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Al despertarme, la azafata estaba entregando la cabina a una nueva tripulación. Había dos sustitutas, y mi amiga de la noche me señaló con el dedo y un meneo de cabeza. Le retribuí agradecido el saludo.
Bajé al aeropuerto. Ese día debuté con vodka. Cuando volvía a mi asiento, le pedí un destornillador a una de las nuevas chicas. Eran más jóvenes que la anterior. Me trajeron una gran copa colmada, y supuse que la mujer de la noche me había recomendado para que me atendiesen con generosidad. Pensé en ella con simpatía, ya seguro de que no la volvería a ver. Se había portado bien; me invadió una oleada de sentimientos afectuosos y aferré como un talismán su navajita en mi bolsillo.
Dejamos Dakar. Estaba un poco confundido con los horarios: la aparición de una luz repentina e intensa hirió mis ojos. Habían subido otros dos pasajeros; la intimidad de la noche estaba rota. Eligia se deslizó hasta una posición incómoda y poco natural, pero seguía durmiendo y, por causa de la mandíbula retraída, lanzaba los sonidos guturales, húmedos, esforzados, que compusieron mi canción de cuna durante los próximos dos años. Traté de acomodarla suavemente, pero no pude. Entonces la desperté con la excusa del desayuno. El resto del viaje fue luminoso: las chicas me servían todo lo que deseaba, ante la mirada silenciosa de Eligia.
Mientras volábamos sobre Roma y su crepúsculo, me incliné con interés hacia la ventanilla. Ya había estado en Italia en el 49, cuando tenía siete, y en el 58, a los dieciséis. Conservaba reminiscencias infantiles, con jerarquía propia: recordaba la momia de un santo en una urna, pero no el Moisés de Miguel Ángel; una armadura con el casco recortado de manera que el bigote renacentista de su propietario pudiese ventilarse, pero no la Gallería Borghese. Nunca logré distinguir bien entre esas remembranzas y las charlas y lecturas sobre arte que me dio el viejo profesor Bormann, en Montevideo, ayudándose con ilustraciones en blanco y negro, o a lo sumo sepiadas. Esas combinaciones de recuerdos infantiles y aprendizajes de adolescencia habían cavado un rincón estetizante de la peor laya en mí, un lugar de Vírgenes del temprano Renacimiento, dorados a la hoja y otras ingenuidades. Desde el avión, miré con codicia hacia Italia, y pedí más destornillador.
El avión apagó sus motores con un suspiro de alivio. Me puse de pie. Eligia viajaba tan liviana como yo, de manera que en un santiamén estuvimos frente a la escotilla abierta, mientras los otros dos pasajeros se afanaban con sus portafolios, bolsos y regalos. Antes de salir nos detuvo una de las jóvenes. «No, por favor, esperen un momento. Ustedes descienden después.» Nos miramos intrigados con Eligia, y decidimos sentarnos en las butacas más cercanas a la puerta. Bajaron los otros pasajeros.
Al cabo de mucho esperar, bajó también la otra azafata, con su bolso reglamentario, acompañando al resto de la tripulación, incluso el capitán sustituto, que ni nos saludó. Sólo entonces, su compañera, que nos atendía con una sonrisa forzada y amplia, nos autorizó a salir. Eligia, entumecida por tantas horas incómodas, se apoyó pesadamente en mí y caminó con dificultad. El aire fresco de otoño despabilaba los ánimos. Al pie de la escalerilla estacionó una ambulancia. Pensé que esa atención del capitán era una exageración; después de todo, el pequeño partido político en el que actuaba Eligia ni siquiera estaba en el gobierno por esos días. Tres hombres fornidos subieron hasta nosotros una silla de ruedas e invitaron a Eligia a sentarse. Se negó al comienzo, pero la azafata le pidió que obedeciese: «Son reglamentaciones. Si se tropieza o lastima me van a echar la culpa a mí. ¡Por favor, señora!» Los hombrachones manipularon la silla como si llevasen algún ídolo milenario. En su esfuerzo se notaba un temor reverencial y asombrado. Al pie de la escalerilla se reunió un grupo de curiosos —trabajadores del aeropuerto y pasajeros de otros vuelos— que miraban incrédulos mientras la silla descendía en andas, con un movimiento continuo y regular, como si flotase. Miré a los curiosos: se me antojaba increíble y envidiable que tuviesen piernas, brazos bien torneados, caras carnosas. Esas totalidades y plenitudes me parecían falsas, ostentosas. Bajamos la escalerilla del avión escoltados por la azafata. Recordé el otro viaje, cuando bajamos la escalerilla del barco escoltados por la policía. Me atrapó un vahído.
Apenas tocamos tierra, un enfermero bajó de la ambulancia y me invitó a subir a la parte trasera. En el interior, bastante espacioso, me esperaban un médico y un policía aeronáutico. Me pidieron que no hiciese escándalo. Los desprecié. Mientras me daban una inyección endovenosa, el médico se explicó sin que yo se lo pidiera: «Son las ordenanzas, sabe. No se puede cruzar la aduana tan alcoholizado. Tiene que comprender, es por su bien.» Se fue, pero el policía se quedó. Le dije que me sentía perfectamente, que mi compañera de viaje había quedado afuera, en la silla de ruedas, sobre la pista. «Tiene que esperar media hora», contestó con tono impersonal, y comprendí que cualquier insistencia podía terminar en la oficina de seguridad.
A la media hora me liberaron de la ambulancia. La tarde declinaba. En torno del avión se realizaban los aprestos íntimos del aparato, esos que le dan un aire de dama desollada que se deja hacer la toilette. Veía partes del fuselaje levantadas, que mostraban interiores metálicos, fácilmente reemplazables; señores con uniformes multicolores que conectaban cables y caños a extrañas máquinas resopladoras que parpadeaban con sus manómetros. Se producían efectos mecánicos precisos; se enjugaban sin demora los exudados de aceite antes de que ensuciasen el cemento del suelo. En los lugares más convenientes, carritos amarillos y negros se comunicaban con las entrañas de la máquina con toda facilidad.
Eligia me esperaba en la silla de ruedas, abandonada en la pista, a un costado del avión brilloso. Arriba, en la cabina, ya todo estaba oscuro. La joven azafata se había ido. Eligia me miró, pero no podía componer ninguna expresión. Sólo por eso se decidió a hablar.
—Ay, Mario… no tomes tanto como Arón.
—No me compares con ese gángster. Mira lo que te hizo. Soy exactamente lo contrario.
Durante el vuelo nocturno de cabotaje a Milán, otra vez en avión de hélice, recordé a la azafata de la noche, que al dejar su turno me había señalado con el dedo a sus compañeras. Allí había empezado su traición, que terminó en la ambulancia. Aferré la navajita con fuerza.
Es suave como su mejilla se crispa
Fluyen las miradas que reconocen límites
y su cuerpo es una mezcla de maderas,
/ chapas y miedos nocturnos
Raúl Santana
Nos albergamos directamente en la clínica donde operaba el profesor Calcaterra, en el sur de la ciudad, Vía Quadronno, callecita de edificios de posguerra que no eran más que cirugía de urgencia urbanística para paliar los destrozos de las bombas. Nos acercamos por Corso de Porta Vigentina, bordeando un paredón triste que escondía escombros, y al doblar nuestro taxi en la esquina de Quadronno, vi un barcito minúsculo. Llegamos a la clínica después de las diez de la noche y pedimos el cuarto más pequeño y un descuento por estada prolongada. Aun así, a la mañana siguiente, en la administración, confirmamos las sospechas que nadie en la familia había querido decir con franqueza: el precio del tratamiento quirúrgico de Eligia iba a terminar de arruinarnos.
Desde que pusimos nuestros pies en la clínica, todos los empleados demostraron que sabían al dedillo lo que tenían que hacer; ni una enfermera, ni una mucama vacilaba nunca. A nadie parecía llamarle la atención el aspecto de Eligia; la rodeaban de un aire de «aquí es donde debe estar».
La puerta de nuestro cuarto era verde, muy ancha, y su hoja se articulaba en dos, pero con una sola de las secciones sobraba para que pasasen tanto la gente como los carritos de curaciones o comidas. Daba acceso a un pasillo interior, con armarios del tipo de los que se encuentran en los clubes deportivos, y a través de otra puerta, pequeña, al bañito minúsculo, sin bañadera: por el tipo de accidentados sin movilidad propia que se atendía en la clínica, habían sido planeados sólo para el uso de los acompañantes. El vestíbulo y el bañito estaban diseñados al sesgo respecto del recinto principal del cuarto, de manera que si se dejaba la puerta abierta, no llegaban hasta la gran cama las miradas indiscretas desde el pasillo. La intimidad era sepulcral.
El recinto del cuarto estaba dominado por esa gran cama céntrica, articulada y con un mecanismo de ruedas que las enfermeras accionaban moviendo un pie. Frente a ella, se veía una reproducción con un panorama del Monte Sainte-Victoire en colores brillosos que impedían cualquier perspectiva aérea. Tapé la imagen con una toalla, pero durante los próximos dos años las mucamas la quitaban una y otra vez: «¡Pero por qué hace el malo! ¿No ve que los colores alegres tiran arriba el ánimo de la señora más que esas brutas toallas?» El profesor Calcaterra, en cambio, sonreía al ver la reproducción tapada.
En la misma pared, a la derecha del espectador que admirase la lámina —es decir, el paciente inmóvil— se abría, tan alto como la pared, un ventanal angosto con sistema de persianas regulable que permitía entrever el exterior. Afuera, casi todo el panorama era invadido por el ábside de la iglesia de Santa María del Paraíso.
A la izquierda de la cama estaban el vano que llegaba desde el vestíbulo sesgado, lo cual le daba un aire teatral a la irrupción de los visitantes, que aparecían en un solo paso y sorpresivamente, si no se anunciaban antes de viva voz. Sobre la misma pared del acceso, paralelo a la cama principal, un sofá verde, de plástico, que se transformaba en un pequeño catre de acompañante, mucho más bajo que la complicada cama central, puesto que apenas llegaba a la altura de las manivelas y palancas que elevaban o bajaban distintas secciones del gran artefacto.
A la derecha del lecho del internado se estacionaba la tabla-mesa, con ruedas, que se usaba para dar de comer a los accidentados sin moverlos. En pocos días comprobé que su pésimo diseño resultaba inútil. El piso del cuarto era verde y plastificado para facilitar su lavado con soluciones desinfectantes. Odio los plásticos.
Eligia parecía esperanzada. A partir del momento en que entramos en el edificio, aquella primera noche, se notó que un peso desaparecía de su ánimo. La actitud del personal de mostrarse familiarizados con las heridas tuvo en poco tiempo efectos narcóticos, la desconectó. Su espíritu se retrajo a una región más alejada de la vida de relación, menos responsable, en la que los pensamientos quedaban libres de girar hacia la esperanza sin arrastrar consigo las tristezas cotidianas. Pero este abandono de su identidad carnal también causó una pesadez mayor en las heridas, mayor densidad de la naturaleza rocosa de su mal. Mientras en el fondo de sus ojos brillaba una nueva serenidad (difícil de apreciar detrás de los plomizos párpados cubiertos de quelonios) el resto de la cara se cargó de una densidad silenciosa, que no había sido visible mientras ella se apoyó en la sustancia del dolor, en las muecas que hacía en la otra clínica para ir verificando el progreso de las transformaciones de su cuerpo. En ella, lo rocoso había tenido —allá en nuestro país— una ingravidez lunar, pero en esas primeras horas en Milán, invertía su dirección, y en lugar de señalar la trayectoria ascendente del ácido, se había tornado en una materia entregada que quería arrastrarse hacia abajo, despegarse del hueso que tan mal la apoyaba, y caer hasta donde no llegase ninguna mirada, como si compartiera las intenciones de los arquitectos que tan bien habían planeado la privacidad del cuarto mediante el bies del vestíbulo de la habitación.
Por arte de la arquitectura y el trato impersonal permanecíamos tan solos como anacoretas. El aislamiento de toda tibieza incluía —de parte de los que trabajaban en la clínica— un formalismo disfrazado de humanitario buen humor. Mientras los cuerpos se atareaban por cumplir con su trabajo, sus voces propalaban fórmulas repetidas hasta el cansancio, que sonaban como la música de esos pianistas que recorren el mundo tocando unas pocas sonatas, ejercitadas todas las mañanas mientras leen el diario. Se escuchaban los «¡Buenas tardes! Le traemos una rica sopita, pero antes le vamos a controlar la temperatura». Se entendía desde la primera sílaba, que nadie esperaba una respuesta. Hubiera producido asombro una contestación que demostrase que se escuchaba atentamente la fórmula, un atisbo de diálogo, algo así como: «No es necesario que me tome la temperatura porque sé que estoy perfectamente bien. En cuanto a la sopa, primero quiero probarla, y si no me gusta, tráigame un muslo de pollo con salvia.» Una réplica de este tipo era inimaginable, y aunque yo la imaginase y la pusiese en boca de Eligia cada vez que traían la comida, ella permanecía siempre en silencio, aceptando todos los platos y todas las fórmulas verbales.
La previsibilidad en la que quedaban encerrados los pacientes, sumada a aquellos interiores tan planificados, tenían un solo objetivo: que nadie molestase demasiado por el simple hecho de yacer destrozado, que nadie expresase una idea personal, que ningún adolorido hallase en el mundo que lo rodeaba el más pequeño asidero para creer que estaba justificado quejarse por su desgracia.
Si alguien lloraba porque le habían cortado una mano o la nariz, las enfermeras ponían una cara de consternación en la que se advertía una pizca de ofensa personal: «¿Por qué hace así? No ve que todos cuanto lo quieren bien aquí y hacen lo mejor para curarlo.» Y si cabía, deslizaban una frase sobre el ocupante del cuarto vecino al que le habían quitado las dos manos y hacía bromas sobre las largas vacaciones que se iba a tomar. El final era infalible: «Y después, piense a los suyos caros, que lo quieren tanto bien. ¡Qué pecado si lo viesen lamentarse así!» Por lo general, el paciente se sentía al final de este discursito bastante avergonzado de sí mismo.
Esta camisa de fuerza aprisionaba a todos los verdaderos internos, aquellos de «larga estada»: al mes de yacer en esos cuartos, la muerte se presentaba como una alternativa insignificante para el cuerpo, que ya había sido abandonado por los sujetos gracias a la ascesis de los imperforables modales del «humanitarismo sonriente». Ninguna extravagancia, ninguna acción imprevista de los pacientes acontecería nunca.
Detrás de esos modales discretos se percibían, escondidos y firmes, los límites verdaderos: el personal de seguridad en la planta baja y la sorda «línea de desmontaje de la vida», que funcionaba con formidable eficiencia llevándose los cadáveres y limpiando el cuarto en un instante.