* * *
—Yo puedo dar testimonio de la Señora, de esa Señora que nos trajo el General para que nos proteja y nos beneficie. ¡Si la vieran como la he visto yo! Una señora rubia como un sol, buena moza la Señora.
—Esta viejita trabajó más de veinte años en la casa de una hermana de la señora del General —nos susurró uno de los políticos locales.
—El General la quiso mientras vivía y después de muerta también; y así tenemos que hacer nosotros. El General se tuvo que ir cuando le hicieron traición. Entonces aprovecharon sus enemigos para robarle el cuerpo de la Señora, que ya estaba embalsamada, que se dice, y se la vía como el angelito que siempre hai sido, y ahí le hicieron eso que le han hecho. ¡Vaya Dios a saber las maldades que le han hecho! Pero la Señora fue más fuerte y no le pudieron cumplir ningún daño. Entonces la tuvieron que esconder. Tan bien la escondieron que su gente no le podía hallar el rastro. Nadie sabía ande se habían llevado su cuerpo y lo habían escondido. Un buen rato estuvo desaparecida, pero ella mesmita reapareció —sólita se volvió— y yo la pude ver cuando reapareció tan rubia como siempre; y aunque tenía las marcas del odio de sus enemigos, estaba blanca, angelical y eterna. Daban ganas de acareciar su cuerpito. «Es eterna», confirmó el dolor que la revisó, «sólo el fuego o el ácido la pueden dañar»… pero a mí se me hace que ni el fuego ni el ácido, porque de seguro ya habrán probado sus enemigos. Todo probaron, de seguro. Yo mismo la vi cuando reapareció: habían tratado de cortarle la oreja, y la habían golpeao en la mandíbula, y le destrozaron la nariz, y le quemaron los piesecitos, ¡pobrecita! No sabían sus enemigos —como sabemos nosotros— que los golpes y la quemazón purifican. No han sabido, no sabían, que ella ya había pasado antes la prueba del fuego. Mi patrona —la hermana de ella—, que me dice «compañera», me contó un milagro de juventud. Estaban las dos una mañana jugando en la cocina, hace muy muchos años, cuando la Señora tenía sólo doce…
—¿Oíste? No sabe que «muy» es apócope de «mucho» —le dije a Eligia por lo bajo. En esos tiempos me ganaba la vida corrigiendo para editoriales.
—¡Escucha!
—…jugando golpeó el mango de la sartén que estaba al fuego, y el aceite quemó todo su cuerpo de angelito. Esa mañana tormentaba; por eso estaban jugando en la cocina. Fue tanto el dolor de la quemazón que se quedó muda, en silencio, a la luz de los refucilos. Su hermana creyó que no le había pasao nada. Pero cuando la tocó, retiró la mano como si hubiese tocado una brasa. La piel ardía. La llevaron al dotor del pueblo. Sin embargo, a pesar de la cencia, su cuerpito de doce años empezó a escurecerse, como si se quemase despacio y por dentro. Quedó convertida en una costra que caminaba, una imagen que metía miedo a los otros chicos. Pero la costra cayó un día como un solo molde, en una pieza, y debajo se vio una piel como nunca nadie vio, una Compañera amasada en el dolor y la quemazón. Asinita fue… ahora, si le promesamos el voto para estas elecciones y ganamos, nos va a milagrar y beneficiar para siempre; va a quedar con su pueblo para siempre, eternamente, que se dice. Y va a ser milagrosísima, esta Señora, muy protectora, porque la necesitamos así.
* * *
Eligia, que había llegado al acto con ánimo muy activo y un rollo de páginas escritas que sobresalía de su cartera, fue adoptando, a medida que hablaba la anciana, un aire de pasividad desarmada. En los próximos días renunció a ser oradora de barricada. Durante el resto de la campaña electoral se dedicó a tareas de apoyo desde un escritorio en la sede de su partido.
Después de que la alianza ganó las elecciones, rechazó los cargos públicos y prefirió ocuparse de un proyecto internacional de investigación pedagógica. Se trataba de analizar para la Unesco la relación que había entre los estudios que cursaban las mujeres de nuestro país y la oferta laboral. Seleccionó un equipo de universitarios de primer nivel y se instalaron en unas oficinas que facilitó el ministerio de Educación, en la capital nacional. Cuando la tarea quedó terminada, la funcionaria checa que supervisaba el informe por parte de la Unesco, felicitó a todo el equipo y publicó el estudio como modelo para otros similares que se debían realizar en todo el mundo.
Pasaron quince meses. Eligia leyó un día en el diario que la funcionaria internacional estaba de visita en nuestro país. La llamó al hotel y se citaron para ese mismo día. Las acompañé, mientras recorríamos en coche la metrópolis. Nuestra agasajada se asustó un poco cuando vio una manifestación de personas haciendo tronar sus bombos, pero le explicamos que era una característica típica de la vida política local. Se tranquilizó y tomó varias fotos, paladeando por anticipado la sensación que causarían a su regreso.
Más tarde nos sentamos en una confitería. Hablaron de compras y también de educación. Cuando el hielo quedó derretido en varias tazas de té y dos fuentes de masas, la funcionaria quiso sacarse de encima un enigma que la intrigaba.
—Hay una cosa que no entiendo. Tres meses después de terminar su trabajo, se produjo una vacante en la jerarquía de la Unesco. Envié dos cartas a su ministerio para pedirles su
curriculum
, pero a la primera carta no me contestaron y a la segunda me llegó el
curriculum
de una maestra de jardín de infantes, de veintitrés años. Aquí la tiene.
Eligia hizo una pausa larga. Un trabajo en la Unesco era sin duda su sueño favorito:
—No sé qué decir.
Era una carta con membrete de nuestro ministerio de Educación y los datos personales de una maestra que solicitaba el cargo. Al título de maestra jardinera había sumado algunos puntos por cursos sobre primeros auxilios y labores manuales. Eligia reconoció el nombre de la empleada a cargo de distribuir la correspondencia en el ministerio. La conclusión obvia era que la joven había abierto la carta de la Unesco dirigida a Eligia, después de que ésta dejó de trabajar en el ministerio, le había gustado el puesto, y se había postulado sin que se lo pidiesen.
Después de este episodio, disminuyó su ritmo de actividades y se dedicó a terminar sus tratamientos médicos. Uno de los últimos detalles fue la extirpación de los folículos del reverso del párpado en muchas sesiones, porque algunas raíces esquivaban la electrocución, y renacían con molesta tenacidad. Eligia ponía más cuidado en estas depilaciones que en otras cirugías más importantes. Cuando los médicos estuvieron seguros de que no quedaban rastros de vello, le anunciaron el fin de su tratamiento. Había pasado un año en su país, con los injertos de urgencia; veinte meses en Italia, con el profesor Calcaterra; y más de doce años de regreso, puliendo en la medida de lo posible lo que el profesor había iniciado. Finalmente, todos los doctores estuvieron de acuerdo: no tenía sentido buscar la perfección, había que poner fin a una serie que —si se tenían en cuenta las posibilidades de la ciencia— era infinita.
Durante un par de años, se dedicó a administrar un campo y visitar amigas en las estancias más apartadas de la llanura. Casi todas eran docentes, pero si Eligia las acompañaba a sus escuelas, un silencio de miradas cundía entre los alumnos.
Una tarde de octubre del 78 me mostró un álbum de fotos de sus tiempos de funcionaria, antes de que la vitriolase Arón. El fotógrafo la había captado en un acto escolar, mientras izaba la bandera o decía alguno de sus discursos con datos. En la imagen se la veía feliz. Me preguntó con angustia:
—¿Qué hago con todo esto?
No supe contestarle. Estábamos en la misma biblioteca en la que Arón le arrojó el ácido y donde yo escribo ahora. Los viejos sillones Luis XVI han sido sustituidos, pero todavía brillan las lacas negras y guindas del escritorio chinesco y el cofre sobre la mesita. Yo sé que debajo de la alfombra nueva y de mala calidad, quedan algunas manchas de ácido en las tablas del piso.
—¿Y con esto?
Abrió el cofre, en el que había guardado recuerdos suyos, como las cartas que le enviaron nuestros familiares a Italia. También estaban amontonados allí (a pesar de que había lugar en los estantes de la biblioteca, porque yo vendí los ejemplares pornográficos franceses de Arón apenas volvimos de Milán, pero ella no había colocado en su lugar los pesados tomos de pedagogía e historia) algunos de los libros y revistas que le había leído doce años atrás, incluida la publicación de historia con el texto sobre un combate del remoto pasado. Sueltas entre los libros, se ajaban una foto de la iglesia de Santa María en el Paraíso que veíamos desde nuestra ventana en Italia, servilletas de papel con el membrete de la clínica, recetas del profesor Calcaterra, y una estampita con la imagen de la Madonnina, la Virgen dorada que remata el duomo de Milán, que le había dado en Italia el sacerdote del sanatorio.
Nunca imaginé que hubiese adoptado una actitud tan sentimental respecto de aquellos tiempos. Era el mismo cofre en el que Arón había guardado las composiciones del colegio de sus hijos. Traté de remover el contenido. Vi abajo los viejos papeles que había dejado Arón; más arriba los que agregó Eligia. Muchos de ellos se referían a sus hijos. Casi en la superficie nadaba un
paper
de un congreso de literatura en el que yo había presentado un trabajo sobre la imposibilidad de la lírica en nuestros tiempos. Había sido un intento vano por conseguir un puesto de auxiliar en una cátedra, a pesar de que no tenía título universitario. Mis monografías fueron recibidas con sorna por los profesores jóvenes, que me aseguraban que mis puntos de vista estaban pasados de época.
—¿Qué hago con esto? —insistió mostrándome el cofre abierto. No supe contestarle.
Al día siguiente saltó de la ventana de su departamento, que había sido también el de Arón, pero en el que nunca vivieron juntos. La trayectoria de su caída fue de este a oeste, en dirección a la cúpula detrás de la cual se pone el sol.
Precisamente en la universidad, mientras terminaba mi adscripción, me reencontré un mes después, en noviembre del 78, con un licenciado al que ya había conocido en las redacciones y editoriales. Me comentó que estaba interesado en Arón Gageac y sus novelas. Nos sentamos en el bar de la universidad, silencioso y cuidadosamente pintado.
Era joven, de apenas cuarenta años, pero tenía el aire seguro y campechano que tanto envidiaba yo a mis compatriotas, sin poder imitarlo nunca.
—¿No te acordás de mí? —me preguntó—. Yo trabajaba en la Editorial de Mayo, cuando vos corregías los fascículos de cocina. ¿No te acordás? Eras famoso porque corregías en pedo y sin embargo no se te escapaba nada.
—Modestamente, soy un profesional.
—Una cosa es la fama y otra la realidad. En esa colección de recetas te olvidabas de controlar que todos los ingredientes de la lista figurasen después en el texto que explicaba cómo preparar el plato. Cuando vos ya habías terminado el trabajo y salieron a la venta los fascículos, empezaron a llamarnos las abuelas preguntando «¿qué hago con los trescientos gramos de atún?» o «¿dónde meto los cuatro rabanitos cortados en rodajas finas?» Errores de ortografía, no había, pero la sintaxis culinaria tenía cada agujero…
—Necesitaba trabajar.
—No hace falta que me lo digas a mí. En las recetas te armaste un lío con los garbanzos, las habas, las judías, los porotos, las lentejas, las habichuelas, las arvejas… ¿Pero para vos es todo lo mismo?
—¿No son más o menos lo mismo? Todavía hoy no sé distinguir… Eso sí, conozco todos los nombres. Te olvidas del guisante, el frijol, la alubia, la judía negra, el caragilate, la algarrobilla y unas cincuenta más, pero como en mi diccionario dice siempre lo mismo: «Planta herbácea leguminosa, que produce un fruto esférico y comestible, en vaina. / Semilla de esta planta», ¿cómo querés que las diferencie?
Al advertir que la dirección de la charla no me resultaba cómoda, ensayé un contraataque.
—¿Me querés decir para qué te interesas por esas novelas pornográficas con tramas que parecen de ópera? ¿Te crees que te las van a dejar publicar en estos tiempos? —El General había muerto y los militares tomaron otra vez el poder.
—Habrán sido pornográficas cuarenta años atrás, pero ya cambiaron los sistemas de lectura, la recepción de los textos. En cuanto a estos tiempos —bajó la voz— también van a cambiar… A mí no me interesa la técnica literaria pura, sino los significados sociosemióticos del texto. El narrador, en las novelas de Arón Gageac, no es más que otro objeto textual, usado como referente del sujeto de la escritura. Éste, en su candor semántico, recoge una serie de signos literarios de su extratexto y los traspasa al texto casi sin transcodiflcarlos, salvo la sublimación de sus propias tendencias… En el caso de Gageac, la sublimación produce ideales, en los primeros libros… y resentimientos, principalmente en el último, el del año de su muerte.
—No lo leí. ¿Qué tal es?
—Es… malo —vaciló antes de agregar unas palabras que en definitiva no salieron de sus labios.
Continuó con sus reflexiones, como si los tecnicismos lo protegiesen de algún momento incómodo: «Si tomamos el primer período de su obra literaria, que coincide con los primeros pasos del autor en la acción política, podríamos aplicar algunas nociones de la crítica actual sobre los novelistas de la década del treinta, según las cuales el análisis de los personajes revela la decepción porque el mundo en aquellos años no había progresado en la manera utópica que esperaban estos autores. Ya sabes, la crisis del 30 y todo eso… La degradación de los personajes en esa década, refleja la degradación de los autores. Ambos —personajes y autores— abandonan el prestigioso status de héroes que habían conquistado apenas quince o veinte años atrás y lo truecan por una soledad enfermiza desprendida de todos sus valores, que están en ruinas. Con estos escombros construyen un ego que se alimenta de metalogismos completamente personales. En el caso de Gageac, su elevada posición económica determinó que este derrumbe del ego se produjese en un campo social y en un período en el que esos privilegiados sujetos de la enunciación del discurso de poder que eran los bacanes, volvían con todos sus privilegios. Pero en Gageac, ya sea por propia voluntad o por optación execrativa de los miembros de su clase…»
—¿Cómo? —pregunté confundido.
—… quiero decir que, o mandó a la mierda a sus amigos de clase social de los clubes paquetes, o sus amigos lo mandaron a la mierda a él… La autoexclusión de la clase social alta que hace Gageac es única en este país tan cholulo y trepador, de manera que su caso resulta interesante para la sociología… —El licenciado vaciló, me miró a los ojos, y prosiguió:— …En el plano diacrónico, considerando su evolución, el interés es más psiquiátrico que sociológico. El hecho de que su último libro lo haya ilustrado un pintor que después trató de asesinar al Papa, demuestra precisamente el poder de convocatoria paranoide, subsconsciente e iconoclasta hasta el absoluto, de los resentimientos de Gageac, que son una advertencia sobre la dirección que estaba tomando el país. En él se manifiestan como resentimientos contra su propia clase, durante su actuación política en los treinta, y se proyectan hasta poco antes de su muerte, en los años sesenta, cuando afloran ya sin ropaje ideológico, el autor convertido en emisor de resentimiento y provocación contra todo ideal que camina. Es el fracaso de los grandes discursos y de la razón universal del Iluminismo…