El desierto y su semilla

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Authors: Jorge Baron Biza

Tags: #Drama, Relato

 

«Un drama familiar, una mancha social, un escándalo lógico. Una filosofía del dolor, un tratado sobre la carne o la historia de un amor apasionado. Todo esto puede tener lugar en una novela. (…) Sin embargo, a veces una historia basada en hechos reales puede, como en el caso del libro de Baron Biza, ir más allá de un argumento impresionante, adquirir vida propia y exhibir una contundente calidad literaria (…) que convierten a esta novela en una de las mejores publicadas en los últimos años.»

(Hinde Pomeraniec, Clarín)

Jorge Baron Biza

El desierto y su semilla

ePUB v1.1

Trips123
03.08.12

Título original:
El desierto y su semilla

Jorge Baron Biza, 1998.

Editor original: Trips123 (v1.0 a v1.x)

Corrección de erratas: Trips123

ePub base v2.0

A la doctora Silvia Bermann

y a mi tía con nombre de tía,

María Luisa Pando de Sabattini

ESTAS AQUÍ POR TI acaricia esta idea

de carne como la libertad en el vaivén de las tinieblas

no la quemes con el aire de la nostalgia

los deseos viajeros el reto de la insumisión

relampaguean no esperan te dan lo que te atreves

para que no mueras con las viejas heridas

Estás aquí entre tus hermanos que responden

en el filo de tu audición en páginas que deshojan

la abundancia de silencio

sus bellezas te protegen a cada movimiento de tus párpados

su penuria es el enigma admirablemente propio

descífralo con esos labios separados por su línea oscura

el haz de lo sensible la descarga en los miembros

purgan tu suerte desquician tu sitio brotado de nuevo

en el espacio sin consuelo eres el invitado máximo.

[1985]

Federico Gorbea

I

En los momentos que siguieron a la agresión, Eligia estaba todavía rosada y simétrica, pero minuto a minuto se le encresparon las líneas de los músculos de su cara, bastante suaves hasta ese día, a pesar de sus cuarenta y siete años y de una respingada cirugía estética juvenil que le había acortado la nariz. Aquel recortecito voluntario que durante tres décadas confirió a su testarudez un aire impostado de audacia se convirtió en símbolo de resistencia a las grandes transformaciones que estaba operando el ácido. Los labios, las arrugas de los ojos y el perfil de las mejillas iban transformándose en una cadencia antifuncional: una curva aparecía en un lugar que nunca había tenido curvas, y se correspondía con la desaparición de una línea que hasta entonces había existido como trazo inconfundible de su identidad.

La cara ingenuamente sensual de Eligia empezó a despedirse de sus formas y colores. Por debajo de los rasgos originarios se generaba una nueva sustancia: no una cara sin sexo, como hubiera querido Arón, sino una nueva realidad, apartada del mandato de parecerse a una cara. Otra génesis comenzó a operar, un sistema del cual se desconocía el funcionamiento de sus leyes.

Quienes la vieron todos los días de agosto, septiembre, octubre y noviembre de 1964, se llevaron la impresión de que la materia de esa cara había quedado liberada por completo de la voluntad de su dueña y podía transmutarse en cualquier nueva forma, teñirse de los matices reservados a los crepúsculos más intensos y danzar en todas las direcciones, mientras, en el centro, todavía la coqueta nariz resistía por ser el único elemento artificial de la cara anterior.

Fue una época agitada y colorida de la carne, tiempo de licencias en el que los colores desligados de las formas evocaban las manchas difusas que los cineastas emplean para representar el inconsciente, en el peor y más candoroso sentido de la palabra. Esos colores iban dejando atrás toda cultura, se burlaban de toda técnica médica que los quisiese referir a algún principio ordenador.

Mientras la llevábamos del departamento de Arón al hospital —en el coche de uno de los abogados que antes de la entrevista me habían jurado que nada malo habría de ocurrir— se quitaba las ropas quemantes, empapadas. Los reflejos de las luces de neón del centro de la ciudad pasaban fugaces por su cuerpo. Al irrumpir en la calle de los cines, el semáforo nos detuvo, en tanto que una multitud zángana se paseaba indiferente a nuestros bocinazos. Algunos seres erráticos atisbaban hacia el interior del auto, sin entender si se trataba de algo erótico o funesto. Las luces titilantes y escurridizas echaban acordes fríos sobre los cromados del auto y el cuerpo de Eligia. En el cine de la esquina daban
Irma la Dulce
, y el enorme retrato de Shirley McLaine lucía festoneado de guioncitos rojos y violetas que corrían uno detrás del otro: Shirley llevaba una pollerita corta —en aquellos tiempos caracterizaba sólo a las putas— y una cartera muy volátil.

Eligia no gritaba; se arrancaba la ropa y gemía en voz baja. Yo hubiera querido que gritase con fuerza para que algunos peatones dejaran de sonreír, estúpidos o salaces, y nos permitiesen pasar. Pero Eligia sólo gemía, con la boca cerrada, y se arrancaba sus ropas mojadas con ácido quemándose también las palmas, una de las pocas partes de su cuerpo que hasta entonces no habían ardido con la humedad traicionera. Una buena cantidad del ácido que Arón había arrojado a los ojos —porque su intención había sido dejarla ciega y con la imagen de él grabada como última impresión— pudo detenerlo ella con el dorso de sus manos, en un movimiento rápido de defensa que delató la inquietud alerta con que había asistido a la entrevista, pero las palmas se salvaron al comienzo, sólo para terminar quemándose así, durante el
strip-tease
ardoroso, en el coche que la llevaba a los primeros auxilios.

No la conocía muy bien entonces, pero siempre sentí una curiosa ternura por ella, tan aplicada, tan trabajadora, con sus vestidos sobrios, sus pedagogías. Había llevado siempre el cabello corto, como rasgo de mujer moderna y para que quedase libre el perfil de la mandíbula fuerte y la boca de labios llenos. Se había pintado siempre con un dibujo fino de
rouge
que embozaba la sensualidad de su boca. Los párpados caían en su cara originaria con un peso indolente, pero, por debajo, los ojos miraban alertas, con vivacidad. Había estado siempre orgullosa de su frente lanzada hacia arriba, que ella trataba de ensanchar aun más con el peinado.

Su rostro había sido el lugar en el que con más evidencia se manifestaron su historia, la sangre de los Presotto —pobres inmigrantes italianos— y su fe empecinada en la razón y la voluntad de saber. Pero los «siempres» de su cara se estaban esfumando.

Los dos éramos lacónicos. Durante mi niñez, la institutriz polaca se interponía en nuestra vida cotidiana. Eligia actuaba aparte, con sus estudios y su política. Pero en mi adolescencia, comprendí que no todos los vacíos podían atribuirse a la gobernanta. Ya sin ésta de por medio, cuando nos exiliamos en Montevideo y permanecí interno en un colegio alemán al que me venía a visitar algunos fines de semana, las preguntas que le dirigía quedaban suspendidas. Ella me escuchaba, por cierto, y me sonreía apenas o me miraba torciendo la cabeza, pero no contestaba o contestaba lo estrictamente necesario, o contestaba con otra pregunta: «¿Por qué no te gustan las Humanidades? ¿Te enseñan latín en este colegio?», o «No sé». Yo recibía esas respuestas como figuras incompletas, como si algo inacabado quedase entre los dos.

Volví de Montevideo a mi país a los catorce. A los dieciocho, cuando Eligia y Arón se separaron una vez más, opté por quedarme con Arón en la capital. Por su parte, ella aceptó una cátedra de Historia de la Educación en su provincia natal, en las sierras, y a partir de entonces nos veíamos muy espaciadamente.

Estaba en el asiento delantero de un auto, gemía sin gritar, y no era por mi culpa: le había advertido que Arón se había convertido, durante los años finales, en que vivió conmigo, separada de ella más tiempo que durante los divorcios anteriores, en un ser peligroso.

Me incliné por encima del hombro suyo que daba al interior del coche para enjugarle con mi pañuelo algunas gotas de sudor o ácido, y la tela amarilleó como si el algodón se transformase en seda. Las sombras de la noche ocultaban esa mitad de su cara con un velo violeta donde relucía el blanco de su ojo, que miraba fijo a través del parabrisas buscando una meta para el viaje penoso. Cuando me recliné en mi asiento trasero, sólo pude ver de su cara, a través del espejito, el blanco de ese ojo, rodeado de sombras y fijo en un punto lejano, con una borla de color púrpura intenso en el párpado inferior, como en aquellos dibujos animados en los que se quiere representar grotescamente a un animalito que no ha dormido. El resto del sector en sombras de la cara de Eligia era un misterio que hervía bajo la oscuridad.

Después de unos momentos nerviosos, volví a inclinarme, esta vez sobre el otro hombro, el que daba a la ventanilla del auto. Pude ver así la otra mitad de su cara —iluminada por la marquesina del cine— que contrastaba, por la movilidad de las luces, con la mitad en sombras. El ojo expuesto a los brillos de neón estaba tan fijo y obsesionado con una meta lejana como su compañero de las sombras. Le susurré «ya llegamos», aunque ni ella ni yo le habíamos preguntado al abogado que conducía a dónde íbamos. Noté un amarillo espeso en el pómulo; una segunda mancha del mismo tono, en el entrecejo, próxima al límite de las sombras, y que con toda probabilidad se propagaría al otro lado, el de la oscuridad. El resto de la media cara en luces se componía de tonalidades de púrpura muy diferenciadas entre sí.

Me bajé para abrir la multitud. No lo conseguí. Cuando miré al interior del auto a través del parabrisas tuve la primera visión completa de las transformaciones en Eligia. Las dos mitades se ensamblaron: el silencioso violeta, por un lado, y los estridentes púrpuras y amarillos, por el otro. Vi también los dos ojos bien abiertos, y subrayados por las ojeras inflamadas. Pero lo que no había podido apreciar desde mis anteriores perspectivas parciales era la boca, que, tanto en el sector de sombras como en el de luz, se había teñido de un tono magenta; en los labios no regía, por un curioso efecto, el límite entre la mitad en luces y la mitad en sombras. El magenta de la boca se internaba en la zona violeta con la misma intensidad con que se destacaba en la zona policroma, y los labios aparecían dotados de un resplandor propio. Recordaba, por lo ancha y colorida, la boca de los payasos, aunque la de Eligia permanecía inmóvil.

En la clínica le dieron un calmante y dejó de gemir. Se la llevaron a la sala de primeros auxilios y me invitaron con un whisky en la minúscula, aséptica cafetería. Cuando pedí el tercero, me miraron de mal modo en lugar de alegrarse porque les había caído un buen parroquiano; los otros los tomé en el bar de la esquina. Siempre hay cerca de las grandes clínicas algunos bares que sirven de límites entre el desinfectante y el hollín; fronteras en los que, a los horrores de la vida que nos han empujado hasta allí, oponemos los horrores que nosotros mismos hemos cultivado con empeño. Todo esto lo supe después.

Durante cuatro meses volví todos los días a ese bar, varias veces por día, pero nunca pude entablar conversación con nadie. Allá no pude —en ciento veinte días— hacer avances sobre ninguna de las enfermeras y mucamas que se citaban con sus amigos para escapar del ámbito de la clínica. Me resulta difícil establecer si nadie quería hablar conmigo por alguna reciente cualidad que oscurecía mi persona, o si era yo quien rechazaba ese lugar en el que practicantes y enfermeras se besaban después de tapar una cara con una sábana.

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