El desierto y su semilla (9 page)

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Authors: Jorge Baron Biza

Tags: #Drama, Relato

Después de un tiempo que no pude controlar, me dije que, para mí, se había acabado la ilustración. No tendría nunca más la necesidad de buscar en la biblioteca de la infancia esas láminas anatómicas superpuestas, con todos los niveles de lo interior. Ya sabía lo que somos.

Se filtraba luz mezquina y artificial a través de la persiana.

Los días siguientes fueron absorbidos por los cuidados que requería Eligia. Apenas tuve tiempo para pedir un sándwich a las mucamas, o escaparme algunas veces al bar y pedir el licor más barato que hubiera. Tomé todos los colores artificiales de la química. El muchacho del bar guardaba esas botellas más por adorno que para servirlas. Había licores púrpura brillante, violeta traslúcido y cristalino, verde esmeralda, amarillo claro o intenso.

En una de mis escapadas al localcito, la mujer me saludó con una sonrisa desde su rincón.

—¡Chau! Estás pálido. ¿Vas bien?

No le contesté.

—Sin tantos rencores, ¿no?

Cuando ya se me podía considerar el mejor parroquiano, el encargado del bar me recibió un día con una sonrisa mínima. Al momento de pagar, el precio había bajado estrepitosamente.

—Precio de cliente —me dijo—. Me lo ha sugerido la Dina, para que usted no se me escape a beber quién sabe dónde.

Alentado por el nuevo costo, en la próxima visita tuve una conversación muy seria con el muchacho. Se trataba de terminar con los licores dulces; tenía que conseguirme whisky.

—Es demasiado caro para este bar.

—Entonces alguna otra bebida seca. ¿Grapa?

—Demasiado ordinario para mis clientes. ¿Qué clase de local te crees que tengo aquí?

La mujer salió del rincón apartado, me tomó de la mano.

—Ven que te muestro un puesto donde puedes comprar aquello que te guste. No me mires con esa cara toda arrabiada, ¿no sabes confiarte a la gente?

Caminamos en la tarde. Nos acercamos al centro de la ciudad. A los pocos pasos, caminábamos por un sector desconocido para mí. En una despensa, mi guía pidió una marca de whisky importado y pagó.

—Toma. Un regalo. Hagamos las paces. No tienes sentido del humor: Eres libre: puedes tirarla vía, si quieres.

Abrí la botella, bebí y la guardé en mi abrigo. Nos internamos en un sector de la ciudad compuesto de viejos edificios del siglo pasado que imitaban, en la medida de lo posible y ahorrativamente, las glorias del Renacimiento. No sé cuál de los dos se escabulló, pero a los pocos minutos caminaba solo y perdido.

Soy hombre de ciudad racional, uniforme y cuadriculada. En mis viajes anteriores, siempre me había guiado alguien, pero en esa ocasión quedé librado a mis pasos, ambulando por esas calles caprichosas cuyo trazado obedecía a murallas que ya no estaban, o vaya uno a saber a qué talleres de extramuros donde se habían fabricado armas o brocados, no para pelear o seducir, sino para vender a toda Europa, y que habían desaparecido dejando sólo un ensanchamiento o una plazoleta. Ninguna dirección era constante, ninguna referencia, estable; no había damero que enmarcase el conjunto. El ancho de aquellas arterias era indeterminado: a veces variaba por cambios bruscos, otras por transiciones imperceptibles; lo cierto es que nunca sabía si caminaba por una calle, una avenida o una plaza.

Toda esa incertidumbre sin referencias empeoraba con la niebla obnubiladora que fue cayendo, la primera gran niebla densa del año. Costaba distinguir si a diez metros se podía doblar a la izquierda, a la derecha o no había salida. Traté de caminar en el espacio asignado como acera, que en algunos tramos estaba demarcado sólo por una raya amarilla, y en otros, por un minúsculo cordón, pero que nunca conformaba un refugio seguro para los peatones. En una esquina imprevista, un automóvil casi me atropello al doblar invadiendo la vereda simbólica. No me sentí seguro. Me pareció que atravesaba una sucesión de fragmentos que nunca se reunían. Pregunté a un caminante apurado por el frío hacia dónde quedaba Corso de Porta Vigentina.

—Es lejos… Es mejor doblar allí —señaló con el brazo una dirección imprecisa—, tomar vía Regina Margherita, que después cambia de nombre y se llama vía Caldara. Cuando llegue exactamente a Porta Romana… Veamos… Después tendría que retornar… No, no…

A medida que se perdía en sus explicaciones iba abandonando el recelo que sentía hacia mí, para concentrarse en su propio extravío.

—Haga así: de la plaza toma Corso de Porta Vittoria hasta vía Sforza… Todo vuelta, por ese camino retrocedería… ¡Le conviene ir hasta la plaza y preguntar allí a algún otro!

Traté de seguir sus indicaciones, pero no encontré la plaza y me perdí otra vez. Vi un edificio cuya fachada se ahondaba en un enorme portal con arco de medio punto, hecho por el arquitecto con toda la intención de comprimir a la pobre gente que pasase por debajo. Al fondo ofrecía cobijo un recoveco más pequeño, especie de zaguán con una puertita sobre la que alguien había dibujado monigotes y leyendas.

Me senté en el suelo del zaguán; bebí. A mi derecha yacían unos objetos convertidos en basura: cajas vacías con etiquetas desteñidas, un paragolpes niquelado, un lavatorio sin canilla. Estas piezas gastadas conservaban su alegría, o la habían recuperado sólo porque alguien las quería convertir en basura. Me llamó la atención que hubiesen escapado a la prolijidad de los servicios municipales milaneses. Imaginé que debían hacer un bonito efecto junto con los monigotes. Bebí y crucé la calle para ver mi zaguán en perspectiva. No estaba nada mal: los simples dibujos de tiza con alguna palabrota, y a un costado los objetos de metal y cartón.

Después eché a rodar mi mirada. El zaguán se escondía, empequeñecido, asediado por las dovelas gigantescas del arco titánico que lo cobijaba; éste, a su vez, quedaba inscripto en una serie de arcos iguales que se perdía en la niebla, en ambas direcciones. Afuera del zaguán todo color era insuficiente, sobraba. Entre arco y arco, enormes piedras rugosas se oprimían entre sí en una sillería ciclópea que presionaba sobre los interiores con un peso asfixiante. La luz se convertía, sobre esas piedras grises, en un saco mojado, encogido y varios números más chico que la escala de los grandes volúmenes. Busqué con angustia algún límite, algún marco, los ángulos rectos que le diesen sentido a la construcción, que abarcasen un todo, que enmarcasen las tensiones, que las colocasen dentro de una certeza confiable. Cuanto más amplio era el giro de mis ojos, más fuerzas y pesos aparecían aplastando el zaguán. Esas construcciones, ominosas y gigantescas, terminaban por no referirse a nada: hacia arriba, se perdían en un resplandor apagado e incoloro detrás del cual debía de estar el cielo; a los costados, los arcos se internaban en la oscuridad de la calle. Toda continuidad, toda secuencia, toda reproducción, quedaban truncadas. Mi zaguán se veía apenas como una hendija de color. Volví a él; al agacharme, un suplemento de alcohol llegó a mi cerebro y tambaleé. Me senté, pero ya no estaba cómodo. A través de las paredes sentía los enormes bloques haciendo presión. Tomé, recogí mis tobillos y me arropé. Me adormecí hasta que una voz me espetó: «No puedes dormir aquí. ¡Vamos, vía!»

Un hombre vestido con un overol municipal me dio unos golpecitos con su escobillón. Estaba atemorizado, y se notaba en su cara pecosa una repugnancia indisimulada. Me levanté y eché a caminar sin rumbo. Cuando giré mi cabeza pude escuchar en sus labios: «¡Estos meridionales!», mientras recogía de mal humor los trastos abandonados en el zaguán y los arrojaba en su carrito de mano.

IV

Mientras el invierno se acercaba, mi vida en Milán era atrapada por la rutina. De noche, dormía sobre la cama sin cambiarme. En las primeras mañanas de mi estada en la clínica, la mucama me decía con tono de reproche:

—Una otra vez ha dormido sin abrir el lecho. ¡Pero qué chico extraño es usted! Si hubiera sido educado antes de la guerra, no resultaría tan holgazán. Hay que ver cómo aprendían entonces los muchachos a hacerse la cama y andar bien pulidos. ¡Qué hombre ese Mussolini! Pecado que se equivocó con la política exterior…

…Y se ahorraba el trabajo de tender mi catre alisando sólo las frazadas plegando el mueble para transformarlo en el sofá de plástico adosado a la pared. A los pocos días dejó de hacer comentarios.

Inducida por el despojamiento de sus músculos, Eligia entró en un período de quietud. Para mí, el mayor inconveniente era la falta de párpados de ella. Durante las lecturas en voz alta que yo sostenía durante una hora, más o menos, a la mañana, y dos a la tarde, me resultaba difícil precisar si Eligia dormía o no. Sus pupilas podían estar presentes, señalando un completo estado de alerta, o ausentes, señalando la caída en sueño profundo, pero la mayor parte del tiempo permanecían la mitad ocultas, la mitad al aire, en una posición indecisa entre la vigilia y el sueño. De tanto en tanto, interrumpía mi lectura para decirme que lo último que recordaba era tal o cual pasaje del texto. Yo había pasado por ese fragmento varios minutos atrás, de manera que tenía que releer una considerable cantidad de páginas. No me hubiera molestado releer buenas páginas, pero en el primer envío desde mi país recibimos novelitas sentimentales y revistas de ayuda personal, del tipo «su enfermedad es una oportunidad espléndida para empezar una nueva vida». Sólo aprovechamos un libro de divulgación de sociología con análisis de la vida cotidiana condimentado con un poco de alienación a la rosada. Escribí a mi familia aclarando el tipo de publicaciones que prefería Eligia. En noviembre nos llegaron novelas del
boom
latinoamericano y ejemplares de la revista de historia en la que habían publicado la proclama de Arón. El número más reciente incluía un artículo con la descripción de una batalla, lucha fratricida y sórdida, recordada por uno de sus participantes y cuyo manuscrito fue hallado pocos meses antes de nuestra llegada a Milán.

* * *

…Esa fría mañana, desperté a nuestro querido comandante y caudillo con unos mates antes de la salida del sol. Los otros oficiales se nos sumaron, y algunos trajeron sus porrones. Ante la inminencia del combate y el frío que nos calaba los huesos, el comandante hizo la vista gorda, y aun dio unos besos a las vasijas que tan bien nos predisponían. Nuestro comandante insistió después en montar un potro tordillo muy delgado y medio redomón. Me dijo que el caracoleo del animal levantaba el ánimo combativo de sus soldados. A mí me pareció pura vanidad. Para su mal, lo hizo herrar esa misma mañana, y, al internarse en los pajonales, el brioso bruto empezó a patinar como si caminase sobre lozas.

En ese campo de poca visibilidad, avistamos a los bandidos que perseguíamos, aunque una extraña niebla azulada, desconocida en esa región, no nos permitía ver cuántos eran esos forajidos. Nuestros héroes y esos salvajes cargaron con entusiasmo, unos contra otros, pero al son del primer tiro, ambas líneas se volvieron y huyeron a la disparada. Cuando después de mucho galopar, los oficiales de ambos bandos consiguieron reunir a sus cuadros y formarlos otra vez frente a frente, la tropa se negó a atacar de nuevo. Nuestro comandante, para instar a la carga, hizo caracolear al tordillo, y, después de unas palabras seguramente gloriosas que el vacío de la llanura se llevó sin que nadie pudiera antes registrarlas para la historia, desenvainó y emprendió el avance. No lo siguió ni un solo hombre.

La línea se mantuvo inmóvil. Esos cobardes sólo atinaban a mirarse furtivamente entre sí. A partir de ese momento, todo se me presenta en la memoria como extraordinario e inexplicable. Cuando el comandante se percató de que cargaba solo, trató de sofrenar a su tordillo, pero éste parecía actuar por alguna otra voluntad enloquecida, y llegó hasta pocos metros de donde los enemigos contemplaban en silencio lo que ocurría. Allí, el bruto resfaló y el comandante dio por el suelo. Ante esta situación, yo piqué mi alazán y llegué adonde había caído mi jefe. Traté de que se parase, pero el comandante estaba tan enfervorizado por el aguardiente que había probado antes de la batalla, que cada vez que yo lo incorporaba, tropezaba con una mata y volvía a caer. En esos forcejeos nos demorábamos, cuando el enemigo comenzó un avance al paso, quizá por curiosidad, porque la escena que protagonizábamos con el comandante era inexplicable para ellos. Tomé al comandante del pescuezo y le grité:

—Aguánteselas, desgraciado borracho. Yo me repliego.

En ese preciso instante, una pedrada golpeó al pobre hombre, que quedó tendido, resoplando y regurgitando. Yo apenas tuve tiempo de montar, cuando me vi rodeado de nuestros bravos rivales. Creí que me había llegado la hora, pero, increíblemente, nuestros caballerescos adversarios formaron a mis costados. Yo no cabía de asombro. Pasamos junto al comandante y no pude menos que pensar que si esa caterva que simulaba ser su ejército no fuese tan cobarde, él no estaría tendido en situación tan desairada.

Mientras tanto y contra mi voluntad —¡lo juro por mi honor!— tuve que conducir la línea de la caballería adversaria en una carga contra esos bandoleros que había rejuntado el comandante. Ambos ejércitos se encontraron frente a frente, y se entabló el más insólito movimiento militar del que se haya oído en la historia de la táctica. Cuando atacaba un ala de cualquiera de los bandos, las dos líneas, siempre frente afrente, empezaban a girar sobre los pajonales neblinosos, en el sentido de la presión, pero, antes de entrar en combate efectivo, el bando que estaba cediendo se recuperaba, hacía ceder a su vez alguna de las alas rivales, y el giro de los dos ejércitos se producía entonces en sentido contrario. Esta extraordinaria danza de ejércitos se prolongó durante horas, sin que hubiera que lamentar bajas, y sin que a la postre cambiasen en nada las posiciones de los dos cuerpos, de manera que más perecía una contradanza o un minué. Finalmente, las tropas del comandante —que a esta altura del combate dormía roncando con estrépito— empezaron a presionar en todas las líneas hasta que me liberaron de mi cautiverio. Pude así abrazar a mis heroicos compañeros y su esforzada tropa. Ante el enemigo en retirada, todos nuestros bravos prorrumpieron en hurras por tan difícil victoria, sin que nadie se cuidase de perseguir a esa caterva mal entretenida. Pero algún desgraciado me acusó, vaya uno a saber por qué rencor, de haber colaborado con el enemigo. Sin más trámite, esos brutos que me habían abrazado pocos minutos antes, me desmontaron y se dispusieron para hacerme la violín-violón, sin querer escuchar ni mis ruegos, ni mis lágrimas, ni mis razones, que son como sigue: Para protegerme de las inclemencias del tiempo, mi santa madre me había dado una de las esclavinas que vendía en su puesto en el mercado, única que le sobraba de una partida de cuatro, porque las otras tres se las habían comprado unos oficiales del bando contrario. Eran estas prendas muy solicitadas, porque mi madre empleaba los antiguos usos indígenas de los Andes, y telaba en un urdido que era igual que el tramado, por lo que sus prendas resultaban muy abrigadas e impenetrables a la humedad. Precisamente por causa de la húmeda neblina, me coloqué la prenda antes del combate, y el otro bando me confundió con uno de los suyos. Mis explicaciones tan sencillas no fueron atendidas y me aprestaba a dejar mi alma como única baja de la batalla.

Sin embargo, la caterva que festejaba a puro porrón la victoria, divisó de pronto a lo lejos una columna que se dirigía hacia donde estábamos. En mi desesperación grité «¡Vuelven los salvajes con refuerzos!» y esos peleles que estaban a punto de degollarme escaparon como almas en pena. Sólo yo quedé en el campo, desmontado y sin armas, pero con vida. Esperé en pie la columna cuya aparición puso en fuga a los bellacos del comandante, que seguía roncando. Pude así comprobar que se trataba de una patrulla de avanzada que habíamos enviado la noche anterior, y de la cual todos nos habíamos olvidado. Estábamos dándonos las explicaciones del caso con el oficial a cargo de la patrulla, cuando aparecieron unos jinetes a lo lejos. La columna puso cascos en polvorosa, porque según decían no habían recibido orden de combatir, sólo de observar. Por segunda vez quedé solo entre los pajonales.

Resultó que los arrieros que se nos acercaban no pertenecían a ningún bando, sino que estaban en la tarea de llevar unos animales para vender al ejército de los oficiales con esclavinas. Cuando llegaron hasta mí, me trataron con gran consideración y me ofrecieron su mejor caballo. Yo me asombré de que agasajasen tan cumplidamente a un prisionero, pero no abrí la boca porque los arrieros llevaban tremendos cuchillos. Así llegamos hasta el campamento de quienes hasta esa mañana eran mis enemigos. Yo me di nuevamente por perdido, y estaba a punto de arrodillarme para pedir clemencia, cuando uno de los arrieros empezó a explicarles lo que había visto, y era lo siguiente: que yo, desmontado y sin armas, había puesto sólito en fuga a toda una patrulla enemiga. Tan pronto como terminó el relato del arriero, los gloriosos soldados entre los que me hallaba, me nombraron por aclamación su mariscal. Esa misma noche, entre los fogones en que se asaban las reses de los arrieros y se tomaba un vino espeso, empezaron a rodar las más veraces leyendas sobre mi valentía inagotable. Así me vi al frente de este ejército corajudo. Decidí para la mañana siguiente marchar sobre los salvajes que hasta esta madrugada me retenían con sus engaños, e imponerles a sangre y fuego los principios de la civilización, y si no alcanzan los argumentos contundentes de las Luces y la Ilustración, será entonces a puro violín-violón.

Y como no soy hombre de cortedades, a la mañana entramos a pata de lana en la ciudad y arrestamos a esos facinerosos que con engaños me habían hecho su compañero de armas. ¡Era cuestión de verlos bizquear mientras los degollábamos! Mis hombres dejaban clavados los cuchillos en las cabezas jugosas.

Después me lo trajeron al comandante, ese borracho por el que me había jugado noblemente mi vida sin que me concediese un mero ascenso, para no hablar de alguna medalla. Lo hice arrodillar sobre unos guisantes crudos, con orden de no quitar su mirada de las cabezas de sus compinches, clavadas en picas a diez pies de sus ojos.

Cuatro días lo tuve así, hasta que las moscas y los caranchos dejaron en blanco los cráneos. Tenía resuelto degollarlo también, pero los guardias me señalaron que era inútil, que de todas maneras había perdido el seso y ahora sólo les dirigía sus palabras a los muertos y las calaveras, como si fuesen los únicos seres que lo pudiesen entender…

Muchos años después, ya senador, pasé por ese mismo paraje y me hallé con unas plantas de guisantes cubiertas de figuritas de plata y papelitos. Me dijo un lugareño que habían nacido de los que estaban bajo las rodillas de mi rival, y que eran muy milagrosas. Para completar estas supersticiones, en toda la provincia se recordaba que mi rival había vagado durante años haciendo milagros a troche y moche, y que un rayo se lo llevó al cielo.

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