El desierto y su semilla (7 page)

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Authors: Jorge Baron Biza

Tags: #Drama, Relato

La situación de Eligia ganó, con el tiempo, sus beneficios secundarios: un aire de importancia animaba a los más antiguos cuando decían que llevaban allí quince o veinte días. Se presentaba una oportunidad de despreciar a los que no eran en realidad de cirugía reconstructiva, a los colados de la plástica, a los de las narices con internación de dos días, para estar más bonitos, más lisos, los que no se internaban por una necesidad tan evidente como la falta de boca o nariz. Un respeto épico la rodeó después del primer año de nuestra estada en el sanatorio, pero al instalarnos, ante la pared de «humanismo sonriente», añoré a Arón.

Para recordarlo, mi memoria empezó por el globo de sus ojos, muy blanco y marcado cuando quería infundir terror y se esforzaba por mirar sin piedad. A partir de esas esferas blancas, la remembranza pasó a otros puntos prominentes —las cuencas de los ojos, el puente de la nariz— y de allí una cascada creadora fue generando las ventanas de la nariz, las mejillas… hasta que se completó mi reconstrucción deductiva, en la que cada forma llamaba a la siguiente. Sólo entonces advertí que el origen, la esfera blanca del globo de los ojos, carecía de mirada.

Emprendí una búsqueda suplementaria, no ya de memoria visual, sino de reconstrucción de intenciones —la imprecisa psicología que en aquellos tiempos de mala divulgación me parecía además estúpida— con las que traté de recrear esa voluntad de Arón por penetrar en la carne de cualquier manera, de poseer con violencia a todo cuanto estuviese a su alcance, sobre todo aquello que se le escapaba o se estaba por desvanecer. Me encontré, sin quererlo, con el carozo de su pánico: la presencia de cualquier vulva. Conseguí por unos momentos apiadarme de esos espoletazos que lo habían convertido en Don Juan y violento. Pero después recordé las agresiones que yo mismo había sufrido de él y, egoísta, me sentí alguien con una conciencia ultrajada, un puro que odiaba toda agresión. Me declaré pacífico, no por amor a los destinos que la paz pudiera depararme, sino por conocimiento temeroso de los rincones del alma en donde se genera la violencia.

¿Qué hubiera hecho él en ese sanatorio? Sin duda, pelearse hasta la exasperación, arrastrarle el ala a alguna de las desabridas enfermeras, protestar por la disposición del cuarto, por la pobreza de la lámina, pedir que sustituyesen la montaña de Cézanne por algún grabado porno o de Goya, y armar una batahola bien tarde en la noche, para que se enterasen todos en el piso de que él había llegado con su bata de pelo de camello, alamares y solapas matelasé de seda negra… y llegaba para pelearse con cualquier ser que hablase con él durante más de diez minutos. Una ola de simpatía pasó por mi sangre. No lo podía concebir como acompañante, en un papel secundario, ni tampoco como paciente. Para internarse en ese sanatorio había que padecer alguna destrucción, pero no pude representármelo con las heridas de Eligia a cuestas. No tenía casi señales de deterioro cuando lo retiramos de la morgue. Lo habían guardado al frío, y lucía como un cadáver saludable, como si conservase todavía algún elemento indestructible: «Podría haber vivido mil años más», dijo el forense, frente a los familiares, que acariciábamos la esperanza de que algún cáncer fuese la explicación de su gesto final. Le habían anudado una banda que escondía las perforaciones de sus sienes y también sujetaba la mandíbula al resto del cráneo.

De la morgue, rápido al crematorio. Como el amigo testigo se desmayó, tuvimos que pasar nosotros. «Es una formalidad, no hace falta mirar», nos dijo el empleado del cementerio. Miré fascinado: primero la inmovilidad wagneriana rodeada de llamas, después la oscura carbonificación y hasta algún breve retorcimiento de despedida.

La imagen de Arón no cuajaba en esta clínica de restauración del rostro. La ola de simpatía volvió, pero la reprimí en seguida. No iba yo a permitirme esas afinidades. Él había planeado cuidadosamente su despedida para dañarnos a todos con el máximo efecto posible. No iba a dejarle ninguna puerta entornada —pensaba yo en aquella noche italiana—, me reconstruiría a mí mismo con la misma tenacidad que Eligia, contradiciendo todos los designios de Arón. Yo sería el anti-Arón; tendría mi propia manera de ser fuerte, de desafiar destinos. Mi indiferencia no iba a ser una deuda filial.

—No hagas como en el sanatorio de allá. Acostáte y dormí bien. Estamos cansados por el viaje —me dijo Eligia, esa primera noche en Milán.

La enfermera nocturna nos trajo algo de comer y anunció que al día siguiente, por la mañana, nos visitaría el profesor. La alimentación de Eligia ya estaba en los honorarios de la clínica, pero tuve que firmar un vale extra por mi sándwich. Consideramos con Eligia el problema de mi comida.

—Vos tenés la alimentación incluida —le dije— y yo voy a encontrar alguna fonda por ahí.

Me prometí buscar un lugar barato para aligerar el presupuesto de la familia y amortizar de paso algunos tragos. Fui al bañito para colocarme el piyama, mientras ella se cambiaba en el cuarto. Nos dormimos en seguida, pero desperté en una hora incierta de la noche. Comprobé que en ese lugar la oscuridad no cerraba nunca, porque por la celosía regulable de plástico se filtraba un poco de la iluminación lejana del Corso de Porta Vigentina, sobre el cual estaba la fachada de la Iglesia del Paraíso. El resplandor caía en el cubrecama de algodón blanco de la cama de Eligia. Dormía empequeñecida, inmóvil y tapada hasta el cuello. Las frazadas de mi catre eran verdes, pero mis sábanas brillaban tan blancas como las de Eligia. Al tratar de incorporarme sentí una humedad tibia cerca del ombligo. Me indigné. ¡Hacía tanto que no me ocurrían esos derrames! No los esperaba, mucho menos después de los tragos en el avión. «Si uno se toma la molestia de beber hasta que lo suben a una ambulancia, lo menos que puede pedir en compensación es que no le sucedan estas cosas tan repugnantemente húmedas», pensé aquella lejana noche. El pantalón del piyama estaba mojado y el líquido se había escurrido por la cadera izquierda hasta encharcarse en los fondillos y humedecer también la sábana. Miré con terror a Eligia, que dormía en las alturas. Me imaginé el día siguiente, cuando alguna enfermera parecida a Catherine Spaak viese una mancha costrosa. Las olas de mi indignación crecieron. Le atribuí la culpa al medicamento que me dieron en la ambulancia, alguna de esas porquerías que disipan el efecto de la borrachera en un segundo, apenas clavan la aguja. No era la primera vez que, por borrachera, terminaba en una ambulancia; por lo general me daban coramina. Maldije al enfermero del aeropuerto, pero más maldije a la azafata que primero me había dado tantos tragos, para delatarme a sus compañeras y al comandante después.

Tratando de no hacer ruido, me escabullí hasta el pequeño vestíbulo y saqué del armario la lapicera que estaba en mi abrigo. Me duché, y lavé también con cuidado la parte sucia del pantalón piyama. Me coloqué otra vez la prenda húmeda. Volví a mi catre. Sobre la mancha en la sábana, que consistía en apenas un poco de humedad, derramé la tinta de la lapicera. Cada tanto echaba miradas furtivas a la cama que ocupaba casi todo el cuarto. Me movía en la penumbra, alumbrado por el reflejo del cobertor de la cama grande, que me servía de referencia para mis movimientos. Finalmente, me acosté de manera que la parte lavada del piyama coincidiese con la tinta de la sábana. En las horas que faltaban hasta la limpieza del cuarto, el agua, la tinta y el semen se secarían formando una mancha verosímil que delatase sólo a alguien que se había dormido con la lapicera en la mano. El calor de mi cuerpo debía apurar el proceso.

Nunca recordé cuál fue el sueño que me había acarreado esos efectos tan fértiles. Me llevó casi diez años percatarme de que desde esa noche había dejado de soñar o de recordar mis sueños. El último fue el del avión. En la clínica me había despertado con la confusa sensación de imágenes que huían envueltas en la niebla, pero en seguida me dediqué a las operaciones de limpieza y no las retuve. Durante los dos años siguientes, me asaltó con frecuencia la misma ansiedad por atrapar figuras huidizas, pero sin poder precisar nunca qué fantasmagoría había desfilado por mi cabeza. No volví a humedecer la cama en toda mi vida.

Por la mañana comprobé que mi estrategia de limpiar ensuciando había sido inútil. La mucama del primer turno no se parecía a Catherine Spaak: era rubia, de pelo seco y corto, casi de cincuenta, con una gordura sólida, proporcionalmente distribuida en todo el cuerpo. Yo había dejado al lado de mi catre algunos libros, para hacer más evidente la situación. Cuando le traté de explicar lo que había ocurrido, ni me contestó. Quise un «biombo», una de las palabras italianas que no había aprendido mientras veía cine neorrealista. Para darme a entender, tuve que recurrir a gestos, lo que aumentó mi impotencia. Por fin, la mujer, que exhalaba un aliento con regusto a fiambre sazonado, exclamó: «¡Ah! Un paraviento. Pero a usted no le conviene un ‘biom-bo’ —pronunció con dificultad la palabra española y se rió—. Usted debe estar atento a su madre. ¿Usted se sentiría de dar pronto socorro, escondido detrás de un paraviento? ¿Cómo puede hacer atención detrás de un ‘biom-bo’? No, así no se cuida a estos accidentados. Yo me entiendo de estas cosas. Necesita ser alerta. Sería toda una otra cosa si usted contratase a una enfermera, al menos por la noche, para poder descansar o incluso salir a dar una vuelta, a bailar, no sé cosa podría tramar por allí… Entonces sí podría poner un biom-bo.»

El precio por una enfermera especial era altísimo. Me pasó por la mente la imagen de una mujer desconocida velando, mientras yo, dormido y traicionado por las imágenes inaferrables, humedecía la sábana. «Comopués —insistió, al ver la cara que le ponía— si no todas las noches, alguna noche; tengo una prima que se especializa en este tipo de enfermos, ¡si viese cómo los mueve, como si fuesen marionetas rellenas de plumas, sin hacerles sufrir nada, nada: ¡es un don!, un don que se tiene o no se tiene. Con estos accidentados, lo más difícil es manejarlos. También darles de comer deviene un arte. Se imagine: un mal movimiento puede arrumar todo un trabajo de injertos; un pequeño descuido y todo va perdido. Y después, en más, el material —supongo que se refería a la piel, no a las gasas y algodones— termina pronto. Hay que cuidarlo mucho. Usted no sabe en qué lío se ha metido, todo solo. Venga después a ver la sala de curas, las grúas y banaderas especiales que hay que saber manejar para hacer este mester.» Me molestó también la idea de una mujer con aliento a especias fuertes moviendo con una grúa a Eligia, como un títere relleno de plumas.

A media mañana volvieron las mucamas y enfermeras para repasar el cuarto. Apenas terminaron su limpieza, llegó el profesor Calcaterra, anciano saludable que hablaba con tranquilidad, aunque el sentido de sus palabras fuese inquietante. En seguida transmitió una confianza firme en Eligia. Yo, otra vez molesto, pensé que la pobre no tenía más alternativa que ponerse en manos de los médicos. La cara del profesor Calcaterra era sintética: la boca, la nariz y las cejas se resolvían en un solo trazo económico, mientras los amplios terrenos de la frente y la mejilla se extendían hasta las orejas diminutas, el pelo lacio, ralo, canoso, y la mandíbula en forma de proa.

El profesor estaba siempre rodeado de tres o cuatro asistentes, por lo general silenciosos, pero bien dispuestos a responder a cualquier duda. Parecía un equipo capaz. Los honorarios ya habían sido arreglados por carta. El costo grande provenía de la clínica. La menguada herencia de Arón no iba a bastar.

—Será una larga cura, muy larga —dijo Calcaterra—, mas le aseguro que recuperará todas las funciones. El estrago ha estado grande, pero hay soluciones… Fíjese —fue señalando con su índice los vericuetos caprichosos que trazaban las crestas y cicatrices.

Su dedo se orientaba firme en una dirección, pero terminaba describiendo círculos que duplicaban los de la piel.

—¡Laberintos!, señora mía, en los cuales usted misma se pierde. ¡Invenciones inútiles! ¡Caprichos! ¡Laberintos! ¿Qué sentido tienen? He estudiado atentamente los informes de mis colegas de ultramar y las fotos…

—¿Fotos? ¿Qué fotos? — preguntó Eligia.

—Alguien ha tomado fotos en el quirófano para documentar el proceso. ¿No lo recuerda?… Quizá la anestesia… Un gran servicio a la ciencia —y se concentró en la cara de Eligia.

—¡Ah! Esto es un mal verdaderamente complejo: un laberinto en movimiento… —suspiró con pena teatral—. Hay visiones que sólo deberían estar reservadas para aquel que tenga una mirada superior, aquél que se anime a ver lo oculto con un saber más profundo que la confusión que produce el ácido, «saber reconciliador» dirían los religiosos que andan por aquí… Escúchelos.

—Pero pienso que con lo que ya vio usted en sus años de práctica —puse un poco de ironía en mi voz— habrá conquistado ese saber, esa visión profunda para interpretar aquello que ocurre.

—No, eso no lo he adquirido con la medicina. En esta especialidad, necesita contar también con aquello que no está al alcance de la ciencia, la mano, ni el ojo: los movimientos ocultos de la materia, los cambios bajo la piel. Hubo casos en los que cosía en el hombro y los puntos de sutura reaparecían por la cadera. Todo lo que entra en nuestra carne se convierte en botella al mar. No conocemos las comentes, ni sabemos qué fuerzas se mueven ni hacia dónde ni por qué. Tenemos registros, nada más, de lo que sale a la superficie. Aquello que verdaderamente sucede ahí adentro es inexplicable. ¿Qué nos oculta la piel? Necesita haber una enseñanza fundamental allá abajo, una razón por la que superficies tan deseadas, tan cantadas, tan amadas, se conviertan por un poco de fuego o ácido en un paisaje que asombra. No en desecho, ¿comprende?, no en un derrumbe: es una nueva construcción alejada de la voluntad del arquitecto. Se necesitaría inventar una palabra que no existe, algo así como «derrumbe constructivo del enigma»… Solotanto así se explican esas regeneraciones portentosas que a veces ocurren. ¡Allá abajo hay una potencia! Verá cómo empiezan a emerger viejos puntos que le aplicaron durante ese tratamiento de urgencia; reaparecerán como si fuesen flechazos que vuelven del pasado. ¡Qué nocividad irrefrenable! Toda esta carne ya no sabe qué hacer consigo misma y su historia, ha perdido su norte y su sentido. No es extraño que lo que esté en ella quiera salir. ¿Sabe, señora, cuál será nuestra estrategia? Vamos a oponer, al remolino, el abismo ordenado. En la superficie, en la piel, sólo se encuentran soluciones superficiales, cosas de cirujanos de urgencia. Pero nosotros, los reconstructores, somos gente que trabaja sobre lo profundo. En vez de cubrir, vamos a adentrarnos, vamos a profundizar hasta donde el ácido no llegó. Por ahora, el laberinto ocupa más de la mitad de su piel, no hay salida. ¡Entonces cavemos! Es la única manera corajosa de solucionar esto. Señora, usted ha sido vitriolada. «Vitriolo», comprende —recitó unas latinejos que yo no pude descifrar, pero que suscitaron un chispazo de esperanza y respeto en los ojos de Eligia.

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