La diadema de las ocho estrellas / El secreto de la diligencia

 

Episodios 19 y 20 de las aventuras de don César de Echagüe, un hombre adinerado, tranquilo, cínico, casi cobarde. Oculta así su otra personalidad: él es el héroe enmascarado «el Coyote», el justiciero que defenderá a sus compatriotas de los desmanes de los conquistadores yanquis, marcando a los malos con un balazo en el lóbulo de la oreja.

José Mallorquí

La diadema de las ocho estrellas/El secreto de la diligencia

Coyote 019 y 020

ePUB v1.1

Cris1987
30.11.12

Título original:
La diadema de las ocho estrellas/el secreto de la diligencia

José Mallorquí, 1946.

Ilustraciones: Julio Bosch y José Mª Bellalta

Diseño portada: Salvador Fabá

Editor original: Cris1987 (v1.1)

ePub base v2.0

Capítulo I: La blanca paloma de San Benito de Palermo

—Debiera usted haber visto esta misión en los buenos tiempos, don César —murmuró el franciscano, sentándose lentamente en uno de los relucientes bancos de roble y paseando la mortecina mirada de sus pobres ojos por la fresca sombra de la capilla—. Cuando empezó este siglo yo tenía dieciocho años y entré en la Misión de San Benito de Palermo, uno de los grandes santos de nuestra Orden. Los padres Kino y Salvatierra levantaron esta misión y la bautizaron con el nombre de San Benito. Cuando yo ingresé en ella era una misión muy rica. Todas las tierras que alcanza la vista… —El fraile sonrió levemente, aclarando—: La buena vista, quiero decir. Todas eran nuestras; de la misión, claro está. Ahora, hasta mis ojos pueden ver lo poco que nos queda. El señor nos lo dio, el Señor nos lo quitó. Bendito sea Su Santo nombre; pero aquellas riquezas nos permitieron hacer mucho bien. Por eso las echamos de menos.

—Tal vez aquel orden de cosas no era perfecto —sugirió don César de Echagüe, contemplando, también, la sencillez de la pequeña iglesia de la misión.

—Cuando el conjunto de las misiones fue destruido por los hombres que llegaron al marcharse España, el sistema era perfecto, don César. Su padre no lo debió de decir. Por cada uno de nosotros había varios miles de indígenas que no sabían nada, que vivieron míseramente hasta que nosotros levantamos la misión, trajimos simientes y animales domésticos. En pocos años hubo una gran riqueza en California. Y de esa riqueza fueron los indígenas los primeros en beneficiarse. Hicimos de ellos seres humanos, les enseñamos a conocerse a sí mismos. Luego…

Fray Anselmo entornó los ojos y con la aguda mirada de su cerebro revivió sucesos que ya parecían enterrados en las tinieblas de los tiempos pasados.

—Luego vinieron de la capital hombres que traían la mentira en los labios. Y ni ellos mismos se daban cuenta de que era mentira. La creían verdad; porque era una mentira tan grande que les engañaba a ellos mismos. Dijeron a los pobres indígenas que ya no serían más esclavos, que ellos los convertirían en hombres libres, que la tierra iba a dejar de ser nuestra para pasar a ser de ellos. Les dieron tierra, les dieron mulas, arados, herramientas para el cultivo, sacos de trigo, cebada, maíz y avena. Hablaron de nosotros como de unos inicuos explotadores. Algunos pobres indios comprendieron la verdad y continuaron a nuestro lado, compartiendo nuestra terrible miseria, cultivando los huertecitos que estaban pegados a los muros de esta misión. Los otros cogieron todo cuanto se les había dado y con el trigo que debían haber sembrado amasaron blanco pan. La cebada la convirtieron en extrañas bebidas alcohólicas y del maíz hicieron abundancia de tortillas y gachas. Lo mismo con la avena. Vendieron a cualquier precio sus mulas y caballos, mataron los cerdos que les dieron para criar y devoraron las gallinas y conejos. Antes de un año, todo se había consumido. Los indios estaban en la mayor miseria. Sus tierras, incultas, no daban nada. Tuvieron que trabajar para los hombres blancos, gastando sus jornales en alcohol y más alcohol. Olvidaron la vida sana y tranquila, degeneraron y convirtiéronse en algo vergonzoso. Y como se sabían también culpables, no se atrevieron a volver aquí. Acabaron vendiendo sus tierras por unos pocos pesos.

El fraile continuaba con los ojos cerrados, reviviendo mentalmente aquellas amarguras pasadas. Con voz siempre igual, prosiguió:

—Cuando aquellos hombres que vinieron de la capital, trayendo libertades y regeneraciones, vieron cómo utilizaron aquellos infelices las inmensas ventajas concedidas, los insultaron, dijeron que merecían todo cuanto les estaba ocurriendo y volvieron a la gran ciudad, comentando que la esclavitud era aún demasiado poco para semejantes haraganes.

—Sí, ya conozco eso —sonrió don César—. Mi padre me lo contó muchas veces. Eran ideas buenas para ciertos cerebros, pero resultaban malas para otros. Los bien intencionados no siempre resultan beneficiosos. No se puede alimentar a un canario con granos de maíz, ni a una gallina con alpiste. No sé en qué isla del Pacífico, o acaso en el extremo sur de nuestro continente, llegaron unos misioneros que se horrorizaron al ver a la gente ir desnuda. Les dieron gruesos trajes. El país es de abundantes lluvias. Cuando los indígenas iban desnudos, el agua les resbalaba por el cuerpo, que en seguida quedaba seco; pero cuando se vistieron, las telas de sus trajes acopiaron el agua que caía y conservaron los cuerpos en una prolongada humedad. En pocos años todos los indígenas murieron de diversas enfermedades ocasionadas por aquellos trajes destinados a hacer de ellos unos seres más perfectos.

—Tiene razón, don César. Hoy apenas si queda la centésima parte de aquellos indígenas que vivían y prosperaban bajo nuestras leyes. Casi todos han muerto; pero en la historia de la nación que hizo aquello aún se habla con satisfacción de la obra realizada. Esto era un paraíso, luego fue un infierno y al fin se ha convertido en un cementerio.

—Exagera usted, fray Anselmo —sonrió don César—. Desde la puerta de la misión se ven infinitas haciendas.

—La iglesia está casi siempre vacía —murmuró el franciscano.

—Son hombres de otra religión. Y muchos de ellos, sin ninguna.

—Era hermoso hacer sonar la campana y ver cómo miles de hombres, vestidos con blancas telas, se agolpaban frente a la Casa de Dios para asistir, incluso de lejos, al Santo Sacrificio. ¡Qué pequeña resultaba entonces la capillita! ¡Y qué grande es ahora! Sólo diez o doce personas la frecuentan.

—Primero se marchó España —dijo don César—. Luego se marchó Méjico y llegaron hombres de otra raza, educados en otra religión. No es culpa suya el tener otra fe. Ni lo es de sus padres, ni de sus abuelos.

—¿Cómo puede haber otra fe que la verdadera?

—Ellos creen que su fe es la verdadera. Y no sigamos por ese camino, fray Anselmo. Puede que algún día esos mismos hombres de otra fe hagan renacer estas misiones, reparen las heridas que el tiempo les ha ocasionado y les devuelvan el viejo esplendor.

—Eso no podrá ser, a menos que se den cuenta del error en que viven.

—No le quepa duda de que será así. Tal vez empiecen por reconstruir las misiones para conservar sus bellezas arquitectónicas, o para preservar unos edificios ligados a la historia de esta nación.

—¿Qué interés pueden tener los norteamericanos en conservar los recuerdos de España?

—El mismo que España ha tenido en conservar los recuerdos de Roma, de Arabia y de todas las razas que han pasado por su suelo. Y cuando tengan reconstruidas las misiones harán volver a ellas a los religiosos que tuvieron que abandonarlas y externamente todo volverá a ser como antes. ¡Quién sabe si con el paso de los años las campanas de la misión de San Benito de Palermo volverán a hacer de imán para las multitudes!

—Yo no podré verlo desde la tierra.

—Quizá lo vea desde el Cielo.

—No —murmuró el fraile.

—¿Es que no espera ir el Cielo? —preguntó don César.

La respuesta del franciscano fue de las más inesperadas.

—No —dijo—. No iré al Cielo.

—¿Tan grandes son sus pecados? —sonrió don César de Echagüe.

—Sí. Durante veinte años he conservado sobre mi alma el peso de una mentira y… y hasta el de una impía burla.

El franciscano volvió la cabeza hacia la imagen de la Virgen que se encontraba en uno de los mejores altares de la iglesia.

—¿Conoce usted la Blanca Paloma del desierto, don César?

—¿Quién no ha oído hablar de ella y de las ocho estrellas de su diadema? —replicó César de Echagüe.

—Ocho estrellas verdes —murmuró el franciscano—. La mejor diadema y la única digna de las sienes que ciñe… Pero…

Fray Anselmo permaneció callado un buen rato. Por fin, sin terminar la frase iniciada, se puso trabajosamente en pie.

—Salgamos al claustro. Allí estaremos mejor.

—Como usted prefiera, fray Anselmo. Tal vez pueda ayudarle a resolver sus inquietudes. Fray Jacinto me dijo que eran muy grandes.

—¿Es que él contó…? —preguntó, alarmado, el anciano.

—Creo que se trataba de un secreto de confesión, ¿no?

—Sí…, era un secreto de confesión. Casi lo había olvidado. Cuando ocurrió yo tenía sesenta y ocho años y creí que me quedaba muy poco por vivir. Sin embargo, he vivido veinte años más. Y el secreto sigue pesando sobre mi conciencia. ¿Le contó, fray Jacinto que él no pudo darme la absolución?

—No me dijo nada de eso. Tan sólo me pidió que viniera a verle y le ayudase.

—¿Cree poder hacerlo? —preguntó el anciano.

—Puedo intentarlo.

—Sí; eso, sí. Usted es rico; pero cuando hablé por última vez con fray Jacinto, él me prometió enviar a otro hombre.

—¿A quién?

—Al
Coyote
.

—¿Y le ha defraudado que me enviase a mí?

—No, no; nada de eso. Al contrario. Usted conoce al
Coyote
, ¿verdad, don César?

—Sí, fray Anselmo; le conozco.

—¿Sabe qué personalidad se encubre tras su antifaz?

—Cree saberlo; pero…

—No, no me diga quién es. ¿Y su opinión acerca de él?

—¿Quiere usted conocer mi opinión acerca del
Coyote
? —preguntó, sonriendo, don César.

—Sí.

—No tengo opinión exacta. Unas veces me parece un bandolero; en otras ocasiones le creo un hombre que desea imponer una justicia equivocada. Hay momentos en que le creo bueno, y otros en que me parece malo. Pero siempre le he creído un loco. En esa opinión coincidimos, ¿verdad, fray Anselmo?

Other books

Island Worlds by Eric Kotani, John Maddox Roberts
Sottopassaggio by Nick Alexander
Borrowing Death by Cathy Pegau
Judgment by Denise Hall
Murder in the Green by Lesley Cookman