El desierto y su semilla (25 page)

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Authors: Jorge Baron Biza

Tags: #Drama, Relato

Vuelvo a la biblioteca y salgo a su balcón. Está cubierto de hojas secas. Echo un vistazo hacia la cúpula en sombras y los árboles del centro de manzana. Treinta metros por debajo de mis ojos está el jardín en el que cayó Eligia y se estrellaron las habilidades del profesor Calcaterra. Algunos reflejos permiten ver «damas de noche» y geranios florecidos: sólo fragmentos. Una cadena parece tironear de mí hacia el vacío. Tampoco Arón y o Eligia parecían libres después de sus suicidios. Renuncio, y me invade una sensación rica de posibilidades. Recuerdo un camino libre, de noche, en una colina a miles de kilómetros de esta biblioteca.

Por más injertos, quelonios y colgajos que hubiese sufrido, Eligia (tendría que empezar a llamarla «madre», o algo así como «mamá»; en realidad, es por ahí por donde empiezan todos) siempre halló en Milán algún resto de fuerza para enlazar su dedo con el mío, para tratar de sonreírme sin labios, con esa sonrisa tímida y esforzada que era su única posibilidad de sonreír. Fue en su carne que —me guste o no— Arón me concibió. La interpretación de San Juan, así como la hizo el sacerdote que nos predicó en Milán, está equivocada; no hay carne indiferente. La carne sirve: porta placer o porta sufrimiento. En ambos casos, lleva consigo a otro, un enamorado o un torturador, y comparte con otro su destino. El mal tiene, al fin de cuentas, voluntad, pero también la tiene nuestro tiempo, por insuficiente que sea. Vuelvo a la biblioteca, con sus estantes vacíos.

A los treinta y seis me convenzo de que he malgastado todo. Si doce años atrás se había terminado para mí el tiempo de las metáforas, ahora se termina el tiempo de las excusas. En estos meses recientes no he tropezado con nada vital salvo esta decisión de volver del balcón a la biblioteca desnuda. Lo único que me ha salido al cruce desde el suicidio de Eligia son textos, algunos para consuelo, otros para abrumarme. Mi salud no está a la altura de las esperanzas que traigo del balcón; me aparté demasiado de la vida; vomito todos los días. Tarde o temprano yo también seré sólo un texto; no me queda mucho más por hacer. Escribo estas líneas, y ese frágil impulso de nacerlo es todo lo que todavía puede llamarse, para mí, «vida» o «acción» o «posibilidades».

Me instalo en el recuerdo de Dina, como en una carpa. A su manera, se había ocupado de los otros —enamorados o torturadores— o, por lo general, una mezcla confusa de ambos. Se había plegado a los deseos de los que la deseaban; los había acariciado como querían; incluso les había robado, cuando ésa era la conducta que esperaban. Conmigo, había aparecido y desparecido con una exactitud angélica, siempre tomando mi mano, llevándome y dejándome en el lugar decisivo, para que yo pudiera —si así lo hubiese querido— ponerme en pie y abrazarla. Cuando comprobó que yo no era capaz de retenerla, abandonó su cualidad angélica y fantasmal para amarme: la destrocé. Siento la gravedad de estas imágenes de ella que vuelven a mí después de haber estado calladas tanto tiempo. Me calientan hasta un punto indigno. Es de reconciliación de lo que estoy hablando.

FIN

Fuentes

El cocoliche del alemán, italiano e inglés empleado a ráfagas en el texto no tiene ninguna sistematicidad; simplemente traté de dejar, en español, señales de que se está hablando en otros idiomas, que no domino. Los versos de Goethe pertenecen a la balada «Der Schatzgräber» (El cavador de tesoros). La proclama «¡La hora de la lucha ha llegado!» fue publicada en
Tribuna Libre
el 6 de septiembre de 1933, y reproducida en el libro
Por qué me hice revolucionario
(Raúl Barón Biza, Editorial Campo, Montevideo, 1934). Mis recuerdos de viaje fueron restaurados por
Milano
(Instituto Geográfico DeAgostini, Novara, 1990). Algunos fragmentos del artículo periodístico del capítulo IV han sido sugeridos por «Aquí yace Eva Perón», Buenos Aires, enero de 1966 (en la novela, sólo los párrafos en cursiva siguen textualmente al artículo de la revista
Panorama
N° 32). No existe el libro
The Goddess you will be
que se menciona en el mismo capítulo. El artículo histórico es ficcional, pero algunos episodios, como el del militar obligado a mirar las cabezas de sus compañeros degollados, quedaron vivamente impresos en mi memoria, aunque no recuerdo la fuente. Para la redacción del sermón del capítulo VI consulté principalmente el
Diccionario de Teología
(Louis Bouyer, Desclée, Tournai, 1966, versión en español de Ed. Herder, Barcelona). Las
Oraciones Fúnebres
de Bossuet estuvieron en mi recuerdo. La cita del capítulo IX sobre la «cara del mensajero» pertenece a la madre de Martín Buber, según
La vida de Martín Buber
(Maurice Friedman, Editorial Planeta, Buenos Aires, 1993). Algunos conceptos sobre la cultura hebrea también fueron tomados de esta obra. El epígrafe del capítulo IX pertenece a «Autobiography as De-Facement», en
The Rhetoric of Romanticism
(Paul de Man, Columbia University Press, Nueva York, 1984). Muchas expresiones que pronuncia la anciana criolla en el mismo capítulo las tomé de las recopilaciones de
Leyendas argentinas
(Berta Vidal de Battini, Ed. Culturales, Buenos Aires, 1984) y el
Léxico
(Julio Viggiano Esain, Universidad Nacional de Córdoba, Córdoba, 1969). Las expresiones pertenecen a distintas regiones, de manera que traté de armar unas páginas «pancriollas», sin verosimilitud lingüística. Las citas del capítulo XII pertenecen a
Punto final
y
Todo estaba sucio
(Raúl Barón Biza, Ed. de autor, Buenos Aires, 1941 y 1963, el último con ilustraciones de Benjamín Mendoza). El texto sobre la lírica fue presentado con el mismo nombre que en la novela, en una versión más extensa, en
III Jornadas de Literatura desde la Cultura Popular
(Jorge Barón Biza págs. 238-244, Universidad Nacional de Córdoba, 1996). Tuve que hacer algunas modificaciones para adaptarlo cronológicamente (en la novela, es publicado veinte años antes) e integrar su sentido al de la ficción. La cita en el mismo texto pertenece a
De Hegel a Nietzsche
(Karl Löwith, Ed. Sudamericana, Buenos Aires, 1974).

NOTA: Originariamente, fui inscripto en el registro civil como Jorge Barón Biza (Registro Civil de Buenos Aires, 1067, 22 de mayo de 1942). Cada vez que mis padres se separaban, la conciencia feminista de mi madre exigía que se me agregase el Sabattini de su familia. Mi nombre actual es Jorge Barón Sabattini. No sé si «Jorge Barón Biza» debe ser considerado mi otro apellido, mi patronímico, mi seudónimo, mi nombre profesional, o un desafío. (JBB)

JORGE BARON BIZA, (Buenos Aires, 1942 - Córdoba, 2001) «Una gran corriente de consuelos afluyó hacia mí cuando se produjo el primer suicidio en la familia. Cuando se desencadenó el segundo, la corriente se convirtió en océano vacilante y sin horizontes. Después del tercero, las personas corren a cerrar la ventana cada vez que entro en una habitación que está a más de tres pisos. En una secuencia como esta quedó atrapada mi soledad. Nací en 1942, me formé en colegios, bares, redacciones, manicomios y museos de Buenos Aires, Friburgo, Rosario, La Falda, Montevideo, Milán y Nueva York. Leí Mann, traduje Proust. Viví treinta años de mi trabajo como corrector, negro, periodista (desde publicaciones de sanatorios psiquiátricos hasta revistas de alta sociedad) y crítico de arte». Baron Biza publicó
El desierto y su semilla
en 1998, tres años antes de suicidarse.

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