En el trayecto, desciendo por la ladera sin cultivar de la colina del hotel. Allí encuentro al borde del camino las mismas plantas que he visto en el jardín de Milán, pero ahora están alejadas entre sí, como si esa contención que mostraban en la pasada primavera, ese mirarse unas a otras antes de existir, se hubiera convertido a fines del verano en una libertad un poco salvaje y anárquica. A las relaciones que en el jardín se entablaban entre las plantas, se impone, en la ladera y la pequeña llanura cercana, en el antiguo pueblito de piedra que se esconde en la colina próxima, una totalidad superior, que no depende de cada elemento ni de las vinculaciones que estos pudieran tender entre sí.
Miro la oscuridad y la encuentro rica. Las sombras unen todo, lo multiplican con sombras creadas por las mismas sombras, más alguna chispa arrancada a la aplacada luz del cielo, que las penumbras reciben como un remedio precioso, para armar, en la noche, un sentido colectivo de la forma.
Recuerdo el paseo en Firebird durante el día. Demasiada velocidad, demasiadas impresiones; no he podido ganar nada con aquel vértigo. Mientras camino, brezos y enebros se balancean indiferentes. ¡He estado encerrado tantos meses!: la clínica de aquí, el departamento de Arón, la clínica de allá. Estos días de vagabundaje se limitaron a compartimientos de trenes y pueblitos. Después de tres años, doy mis primeros pasos fuera de la arquitectura. Ya no se trata de arcos y columnas. La mirada que en mí había construido con tanta tenacidad el profesor de bellas artes Bormann, y que yo había asimilado con demasiado orgullo, se adentra ahora en espacios incomprensibles. Pero la noche me da su lección simplificándolo todo, remitiéndome a lo elemental, a lo que unifica, saltando del individuo, el detalle, el ejemplar, a la composición.
Las sombras más claras delinean los pocos árboles del camino. Un soplo alcanza apenas para estremecerlos. No se trata de un lugar salvaje. Al pie de la colina se ve el sector moderno del pueblito y a mis espaldas las luces del hotel se alejan con cada uno de mis pasos. No es un paisaje que excluya lo humano, pero por cierto que lo subordina con gentileza.
Recuerdo las paredes que enmarcan con indiferencia el jardín de Milán. El pequeño cuadrado de verde prisionero invitaba a quedarse en él, pero la desordenada disposición de los planos y las perspectivas en la colina invitan a moverse en muchas direcciones. Considero, por ejemplo, el regreso a mi país, en donde una mujer bella no me espera pero me quiere; mi hogar, allá, era el departamento chamuscado de Arón. En seguida comprendo que no vale la pena convencer a Eligia de un regreso abrupto a cambio de tan poca cosa. Es seguro que ella también piensa muchas veces en volverse, y con muchas más razones que yo. Otra posibilidad es Ginebra, pero sería una intrusión en la libertad de Eligia, en su derecho de aburrirse con Piaget, un pedido de ayuda que no voy a lanzar. Hasta pasa por mi cabeza la posibilidad de ir a Milán, algún hotelcito barato y a crédito, ya que no tengo habitación en el sanatorio… buscarla a Dina para pedirle ayuda. Pero pedirle ayuda a Dina me parece absurdo. Sólo después de considerar todas las alternativas, comprendo que no estoy en condiciones para disfrutar de esta libertad que me ofrece la colina.
El calor del vino y la brisa fresca producen una sensación estimulante en mí, pero aquello que se despierta es el temor de no querer ser ya un solitario, como lo he sido durante todo este vagabundear y durante tantos meses en la clínica. Me arrepiento de haber hablado hasta por los codos con los viejos. Apuro el paso; ya no tengo ritmo de vagabundo, sino de fugitivo. Sin advertirlo, me encuentro de pronto en la estación.
—¿Cuándo pasa el próximo tren?
—¿A dónde?
—A cualquier parte.
Es un tren repleto de estudiantes. Los compartimientos y los pasillos están llenos; algunos pasajeros viajan acostados o sentados sobre el piso. En el abandono del sueño, se entregan con confianza al compañero o la compañera. Me siento en un rincón. Dejé mi bolso en el hotel. No podré cambiarme en los próximos diez días. Dos vecinos se reacomodan entre rezongos. Cuando llegamos a una estación, me pongo de pie para bajar y comprar alguna petaca, pero antes de dar el primer paso, el corredor se colma con otros estudiantes que suben silenciosos y se tienden donde pueden. Sin cruzarse palabra, los nuevos pasajeros retoman en seguida el dormitar que seguramente han empezado en el andén. Me parece injusto despertarlos. Debe de ser lunes: probablemente estemos en camino de alguna ciudad universitaria. Alguien rompe el silencio calmo con una exclamación: «¡Pero cuándo llegamos a Bologna! Ya deberíamos estar allá.» Otra voz, más firme, le contesta: «En este país todavía hay gente que no sabe contentarse con lo peor. Tienen el tren, y ahora quieren horarios, también.»
Me indigna profundamente la oferta de mis amigos australianos. Uno no anda por ahí proponiendo a desconocidos que se hagan cargo de un negocio. Además, no puedo aceptar ese trabajo, si no sé nada de latín. Sería una estafa. En el recuerdo, hasta me parece desenterrar algún tono suave y paternal en él, alguna indicación maternal en ella. La sensación de incomodidad crece en mí. Vagaré unos días más y luego volveré a Milán. Me gustaría hablar con estos estudiantes, mis compañeros de viaje, contarles lo que vi mientras bajaba por la colina, pero en estos tiempos ya no se habla de la Naturaleza: quedaría en ridículo.
Después de veinte minutos de traqueteo, una voz de soprano joven, imprevista en la oscuridad, pregunta a su compañera:
—¿Leíste el informe del Partido?
—Sí.
—¿Cosa dicen esta vez?
—Que la clase obrera está más pauperizada que nunca. La explotación no se tolera más: los obreros usan boina porque ya no tienen dinero ni para comprar una simple gorra.
—Yo porto la boina porque los cubanos usan boina.
—Dice que el consumo de proteínas en la clase obrera es menor que durante todo el siglo pasado. Que la molicie capitalista está a punto de lograr que los miembros del Partido se queden en casa mirando televisión, en lugar de concurrir a las reuniones.
—¿Lo sabes que a casa nos compramos el televisor? ¿Y de vosotros?
—Lo tenemos ya hace tres años. Ahora papá está por llegar a la seiscientos. Ni él mismo puede creerlo. El abuelo dice que somos todos traidores a la causa. ¿Viste la transmisión de San Remo? A mí, el Celentano de ahora me gusta. No hace más el payaso… Siente, ¿estás segura de que éste es el rápido de las 0 y 45 a Boloña?
—No… —interviene una voz masculina joven—, ése es pasado a las tres por Rimini. Éste es el local de las 4 y 25.
—No, no —asegura una cuarta voz, indefinible en la oscuridad—, éste es un especial a Padua, fuera de cartilla. A Boloña no se detiene.
—¿Pero alguno sabe a qué hora arribaremos?
…I feel thee ere I see thy face
Look up, and let me see our doom in it.
J. Keats (
Hyperion
, I, 96-97)
(…Te siento antes de ver tu cara
Levanta tu mirada y déjame ver nuestra condena en ella)
Regresé a Milán dos días después de lo convenido; Eligia ya se había reinstalado en el cuarto. Estaba animosa; el descanso la había recuperado y se mostraba con voluntad para reemprender su tratamiento. Las anfractuosidades más profundas desaparecieron gracias a la «materia» que aportaron los colgajos, y ella adivinaba muchas posibilidades en sus carnes ganadas. Los médicos no se hicieron rogar, y en la primera operación de esta etapa salió del quirófano con una gran novedad: le habían rehecho los párpados. Me pareció una restauración bastante aceptable, aunque los ojos no cerraban completamente, pero bastaba para que, de noche, la habitación tomase un aire más calmo, al quedar cubiertos sus desembozados globos oculares.
Con la sustancia, volvió la cara, o por lo menos un esbozo general de ella. La mucama de aliento sazonado me dijo con cierto desdén en la sonrisa:
—¿Quería biombos? Bueno, ahí tiene sus biombos.
Y señaló los párpados flamantes de Eligia.
En mis cotidianas excursiones al bar, no encontraba a Dina. Pregunté por ella, pero el muchacho no supo darme noticias.
—Esa ha desaparecido de dos meses. Dicen que ahora hace la señora.
A los diez días del reimplante de los párpados, la mirada de Eligia empezó a turbarse y su ojo derecho a lagrimear. Los médicos le hicieron una cuidadosa inspección. Cuando regresaron de la sala de curas, parecían incómodos. El profesor Calcaterra se dirigió a mí con cierta solemnidad.
—Ahora le explicará el doctor ayudante principal Risso, que estuvo a cargo de la reconstrucción de párpados de la señora.
El profesor Calcaterra se mostraba muy frío hacia el doctor Risso. El ayudante me llevó a un rincón y me habló en un tono de voz bajo, que sus colegas no podían escuchar.
—Señor Mario, hay un pequeño inconveniente. Por un descuido, del cual me hago completamente responsable, la piel del brazo que se empleó para reconstruir el párpado derecho se aplicó incorrectamente.
—No me parece así mal.
—Se empleó piel del brazo, y la epidermis quedó del lado interior, en contacto con el ojo.
—¿Eso es malo?
—No, no tendría nada de malo, si no fuese porque no advertimos unos folículos activos. Ahora los vellos están creciendo del lado interno del párpado y, por supuesto, irritan el globo del ojo. Molestan terriblemente a su madre.
—Entonces, ¿quieren reconstruir todo el párpado otra vez?
—Lo hemos consultado con su madre y estamos de acuerdo en que por ahora dejaremos las cosas así. Más adelante veremos. Se podría usar electricidad, pero es un tratamiento muy largo. Eso se haría cuando ustedes regresen a su país. Si la depilación eléctrica no diese resultado, entonces sí, se reconstruiría, pero por ahora todo lo que hace falta es, cada diez o quince días, dar vuelta el párpado con la mano, y con una pinza arrancar los pelitos que empiezan a nacer.
Cuando el profesor Calcaterra vio mi cara de asombro, se acercó a mí y me llevó hasta la cama.
—Mire —su índice señaló con la franqueza habitual las cicatrices—. Nada de quelonios. Fin del caos. Quedan algunas marcas normales y algunos inconvenientes, como le explicó mi asistente, pero éstas son cicatrices del orden, de la razón. El ataque que había desatado el caos en la carne ha quedado conjurado por estas cicatrices, que ahora son como un límite entre el odio anterior y el tiempo del futuro, que será de fe y se debe apoyar en estas marcas… Le voy a confesar un secreto: he visto tantas grandes cicatrices… a esta altura de mi vida creo que un cuerpo sólo es creador cuando sobrepasa los planes de la forma humana, cuando se supera, superando a la naturaleza —miró de reojo a Eligia, que mostraba incomprensión en su cara rellenada por la ciencia—. No se deje llevar por los prejuicios —agregó dirigiéndose a ella—. «Irregularidad» es una palabra envidiosa, que los impotentes arrojan hacia la creación desde sus tristes regularidades.
Durante el resto de nuestra estada en Milán y aun después de nuestro regreso, mi vida y mi beber giraron en torno del párpado de Eligia. Cada vez que se acercaba la fecha de la depilación, tomaba sólo lo estrictamente necesario para que mi pulso no temblase. Como ella tenía experiencia en detectar huellas de alcohol, mis precauciones eran tantas que se parecían mucho a una recuperación. Cuando enfrentábamos el momento crucial, le preguntaba si quería que llamase a una enfermera para los pinzazos, pero ella prefería que fuese yo quien le quitase ese vello. Nunca me animé a averiguar hasta qué punto comprendía la situación. Años después todavía me preguntaba a mí mismo si me pedía que la depilase para mantener controladas mis borracheras poniendo en riesgo su ojo, pero la duda me fue útil a mí y esas depilaciones salvaron probablemente mi vida.
A la tercera o cuarta sesión, adquirí bastante práctica. Se trataba de apoyar la muñeca en una almohadita pequeña y usar una lupa. En la aumentada imagen de su ojo, se veían con nitidez las venas, el palpitante reverso de la piel, el globo tembloroso. Trabajaba yo con mucha escrupulosidad, aun a riesgo de causarle un pequeño tironeo, pero quería asegurarme que durante los próximos diez días ella no iba a sentir molestias, porque esa seguridad me permitía tomar por lo menos durante cinco días.
Nuestro segundo otoño en Milán pasó entre depilaciones y lecturas. Eligia estaba más atenta y tuve que repetir menos capítulos. También se mostraba más activa, lo cual nos permitía comentar lo que leíamos.
Las menciones que sobre la carne llegaban del mundo exterior ya no sonaban tan sarcásticas: las publicidades de productos de belleza, por ejemplo, habían perdido su gran carga de irrisión, y ella me envió incluso a comprarle algún polvo de maquillaje con el que trataba de disimular los cambios de color entre la piel original y los injertos.
En noviembre, Eligia me pidió una de las pocas tareas que no estaban vinculadas con su tratamiento médico.
—Mario… Si fueses tan bueno y te pudieses escapar hasta la administración de la Universidad. No es lejos de aquí. Quizás conserven en los archivos una conferencia que dicté en el 46. ¡Era tan joven y Arón vestía tan bien! Se había mandado hacer, para el frío de Europa, un sobretodo con forro de nutria y cuello también de piel. Al entrar nosotros en la sala de conferencias, oí que un señor preguntaba si era el embajador de Rusia… ¡Vos y tu abrigo negro! Fue en el otoño del 46, noviembre, casi seguro, antes de radicarnos en Suiza. ¿Te acordás? Eras tan chiquito. Te asustabas de los escombros porque tenías miedo de que allí viviesen las momias egipcias que habíamos visto en los museos. ¿Quién te habrá metido esas ideas?… ¡Milán estaba todavía tan bombardeada! Hoy no se la reconoce. Me dijeron entonces que ya habían empezado a reconstruirla antes de que terminara la guerra. Podían volver a bombardearla, pero ellos reconstruían lo mismo. ¡Cómo trabajó esta gente! ¡Si tan sólo recordaras! La Plaza San Fedele, la zona de San Babila, la zona del Palacio Real. Una miraba las fachadas tan bien construidas, y detrás había sólo escombros y ruinas a punto de desplomarse. Lo que más me impresionaba era ver, por las ventanas, el cielo brillando en lo que debía ser el interior de los edificios… Recuerdo una cariátide: la cabeza y los pechos, en un solo bloque blanco, estaban entre los escombros que los obreros habían amontonado detrás de la fachada. Quizá era una de las famosas cariátides de la sala del Palacio Real. ¡Qué tonterías recuerda una! Por las armas que llevaba, parecía una Atenea, pero la cabeza no tenía casco…