus alas rojas y amarillas. Ordenó que plantaran más árboles contra las paredes de cada una de las habitaciones que daban al jardín para poder percibir la frescura, la lozanía y el verdor de las plantas que crecen sobre la tierra.

En el nacimiento del corredor que conducía del salón de banquetes a sus aposentos, y en la parte exterior de cada una de sus puertas, hizo colocar estatuas de granito de si misma, sentada, con las manos apoyadas en sus rodillas de piedra y su rostro contemplando con mirada serena los corredores, o de pie, con un pie adelantado, en una actitud de movimiento congelado. No quiso que la piedra fuese pintada para acrecentar la impresión de fuerza y divinidad que recibían todos los que entraban y salían del corazón del palacio.

No descuidó a Amón. Su imagen brillaba en cada cuarto y delante de cada una de sus efigies había comida, vinos y flores. El incienso ardía día y noche ante él, llenando el palacio con un humo neblinoso y gris y el aroma de la mirra.

Mantuvo ocupados a todos sus arquitectos, artistas, albañiles e ingenieros. La avenida que había planeado desde su templo hasta el río finalmente se construyó, amplia, lisa y sólida. Ordenó que fuera bordeada de esfinges, esos cuerpos sagrados de león del Dios-Sol, pero los rostros impasibles que contemplaban quienes recorrían la avenida eran todos el de Hatshepsut, hermoso, real y distante, enmarcado por la frondosa melena y coronado por las pequeñas orejas redondeadas de un león. Alrededor del templo se construyeron estanques y jardines, y muy pronto las aves asentaron allí sus reales. Las mariposas y las abejas se regodearon con sus flores, pero en sus frecuentes viajes al otro lado del río, Hatshepsut tuvo la sensación de que faltaba algo, que Amón no estaba del todo conforme con los esfuerzos de su Hija por hacer que su santuario fuese más hermoso que cualquier otro monumento de Egipto. Todavía no le había dicho por qué, y Hatshepsut aguardaba serena, segura de saberlo muy pronto.

Bajo su dirección, poco a poco se fueron reconstruyendo todos los monumentos que habían destrozado los hicsos a lo largo del Nilo. Tuvo el placer de volver a visitar el hermoso templo de Cusae dedicado a la diosa Athor, pero esta vez franqueando nuevos portones para entrar en un patio exterior lleno de árboles y senderos pavimentados, y luego en el santuario propiamente dicho, donde los sacerdotes de esa diosa sonriente y dulce elevaban una vez más sus incensarios. La misma Athor le dio la bienvenida, restaurada y colocada nuevamente en el lugar que le correspondía, frente a los pilares blancos de su capilla.

Hatshepsut comenzó a hacer inscribir su biografía en las extensas y luminosas paredes de las terrazas de su templo del valle. Los pintores trabajaban sin descanso bajo la supervisión de Senmut para plasmar su milagrosa concepción, su nacimiento real, su coronación como Heredera junto a su padre y todos los hechos sobresalientes e insignes de su vida.

Senmut también pasaba mucho tiempo en el santuario tallado en la roca, donde sus propios artistas dejaban registrados para la posteridad sus títulos y su ascenso a los círculos de poder. Pero Senmut no estaba enceguecido por su triunfo: hizo que su nombre fuese tallado debajo de las capas de yeso blanco con que se preparaban los muros antes de pintarlos, para que si llegaban a producirse circunstancias adversas y su rey perdía la carrera que, en su opinión, sólo acababa de comenzar, los dioses pudieran igualmente encontrar su nombre.

Por todo Egipto e incluso en las profundidades del desierto, Hatshepsut hizo erigir un monumento tras otro, piedra sobre piedra. Dondequiera que volvieran la mirada sus súbditos, veían una efigie de ella que les recordaba que el faraón no moriría jamás; y el mundo se maravilló, y veneró a ese Hijo del Sol.

En el fragante y colorido palacio, en el imponente templo y en los campos, aldeas y ciudades, Hatshepsut hizo cumplir su voluntad. Al nombrar a Hapuseneb Sumo Sacerdote había logrado entretejer astutamente la religión con su gobierno, asegurándose así que no hubiera oposición por parte de ninguno de esos dos sectores de poder.

Cinco años después de la coronación, Hapuseneb renunció a su cargo de visir para dedicarse por completo a sus responsabilidades en Tebas. Todavía no se había casado. Muchas de las mujeres de Hatshepsut lo codiciaban y más de una se puso en ridículo al tratar de pescarlo en sus redes y terminar siendo rechazada por ese hombre de implacables y sonrientes ojos grises. Hapuseneb las trataba a todas con la misma cordialidad, pero su casa llena de pilares, con anchas avenidas que conducían al río, permaneció vacía de esposas.

Tenía, si, algunas concubinas y unos cinco o seis hijos que prácticamente no lo veían jamás. Su vida transcurría entre el templo y el palacio real y, cuando regresaba a casa, era para descansar, dormir y leer.

El mismo año en que Hapuseneb renunció a su visirato murió el padre de User-amun, con lo cual finalmente éste se convirtió en visir del Sur. Tuvo que sentar cabeza ante la avalancha de trabajos que su padre dejó inconclusos debido a su enfermedad, pero no perdió su insolente ingenio ni su descaro frente a las mujeres. Era el terror y la delicia del palacio, y Hatshepsut lo adoraba.

Cierto frío amanecer le avisaron a Hatshepsut que Mutnefert había muerto, lo cual le produjo una sorpresa sin límites: había olvidado por completo la existencia de esa mujer obesa y solitaria que jamás logró recuperarse de la muerte de su hijo y que, a partir de ese día, se encerró en su departamento de tres habitaciones. Mutnefert jamás cesó de hacer duelo por Tutmés. Sus lágrimas y gemidos atormentaron durante semanas a las agotadas mujeres que la servían, hasta que lentamente sus sonoros sollozos de aflicción fueron transformándose en una indiferencia silenciosa y desganada a lo que no fuera el recuerdo de Tutmés y las oraciones a los muertos. Abandonó toda actividad, excepto la comida. Sus joyas yacían olvidadas en los alhajeros, en sus aposentos ya no resonaban los ecos de parloteos y murmuraciones y casi nadie la visitaba salvo Neferura, quien aparecía de tanto en tanto para sentarse calladamente junto a su lecho y escuchar de sus labios relatos de hechos ocurridos mucho tiempo atrás, cuando su padre era un príncipe y su madre una criatura. Mutnefert siempre desconfió de Aset y no cesó de reprocharle a su hijo el haber llevado al palacio a una mujer semejante. Jamás expresó deseos de ver a su nieto, pero en cambio amó a Neferura tanto como su edad avanzada se lo permitía, y los silencios que compartía a veces con ella la llenaban de consuelo.

Neferura no lloró cuando su madre le comunicó la muerte de Mutnefert; se limitó a asentir con la cabeza y comentar:

—Abuela estaba muerta por dentro hace ya mucho tiempo, cuando perdió a mi padre real. Ahora es feliz, pues su corazón sin duda ha encontrado la paz junto a su hijo. No la lloraré; se enojaría mucho conmigo si lo hiciera.

Así fue como Mutnefert fue sepultada en la espléndida tumba que tantos años antes le había preparado su marido, Tutmés I, y Hatshepsut asistió al funeral, todavía no repuesta de la sorpresa de haber compartido durante tanto tiempo el mismo techo sin percatarse de su existencia.

En el curso del sexto año del reinado de Hatshepsut, unos ladrones fueron sorprendidos cuando intentaban violar la tumba de su padre. La noticia la llenó de cólera. Presenció el interrogatorio de los reos sentada en los Tribunales de Justicia, demudada por la ira. Pensó enseguida en Benya, el único sobreviviente de las excavaciones del valle donde yacían su madre, su padre y su hermano. Lo mandó llamar lo mismo que a Senmut, pero habló con ellos en privado, en sus aposentos.

—Seis desdichados aguardan en este momento al verdugo —les dijo lacónicamente—. Ellos insisten en ser los únicos implicados en la profanación del Dios mi padre pero ¿cómo puedo estar segura de ello? —le lanzó una mirada sombría a Benya, pálido y tenso entre los dos guardias que lo sujetaban, pero sus ojos le sostuvieron la mirada. Se había convenido en un hombre apuesto y destacado ingeniero, y Hatshepsut misma reconocía que no había en Egipto quien lo superara. Se volvió hacia Senmut—. Han pasado muchos años desde que mi padre salvó a tu amigo de la muerte. ¿Qué puedes decirme de las riquezas y posesiones materiales que ha acumulado desde entonces?

Senmut le contestó con irritación, sabiendo que ella estaba asustada y desconcertada, pero al mismo tiempo dolido por su falta de confianza.

—Majestad, en todos los años transcurridos Benya jamás abrió la boca. De no haber sido así, el dios Tutmés habría sido perturbado hace mucho. En cuanto a sus riquezas, creo que sería mejor que se lo preguntarais a él mismo.

—Te lo he preguntado a ti. ¿Tienes por costumbre responder con insolencia las preguntas que tu rey te formula? —Pero ya Hatshepsut estaba arrepentida de haberlos citado y sacudió la cabeza, perpleja—. Benya es el único que estaba en condiciones de indicarles a esos chacales el lugar de las tumbas. ¿Qué otra cosa puedo pensar?

Benya no había perdido su aplomo y le contestó con total sangre fría.

—¿Y los que siguieron al Dios a su tumba, Majestad? ¿Las mujeres, los sacerdotes y todos los demás? ¿Acaso creéis que yo me rebajaría a robarle al Dios que me perdonó la vida?

—¡Oh, bueno, de acuerdo! —exclamó ella moviendo las manos con impaciencia—. En realidad nunca pensé que fueras tú el culpable, Benya, y lamento haberte hecho arrestar. ¡Soltadlo!

Los guardias lo dejaron libre y salieron al recinto, y Benya comenzó a frotarse las muñecas.

Entonces Senmut tomó la palabra.

—Majestad, os aconsejo que trasladéis el cuerpo de vuestro padre y todas sus pertenencias a un lugar más seguro.

—Yo me ocuparé de encontrarle una tumba apropiada —terció Benya con el rostro iluminado—. Dejadlo en mis manos.

Hatshepsut lo contempló atónita, asombrada por su temeridad, pero un momento después los tres reían.

—A pesar de este breve paréntesis de jocosidad, es un asunto muy serio —le advirtió Hatshepsut—. Puesto que eres un enamorado de tu trabajo, Benya, dejaré esto en tus manos. Te sugiero que investigues los acantilados detrás de mi templo. Por esa zona suele haber mucho movimiento, incluso por la noche, y no creo que nadie se atreva a violar una tumba que se encuentra al alcance del oído de mis sacerdotes.

Other books

Finding My Pack by Lane Whitt
El desierto y su semilla by Jorge Baron Biza
Took by Mary Downing Hahn
In Other Worlds by Sherrilyn Kenyon
Fanon by John Edgar Wideman
Wild for Him by Jill Sorenson