El desierto y su semilla (12 page)

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Authors: Jorge Baron Biza

Tags: #Drama, Relato

—Parece una joven correcta… No dejes de aceptar su invitación.

V

Entre las pocas visitas que recibimos en febrero llegó el capellán de la clínica. El enjuto religioso se mostró bastante sorprendido cuando la vio a Eligia; los pacientes graves lo intimidaban. Era un hombre de rasgos regulares, clásicos, y una piel vigorosa y curtida, con una red ordenada de profundas arrugas que partían casi todas del ángulo exterior del ojo y se desplegaban en abanico. Le asomaba una barba gruesa y rala, que crecía en todas direcciones: casi blanca en las sienes, gris en el mentón y negra en el bigote. El cabello, todavía oscuro, se desparramaba en libertad. Mostraba sin disimulo su origen humilde: su cuerpo conservaba en cada rasgo señales de que había trabajado muchos años a la intemperie; una presencia extraña en la clínica de las narigonas con plata. Le preguntó a Eligia si quería confesarse, y los dejé solos antes de escuchar la respuesta.

Cuando el sacerdote salió del cuarto, parecía más indeciso todavía. La mayor parte del tiempo tenía los ojos abiertos con asombro, pero cada tanto los cerraba con fuerza y todo su cuerpo se concentraba en ese gesto, mientras la mandíbula barbada se hundía en el pecho. Entonces sus arrugas se marcaban como si fuesen abanicos sobre las sienes. Había realizado ese gesto un par de veces mientras yo permanecí con él y Eligia, en el cuarto. Al salir, después de un instante de vacilación, repitió el mismo gesto. Me echó una mirada de estupor, y dijo que esperaba vernos en la capilla apenas Eligia se pusiese en pie, pero, en cuanto a mí, podía ir sin aguardar la recuperación de ella.

Cuando chico, yo había pasado por todas las etapas habituales de catecismo, comunión de traje azul oscuro —el primero de largo— con moño blanco en la manga, misas los domingos con novia para charlar a la salida. Después, como era de rigor en aquellos años, dejé de cumplir con los preceptos, pero nunca llegué a burlarme de los símbolos. A mis compañeros de estudio les decía que era una tontería perderse todo el arte sacro que había financiado la Iglesia o, cuando estaba un poco tomado, que ser católico era la única manera que yo conocía de disfrutar de mis pecados, pero en los momentos de gran angustia o de miedo, entraba en una iglesia y rezaba.

En Eligia, había notado cierto acatamiento blando a la religión, mezclado con una lasitud que podía provenir de su padre ateo o del hecho de que había iniciado sus trámites de divorcio de Arón a los siete meses de casarse y, cuando Arón la atacó, veintiocho años después, él la había convocado precisamente con la excusa de resolver definitivamente esa separación que siempre terminaba en reconciliación, ese apasionado divorcio infinito. Con sus escritos judiciales se podía escribir un tratado del amor en negativo, no tanto por lo que los papeles decían —ambos habían mantenido un tono general de recato en las causas—, sino por lo que se adivinaba en lo que los escritos no decían. La pila de documentos que comenzaban con un «Inicia juicio de divorcio….» terminaba por remitir a esa zona callada e inexplicable en la que se gestaban tanto las reconciliaciones de los litigantes como los próximos conatos de divorcio.

Arón, por su parte, se veía a sí mismo como un rival de Dios, de cualquier Dios. Lo apostrofaba con frecuencia, en parrafadas bastante largas. Nada de «¡maldito Dios!» o imprecaciones de dos o tres palabras: le dirigía discursos de igual a igual, y le escribía largas cartas —a Él o al Papa— que después incluía en sus moralizantes novelas pornográficas. Tenía una habilidad especial para terminar siempre en los márgenes de la sociedad, pero no como lo hace la mayoría de los escritores más o menos malditos, que, por debajo de sus invectivas, golpean la puerta con respetuosa tenacidad para entrar en el poder y la fama, sino con un sentido absoluto del margen, como si fuese su mundo natural o como si él se sintiese el creador del margen. En su correspondencia con Dios, se mostraba más bien acusador que iracundo. Le suponía una bondad indiscutible y la obligación de realizarla en la Tierra, principalmente entre los desgraciados. Por lo tanto, Arón representaba sin darse cuenta un rol que él nunca hubiera aceptado explícitamente: el de alcahuete. Le señalaba a su corresponsal la maldad del Universo en un tono que escondía, detrás del tremendismo, los «mire, señorita, lo que está haciendo el niño Fulano» de los alumnos más aplicados de la escuela. Como Dios no daba señales de prestarle más atención que al resto de los humanos, Arón se sintió profundamente defraudado. Una de las razones de su suicidio fue, sin duda, tratar de humillarlo mostrándole hasta qué punto había fracasado con Arón Gageac.

Por las noches iba yo al bar, donde tarde o temprano aparecía Dina, que me trataba de una manera distinta, con un tono jovial y fraterno. Sobre nuestras charlas pesaba siempre la posibilidad de que la llamasen desde un coche. A veces, sus ausencias eran tan cortas que cuando volvía reanudábamos la conversación en el mismo punto. Nuestros temas versaban sobre los nuevos productos de las tiendas o nos divertíamos criticando a los clientes de ella o los parroquianos del bar. Pero en poco tiempo se agotaron estos temas y preferimos permanecer juntos y callados. Nos inventamos un silencio acogedor, en el que cada uno se concentraba en sus problemas, pero cerca del otro, quien a su vez estaba tan amistosamente dispuesto a entenderlos, que no necesitaba hablar. Después de que cerraba el bar, a medianoche, me quedaba junto a ella y, si cabía, la acompañaba con algún cliente que nos conocía. Pero si el cliente ponía fea cara, me quedaba solo, en Corso de Porta Vigentina, tomando de la petaca, bajo el invierno todavía riguroso.

En una ocasión, Dina entró al bar con un anciano delgado y pálido, de carnes colgantes, al que le temblaba la papada, por algún Parkinson incipiente o porque estaba emocionado. Me invitó a acompañarlo, junto con Dina, a su departamento.

—No me interprete mal. Se trata de algo serio, artístico.

Dina lo arrastró a un rincón y conversaron en voz baja. Ella le mostró la mano con los cinco dedos bien abiertos, y se la volvió a mostrar unos segundos después, pero con sólo cuatro dedos extendidos. El anciano asintió resignado. Después, Dina me pidió que aceptase la invitación y los acompañara.

Nuestro amigo vivía en un par de cuartuchos oscuros y pobres. Charlamos apenas unos minutos, como si se tratara de una reunión de familia no muy íntima. Después de uno de los silencios, el viejo miró esperanzado a Dina y preguntó: «¿comenzamos?» Ella dio el visto bueno con un aire serio de autoridad.

El decrépito dueño de casa se retiró al cuarto vecino y volvió vestido con un tutú. Las piernas estaban ceñidas por calzas y los brazos por un buzo, de manera que sólo quedaba descubierta la cara blanca. Era muy flaco, pero tenía una gran papada temblorosa. Se escondió en el sector más oscuro de la salita, iluminada por una bomba de luz que, sin ninguna pantalla, colgaba del techo, muy cerca de la puerta de entrada. El viejo apoyó su frente en la pared.

—Dale —exclamó Dina—, muéstranos lo bravo que eres.

De espaldas a nosotros, agitó negativamente la cabeza, en silencio. Dina insistió varias veces y le aseguró que tenía mucho interés en ver su arte. Le hablaba razonablemente, hallaba argumentos con facilidad, porque era obvio que ya había sido persuasiva con él en otras noches, pero el anciano —por lo menos su espalda— se mostraba terco en la negativa. Finalmente, Dina arguyó: «Piensa en el señor, que ha venido desde Sudamérica exclusivamente para admirarte, y no le puedes hacer este desaire». El anciano giró tímidamente y murmuró: «Sólo por el señor crítico que viajó desde tan lejos».

En la sala no había ningún aparato que pudiese reproducir música, pero eso no amedrentó al pobre viejo, que dio unos pasos de
prima ballerina
hacia la luz cenital, sin matices, y dijo: «Primera posición», con los pies en una sola línea y los codos levemente hacia afuera. Desarrolló una ilustración elemental de ballet, y cada nuevo paso era anunciado con voz cascada pero entusiasta. Después venía la ejemplificación. Realizaba sus pasos con torpeza, como si hubiera avanzado muy poco en las prácticas de su niñez y luego hubiese dedicado toda su vida a tareas que nada tenían que ver con su cuerpo. Repetía la posición varias veces y saludaba con una reverencia que yo aplaudía con entusiasmo sarcástico. Al practicar una
attitude croisée
, golpeó con la pierna levantada un florero que cayó y se quebró. Era el único adorno de la sala, muy despojada y sin cuadros, aunque se veían clavos y marcas de polvo que denunciaban el fantasma de imágenes ya evaporadas de esas paredes grises. Con aire desolado, se sentó en un sofá de dos plazas.

—Tengo un día horroroso. Primero esa caja chica que no cierra. Después ese cliente mandón que me dejó desconcentrado. Y claro, mi arte se perjudica, pierdo precisión.

Dina se sentó de rodillas sobre el sofá, muy cerca del vejete, cuya espalda se había encorvado.

—Pero no, si has estado espléndido. Una presentación muy bella.

—¿Lo crees?

—Estoy segura. ¿No es verdad Mario que estuvo perfecto, igualito a las chicas del ballet de San Remo? —y me cabeceó para que me acercara a ellos.

—Ah, sí; muy bien —agregaba yo, mientras obedecía—, aunque faltó un poco de seguridad en la quinta posición.

—¿Faltó seguridad en la quinta? ¿Es cierto eso, Dina? —preguntó otra vez inquieto—. ¿Crees que he descendido tanto como para tener que conformarme con la compañía de presentación del Festival?

—¡Pero no! Son bromas. Estuviste siempre perfecto. Además, ¿qué tiene de malo el Festival? Lo ve todo el mundo.

Acarició al viejo de una manera extraña, refregándole la mano por la panza en un movimiento circular y automático.

—Mario, demuéstrale al señor cuánto lo quieres.

Puso mi mano sobre la panza del vejete para que yo continuase con la caricia que ella había comenzado, mientras Dina a su vez se dedicaba a tironearle suavemente de la nariz, con movimientos iguales, sin ninguna variación, absurdos.

Más que un rito entre ellos, lo interpreté como un juego, y decidí rivalizar con Dina inventando caricias disparatadas, sólo que las mías tomaron en seguida un matiz burlón y agresivo que las de Dina no tenían. Ella estuvo un par de minutos dándole palmaditas en la coronilla; de tanto en tanto se detenía y lo miraba con curiosidad, colocando sus ojos muy cerca de los del anciano, que murmuraba: «Por favor, continúa».

Yo, entre otras maravillas de ternura, inventé unos pellizcos en la pantorrilla, a través de las calzas, mientras le decía:

—Esto es importante, le hace mucho bien a los músculos y le da seguridad para la quinta posición.

—Sí, es muy importante para mi quinta.

Lo que empezó como un juego, fue creciendo en violencia por mi parte. Sabía que el viejo no podía protestar ni armar un escándalo mientras llevase puesto su tutu. Concentré mis caricias en su papada. Se la estiré, la sacudí, la masajeé, la apreté para que se deformase. Este juego impedía cualquier expresión del viejo, porque si quería sonreír, le estiraba los labios hasta que su cara fuese una caricatura. Lo mismo ocurría si él esbozaba algún ademán de protesta. La presión de mis manos desordenaba sus gestos hasta un punto en que el reflejo de cualquier sentimiento era imposible en esa cara. Yo trataba de anticipar las reacciones de mi víctima y ridiculizarlas en su propia cara antes de que apareciesen. Cuanto más impedido se veía el anciano de reaccionar, mayor era mi energía con las manos para modelar caricaturas con esas carnes fláccidas.

En lugar de mis caricias crueles, Dina le dispensaba al viejo ternezas y besos, siempre sobre el límite entre lo paródico y lo cariñoso. A pesar de que no había un acuerdo previo, nuestras zonas de acción nunca se superponían, de manera que si yo le estiraba una oreja y le soplaba con fuerza en ella hasta terminar con un alarido imprevisto, Dina le acariciaba con un solo dedo el hombro opuesto y le aplicaba pequeños masajes en la piel correosa y colgante.

Al mes de dejar la clínica, Sandie volvió con una caja de bombones para Eligia. Me invitó a comer a su casa. Le habían quitado el vendaje y remitía la hinchazón de los ojos. El edema atenuado ponía un toque sensual, dolorido y carnoso en su cara, nota que en pocos días perdería para siempre, puesto que no era probable que su futuro marido le pegase; quizás algún accidente de auto, un parabrisas resistente, y Sandie volvería a ser sexy como cuando nos visitó esa segunda vez.

—Anda, Mario, te hará bien salir — me alentó Eligia.

Acepté sin pensarlo mucho. Faltaban diez días para la fecha de la invitación, y yo no contaba el tiempo con las medidas astronómicas normales, sino por los servicios que prestaba a Eligia: hora del desayuno, del lavado, de la lectura.

Pasó el tiempo convenido. Sandie llamó para recordarme la velada. El taxi me llevó hasta la puerta de un lujoso edificio, sobre el elegante Corso Magenta, en la zona norte de la ciudad.

La sala del piso donde vivía con su padre estaba decorada con pisos y columnas de mármol blanco, alfombrado negro, cortinados de raso púrpura y falsos muebles imperio.

Sandie se recostó en una
chaise longue
con águilas doradas que parecían cacarear; en la cabecera, un almohadón-rollo tapizado también de negro, como todo el mueble, ofrecía su respaldo. Conservaba un aire levemente salvaje por el edema, ya casi imperceptible. Había calculado con precisión la fecha de la comida, para que su cara estuviese ya desinflamada, aunque subsistían unas vagas sombras verdes y moradas en los párpados y el ángulo interior de las ojeras.

—¿Cómo me ves?

—Bellísima.

—Pero demasiado, no. Falta todavía el tratamiento de masajes para activar los músculos y, por la noche, tengo que usar dos meses más las máscaras correctoras, pero lo que menos ha progresado es mi adaptación interior. Dice mi
therapist
que es un trabajo sólo comparable con un parto. Tengo que reflejar, en mi nuevo rostro, las esencias de mi personalidad escondidas durante toda mi vida anterior. Voy a necesitar la ayuda de todos los astros y la prudencia de todos los psicoanalistas.

Levantó un brazo en actitud de odalisca y lo colocó junto a su cabeza. Entró su padre. Luego de las amabilidades convencionales, pasamos al comedor, que estaba amueblado de una manera completamente distinta. El gusto lujoso y falso de la sala cedía a muebles del Renacimiento, con una mesa de roble sostenida por macizas quimeras. No había alfombras y en la pared lucían naturalezas muertas, también renacentistas, con manjares o piezas de caza listas para la cacerola. Me pareció que una sensibilidad más sólida y sensata que la de la sala había puesto mano en el comedor.

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