El médico me miró de reojo y notó mi desconcierto.
—Quitaremos toda esta confusión. La carne quemada formaba parte de una estructura mayor de músculos, muy compleja y sabia. Los médicos que antes curaron a su madre han quitado lo que estaba evidentemente dañado, pero dejaron restos de la estructura, aquéllos que no fueron quemados. Andamios inútiles ahora. Una estructura incompleta es el caos, o peor aún, un fracaso de la razón, ruinas en la que todo se pierde. Pondremos nueva materia, pero la vamos a fundar sobre bases sanas, cimientos firmes y claros —dijo casi en un murmullo.
Sus palabras tuvieron un efecto balsámico en Eligia, pero a mí se me figuraban como una nueva serie abrumadora de colores y formas; me pregunté cuándo llegarían hasta esos cimientos firmes y claros.
—Señora, cavaremos en busca del Creador, lo buscaremos en el fondo de las heridas de usted, señora. Lo vamos a buscar y cuando lo encontremos le pediremos que rehaga una nueva mujer. En modo que, a partir del odio que la ha herido, a partir de este maldito ácido, de estas heridas, usted, señora, encontrará la su grande verdad, sobre la que podrá edificar de nuevo, esta vez para siempre. ¿Sabe usted, señora, cuál es el símbolo del v.i.t.r.i.o.l.o. en la alquimia? Se sorprenderá: ¡Cupido!, el amor ardiente que flecha y regenera. Pero no es un símbolo caprichoso. Como el amor, el desollamiento por quemadura tiene su aspecto razonable: descubrir la belleza interior… Usted, joven, que tiene tiempo, vaya a admirar la estatua de San Bartolomé en nuestro Duomo, un santo tan transparente.
El anciano hizo sonar las palabras con dignidad y convicción. Las había tomado yo como un exceso profesional, pero surtieron buen efecto en Eligia.
—Podemos empezar mañana mismo. Usted no querrá perder tiempo —terminó el profesor.
Les dio indicaciones a sus asistentes y enfermeras. Desapareció seguido por una nube de respeto y guardapolvos.
Desmontamos nuestros planes de ir esa tarde a Brera. Eligia tuvo que quedarse en la cama, a dieta estricta. Me envió a comprar unas pequeñeces. Sospechaba que otra vez iba a permanecer inmovilizada mucho tiempo y no quería que la tomasen por sorpresa.
Apenas tuve tiempo de echar un vistazo al otoño milanés, mientras hacía los mandados. Apenas hube regresado, le trajeron un almuerzo frugal. Después de la visita de un asistente, le dieron sin mayores explicaciones algunas pastillas.
Salí al pasillo. En un rincón alejado de los cuartos y cercano a la guarida de las enfermeras charlaba un grupo de jovencitas, sentadas en pequeños sillones. Me saludaron sonrientes. En aquellos corredores, era el único rincón que tenía asientos. Hablaban de cirugía plástica y elogiaban al profesor Calcaterra.
—Me frota que cueste una fortuna. Es para toda la vida y el profesor es el mejor; ¡te da así… tanta seguridad, confianza! Y además, a mí me explicó todo lo que me va a hacer. ¿Ustedes saben que la nariz es una estructura? Cuando no es armónica, hay que derruirla completamente si quieres construir en su lugar algo armónico, que no te traicione ya jamás.
—Tengo una prima que es resalida bellísima; también sus notas en el colegio han mejorado.
—Es como comprarse un diamante que una va mostrar para siempre. ¿Y usted, cosa se hará? —me preguntó una de las chicas—. Mire que es coqueto… con esa naricita tan derecha.
—No. Yo soy sólo acompañante.
—¿De su esposa? ¿No quiere dejarla sola ni una noche, pobrecita?
Las empleadas de la administración ya conocían mi vínculo con Eligia; no podía negarlo.
—De mi madre.
Un aire de cofradía las hermanaba ya, a pesar de que se habían conocido pocos minutos antes, en ese mediodía: todas estaban en bata y camisón, todas se sonreían tratando de infundirse recíprocamente confianza, todas soñaban con un futuro perfecto a partir de mañana, o a lo sumo del mes próximo, cuando bajase el edema de la operación; todas tenían algún rasgo exagerado que las había mortificado toda la vida: ahora, la perfección al alcance de la mano y a corto plazo. El profesor no operaba caprichos; si tomaba un caso, era porque lo consideraba necesario, como se podía ver en ese grupo. Cuando me desconecté de la charla y los sonidos, los ojos me mostraron un aquelarre de entrecasa. Bajo la luz intensa de la ventana, contemplaba lo que esas mujeres no iban a ser nunca más, o iban a ser a escondidas en sus recuerdos, lo que —inexplicablemente para sus esposos— iban a transmitir a sus hijos. Me las imaginé destrozando todas las fotos del «antes», tratando de que el tiempo echase un manto de olvido sobre esa etapa de sus vidas que terminaba la próxima mañana. No admitían lo imperfecto. Recordé mi escuela Herder de Montevideo, donde se convencía a los alumnos de que debían destrozar ellos mismos las tareas mal hechas.
Las brujitas vivían el reverso de la situación de Eligia: aquí, mujeres jóvenes soñando con un futuro prometedor y al alcance de la mano; en el cuarto, una mujer soñando con un pasado conocido e irrecuperable. Me fui al bar de la esquina.
Se trataba de un lugar estrecho, completamente distinto de los que frecuentaba en mi país. Apenas dos mesas minúsculas, a las que nadie se sentaba nunca, un mostrador corto y sin escaño ni barra donde apoyar los zapatos. Sólo se salían de la escala liliputiense una máquina de café expreso y un
juke-box
.
En el reducido espacio, charlaban de pie cuatro parroquianos. Su actitud dejaba traslucir prisa por irse; querían volver a sus trabajos. Los atendía un muchacho de mi edad, el único barman parco que encontré en mi vida. Estuve bebiendo media hora, hasta que se fueron todos los clientes. Entonces, alguien interrumpió mis cavilaciones.
—¿Tú eres a la casa de cura? —me espetó una voz femenina, estridente e imperiosa. La pregunta parecía casi una orden dictada por quien no había dictado nunca una orden. Llegaba desde un rincón tan apartado como era posible en ese localcito. Vi una pollera que cubría las rodillas y una blusa cruzada, muy suelta, sin cuello y con un solo inmenso botón a la altura de la cadera, de manera que se descubrían fugazmente porciones del pecho, más o menos generosas según los flameos de la blusa-bolsa. Ropa inadecuada para esa hora laboriosa. A pesar de las variaciones en la cantidad de piel entrevista, el mínimo era ya más que audaz, y constituía la única sustancia atractiva en ese bar hostil, que hasta entonces me obligaba a tomar apurado, sopesando a cada segundo la posibilidad de volverme sin almuerzo a la clínica.
—Un puesto tan caro ese… Aunque claro que tú… —y pellizcó con desprecio mi abrigo—. ¿Me invitas alguna cosa?
Sin que yo hiciese un gesto, el joven barman le sirvió un líquido achocolatado.
—¿Haces compañía a la tu mujer? No me digas que eres tú quien quiere operarse.
No le contesté. Unos minutos después pedí otro whisky, para irme.
—¿Whisky? Pero de dónde eres… ¡Ah! Sudamericano. ¿Oriundo? ¿Hablas italiano?
—No conozco la ciudad y busco un lugar barato para almorzar. Tengo plata para invitarte, si no pides locuras. No tengo plata para lo otro.
—Conozco una tratoría a cinco minutos de marcha de aquí.
Cruzamos el Corso de Porta Vigentina. Del otro lado del muro se plegaba la inutilidad de los escombros, que escondían su misterio. Después nos internamos en un barrio solitario; bordeamos la parte de atrás de un gran edificio con parque, cercado por una verja que tenía remates dorados, hasta que llegamos a un restaurantecito vacío. Pedí bife.
—¿Paillard? ¿Bisteca?
—Cualquier cosa. Carne.
Ella ordenó una pasta. Me fijé en el menú y los precios consignados eran muy modestos. Casi no hablamos durante la comida. La mujer me miraba con un poco de fastidio, especialmente cuando yo me servía con apuro vino de la garrafa. Pedí la cuenta y me llegó un disparate.
—¡Doce mil liras la bisteca! Si en la lista está escrito tres mil.
—Caballero, fíjese bien por favor, son tres mil por
l’etto
.
Volví a mirar la lista, esta vez con más atención. Junto al precio de la bisteca había un asterisco minúsculo que remitía a una nota en el reverso de la hoja. Allí, con letras de cuerpo seis, estaba consignado, sin duda,
l’etto
.
—¿Qué quiere decir
l’etto
?
—Quiere decir cien gramos —me aclaró la mujer con una sonrisa.
—Mi bistequita no tenía más de doscientos.
—Nosotros la hemos pesado en la cocina —contestó con calma el mozo, mirando el plato en el que quedaban unos tendones rebeldes que yo sólo había podido cortar con mi navaja— y era una bisteca de más de cuatrocientos gramos.
La mujer se levantó para ir al cuarto de mujeres.
—Por lo tanto —agregó— son doce mil por la bisteca, más ensalada, vino, pasta y soda; total veintiún mil.
Pagué y esperé en vano el regreso de la mujer. Me sentí aliviado porque su huida me libraba de castigarla por el robo en que me había metido; sólo el mozo presenció mi humillación. Regresé al local de Corso de Porta Vigentina. Le pedí al barman que me vendiera una botella de whisky.
—Absolutamente prohibido vender botellas aquí… Y después, me queda sólo una, ya abierta. ¿Por qué no prueba un licor? Se lleva la botella por diez mil.
—¿No tiene… ? —«petaca» era otra de las palabras que no había aprendido en las películas de Gassman. Entre circunloquios y gestos me hice entender.
—No, éste es un bar serio.
Pagué el licor, de un color artificial de mandarina. En un rincón la mujer se sonreía. Me guardé la botella, que tenía una forma imposible de esconder, con panza en el cuello y un cono ahuecado por la base, en el lugar en que debía estar el cilindro de cualquier botella decente. No le contesté el saludo. Había regresado al bar para burlarse de mí. Esa noche me quedé en la clínica. No cenamos ni Eligia ni yo.
A la madrugada vinieron a buscarla. Todo fue muy rápido. La llevaron en su cama, deslizándola sobre el mecanismo de ruedas. Entonces comprendí la razón de la anchura de la puerta de acceso al cuarto. Las enfermeras abrieron las dos hojas y por allí se fue ella navegando. La seguí hasta el quirófano, y esperé en una sala cercana. Una camilla muy, muy estrecha y alta se usaba sólo para retirar los cadáveres, según comprobé con el tiempo.
Salió en la misma cama rodante, cuando la tarde estaba avanzada. Unos días después me contó que le habían aplicado la anestesia en su lecho, y sólo la transfirieron al quirófano cuando ya estaba profundamente dormida. De esta manera le evitaban el mal trance de ver la sala de operaciones.
Al salir del quirófano, se afanaban a su alrededor varios médicos y enfermeras. «Todo resultó bien» me dijo uno de los asistentes.
Sólo cuando nos dejaron tranquilos en el cuarto, pude observarla con detenimiento. Faltaba todo. Los injertos de urgencia no estaban más; los pesados párpados con quelonios no estaban más, y las cuencas mostraban los ojos en blanco, hundidos y completamente inmóviles. Lo poco que antes quedaba de los labios y la mejilla más dañada, también había desaparecido. Se veían porciones de huesos del pómulo, de la mandíbula, los dientes y molares, con la lengua laxa que sobresalía un poco entre los huecos de la dentadura. El pelo estaba prisionero de una cofia. La contemplé varias horas, absorto.
—Todo ha salido bien —le dije, junto al oído; apenas movió un poco la cabeza y gimió pidiendo agua.
—Todo ha resalido bien —me dijo el doctor Calcaterra cuando pasó solo, tarde esa noche.
Me habló en susurros, en la oscuridad en que yo había permanecido velando por Eligia.
—¿Usted cree?
—Sí. Comprendo que ahora, el su aspecto pueda impresionar un poco. Ha sido una quemadura… que ni siquiera las de la guerra. Permítame que le dé un consejo —me tomó del brazo y me alejó de Eligia—. En estos casos, es necesario ser realistas. Como le advertí, no se trata de disimular, tapar, ocultar. Es necesario aceptar que ha estado inventada una nueva realidad. Su padre ha creado alguna cosa de nuevo. No podemos negarlo: entonces sólo nos resta darle a la tragedia su propia naturaleza, su camino para expresarse. Quitar las viejas ruinas, para que la nueva cara se forme en libertad, sin laberintos engañosos. La vida nos sorprende: con partículas mínimas, casi sin sentido, la creación multiplica la sustancia. Mandar vía los rebordes y quelonios, quitar toda esa cachivachería humana. Dejar lo esencial, para que el fabricante haga su obra sin desviarse ni entretenerse. Nada mejor que el aire, la luz, si se quiere que las formas tomen su mejor curso. Claro que más adelante vamos a ayudar con algunos colgajos. Esa mujer recuperará todas las funciones: párpados, labios, todo. Pero la estética, eso se lo dejamos a la vida. Permita que el mundo se familiarice con esa nueva forma. Sólo lo que está a la vista puede ser comprendido; es lo que puede cambiar. Un misterio no cambia ya jamás. ¿Qué misterio puede mejorar? Usted no se deje impresionar. Por lo tanto, ¡coraje! Verdaderamente, usted no conocía las heridas de su madre. ¿La llama Eligia? Tome esta primera etapa del tratamiento como una revelación de la luz, del orden, de la claridad.
Esa noche actué como lo hacía en la primera clínica, y no me mudé de ropa. Me senté en el sofá-catre y al cabo de tres horas particularmente largas, fui deslizándome hasta que mi cabeza llegó al asiento. Me quedé dormido, acostado en un ángulo que delataba mi posición sentada originaria. Cuando desperté, vi desde mi lecho la cara de Eligia, en la penumbra de los reflejos blancos del cobertor de su cama, sin entender la imagen. De pronto, las superficies blancas de su rostro se ensamblaron. Acostado en la oscuridad miré anonadado: ante mis ojos estaban el cartílago nasal descubierto y su posición relativa respecto de las otras manchas claras en la cara. Vista desde un ángulo inferior y lateral, apareció la semicalavera de Eligia, que cada tanto resoplaba en su sueño forzado. La desaparición de la mejilla dejaba una hondonada muy profunda. En la penumbra, no se distinguían los colores, sino los grados de sequedad o de humedad en una imagen en blanco y negro. Los dientes perfectos que antes sólo aparecían cuando esbozaba sus sonrisas indecisas, se mostraban ahora completos, en una serie curvada y elusiva, materia inmaculada que se zambullía con prestancia en el tiempo y los dramas personales, y no se detenía hasta la desapasionada arqueología. En cambio, en las encías anchas y brillantes, bañadas de saliva por fuera, y palpitantes de sangre por dentro, borboteaba la vida.