El desierto y su semilla (10 page)

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Authors: Jorge Baron Biza

Tags: #Drama, Relato

* * *

—Mario, me dormí.

—¿Cuándo?

—Cuando el oficial se pasa de bando.

El narrador se había pasado de bando en tantas ocasiones que decidí releer todo el artículo desde el comienzo, pero recordé a tiempo el final espeluznante y le dije a Eligia que nada bueno se podía sacar de ese texto.

Las cirugías tomaron un ritmo acelerado, o a mí me parecía así porque la falta de acontecimientos en la clínica echaba a volar el tiempo.

En Navidad, un sacerdote pasó a saludarnos, pero Eligia había sido operada dos días atrás, y no pudo recibirlo. Ésa fue la única de sus operaciones en la que, por la fecha, no la acompañaron cinco o seis narigonas, pero ella tenía tanto empeño en avanzar en su tratamiento que no quiso desperdiciar ni un solo día, sin cuidarse de las fiestas tradicionales.

El profesor nos veía con frecuencia y demostraba un interés científico y humano en el caso. Cuando ya la luz de Milán había tomado esa cualidad sin horario ni sombras que la caracteriza en invierno, ese gris difuminado que tan bien matiza con dorados, rojos y azules, pero aplasta el ánimo cuando ocupa solo todo el campo visual, el profesor miró con atención la cara de Eligia y exclamó satisfecho:

—Progresamos, progresamos. —Su índice volvió a planear trazando volutas, y dirigiéndose a mí agregó:— Mire cómo se ha simplificado la situación. No hay más laberintos; vamos directo al fondo del problema. Y en más, el cuerpo de esta mujer es solidario: fíjese cómo los labios de sus heridas cooptan en lugar de confrontar. Prueba de que trabajamos con un ser en armonía. Ahora que ya hemos terminado con el desorden, podemos sanar lesiones que por lo menos son coherentes. Vía con los queloides.

Mientras se dirigía a la puerta, extrajo con una sonrisa franca un papelito del bolsillo de su guardapolvo y me lo entregó: —Estudie latín. Aprenda de su madre. ¿Qué va a hacer todo este tiempo, aquí en Milán, sin amigos ni amigas?

Guardé el papel sospechando que se trataba de algo que Eligia no debía ver. Me refugié en el baño y leí:

«VITRIOL:
Visita Interiorem Terrae Rectificando Inventes Operas Lapidem
: Desciende a las entrañas de la tierra y, perfeccionándolas, encontrarás la piedra fundamental.»

Si durante las sesiones de lectura se me secaba la garganta de tanto leer, aprovechaba algún sueñito de Eligia y me iba al bar. Muchas veces cruzaba en la acera a la mujer que me llevó a la tratoría, que se paseaba en un trayecto de pocos metros o se acodaba contra el muro en Corso de Porta Vigentina. Se vestía con cierta sencillez, si se comparaban sus ropas con los atuendos de fantasía con los que trataban de llamar la atención sus colegas en otras zonas de la ciudad, más rojas que la aburrida vecindad de la clínica. La encontraba tiritando; se tenía que envolver en tapados de confección que no la protegían mucho ni del frío ni de la humedad.

Para bien o para mal, era la única persona con la que podía hablar, de manera que tomé la costumbre de convidarla con lo que ella quisiera, por lo general leche chocolatada caliente. Se llamaba Rovato, Dina. Mientras conversaba conmigo, controlaba de reojo el rincón del muro en el que solía esperar a sus clientes. Si llegaba un auto hasta allá, salía disparando mientras murmuraba, de espaldas a mí: «Discúlpame, un cliente». Apenas había desaparecido, el barman retiraba su vaso, de manera que a los veinte minutos, cuando volvía, yo tenía que convidarle otra chocolatada si quería seguir charlando.

En uno de los primeros encuentros, me preguntó quién era la mujer que estaba conmigo en la clínica.

—¿Quién te dijo que estoy con una mujer en la clínica? ¿Anduviste de chismes con alguna mucama?

—¡No! —dijo Dina entre risas—. Las mujeres de servicio no hablan conmigo; ni siquiera se detienen aquí, ahora que están todas a comprar la seiscientos… quién las aguanta a esas presumidas. Preguntaba así, por preguntar.

—Es una mujer muy importante y una verdadera belleza de mi país. A mí me paga para que la acompañe mientras se hace la cirugía rejuvenecedora.

—Extraño que no prefiriese una dama de compañía.

—Necesitaba alguien que además de cuidarla la protegiese. Tiene enemigos poderosos. Tú no sabes cómo son estas cosas allá, en mi país.

—Extraño que hayas aceptado un trabajo así. No te creo… ¿Cómo aprendiste a hablar italiano?

—Con los filmes de Gassman.

Dina permaneció unos segundos dubitativa. Finalmente se animó:

—Contigo hay alguna cosa de extraño, pero no sé cosa. —Y agregó con tono profesional:— ¿Por qué no me cuentas?

—Bébete esa asquerosidad y vete a girar.

Luego de este cambio de palabras, no nos hablamos durante un par de semanas. Al tomar mis copas, podía verla por el rabillo del ojo, acodada en su muro. De tanto en tanto, me echaba miradas sonrientes, pero no sarcásticas. Después de unos quince días, entró una noche en el bar con un hombre.

—Te presento a mi príncipe —le dijo—. Es el que me violó por primera vez. Ten cuidado porque es sudamericano. Lleva una navaja y sabe cuidar a las mujeres.

El hombre me miró con temor. Pidió dos ristretos.

—Invítalo a tomar algo a él también —agregó Dina.

Pedí whisky sin esperar que abriera la boca. La mirada temerosa del hombre se tiñó, además, con la angustia del amarrete.

—Siénteme, caro: no tengas miedo, éste es mi hermanito, que me respeta mucho.

—Sí, claro —contestó el hombre mientras no me sacaba los ojos de encima.

Dina me miró.

—El señor quiere invitarnos a su departamento —me encogí de hombros.

Bastó que recorriéramos unos metros en el auto para que estuviera yo completamente perdido en esa ciudad de círculos excéntricos. Llegamos a un departamento pequeño y húmedo. No había ni whisky, ni vino, ni nada: me quejé. El hombre se me acercó con una mirada ahora despreciativa y burlona; medía unos quince centímetros más que yo. Me tiró unos billetes y dijo: «Ve a comprar lo que te guste; hay un local cruzando la calle; el pasaporte lo dejas aquí. Te quiero de regreso.»

—El pasaporte no te lo dejo nada. Te dejo mi abrigo y basta.

A las dos horas estábamos los dos completamente borrachos. Dina hablaba con susurros sensuales a los oídos del hombre, sentados en un sofá, mientras yo me mantenía alejado en el otro extremo de la habitación. En el tocadiscos sonaba una cantante metalizada, con gritos dramáticos y operísticos.

De pronto, la voz de Dina se sobrepuso con sus matices de prepotencia insegura, esta vez también con cierto dejo burocrático: «Ven, Mario. Sé bueno y viólame.» Me saqué los pantalones con un «¡ufa!» de hastío. Dina, que ni se había quitado la pollera, trató de compensar mi desgano exagerando su resistencia teatral. Los pelos de su pubis se movieron como patas de hormigas que no van a ninguna parte. El hombre miraba atentamente hasta que, excitado, me incitó:

—Dale, pégale.

—Yo no le pego a nadie.

—Es mejor que lo hagas tú —me dijo Dina en voz baja.

—¿Qué, tienes miedo de una puta? —insistió el hombre.

—Si te gusta así, bien; si no, buenas noches. Yo no le pego a nadie.

—Déjame ver; apártate un poco, pero no salgas.

El cuerpo vestido de Dina se agitaba fingidamente en la oscuridad, mientras simulaba placer. Yo apenas me movía de aburrido. El hombre empezó a zurrarla con calma, pero con todas sus fuerzas; tenía su ritmo. Sentí que Dina se encogía de dolor, pero seguía representando la farsa de la violación. Mis manos, que sujetaban los brazos de Dina, recibían dos comunicaciones de dolor: una, continua, de movimientos desgarbados que simulaban resistirse a una violación; otra, espasmódica, auténtica, recorría eléctricamente a Dina al recibir los golpes espaciados del hombre. Trataba entonces de no gritar y hundía la cara en el sofá, pero su respiración se cortaba cuando recibía uno de esos puñetazos. El hombre sabía pegar provocando sufrimiento pero sin marcar. No era primerizo: sabía dónde trompear con la mano cerrada y dónde pegar con la mano abierta. Cuando después de un puñetazo, Dina gimió involuntariamente, el castigo cesó. El hombre le ordenó:

—Ahora chúpasela, pero hazlo venir afuera de tu boca.

Dina se aplicó obediente y estuvo afanándose durante un buen rato, hasta que el hombre exclamó defraudado:

—¿Entonces…?

Ni Dina ni yo contestamos. Finalmente, apartó a Dina de mí, echó una mirada resentida a mi verga erecta y me dijo:

—Pídeme que te la corte.

—Escúchame, tengo una navaja en mi abrigo.

—¡Bravísimo! Te doy plata. Te doy toda la plata que quieras, sudamericanito. Aquí estamos de milagro económico. Un pequeño cortecito superficial, en la base, como si te castrase, apenas lo necesario para ver la sangre, ya que no tienes leche. Te imaginas que no quiero líos. Soy una persona para bien. Es un capricho inocente.

Fui a buscar la navaja de la azafata y la desplegué con la hoja dirigida hacia él.

—Lo de la navaja lo dije porque te voy a abrir si sigues hartando con eso de castrarme.

—Dale, qué te cuesta, es una cosa mínima, casi no se ve, lo hice tantas veces antes. Qué te cuesta; tanto, estás en el extranjero, ¿para qué la quieres?, ¿para estas putas? Si me das el gusto te ganas unas liras y te ahorras otras.

Acerqué el filo a su cara. Me miró a los ojos.

—Pero qué te habías creído… que era sobre serio. Ya me habían dicho que ustedes los sudamericanos tienen un carácter peligroso. No saben jugar. Son malos allá abajo.

Abrió su bragueta y puso su verga en la boca de ella. A los pocos segundos exclamó excitado:

—Chupa y guárdalo en la boca.

Dina emitió unos sonidos abdominales ahogados, mientras el hombre eyaculaba en su boca. Cuando retiró su miembro húmedo, exclamó «no escupas, no escupas, no tragues tampoco».

—Ahora ve y escúpelo en el pelo de tu sudamericano. Te doy cinco mil liras más.

Dina me abrazó con ternura y refregó su mejilla contra la mía. Después me fue dando besos en la cabeza, y en cada beso dejaba un poco del contenido tibio de su boca. Cuando estuvo vacía, encendió un cigarrillo. Mientras el hombre se lavaba, ella me susurró al oído: «Discúlpame, pero necesito el dinero… eres bueno; a mí me friega cosa te ocurre: ahora eres mi amigo, pero en serio… ¿Por qué no aprovechaste para venirte? Después de tantos meses en el extranjero. ¿Tienes alguna enfermerita en esa casa de cura?»

Todavía preso de mi erección intemporal, me quedé paralizado desde que sentí la humedad en mi cabeza, pero de pronto me llegó una intensa conciencia de mi cuerpo, sentado sobre la alfombra, reclinado contra un sofá. Tuve después también conciencia de la vulva húmeda de Dina y el miembro todavía húmedo del hombre, y aun de todos los hombres que caminaban por la ciudad o dormían, con sus ridículas vergas, y todas las mujeres con sus ridículas vulvas húmedas, todas escondidas bajo calzones y calzoncillos, mientras sus dueños hacían compras, saludándose muy ceremoniosos, vendiéndose estupideces entre sí. Sentí que una gota se deslizaba de mi cabeza hacia mi espalda. Estallé en una carcajada. El hombre le hizo una seña a Dina con su índice sobre la sien y le dijo:

—Sírvele algo de beber.

Casi no podía tomar por la risa. Pude controlarme por momentos, pero tres copas después todavía me atacaban conatos de carcajadas.

Cuando regresé a la clínica, sentía demasiado cansancio para ducharme. Al día siguiente, tenía la cabeza llena de costrones blancuzcos, gomina reseca y tensa. También mi almohada quedó manchada, pero no tomé ninguna precaución ni la mucama notó los costrones.

Eligia atravesaba el período más descarnado de su tratamiento: los huesos de la mandíbula y de la nariz se mostraban con descaro. Amarilleaban los fragmentos en contacto con el aire y blanqueaban los cubiertos por una película de materia orgánica que no llegaba a formar piel, apenas una cutícula. Me pidió que le leyese un artículo, el último por unos días, puesto que en la próxima mañana había programada otra cirugía.

Salió del quirófano con un gran yeso en torno del tórax y aparatos ortopédicos con correas y hebillas, para inmovilizarle el brazo izquierdo, que quedó levantado, en ángulo recto sobre la cabeza, el antebrazo apoyado en la coronilla. Una tira de carne unía la parte interna del brazo —fijo, muy cerca de los huesos de la cara— con la parte inferior de la barbilla. Los médicos la llamaban un «colgajo», pero no colgaba, sino que estaba tensa y no permitía ninguna libertad.

Durante los siguientes días desarrolló un original sentido de la cinética. En la primera clínica, había inventado movimientos que le servían para autopercibirse sin manos ni espejos. Empleaba entonces gestos y temblores locales de la piel, parecidos a los de los caballos para espantar las moscas. En Milán, después de esta operación, desarrolló una gimnasia que estaba centralmente referida al colgajo. Cualquier parte del cuerpo que entrase en acción, lo hacía articulándose con el colgajo. En comparación con el plan original de la anatomía humana, las posibilidades de movimiento resultaban escasas y, por supuesto, se agudizaron los inconvenientes para asistirse a sí misma. Los médicos le explicaron que atravesaba un momento crucial del tratamiento, que gracias al colgajo iban a tener materia para trabajar, de manera que Eligia tomaba precauciones patéticas para asegurarse el éxito. A través del hueco de su mejilla podían verse con claridad los dientes apretados, durante los esfuerzos que hacía por correrse unos centímetros sin movimientos bruscos.

Dos noches después encontré en el pasillo a uno de los grupos de ex narigonas, a las que los asistentes de Calcaterra habían operado, totalmente anestesiadas, en los minutos libres que les dejaban las intervenciones importantes.

Algunas charlaron conmigo; lo de siempre: «¿Cómo es de ustedes, allá abajo? ¿Cómo se la arreglan los italianos? ¿Usted es oriundo?» Era un coqueteo que implicaba matices originales: provenía de mujeres que habían estado convencidas de que eran feas, y desde veinticuatro horas atrás estaban convencidas de que iban a ser hermosas, pero en realidad tenían la cara hinchada y enormes ojeras moradas de boxeador, con vendajes que les cubrían la nariz y las obligaban a hablar en tonos nasales, con frases cortas y sin aliento. Nadie sabía a ciencia cierta cómo iban a quedar, y menos que nadie ellas mismas.

La que me dirigió la palabra con más frecuencia fue una morenita menuda de pelo corto y bata celeste, que mechaba su conversación con palabras inglesas, además de las abiertas vocales italianas, las cortantes labiodentales del dialecto milanés y la forzada nasalidad francesa del vendaje. No se le entendía mucho, pero me divertían tantos sonidos heterogéneos y me gustaba su cuerpo ancho y poco profundo, construido en sólo dos dimensiones. La bata lucía un complicado dibujo de
paillettes
y estaba cerrada con un gran botón cerca del cuello.

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