Tiró sus zapatos al aire y fue descalza a su dormitorio, caminando sobre una estera de rafia. Volvió con un par de pantuflas en sus pies, adornadas con una peluche rosada que cubría los empeines, y una luz roja en la delantera de cada sandalia, precisamente encima de las aberturas por las que asomaban las uñas del pie, pintadas de color fucsia.
—Son para evitar tropezarme cuando me levanto de noche. ¡Fíjate un poco! —y apagó la luz del estudio.
Las rugosidades de la estera se convirtieron en el centro del mundo. De Sandie sólo quedó una sombra que fue hasta el tocadiscos para poner Rita Pavone y después se arrellanó en el sofá. Me senté frente a ella, a dos pasos. Cuando puso sus pies sobre el sofá, las sandalias iluminaron la rodilla de mi pantalón.
—Mira, la política es el mundo exterior, allí donde el hombre está más a gusto. Si quieres ser demócrata cristiano o socialista, está bien para mí, con tal de que no te hagas comunista. ¡Eso no! Comunista no… En cuanto a mí, me dejas la función femenina, que es el mundo interior, el espíritu, allí donde me siento más cómoda. Lo femenino nunca va a ser completamente conocido. Sólo lo podemos intuir nosotras las mujeres, en nuestros sueños, que sólo nosotras comprendemos, cuando los comentamos con nuestros terapeutas.
Giró levemente su pie y el foco rojo se deslizó sobre mis pantalones hasta detenerse en la entrepierna.
—Te falta calma, equilibrio. En una revista leí sobre un ejercicio para parejas que armoniza a ambos con el cosmos.
Se sentó en la estera y sus sandalias apuntaron hacia la falsa chimenea blanca y un jarrón sobre la repisa, con una planta que consistía sólo en unas pocas hojas lanceoladas, más parecidas a sables retorcidos que a vegetales.
—Ven, siéntate junto a mí, espalda contra espalda. Tienes que comprender que tú eres el principio exterior y yo el femenino interior. Tienes que pensar que los dos somos uno, que porque somos uno, no tratamos ni necesitamos comprendernos.
—De acuerdo… pero no con Rita Pavone.
Cambió por una música de cuerdas empalagosa y nos sentamos sobre el piso, espalda contra espalda.
—Además, por qué tanta preocupación por aquello que haya podido decir mi padre. Haz como yo. Digo «sí» y hago mi voluntad. Él es bueno, sabes; basta consentirle alguna fanfarronada y te da lo que quieras. No es nada tonto; un lince para los
business
. ¡Pero qué tanto Mussolini ni papá! ¿Tienes el Edipo mal resuelto? ¿Lo sabes cosa es el Edipo? Es odiar al progenitor del mismo sexo.
Tutta tua
lo explica clarísimo: el niño se interesa primero por el padre, luego quiere sustituirlo en todo, hasta en la cama, porque el padre es su ideal. ¿Me sigues? —me tocó el hombro para que girase y la enfrentase.
—Sé lo que es el Edipo, pero no, no creo que tenga Edipo, en mi caso…
—Todos lo tienen…
Su cabeza avanzó peligrosamente hacia mí.
—Yo no… Además, Sandie, tú eres una chica decente y yo no le puedo hacer una traición a tu padre bajo su mismo techo… Te respeto y me gustas, te casaría, pero no sé cosa será de mí, ni si te voy a poder dar la calidad de vida que mereces, comprarte esas hermosas sandalias y los portacenizas con radio… Mi familia va a quebrar después del tratamiento de Eligia, y yo no soy un lince para el dinero.
Me fui y no la vi más.
A fines de marzo del 66 los médicos consideraron que el colgajo había prendido y le quitaron a Eligia los aparatos ortopédicos y el inmenso yeso que le sostenía el brazo junto a la barbilla. Las operaciones a que era sometida tuvieron, a partir de entonces, un matiz positivo, porque consistían en distribuir de una manera funcional la materia ganada.
Aprovechamos la mejoría para que diese sus primeros pasos después de muchos meses, breves excursiones por los corredores, ante la mirada aterrada de las narigonas que, en vela de bisturíes, se paseaban nerviosas esperando la próxima carnada de operaciones. Cuando la marcha de Eligia cobró firmeza, decidí realizar una visita que debíamos hace tiempo. Un domingo, muy temprano, fuimos a la capilla de la clínica, moderna, con vitrales alegres y altares claros y estilizados. Nos sentamos en un rincón escondido donde el oficiante no nos podía ver. Concurrían pocos feligreses; todas enfermeras y mucamas meridionales. El mismo sacerdote que nos había visitado en el cuarto, ofició con fe intensa. Después echó una mirada asombrada a las jóvenes y dijo su sermón.
* * *
—Aprovechemos que a esta misa temprana no vinieron los pacientes y podemos hablar de temas que os interesan en especial, mujeres jóvenes, solas, lejos del hogar, en una ciudad llena de tentaciones. Os hablaré de las tentaciones de la carne. Sois criaturas en una situación peligrosa, abandonadas a vuestras propias fuerzas. Éste es precisamente el primer sentido de la palabra «carne»: aquél de una criatura que ha sido abandonada por el sostén de Dios. Está ya claro en San Juan: «El espíritu es aquél que da la vida. La carne no sirve a nada».
Dos mucamas se susurraron delante de nosotros.
—¿A dónde fuiste anoche, picarona?
—Al cine, a ver un filme con el Newman.
—¿Cuál?
—El Premio. Hace el escritor borracho.
—¿Cómo ha estado?
—Quieren matarlo, porque, sin saberlo, se coloca en el camino de los malos. Denuncia una conspiración de un servicio secreto, pero nadie le cree, ¡a él! Con esa boquita que insulta y besa al mismo tiempo. Después lo tiran al agua cuando pasa un transatlántico. ¡Le tiran encima un transatlántico! No presté mucha atención porque estaba acompañada… El tiene siempre un aire como de quien no sabe nunca qué va a hacer en el próximo segundo… Esa nariz de boxeador junto a esos ojitos de nene desprotegido. ¡Hummm!… ¡Cómo me place! ¿No tendré el Edipo con este Newman?… ¡Pero no! ¡Qué voy a tener Edipo yo!
—…Pero por debajo de este primer estado, esta idea de «materia viva dejada de la mano de Dios», hay —nada de menos— un estado peor. No encontramos ya lo abandonado, sino aquello que ha sido poseído por el deseo del placer inmediato: ya no es un elemento indiferente al espíritu, sino un elemento opuesto a él, instrumento del Diablo. Por eso habla San Pablo de la necesidad de esclavizar y castigar la carne: «Me impongo una disciplina y domino mi cuerpo»…
—No entiendo esta parte del sermón —le dije a Eligia—, ¿de qué placer inmediato está hablando?
—Habla bien, en pies espontáneos. Se nota que hizo sus Humanidades a fondo.
—¿Y has andado al cine con Esteban? —le preguntó la misma mucama a su compañera.
—Sí, pero él no es Paul Newman.
—¿Te tocó?
—Un poquito
—No te hagas la interesante… ¡recuéntame todo!
—…Pero no debemos ejercer una disciplina que trate de aniquilar, de negar, sino que apunte a reconquistar y transfigurar la carne para llevarla a un estado espiritual positivo…
—…y entonces me regaló una radio portátil tan pequeña que se lleva en cualquier parte, en la cartera, en el corpiño, puedo escuchar música mientras trabajo…
—…pero, ¿qué número de corpiño tienes?
—…Transfigurada, la carne se predispone a la alegría de Dios. Es… —la voz del sacerdote se elevó y vaciló suspendida en un silencio indeciso, después retornó a un tono natural, como si se hubiese arrepentido del camino que estuvo a punto de emprender—… Se transforma en un instrumento de la buena voluntad, instrumento para hacer el bien a los demás, lo cual resulta particularmente importante para vosotras, que habéis elegido una profesión humanitaria. Ya no es la carne contra el espíritu, sino la carne que tiende la mano para ayudar al prójimo y, a través del necesitado, ayudar a su propio espíritu…
—¡Si es exactamente lo que yo pienso! —murmuré para mí mismo.
—…pensad en vuestra experiencia, pensad en esas horas perdidas que os pasáis en el cine o frente a la televisión, horas en que vuestra carne «no vale nada», como dice San Juan, y esto siempre que estéis viendo un programa sano; otramente, si os empecináis en ver un programa de los malos, vuestra carne se convierte en mala y «con un deseo de placer», como dice San Pablo; eso os ocurre cuando veis algún programa de esos planeados por el demonio o los comunistas. ¡Levantad por un momento un ángulo de esa pantalla de perdición! Espiad cosa hay del otro lado. Como si fuese una mortaja, la pantalla esconde detrás de ella vuestra propia calavera y despojos. Estáis vosotras mismas allí enterradas, al final de una vida de ociosidad, malgastada ante esas imágenes engañosas y tentadoras: contemplad vuestro cadáver, descomponiéndose detrás de la pantalla, como bien sabéis que ocurre con los cuerpos que, recubiertos por una sábana, todos los días sacáis de las habitaciones a las tumbas, carne ya indiferente a Dios, hasta que el Juicio Final la restituya. Sólo si durante la vida habéis aprovechado la oportunidad que os ofrece Dios, os reconciliaréis y reconciliaréis vuestra carne con el espíritu. Porque bien dice el santo: «Nos alegraremos en Dios por nuestro Señor Jesucristo, por medio del cual hemos conseguido la reconciliación».
—No me recuerdo el número de mi corpiño… porque lo dejé en lo de Esteban. Es más pequeño que el de la Sommer, te lo aseguro. ¿Cosa le habrá visto Newman a esa alemana?
—…Por eso, sólo mediante la disciplina y la piedad lograréis dominar la carne, y una vez dominada ésta, dominaréis mejor todo el miedo a la muerte, seréis dueñas de vuestros huesos polvorientos. Le haréis una buena jugarreta a la muerte, que tanto os atemoriza cuando se lleva un paciente. Os diré un secreto: todos esos artistas cuyas obras veis en las iglesias, que representan una muerte terrible, de aspecto espantoso, que hace danzar a los humanos —del Papa al campesino— no son verdaderos cristianos…
—Unos violentos, unos irracionalistas —susurré al oído de Eligia, que no se interesaba para nada por el arte.
—…Para el verdadero cristiano, para aquél que ha dominado su carne, la muerte no es más que un resfrío pasajero, niñito desprotegido que trata de asustar a sus mayores. Los elegidos no morirán, se han liberado del miedo y saben que lo único mortal es la pobre muerte. ¡He aquí que tendríamos que tener lástima de ella, de las putrefacciones de la carne, de sus huesos engañosos y provisorios!…
—Siente, estuve distraída… si la caba me pregunta sobre qué habló el padre hoy, ¿qué le digo?
—Que debemos esmerarnos en limpiar un cuarto después que alguien murió en él. ¡Vamos que se nos hace tarde! Este no la finaliza nunca.
En un par de minutos, casi todos los feligreses se fueron de la aséptica capillita, para tomar su turno de la mañana. El sermón se había prolongado demasiado, y el recinto se vació bajo la mirada asombrada del capellán, que reflexionó mientras se concentraba con su típico ademán de cerrar los ojos, apretar la mandíbula contra el pecho y desplegar la red de arrugas de sus sienes. Luego los abrió, echó una mirada circular y lenta a la capilla vacía y dijo en voz baja, pero con determinación: «¡Que me sancionen otra vez, ahora!» Y con tono encendido siguió predicando:
—Porque no hemos sido hechos según el modelo de la muerte, sino según el modelo del amor, el modelo de la carne enamorada que el Hijo asumió cuando se encamó por amor infinito. ¡Qué maravilla! Alguien por fin que, en lugar de ejercer todo el poder que tiene, se mete límites deliberadamente. Una kenosis, un empobrecimiento voluntario de Cristo, que renunció a comprender el mal y le bastó con padecerlo; así como en el Antiguo Testamento, Yahvé se contrae y empequeñece voluntariamente para dejar espacio al hombre y su libertad…
—Se nota que también sabe griego, ¡qué envidia! —exclamé.
—…Ese es el modelo: debemos amar tanto como hemos sido amados. En el origen, es decir en el amor de Él, «tanto» quiere decir «infinito». Depende de nosotros mantener este nivel. ¿«Cómo», os preguntáis y me pregunto? La respuesta está ya en el Antiguo Testamento: si uno ama sin límites a otro que no lo merece, tarde o temprano, la grandeza de ese amor convertirá al otro en alguien digno de ese amor. «Amor», esa palabra que figura tanto en las cancioncillas que tienen ocupadas vuestras orejas, es la palabra, y no «dinero», ni «guerra», ni «destrucción», como creen los señores del mundo…
—¡Qué horror, la violencia! —dijo Eligia con callada convicción.
—…Esta es la interpretación del amor, según el profeta: «Porque yo soy Dios, no un hombre / En medio de ti yo soy el Santo / y no me gusta destruir»… Durante este Concilio en el Vaticano estamos viendo muchos cambios, pero estas palabras no cambiarán, os lo asegura el más insignificante de los hombres.
Repitió su gesto de concentración; después miró extraviado al vacío.
—Terminaremos por comprenderlas cabalmente, por el camino bueno… o por el malo… —vaciló, esta vez apenas un segundo, y continuó con alegría:— en estas palabras nos encontraremos todos, tarde o temprano, y si para entonces ya no quedan palabras, nos encontraremos en el cuerpo crucificado que se desnudó para que todos podamos reconciliarnos en la caricia de ese cuerpo…
* * *
A fines de esa primavera, el profesor Calcaterra palpaba con mucho cuidado la cara de Eligia, principalmente su cavernosa mejilla derecha. Creí percibir una vacilación decepcionada en los movimientos de sus dedos, mientras Eligia le preguntaba cuándo iban a cubrir esos pozos. El profesor contestaba evasivamente.
—Algunas cicatrices hipertróficas… Veremos.
Nuestro médico tenía varias maneras de observar las heridas: las raspaba, les aplicaba un cristal en las zonas más congestionadas, pero finalmente terminaba confiando siempre en el tacto. En un día de primavera se sinceró: haría falta un segundo colgajo, lo que habíamos ganado era poco. Eligia no habló. Traté de transmitirle ánimos, le aseguré que más «material» era precisamente lo que se requería para un trabajo perfecto, le expliqué que ella no había sufrido todas las peripecias anteriores para echarse atrás ahora o desanimarse en este punto. En realidad, Eligia no había dado señales de echarse atrás o desanimarse en ningún momento, ni tampoco en ese día primaveral. Simplemente, no había hablado.
Esa noche tomé mucho. Dina me pidió que la acompañase a lo de unos clientes que la habían citado por teléfono, chicos buenos y conocidos.
—¿Para qué quieres entonces que te acompañe?
—Eres mi amigo, y te veo muy mal. No quiero dejarte solo.
—¿Quién te dijo que estoy mal? Déjate de diagnósticos estúpidos.