El desierto y su semilla (5 page)

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Authors: Jorge Baron Biza

Tags: #Drama, Relato

Así era entonces este cuarto que había elegido yo para leer a ratos perdidos, en esos días finales de 1964, pero a la semana de mi regreso las quemaduras y raspones en los muebles empezaron a molestarme como me molestaban las manchas de sangre en la clínica de Eligia. Opté por leer en mi antiguo, pequeño dormitorio, el que había ocupado durante los últimos cuatro años, porque del grande, que era más soleado, se habían llevado la cama en la que él se pegó el tiro, y faltaba un vidrio, roto por la bala. Ésta, después de salir de su cabeza —ya con menos impulso por haber atravesado dos veces los huesos de las sienes— perforó la cortina y el vidrio, de manera que al pegar contra la persiana cerrada cayó exangüe, sin conseguir escapar de ese octavo piso al centro de manzana con jardines, y a una iglesia en el extremo opuesto al departamento, al oeste, de manera que el sol se ponía detrás de la cúpula: una trayectoria de levante a occidente. Yo creía que esas balas tenían mucha más fuerza.

Años más tarde, cuando revisé el expediente judicial del suicidio, vi las fotos forenses: Arón permanecía sentado en la cama, estaba vestido con una robe muy importante, de camello con alamares de seda negra. En una mano un whisky, en la otra, un 38 largo.

Ese verano y el invierno siguiente estuve enamorado, largo paréntesis en el que me despreocupé de Eligia. Como la mujer que amaba era toda una belleza, yo no tenía muchas ganas de viajar, pero tampoco debí forzarme mucho para poner mis mudas en un bolso y descolgar mi viejo abrigo negro —carpa que disimulaba toda mancha en la superficie y todo abultamiento petaquista en el interior—. La mujer que tanto me atraía, por su parte, no era de aquéllas que les piden a los hombres que no se vayan.

Habían pasado doce años desde la ocasión anterior en que emprendí un viaje con Eligia. Aquella vez el viaje se frustró. Ella junto con mi hermanita, que no caminaba todavía, y yo, con mis diez años, debíamos ir a Montevideo —donde nos esperaba Arón para una de las consabidas reconciliaciones—, pero la policía política llegó cuando la nave ya partía. Eligia se negó a desembarcar, alegando que a bordo gozaba de extraterritorialidad. El capitán le rogó que bajase porque cada hora de retraso le costaba miles de dólares de multa portuaria. Se fue media tarde en discusiones, hasta que los policías la tomaron del brazo libre (con el otro cargaba a su hijita) y tuvo que volver a tierra envuelta en un aire de drama. Nos llevaron a la cárcel de mujeres y nos quedamos allí una semana. Por aquellos tiempos había muy pocas políticas, de manera que en las penitenciarías femeninas no se habilitaban pabellones especiales para ellas. Fuimos alojados en el pabellón general. Después la policía nos llevó, a mi hermanita y a mí, a un hotel, y avisó por teléfono a nuestra abuela materna. Eligia permaneció unos meses detenida. A la larga, viajamos a Montevideo clandestinamente.

Antes de intentar mi segundo viaje con Eligia —esta vez a Italia— en septiembre del 65, tuve la precaución de sacar al pasillo del departamento las botellas vacías de coñac barato que nos habíamos tomado con mi amor, y comprobé que ocupaban un buen tramo de la escalera. Me sonreí. En aquel tiempo, el alcohol gozaba de buena prensa: Bogart bebiéndose una copa si una rubia lo plantaba; el cowboy Wayne chupando directamente de la botella (la primera vez que traté de imitarlo, sustituí los whiskys escoceses de la película por una botella de grapa y casi dejo el alma en el intento).

Eligia llegó desde las sierras en un vuelo de cabotaje, con un avión de hélices. El avión internacional tenía forma muy ahusada. Los primeros jets traían por entonces a la imaginación viajes futuristas, interplanetarios, pero en realidad esos Comet caían con más frecuencia que los probados viejos aviones. En la cabina, un chico de unos ocho años empezó a llorar cuando entró Eligia. Aunque ya era bastante grande, no parecía sentir ninguna vergüenza por sus propias lágrimas y berridos, ni la madre hizo nada por impedirlos, mientras los otros pasajeros desaparecían detrás de sus silencios. «¿Qué es? ¿Qué es?», preguntaba el chico, y la madre contestaba: «No mires; no mires». En dos minutos apareció el capitán. Por mi mente cruzó la vieja escena del capitán del barco pidiéndonos que nos bajáramos, y Eligia, tozuda, negándose.

El capitán aéreo nos invitó, todo sonrisas, a instalarnos en la clase de lujo. Allí había mucho espacio y fuimos atendidos a cuerpo de rey. Antes de despegar, una azafata, más alta que la de la clase turística, nos preguntó qué queríamos tomar. Pedí whisky y me trajeron escocés —como en las películas de Wayne— generosamente servido y gratis. No tomaba importado desde que me había escapado de lo de Arón, pero la que servían en clase de lujo era una marca más suave que la que bebía él. Apenas despegamos, nos prepararon una comida acompañada con vinos franceses y después coñac. Viajamos en dirección contraria al sol, que se hundía en el océano primaveral. Al terminar la cena, empezó la gran actuación de la azafata: mientras una voz nos explicaba por altoparlante que íbamos a volar casi todo el trayecto sobre el océano, y nos revelaba dónde estaban los salvavidas y cómo había que usarlos, la mujer alta y morena representaba —sólo para Eligia y yo— todos los movimientos con los que teníamos que protegernos en caso de accidente. La voz del altoparlante, que funcionaba mal, hablaba en un inglés incomprensible y terminó su discurso con unas referencias a los horarios y los cambios en nuestros relojes; por detrás de las distorsiones eléctricas, sonaba muy contenta.

Eligia tomó su pastilla para dormir, pero yo permanecí bien despierto, excitado con la idea de visitar el carrito de los whiskys, que la azafata de piernas largas había escondido en un extremo del pasillo. Me bebí sus gestos esperando con ansiedad que terminase la pantomima. Ella me devolvía una sonrisa fija; se puso la máscara de oxígeno sobre la boca, para que no me quedasen dudas de cómo había que activar el mecanismo, y ejecutó su demostración sin dejar de sonreír.

Cuando acabó su show, le pedí un whisky. Me sirvió y se sentó dos asientos detrás. El color de la cabina era azul, morado y beige. Uno se sentía muy protegido y cómodo allí, adentro del pez volador, respirando aire recalentado, mientras abajo el mar se convertía en metal fundido a la luz de la luna. Giré varias veces la cabeza para mirarla. Me sonrió. No podíamos charlar mientras no me levantase del asiento próximo a Eligia. Me quedé donde estaba y volví a mirar a la azafata varias veces. En lugar de devolverme cada vez la sonrisa, mostró, primero, un gesto de desconcierto, y después, de preocupación. Se me acercó y me preguntó —muy profesional, muy susurrante, en la cabina en penumbras— si quería algo. Pedí whisky. Me sirvió con demasiada generosidad. Toda la secuencia se repitió un par de veces. Mi proveedora llevaba maquillaje por todas partes, polvos de colores beige, barros de colores morados, líquidos de colores azules. Le pregunté si la compañía la obligaba a usar esos tonos que copiaban los matices de la cabina, o si era una decisión de ella, para armonizar con esa cápsula disparatada que atravesaba el cielo sin que nadie supiese si explotaría o no.

—¿Vos sos raro? —y frunció el ceño.

En aquellos tiempos, los viajes aéreos a Roma duraban casi treinta horas. Al cuarto pedido de whisky, la luna había desaparecido, el mar se había apagado y las luces rojas que giraban bajo el ala del avión marcaban la única coordenada de mi espacio. La azafata tomó un aire casi maternal hacia mí, un poquito cómplice y otro poco irónico. «Comprendo», dijo con dulzura, y la miró a Eligia que dormía a mi lado entre relámpagos rojos. Me trajo un vaso para jugo de fruta, colmado de whisky puro. Después se instaló seis filas atrás, se colocó sus antiparras opacas y se durmió.

Dejé vagar mi fantasía. Traté de imaginarme las enfermeras de la clínica. Alguna se parecería a Catherine Spaak. Además, me esperaba arte del bueno en Milán… Al paso de las semanas la piel de Eligia se alisaría y, por la magia de las habilidades reconstructivas del mejor cirujano del mundo, volvería a lucir de color de rosa. Algunas cicatrices, pero sería una mujer nueva. La acaricié; no la mano, sino la manga del vestido marrón. Eligia había sido siempre discreta en los colores de la ropa; trataba de dar la impresión de una mujer estudiosa, de una política y funcionaria de educación, eficaz y actualizada, impresión que estaba perfectamente a la altura de sus antecedentes: medalla de oro en la facultad, profesora de historia, dos años de perfeccionamiento en Suiza, veinte de práctica, funcionaría de máxima jerarquía que había sancionado el estatuto del docente, arrancando a miles de inocentes maestritas de las vicisitudes de los nombramientos a dedo y las garras peligrosas de los diputados donjuanescos. Estaba muy orgullosa de lo que no había trascendido de su tarea: las escuelas de doble escolaridad, para que las madres pudieran trabajar; los institutos de perfeccionamiento técnico, la ley de escuelas de frontera que puso en marcha a centenares de establecimientos educativos en lugares remotos, la modernización de la enseñanza con verdaderos contenidos democráticos. En el fondo de su alma ingenua y tecnócrata, se había visto —durante sus tiempos de funcionaria— como la continuadora de la famosa política casada con el General, mujer que era todo lo opuesto a Eligia en métodos y estilos. Eligia se ilusionaba con demostrar que, gracias a una educación racional, las mujeres de su país estaban a la altura de todos los desafíos del mundo moderno.

Aunque varias veces había terminado presa bajo la influencia de la poderosa esposa del General, Eligia sentía cierta admiración por ella, pero nunca hubiera tenido la audacia de competir con el estilo enérgico de la esposa del General. Creía que bastaba con estudiar y ser eficiente.

Doce años después de su último encarcelamiento, viajaba hacia Levante para recuperar un mínimo de cara que le permitiese presentarse otra vez en público. Soñaba sus esperanzas con la boca abierta y las rugosidades de los injertos «de urgencia» que apenas tapaban los huesos, mientras voces infantiles le repetían «¿qué es?» en los oídos. El cadáver embalsamado de la esposa del General —murió el mismo año en que nos escapamos a Montevideo— se había perdido en el misterio, luego de la revolución que derrocó a ambos, en 1955, el General viviente y su esposa embalsamada.

Mis pensamientos volvieron al carrito con las botellas doradas. Caminé a tientas hasta el fin del pasillo, donde había sido guardado. En las sombras no encontré el whisky; bebí de otra botella, un líquido con gusto dulce. El recoveco donde estaba el carrito de mis delicias permanecía completamente a oscuras. Cuando giré hacia el pasillo con la extraña botella en la mano, me encontré a contraluz con una figura femenina, más baja que la azafata. «¡Eligia!… El baño queda allá. Me asustaste».

—No te asustes; no soy tu madre —me dijo la azafata, sin tacos—. Me hubieras despertado; estoy para ayudarte… ¿Tanto te serviste? ¿Siempre te servís así o sólo cuando es de arriba? ¿Querés más? ¿Querés comida? Está todo a tu disposición… ¿Por qué mierda no decís lo que querés?

—Sí.

—Los chicos de menos de treinta siempre viajan para buscar a la mamá o para escapar de ella. Vos sos el primero que viaja con la madre a cuestas. Y llevo años volando…

—Las mujeres tendrían que ser más estables, en vez de andar paseando sus caras pintarrajeadas por los cielos. ¿Para qué te maquillas tanto?

—¿Tenés novia?

—No exactamente.

—¿Por qué no?

—¡Qué sé yo! Supongo que no tuve buenos ejemplos. No me hagas preguntas complicadas; no me siento bien.

—Es que tomaste mucho y no comiste nada. Te sirvo unos fiambres. Después de comer algo, te vas a sentir mejor.

Me alcanzó un plato desbordante de carnes, más tenedor y cuchillo del servicio del avión. Apoyé mi plato sobre el carrito de los tragos deliciosos y traté de cortar un bocado, pero, con los cubiertos de metal redondeados, fue en vano. Entonces, la azafata volvió a la cabina y escarbó en su bolso. Regresó con un objeto amarillento.

—Tomá, probá con esto.

—¿Qué es?

—La compré en un mercado de pulgas, ya ni sé en qué ciudad. La uso para depilarme, pero la afilaron demasiado y me lastimo; para cortar carne va a servir.

Miré el objeto: un cuerpo tendido de mujer desnuda, de no más de quince centímetros. En el centro de la pieza sobresalía cerca de la cadera, imprevista, alta y gorda, un reborde metálico. Tiré y apareció una hoja de navaja reluciente a pesar de la oscuridad. Corté la cima de pavita sin que mi mano percibiera ninguna resistencia.

Días después, en la clínica de Milán, pude observarla mejor durante el aburrido curso de las horas blancas y asépticas. Hecha con pasta de hueso, en molde; nada artístico, por cierto. Mostraba la vaga forma de un pez, pero tenía sobreimpuesta la forma de una mujer desnuda, con la cabeza cerca de la boca del animal y los pies apoyados sobre el perno que sujetaba la hoja. Las formas humanas resaltaban más que las animales, se imponían con abultamientos procaces, no una caricatura divertida, sino una exageración desmañada de las curvas. El efecto era involuntario, se había logrado entre el mal molde y la mala terminación.

—Vení, te llevo a tu asiento —me dijo la azafata cuando vio que dejaba de comer y me servía otra copa generosa. Era una mujer de más de cincuenta años y ya no hubiera podido volar en las compañías aéreas más importantes. Yo no comprendía bien si me estaba maternalizando o seduciendo; me tomó de la mano, no de la manga. Avanzamos por el pasillo. A los pocos pasos dejamos atrás la fila donde soñaba Eligia. Las piernas se me endurecieron de cansancio; una pesadez opaca tiñó toda la cabina. Mis pasos se hicieron lentos.

—Tengo que cuidarla —le dije a mi guía, deteniéndome.

—Tenés que cuidarte.

En mi asiento terminé la copa y dormí hasta Dakar.

…(¿osaré?): «…El exorcismo se cumplió. / Ya la manera aprendida / Cavé en busca de los antiguos tesoros / En los lugares indicados: / Negra y tormentosa era la noche.»

Cuando terminé de traducir estos versos, me vi como por ensalmo, parado dentro de la fosa que esperaba a Von Zharschewsky. Volví a elevar los ojos al cielo, para inspirarme y conseguir una buena traducción, pero sólo me venía a la cabeza la letra de una canción de moda: «Lo veremos triste y amargado, / lo veremos triste y sin amor, / lo veremos triste y amargado / porque la chica de al lado / dijo que no…» Traté de recordar temas elevados, frases en las que cupiesen palabras altisonantes, como Morada, Jornada, Nieveinvernal, Regreso.

Parado en la fosa, el suelo del cementerio estaba exactamente al nivel de mis ojos de trece años. En la mano tenía la necrológica que yo mismo había escrito. El fondo de la fosa estaba húmedo, compuesto por un barro violáceo que tenía olor a mujer y cal. Me fui hundiendo resignada, apaciblemente. El barro me cubrió los ojos; me ahogaba en un pantano viscoso. Cuando salí otra vez a la superficie, emergí a un lodazal sin costas, en medio de un cabrilleo deslumbrante que me encegueció porque el día del entierro del maldito Von Zharschewsky era un día nublado y lloviznoso. Me mantuve a flote en el barro y, de pronto, en el espacio acuático que se extendía entre la banda de cabrillas movedizas y el lugar donde yo hacía la plancha sin saber qué rumbo tomar, pasó un bote silencioso en el que nadie remaba. El único pasajero era Von Zharschewsky, reclinado sobre la borda más alejada de mí, mirándome, vestido con ropas que parecían de fajina. En la banda que pasaba más cerca de mí yacía apoyada al descuido una cruz de mármol blanco con una foto en el centro. Era mi foto, y en los brazos de la cruz, estaba mi nombre, y una inscripción: «En este maldito país nunca sabes quién sos». Von Zharschewsky me sonrió como nunca lo había visto sonreír antes: una sonrisa abierta, alegre, vital, de alguien que no tiene ningún cuidado.

Entonces el barro en el que flotaba me succionó otra vez, pero cuando estuve completamente cubierto y esperaba desintegrarme, me encontré volando en el cielo, rubio y dotado de un cuerpo más alto de lo que sería jamás el mío. Me sofocaba una garúa rojiza; divisé una mancha negra en la tierra. Descendí sobre una enorme comejonera, cubierta de hormigas negras, de patas muy largas y enrolladas como rizos. Nada ni nadie podía caminar sobre esas extremidades tan endebles, de modo que las hormigas quedaban donde estaban y agitaban sus extrañas patas rizadas. Sentí una voz que decía: «¡Guárdate de aplastarlas!», de manera que empecé a comérmelas; y cuantas más comía, más liviano me sentía. Me harté, hasta que descubrí la única entrada de la comejonera. Metí mis dedos para extraer hormigas, y hurgué con esmero, pero no pude sacar ni una; estaban todas afuera. Volví a volar, contra mi voluntad, remontándome entre la llovizna que ahora era de color violáceo.

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