El desierto y su semilla (3 page)

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Authors: Jorge Baron Biza

Tags: #Drama, Relato

Antes, los frutos efímeros que se habían insinuado en todo el cuerpo de Eligia invitaban a tocarlos para certificar su forma inesperada, con la excusa de enjugar la sangre o el plasma que supuraban de ellos. Los socavones y hendiduras que aparecieron después exigían la mirada escrutadora y cercana, porque así era reclamado por la estructura asombrosa de lo que se mostraba, pero también porque lo que se percibía en esta etapa pétrea era mucho más abstracto —por lo tanto más irrefutable e intangible— que la fascinación de los frutos del período anterior.

Su figura expulsaba colores y tomaba la conformación de aquellos huecos encontrados entre las cenizas de Pompeya, que marcan el lugar donde se ha consumido un ser humano sofocado por la erupción, vacío que sólo por un esfuerzo de la inventiva del espectador dejaba entrever la carne que lo había generado, hasta que a un arqueólogo obvio y sacrílego se le ocurrió rellenarlo con yeso. Al igual que los cirujanos, el arqueólogo obtuvo el horror que nadie puede dejar de mirar, volver a la sencilla mostración de lo cruel, a diferencia de lo que habían sido antes esos huecos en la lava: una teoría general de lo que nos destruyó y todavía nos amenaza.

La precisión de la piedra, aunque sólo conformase ruinas, se presentaba como el reverso eterno de toda figura humana, el límite —aterradoramente cognoscible y presente— de nuestras ilusiones, el no-ser que se instalaba con la exactitud de un geómetra en el interior del barro que con tanto descuido somos. Así, en ella, se operó el paso desde las alucinaciones de la apariencia a las falsas leyes del relleno.

Sin embargo, de tanto en tanto, cuando las anestesias y calmantes le concedían un segundo de conciencia plena, Eligia rearmaba su cuerpo, y arrancaba de esos fragmentos, regidos en aquella etapa por una ley hermética que la aprisionaba, vislumbres de entereza, un «no me rindo al páramo», con el que toda ella se constituía en torno de una dignidad tenaz a la que no le importaba el proceso que la erosionaba.

Me complacía creer que la flamante rigidez del espacio en la cara de Eligia frustraba los designios de Arón: al quemarla, no había eliminado la carne que amaba, sino que la había sublimado por demolición, como ocurre con las ruinas románticas. Así como cualquier ojo reconstruye por instinto la geometría incompleta de un embaldosado, también reconstruía yo con los fragmentos minúsculos que pervivieron de su cara. Mi vista rehacía de memoria las actuales elipsis de su cuerpo, y ese recuerdo intensificaba lo que ya no se veía.

A pesar de las ataduras, empezó a experimentar con el movimiento. Eran movimientos muy localizados y reducidos que Eligia practicaba, creo, para ir formándose una idea quinestésica de su nuevo cuerpo, a falta de otros sentidos. En esos días no cavilé lo suficiente para comprender qué grande debían de ser sus ansias por reconocer los cambios que estaban produciéndose en ella. Para mí no tenía sentido dejarla comprobar con exactitud cuánto había cambiado; temía que el golpe fuese excesivo, y los médicos me daban la razón. Parecía mejor mantenerla en su obstinación de cambiar a cualquier precio, de modificarse aunque no supiese qué era. Sólo muchos años más tarde advertí hasta qué punto la cobardía, disfrazada de buena voluntad —de los médicos, las enfermeras y mía— montó una tortura que ni un villano de ópera hubiera imaginado.

Cuando Eligia se movía, en la mínima medida que se lo permitiesen las ataduras, sus rasgos carcomidos hasta lo inverosímil indicaban claramente que le había ocurrido algo imposible: por demasía de sufrimiento, su realidad ya no era convincente. La condición de su nuevo cuerpo le vedaba todo goce, todo orgullo, la remitía sin escapatoria a un destino, a una intención absoluta: cambiar la situación en que se hallaba. Sin poder verse, sin poder tocarse, sólo podía pensar en su cuerpo como terreno de reparaciones, es decir, como algo que no existe, sino que está preparándose para existir. Amuralló ese presente reducido a puro sufrimiento; tuvo la inteligencia de no poner ninguna connotación reflexiva o existencial al dolor. Para salir estaba obligada a apuntar en una dirección precisa y mantenerse en ella.

No preguntó sobre la tecnología que le aplicaban; le interesaba mucho más verificar que iba hacia una vida distinta. Toda señal en ese sentido era un alivio enorme para ella. Su conciencia se inundó de futuro. Ninguna acción, ningún objeto, tenía importancia por lo que era en esos duros días, sino por lo que podía tener de salvavidas o, por lo menos, de brizna de corcho, que la llevase derivando a otro modo de existir. Esa necesidad de futuro actuó positivamente, en primer lugar porque era esencial y constante, pero además porque borraba para siempre sus pruritos psicológicos —que ya habían sido carbonizados— y fundaba sobre la esperanza una racionalidad necesaria.

Así opera en nosotros la serpenteante eficacia del bien, el paso de lo efímero a Dios.

Mi hermana no vino a la capital porque era casi una niña y todos convinimos en que permaneciera en la ciudad de provincia donde había vivido con Eligia desde cuatro años atrás. Mi hermano debió atender los negocios de la familia para pagar los costosos tratamientos médicos. Sin que nadie hablase del tema, yo quedé a cargo de los cuidados de Eligia.

Siempre había odiado responsabilizarme por alguien. Ahora estaba a cargo de Eligia. En la clínica me atareaba con falsos deberes, no me duchaba nunca, ni tampoco me metía en la cama prevista para el acompañante. Apenas encontraba tiempo libre corría a ducharme y cambiarme a lo que había sido el departamento de Arón, donde me reinstalé porque no tenía lugar propio. Un mes antes de la agresión, me había escapado de ese mismo departamento, después de una discusión con él. Lo temía.

Pasé entonces veinte días vagando por la ciudad. De noche, tarde, cuando la gente desaparecía por el frío del invierno, las plazas recobraban su aire de jardín, pero quedaba flotando un regusto bárbaro, de espacio saqueado, con faroles rotos, papeles sueltos que revoloteaban con las brisas, canteros que habían sido hollados por miles de zapatos, de modo que los bajos alambrados que los protegían sólo servían para señalar «aquí hubo verde». Una fuerza iracunda asolaba las plazas durante el día y se ensañaba con cada banco, cada estatua, cada sendero. Pero después de la medianoche parecía que la catástrofe hubiera ocurrido mucho tiempo atrás. A pesar de la furia renovada durante el día, los arbustos y los árboles infundían de noche la confianza de que resistirían a todo, y en la oscuridad dialogaban silenciosos entre sí, atrapados por las arquitecturas utilitarias que, en las sombras, no eran más que un borde inflexible.

Si no soplaba el viento, yo quedaba inmóvil como ellos, bebiendo a sorbos tranquilos, fundido en una fascinación sin tiempo, hasta que los primeros autobuses de la madrugada rompían el encanto. Pero de esas noches quietas salía cargado de un humor incómodo.

En cambio, cuando el viento hacía bambolear las ramas y se desplegaba un juego de oposiciones entre la rigidez de los troncos y la flexibilidad de las copas, mi cuerpo se activaba caminando de un punto a otro para ver cómo resistían o cedían, y no perder ni un ángulo, ninguna perspectiva de la agitación.

Un familiar me encontró y habló conmigo hasta convencerme de que me alojara en su departamento. Poco después, Arón atacó a Eligia.

Cuatro años antes, a los dieciocho, cuando empecé a emborracharme con regularidad, se me habían hecho evidentes lo ridículas que son las pretensiones de maldad de los seres humanos. En los bares eran más obvias aun: los patéticos borrachines se agredían, traicionaban todo lo bueno que les ocurría, exhibían esperanzados sus perversiones. Resultaban risibles e impotentes. Pero aun entre los peces gordos, aquellas personas sobrias que llevaban lúcidamente a cabo sus planes, la voluntad de ser malos era irrisoria ante la disposición tan superior de los hechos y las cosas.

Por aquellos tiempos, la historia nos convertía sistemáticamente en payasos. Vivíamos épocas de inestabilidad política y las noticias consistían en un desfile de civiles y militares, todos recargados de símbolos de poder y prometiendo escarmientos o paraísos. Los veíamos desaparecer al cabo de pocos años o aun meses, sin cumplir nada. Algunos de estos salvadores reaparecían, después de sus períodos de poder, en nuestros boliches, en carne y hueso, con la mirada apagada, que sólo se encendía cuando fantaseaban sobre sus pasados tiempos de gloria.

Así me hice desde muy joven una idea burlable del mal.

En una oportunidad, un abogado trajo al sanatorio una carpeta de Arón en la que había papeles que servían para empezar la sucesión. Sostenía los documentos frente a los ojos de ella, explicando con voz aburrida de qué se trataba cada hoja. Entre los escritos burocráticos, que pertenecían a los muchos juicios de divorcio que habían iniciado con frecuencia en sus veintiocho años de matrimonio, encontramos una foto de Arón con Eligia, en la que ella estaba instalada muy confortable bajo su hombro. No reflexioné sobre la expresión de felicidad que mostraba Eligia en la foto ni sobre los motivos que había tenido Arón para guardarla. La manoteé con un gesto hosco y me la guardé en un bolsillo, creyendo que ella no quería verlo ni en fotos.

Después, sentado en el bar, examiné con atención la imagen. Comprendí que la relación de Eligia con Arón no se mostraba de una manera sencilla ni se prestaba con facilidad a las palabras. El episodio me sirvió para desechar toda certeza respecto de mis suposiciones. No estaba para sutilezas. El andamio de necesidades construido por el sufrimiento de Eligia y las exigencias del tratamiento me sirvieron para no ahondar en el tema. Pero la idea de que lo caótico es más tolerable que lo desértico, que yo había referido tanto al Arón espiritual como a la Eligia física, quedó sembrada en mi conciencia de aquellos años: la idea de que el mal no era un tema al alcance de la voluntad, que si alguna vez afectaba al hombre (con menos frecuencia de lo que su orgullo lo suponía) era bajo la misma condición que tiene en la naturaleza: involuntario, total y ausente, como en los desiertos de rocas.

Para distraer a Eligia durante sus horas de lucidez, tomé la costumbre de leerle los artículos más entretenidos de una revista de historia. Hojeando unos ejemplares viejos con la intención de seleccionar algo apropiado, encontré un artículo sobre la resistencia contra los gobiernos fascistoides de la década del treinta. Vi la foto de Arón.

En el texto se transcribía una proclama política que había redactado en 1934:

¡LA HORA DE LA LUCHA HA LLEGADO!

Desde los campos de nuestra patria, desde los ateneos y las universidades y las fábricas, ha partido el clamor de la nueva generación que se resiste a continuar impasible frente a la prepotencia de las minorías oligárquicas, que amenazan con hundir definitivamente la estructura democrática y republicana de la Nación.

Intensa crisis sacude la comunidad desde hace tres años. Hemos visto romperse la regularidad constitucional, pervertirse las normas jurídicas, disminuirse la dignidad de la magistratura, humillarse nuestro orgullo internacional, mutilarse el derecho proletario, perderse nuestro crédito extranjero, menoscabarse el honor del ejército. Y hoy vemos en la desorbitación y la impunidad, a grupos armados, imbuidos de una plagiada ideología extranjerizante que ya no ocultan su rencor antidemocrático y anuncian la imposición por la fuerza de una dictadura de clase: la derecha conservadora lucha por el advenimiento de esa dictadura, pues advierte que es el único medio de seguir manteniendo sus monstruosos privilegios políticos y económicos que avergüenzan y empobrecen al país.

La ola de violencia que estremece la vieja civilización con sus odios de raza y de fronteras, no puede tener eco entre nosotros.

Las derechas preparan la substitución definitiva de la voluntad de las mayorías populares que consagra la Constitución, la brutal esclavitud de las clases trabajadoras, y la entrega de las fuentes nacionales de nuestra riqueza, a los imperialismos capitalistas extranjeros.

Frente a este humillante espectáculo, constituimos la Asociación Democrática, organización civil de lucha que se inspira en los principios básicos de la constitución…

Por este manifiesto exhortamos y llamamos a la acción a todos los argentinos valientes. Repudiando la debilidad y la claudicación, llamamos a los hombres jóvenes de mentalidad, cuerpo y espíritu, sin distinguir clases ni corporaciones.

Medimos y comprendemos el significado de nuestra palabra, y asumimos la responsabilidad de la actitud que adoptamos. Quedan empeñados en la lucha nuestro honor y nuestra vida. Arón Gageac.

El artículo también reseñaba los encarcelamientos que sufrió, fugas, conspiraciones contra gobiernos militares, exilios, huelgas de hambre, trenes que pagaba para movilizar a sus partidarios, diarios clandestinos… Volvió a mí un sentimiento de contradicción: el viejo había sido violento, cruel, furioso, pero hizo las cosas con pasión, se había jugado por ideas, había gastado fortunas en combatir a los dictadores, después de malgastar otras mayores en putas europeas. No comenté la nota con Eligia.

Una mañana sorprendí a un curioso espiando desde el pasillo en un momento en que la puerta del cuarto de Eligia se abría. Miraba desde otro mundo, desde una realidad en la que la salud y la enfermedad se solidarizaban en una palabra, lo normal, aquello que tiene derecho y miedo de atisbar lo que no es de su naturaleza. Un señor normal que venía a visitar o atender a un enfermo normal, es decir, alguien que sufría un dolor que no había sido deseado por nadie. Más tarde me volví a encontrar con el mismo curioso mientras comentaba a sus familiares: «¡Pobrecita! ¡La tienen así…!», y levantaba los brazos rígidos tratando de dar la sensación de inmovilidad crucificada. Todo el grupo se había olvidado de su propio enfermo, que silbaba con dificultad a través de su traqueotomía.

Los momentos libres los empleaba en ir al bar; a eso se limitaban mis contactos con el exterior. Asistirla a Eligia era una tarea tolerable, porque a los dos nos gustaba el silencio. Ella nunca hacía dramas ni caprichos; pasaba horas y horas callada, sin que nadie supiese en dónde tenía sus pensamientos. Sólo me perturbaban los momentos en que no podía evitar la cercanía más inmediata: ayudarla a incorporarse, cuando se entreveían las heridas ocultas del cuerpo; darle de beber y comer, lavarle las heridas.

Así, con esa constancia, la verdad desmenuza los andamios protectores de nuestro ingenio.

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