—Quédate sentado, eh, no te vayas a caer —me dijo mientras con la otra mano me toqueteaba sin disimulo el pecho, hasta que encontró lo que buscaba.
Me sacó la billetera, la vació de dinero y me la volvió a colocar en el bolsillo del abrigo. Me había robado las dos mil liras que yo reservaba para la única puta del «San Silvestre» que había nacido en la Polinesia. Me pregunté cuándo tendría otra vez la oportunidad de hacer el amor con una mujer de Oceanía.
—No entiendo cómo no te mueres de calor con ese abrigo —fueron las últimas palabras que me dirigió el taxista.
Le dio el dinero a Dina, que, todavía recostada, no supo de dónde habían salido los billetes. Cuando llegamos al sanatorio, nos hizo bajar.
—Bueno, ahora se las arreglan ustedes. Ya yo hice mi buena obra. Ni siquiera les cobro el viaje.
—Sí… figúrate —le contestó Dina.
Calzó mi brazo sobre sus hombros para que no me cayese.
—¿Qué hago contigo? Mira que eres un incordio.
—Deja. Me voy al cuarto.
Dina me soltó, di dos pasos y caí en cuatro patas. Me volvió a alzar.
—¿Hay algún guardia?
—Aquí siempre hay algún guardia, pero a esta hora va al baño y dormita lo que puede. ¿Por qué?
—¡Qué cara de miedo! No pensaba entregarte. Quería saber si el camino está libre hasta ese cuarto tuyo. ¿Qué número?
—El 407.
Esperamos el momento en que la entrada estuvo despejada, y pasamos sin que nadie nos detuviera. Compartimos el ascensor con una administrativa. En el pasillo del piso encontramos a la mucama del primer turno.
—Señor Mario, ¿pero qué le ocurrió… un accidente?
—No, no tengo nada. ¿Cómo va la señora?
—Su madre descansa. ¿Usted no está herido?
—¡Su madre!… —Dina pegó un respingo y agregó indignada—. ¿Por qué no lo acuesta a este nene?
—Porque no es mi trabajo —contestó la mucama, cuyas recomendadas yo no había querido contratar como enfermeras suplementarias—. ¿Por qué no prueba de acostarlo usted? Se ve que tiene experiencia. ¿Y por qué no le cierra la bragueta?
Colgado de su hombro, abrí la cartera de Dina y tomé dos billetes de mil que estaban a mano y me olían a taxista. Se los entregué a la mucama y le hice una señal con mi dedo sobre su boca. Me dio las gracias. Dina me reacomodó y fuimos avanzando hasta el cuarto, al ritmo muy incierto de mis pasos. En mente, me despedía de mi amada de la polinesia. Sólo cuando llegué a la puerta, recordé que mi cuarto era también el cuarto de Eligia.
—Shh —le increpé a Dina—, no hagas tanto ruido, estáte callada. Una vuelta que seamos dentro, yo me arreglo solo.
Abrí la puerta de un manotazo torpe. Una voz lúcida preguntó en seguida:
—¿Mario?
—Estoy bien. Estoy con una persona que me acompañó.
Di dos pasos por el vestíbulo sesgado que no permitía ver la cama. Antes de llegar al recinto principal, caí sobre la pared y me fui deslizando hasta el suelo. Eligia volvió a preguntar por mí, con tono más preocupado; Dina me puso en pie.
—Permiso. Disculpe señora, no quería molestar. Su hijo está bien. Solo tiene que dormir un poco —iba balbuceando mientras avanzábamos por el vestibulito.
Cuando llegamos al cuarto en sí, Dina quedó en silencio. Las presenté.
—Es Eligia. Es Dina, me ayudó mucho, pero yo no se lo pedí. Llego justo a tiempo para darte el desayuno.
—Ya tomé el desayuno hace una hora… Gracias, Dina.
Estábamos a dos pasos de mi camastro. Dina permanecía tiesa, mirándola a Eligia. Noté que los músculos de ella que me sostenían, se olvidaron de mí. Me desprendí de su brazo y me tiré en mi pequeña cama. Cuando dirigí la vista hacia Dina, todavía estaba como petrificada, mirándola a Eligia.
—¡Y por qué no te vas! —le grité.
Se fue sin despedirse; fue una huida sin descortesía. Dormí hasta que la misma mucama a la que le había dado dos mil liras trajo el almuerzo. Entró haciendo todo el ruido posible y gritando «Aquí está la minestra», como lo hacía siempre para ahorrarse el trabajo de despertar a los pacientes.
Creí que podía sostenerme erguido por mis propias fuerzas.
—¿Está ya en pie, señor Mario? —dijo la mucama con un tono maligno.
Sabía que Eligia tenía que haber visto a Dina, ya que la misma mucama se había negado a acompañarme al cuarto. Traía una sopa espesa, hirviente. Antes de irse, me señaló la cabeza:
—Le queda muy bonito. También yo soy del Milán, y odio al Inter.
Me quité el sombrero de cotillón azul oscuro y blanco. Como todos los días —cuatro veces cada día— acomodé un babero infantil sobre la parte de los injertos que quedaba debajo de la soperita, a veinte centímetros de la cara de Eligia, que era todo cuanto podía extenderse el tubo por el cual succionaba ella. Protegí la preciosa carne ganada con el esfuerzo del segundo colgajo, que le había valido otros cincuenta días de yeso, entre mayo y julio.
Eligia me miraba con fijeza. Cuando terminé de alimentarla, volví a tirarme en mi catre. Me coloqué de manera que, si entraba alguien, pareciese que yo estaba echando una siesta. Mi única preocupación era que no se me notase el
hang-over
.
Cuando volví a despertarme, faltaba poco para la cena de los pacientes. Me sentía mal: la boca pastosa, aunque advertí que las piernas habían ganado algo de firmeza. Los ojos de Eligia me seguían a todas partes. Antes de la comida, la lavé, tratando de esmerarme en los cuidados. Le propuse cortarle las uñas.
—No, hoy no… por favor, hacé algo con tu aliento.
Me cepillé los dientes. Cuando regresé, me dijo:
—¿Te acordás de los sobresalientes que sacabas en la escuela?
—Bueno, llegó otra vez la hora de la nostalgia docente —le contesté tratando de sonar divertido.
Pocos minutos después trajeron la sopa humeante y una gelatina. Coloqué la servilleta como lo hacía todos los días —cuatro veces cada día—. Tomé el bol en mis manos con decisión. Estaba un poco más caliente que lo habitual, de manera que soplé para entibiarla. Preparé una servilleta de reserva para enjugar el líquido que se escurriese de la boca. Rutina.
—A ver, un sorbo por Piaget, que está aquí cerca, en Ginebra, paseándose en bicicleta, y al que vas a ir a visitar dentro de poco… Otro por Herder… Otro por Saussure… Otro por Dewey…
Reí con forzado buen humor. Eligia no veía la soperita cerca de su boca. Un grumo tapó el tubo por el que succionaba. Traté de destaparlo sacudiéndolo con una mano. Entonces empezó a temblarme la mano que sostenía el bol. Quise controlarla, pero los temblores crecían, aumentados por el mismo peso del bol. El flujo de sopa se reanudó.
—Este sorbo por el profesor Calcaterra, que fue admitido en la Academia y su foto está en todos los diarios importantes…
La mano que había desobturado el tubo, volvió a la sopera. En ese preciso instante tuve una convulsión y el líquido se derramó casi todo sobre los baberos y servilletas que protegían a Eligia, empapándola. Lanzó un grito incontrolable y, con gemidos descendentes, me dijo que llamase a la enfermera. Apreté el timbre. Mientras esperaba, levanté uno de los extremos de la servilleta empapada y humeante. Pegado al lado inferior de la servilleta se levantó también un trozo de injerto mostrando debajo un colchón de tejidos y sangre. En seguida llegó la enfermera.
—¡Un accidente! —grité sin control—. Se derramó la sopa.
—Señor Mario… ¡Precisamente ahora, con los injertos y el colgajo nuevo!
Actuó con celeridad profesional. Bajó con un mecanismo las ruedas de la cama y se llevó a Eligia volando a la sala de curaciones. Todo ocurrió en un segundo. Cerré los ojos y sollocé con la soperita de peltre todavía en mi mano. Después de unos minutos, sin detener mis sollozos, dije en voz alta y clara: «No quería que las cosas resultasen así, Eligia. Verdaderamente quería ayudarte, esmerarme. Te lo juro. Esto no puede seguir. Si salimos de ésta, voy a cambiar. Te lo juro.» Me senté en mi camita.
Después de un tiempo impreciso para mí, volvió la enfermera.
—Todo bajo control —me miró inquisitiva a los ojos—. ¿Pero qué le llega? No es tan grave, ¿sabe? Todo se va arreglar. Vamos, no se abandone ahora que su madre necesita de usted más que nunca. Un accidente, cualquiera lo tiene; después de tantos meses. ¡Pero si todo el mundo se admira de lo bien que la cuida! Es cierto que, cada tanto, debería contratar una enfermera, y tomarse un descanso. Es demasiado para una persona sola. Seguro que puedo conseguirle alguna que le haga precio por tarea prolongada, si la contrata por más de una semana… Ahora vaya de su madre en la sala de curas y llévele un abrigo liviano. Si comienza a estornudar, estaremos en líos. Vaya, que ella pregunta por usted. Le dé un beso.
Cuando entré en la sala de curaciones, hallé en la antecámara equipada con pileta y mesada metálica, la cabeza de Eligia. Estaba sin pelo, descarnada hasta un punto en que yo no la había visto nunca antes, la cuenca de los ojos vacía y los huesos en distintos grados impúdicos de evidencia. Tenía clavado un compás en la mejilla y sobre la mesada, cuyo brillo metálico y oscuro hacía un fuerte contraste con el color parejo, opaco y cerúleo de la cabeza, descansaba un goniómetro.
Uno de los ayudantes del profesor irrumpió desde la sala principal, me miró, miró la cabeza, y la guardó apresurado en una alacena.
—Estos modelos son muy útiles, sabe. Permiten planificar científicamente las operaciones de los pacientes complicados.
Eligia estaba rodeada de médicos. Le habían quitado el injerto ensopado. Le cubrieron la parte sin piel con una gasa cicatrizante, y los médicos dejaron órdenes para hacer un nuevo injerto a la mañana siguiente. A las más de veinte operaciones que llevaba el tratamiento, había que agregar ésta, inútil.
—No se preocupe señora, será cosa de unos minutos —dijo el médico de guardia.
—¿Cómo estás, Mario?
—Estoy bien. Te traje un salto de cama. ¿Te espero aquí o en el cuarto?
—Volvé al cuarto. Aquí estoy bien cuidada. Trata de descansar.
Me paseé por el cuarto despojado, vacío, sin cama, durante una hora. Desde que había empezado su tratamiento en Italia, yo nunca esperaba a Eligia en la habitación, cuando se la llevaban, sino en la salita cercana a los quirófanos. Esta vez, en el cuarto vacío, sin la gran cama, me movía sin rumbo, descoordinado. Mis pies se habían acostumbrado a medir los pasos según la presencia de la gran cama articulada y se asombraban ahora de poder atravesar espacios que nunca antes habían hollado. Coloqué mi cabeza en el lugar exacto en el que durante tantos meses había yacido la cabeza de Eligia. Desde ese punto de vista, el cuarto tenía perspectivas completamente distintas de aquéllas a las que me había acostumbrado. La ventana y la reproducción de Cézanne eran los elementos más visibles; en cambio, el vano del pasillo por el que habían entrado Sandie, el capellán y Dina, casi quedaba fuera de la visión, y mucho menos se veía mi catre bajo adosado a la pared.
Traté de imaginar lo que podía estar ocurriendo en la sala de curaciones. Barajé todas las posibilidades, desde las más negras a las más leves. Permanecí repitiéndome, sin darme cuenta pero sin cesar, «Dios mío, ¡qué hice!»
Cuando colocaron la cama en el lugar habitual, todo pareció nuevamente en orden.
—No fue nada Mario, ya está. Mañana me reponen el injerto. No andaba muy bien y no era muy grande. Me queda piel de sobra en el muslo.
Al poco tiempo, Eligia se durmió; la noche recién empezaba. Una enfermera pasó como un susurro para tomarle el pulso y la temperatura. Eligia no se despertó.
—Todo va bien. Vaya a respirar un poco de aire fresco. Por esta vez, nosotras nos encargamos gratis. Vaya, tiene que despejarse un poco. Esto le sucede por estar demasiado tiempo encerrado aquí dentro.
No fui al bar de la esquina. Caminé casi medio kilómetro hasta que llegué a una zona que no frecuentaba el personal de la clínica y donde era un desconocido. Entonces encontré un bar oculto y pude tomarme una media docena de coñaques sin que nadie me viera.
Ein Zeichen
kämmt es zusammen
zur Antwort auf eine grubelnde Felskunst
Paul Celan
(Un signo /
se habría de unificar /
como respuesta a un cavilante arte rocoso)
?, ? de septiembre de 1966
Encuentro a muchos idiotas que me miran con envidia porque viajo solo. Creen que todo es fácil, que ser joven y viajar solo es el máximo de libertad al que se pueda aspirar.
Como experiencia, la situación tiene un aspecto muy distinto. El viajero solitario es un peligro. Lo miran torcido en los circuitos turísticos. De alguna manera, sin embargo, se las ingenian para lidiar con él: la manicura del hotel hace alguna hora extra o hay una de esas putas que, ¡oh casualidad!, está sentada sola en el cabaret donde termina el tour nocturno. Pero en los lugares no turísticos el solitario se transforma en una amenaza insólita; un huno descolgado de la horda, más vulnerable que amenazador. Lo digo yo, ahora; por más que te hagas el bueno y digas que «sí» a todo, todos te tienden alguna trampa: las putas, los restaurantes, los taxímetreros.
Viajar así resulta una experiencia multiplicada de lo que significa ir solo al cine o al teatro. Lo sé. Odio a esos idiotas que no pueden despegar ni a la esquina sin que su entrepierna complementaria los siga a dos pasos. Nadie me convencerá de que creen en el arte. Muy lindo los actores, el texto, el director, el mensaje, la charla en el bar después de la función, pero sin la entrepierna complementaria sudando —y a veces sangrando— al alcance de la mano, no van ni a la esquina. Con los viajes es igual: la pinacoteca, el castillo, todo muy bonito, pero sin la pareja al lado, no salen de casa.
¿Qué mierda hago aquí? ¿Qué les explico a los habitantes de estos pueblitos? ¿Qué puedo explicarles? ¿Que Eligia, después de su segundo colgajo exitoso, con abundante sustancia en la cara, está en Ginebra, embobada por Piaget? ¿Que el dinero que yo tenía para viajar durante más de un mes me lo gasté en tres días, en whisky y una puta polinesia? ¿Que no tengo a dónde volver, porque en la clínica desocupamos nuestra habitación, y la reservamos recién para fines de este mes de septiembre? ¿Que el único valor que me quedó fue el circolare, el billete de segunda clase que permite tomar cualquier tren hasta fin de mes? ¿Que desde más de veinte noches estoy durmiendo en los trenes de segunda y tomando de lo más barato? ¿Que —como Italia es larga y estrecha— tengo que pasar un día en el sur y un día en el norte, para poder dormir unas seis o siete horas? ¿Que cuando me despierto, me bajo en el primer pueblito (y los de segunda paran en todos los pueblitos) para poder lavarme la cara, me bebo algunas grapas y camino por aldeas de cuyo nombre no me he enterado siquiera? ¿Que inevitablemente, siempre, pero siempre, encuentro maravillas repartidas al voleo, que no figuran en las historias del arte, portentos que se me aparecen a la vuelta de la esquina, como en otras ciudades se te puede aparecer un puesto de diarios o una señal de tránsito? ¿Que se te presentan con naturalidad, sin bambollas, sin que antes de doblar la esquina puedas siquiera prever si van a ser Risorgimento, neoclásicas, barrocas, renacentistas, góticas, románicas, clásicas o etruscas? ¿Qué puedo decirles a estos estúpidos que ven sus maravillas sin darse cuenta de que son maravillas?