Read La diadema de las ocho estrellas / El secreto de la diligencia Online
Authors: José Mallorquí
Tags: #Aventuras
Acompañado hasta la puerta por el banquero, don César abandonó el establecimiento, dirigiéndose al hotel. Como no encontró ningún aviso fue hacia «El Carril de Oro».
—No han salido —explicó el pequeño César—. Aún están dentro. He mirado por las ventanas.
—Si hubiesen querido escapar habrían podido hacerlo ya. Volveremos a las cuatro.
A las cuatro menos dos minutos, don César y su hijo entraron de nuevo en «El Carril de Oro». Uno de los camareros que antes les viera hablar con Valdés Guerrero acudió a anunciarles:
—Les están esperando en el despacho. Les acompañaré.
El camarero les precedió a lo largo un estrecho pasillo que terminaba en una puerta trasera. La puerta estaba entreabierta. Tres metros antes de llegar ella estaba el despacho.
Tras algunas inútiles llamadas, el camarero se decidió a empujar la puerta. Un gran quinqué de petróleo colgaba del techo de la habitación, iluminándola con su amarillenta luz. De momento pareció que el despacho estaba vacío; pero al entrar en él, el camarero lanzó un grito de espanto y retrocedió, tropezando con don César, que, apartándole a un lado avanzó hacia el motivo del sobresalto del camarero, quien corría ya por el pasillo pidiendo socorro a gritos.
Al otro lado de la mesa y caídos uno sobre otro estaban Calixto Valdés y Mario Guerrero. Cada uno de ellos tenía una profunda cuchillada en la garganta.
—¡No tengas miedo! —pidió don César a su hijo—. Esto no lo esperaba yo.
El pequeño tartamudeó que no tenía mucho miedo; pero don César observó que las piernas se le doblaban. Como al mismo tiempo observó algo más, un verdoso destello en la mano derecha de Valdés, arrodillóse junto a los dos cadáveres y retiró de la mano de Calixto una gruesa esmeralda que centelleó fríamente.
A la entrada del pasillo se oían ya apresurados pasos de los que acudían en respuesta a los gritos del camarero. Don César se apresuró a abrir la mano derecha de Mario Guerrero. También en aquella mano encontró una esmeralda idéntica a la anterior e idéntica en todo a las esmeraldas de la Diadema de las Ocho Estrellas.
Poniéndose en pie, el californiano metió en los bolsillos de su hijo las dos piedras preciosas, ordenándole en voz baja:
—No digas nada de esto. Y ahora procura llorar si puedes. Me harás un favor.
El pequeño César de Echagüe rompió en un estridente llanto que no tenía nada de fingido.
Edmonds Greene miró, pensativo, a su cuñado.
—No lo entiendo —dijo—. No lo entiendo.
Examinó las dos esmeraldas que tenía ante él, comentando luego:
—El pobre César aún no se ha repuesto de las emociones que sufrió. No debió de ser un espectáculo muy agradable el de aquellos dos hombres degollados.
—Aunque esté mal la comparación, lo cierto es que parecían dos cerdos degollados.
—Por lo que has dicho, no debieron de venderle las esmeraldas a Fiske.
—Se las vendieron.
—Pero ¿cómo pudieron vendérselas, si las encontraste en su poder?
Don César sacudió la ceniza de su cigarro y después de dar al mismo un par de largas chupadas y llenar de aromático humo el despacho de su cuñado, replicó:
—Las esmeraldas legítimas de la Diadema de las Ocho Estrellas están valoradas en unos veinte mil dólares cada una. Estas dos no valen ni treinta dólares.
—¿Quieres decir que son falsas?
—Tan falsas como las que se encuentran en San Benito de Palermo.
—¿Crees que aquellos dos canallas engañaron a Fiske y que Fiske se vengó, haciéndolos matar y devolviéndoles las esmeraldas?
—Pudo haberlos matado él en persona.
—Elias Fiske es un hombre duro; pero no creo que se rebajase a cometer tales delitos. Y creo, además, que sería peligroso interrogarle sobre esos crímenes. Es hombre muy poderoso…
—Y tú no te atreves a indisponerte con él, ¿verdad?
—No —sonrió Greene—. No me atrevo. Soy hombre acomodado y gracias a las tierras que tú cediste a Beatriz vivimos sin dificultades. Ella puede vestir con lujo y no privarse de las cosas de que se vería privada si los dos tuviéramos que depender de la herencia que tu padre dejó.
—Ya sabes que nunca os faltará nada mientras a mí me sobre tanto.
—Además está mi carrera política, César. No quiero estropearla. Fiske podría hundirme, si lo deseara.
—No temas. Aunque Washington no es el lugar más indicado para que actúe
El Coyote
, creo que aquí me moveré con más libertad que en Los Ángeles.
—Si se sabe que
El Coyote
anda por Washington al mismo tiempo que don César de Echagüe, se sospechará que la coincidencia es excesiva.
—Las personas que verán al
Coyote
procurarán no divulgarlo.
—¿No tuviste dificultades en Ogden?
—No. El camarero fue el primero en descubrir los cadáveres y yo tenía una coartada indestructible. No me molestaron ni nos registraron a César ni a mí.
—¿Qué explicación dio el sheriff para justificar el asesinato?
—Llevas demasiado tiempo lejos de California, Edmonds
[1]
. Ya te has acostumbrado a las cosas de la capital y olvidas que en mi tierra nadie se asombra mucho cuando dos taberneros son degollados. Se considera una cosa natural. Algún enemigo, o algún amigo que deseaba saldar una cuenta pendiente. Creo que las esmeraldas hubieran resultado un estorbo para la Justicia. Por eso se las quité. Lo más lamentable es que Valdés y Guerrero bajaron a la tumba con un secreto. A no ser por lo de los cheques, la pista estaría completamente perdida. ¿Conoces a Joab Wetach?
—¿Por qué me preguntas eso?
—¿Le conoces?
—Sí.
—Quisiera hablar con él.
—Te será imposible —respondió Greene, que había palidecido intensamente—. Te será imposible.
—¿Le asesinaron?
Greene asintió con la cabeza.
—¿Degollado?
—Sí… Como se degollaría a un cerdo. Pero… no es posible que exista ninguna relación entre Wetach y esos dos taberneros.
—Existía. Por lo que dijeron ellos, Wetach era el principal culpable del robo de la Diadema de las Ocho Estrellas.
—¿Sabes quién era Wetach?
—No.
—Era el secretario del embajador de Austria.
—¡Aja! Había subido muy alto. ¿Era austriaco?
—Nacionalizado austriaco; pero sospecho que era norteamericano o inglés. Hablé con él tres días antes de que le asesinaran. El asunto se ha mantenido secreto por la importancia de las personas comprometidas en él.
—¿Comprometidas?
—Quiero decir que a la muerte del secretario del embajador se le dio apariencia de normal. Sospechamos que le mataron para arrebatarle algunos documentos. La policía está realizando gestiones secretas; pero la Embajada austriaca pone toda clase de dificultades.
—Cuéntame lo que sepas de él.
—Es muy poco. Wetach apareció por primera vez en Méjico cuando el emperador Maximiliano fue colocado allí por Napoleón III. El tesoro del Emperador desapareció, y se dice que fue confiscado a Wetach. Eso no son más que rumores. Cuando el Imperio de Maximiliano se vino por tierra, Wetach desapareció y reapareció en Viena. Tal vez entregó algo del tesoro, o acaso prometió recuperarlo del lugar donde fue escondido. Lo cierto es que le nacionalizaron austríaco y, tras una breve carrera diplomática, fue enviado a París. Allí estuvo un par de años y luego vino a Washington con el nuevo embajador. A los pocos días de su llegada le asesinaron.
—¿Tiene algo que ver la Embajada mejicana?
—No. Por lo menos, en apariencia, no tiene nada que ver, aunque es posible que le quisieran hacer revelar el escondite del tesoro, que se supone depositado en Méjico o en Tejas. Parte de estos datos me los ha proporcionado el jefe de policía de Washington, Harold Bradford, un enemigo peligroso para ti. Ha dicho muchas veces que él no tardaría ni dos días en cazar al
Coyote
.
—Muy interesante. Iré a hacer una visita al señor Bradford.
—Le conocerás mañana en la fiesta que da el Presidente. Es un hombre que sospecha de todo el mundo y en cuanto averigua la llegada de un personaje de alguna importancia lanza sobre él todos sus agentes secretos. Se distinguió mucho en la caza de espías del Sur. Ayudó en varias ocasiones al general Grant y al ocupar éste la Presidencia fue nombrado para el cargo que ocupa. Está muy por encima de los sheriffs con quienes has tropezado. Sé prudente.
—Lo seré. Nadie aprecia mi vida tanto como yo.
—A veces parece que tú eres quien menos la aprecia. Evita hablar de Wetach delante de Bradford. Al momento sospecharía cosas malas de ti. Además me olvidé de decirte una cosa: a Wetach le martirizaron antes de matarle. Y eso justifica la sospecha de que quisieron hacerle decir dónde estaba escondido el tesoro de Maximiliano.
—Tal vez le quisieron hacer decir dónde estaban las esmeraldas… No; eso, no. Tiene que ser otra cosa. Voy a salir a dar una vuelta por la ciudad. Tú y Beatriz, cuidad del chico.
—¿Adónde vas?
—A ver a Elias Fiske. ¿Dónde vive?
—En la Avenida de Pennsylvania, junto a la Avenida de Indiana. Pero ¿de veras piensas ir allí?
—Sí.
—¿Vestido de
Coyote
?
—¡Por Dios! —rió don César—. Eso sería obligar a todo Washington a que me viera y siguiese. No. En California un traje como el que yo uso no llama demasiado la atención, y, en la oscuridad, puedo pasar por cualquier campesino; pero si me paseara por la Avenida vestido de mejicano, hasta el Presidente se enteraría de que estoy aquí. Adoptaré un traje más en armonía con la ciudad. Uno negro, de etiqueta. Sólo llevaré los revólveres y el antifaz.
—Procura no matarle.
—No tengo ningún interés en hacerlo; pero en cambio, sí lo tengo en averiguar la verdad.
A las nueve y media de la noche, don César abandonó la casa de su cuñado y de su hermana. La ciudad empezaba a remozarse después de los estragos que el continuo tráfico de ejércitos durante la guerra te había causado. Había ya algún alumbrado público; pero no tanto que resultara molesto para quien, como en aquellos momentos
El Coyote
, deseaba pasar inadvertido. Envuelto en una larga capa y cubierto con un sombrero de copa, se le hubiese tomado por un invitado a cualquiera de las fiestas que todas las noches se celebraban en la capital.
El Coyote
sonrió al imaginar el horror que hubiera sentido su cuñado de saber el lugar al que en realidad se dirigía. Para encontrarlo no había necesitado preguntar nada a Greene; pero una vez ante el edificio de la Embajada de Austria,
El Coyote
empezó a comprender que la entrada allí no iba a resultar fácil. En primer lugar era preciso pasar al otro lado de una alta reja, cuyos hierros terminaban en verdaderas y agudísimas lanzas. Por el jardín rondaban varios perros, y era de suponer que no faltaría algún que otro centinela que si mataba a alguien dentro del jardín no tendría que responder para nada a las autoridades norteamericanas, pues sería como si lo matase en Austria o en Hungría, o en cualquier otro de los numerosos estados de la doble monarquía.
Lentamente
El Coyote
fue dando la vuelta al edificio. Del interior llegaban los compases de un vals vienés. ¿Qué otra música podría interpretarse allí?
«Fiesta tenemos», pensó
El Coyote
, y como se acercaba a la puerta principal, ante la que se congregaban numerosos coches y sus cocheros, se quitó el antifaz, escondió los revólveres y de una cajita sacó lo necesario para adornar su rostro con una perilla militar y un bigote algo canoso. Sus cabellos quedaron levemente blanqueados en los aladares y el aspecto de don César de Echagüe varió por completo. Casi corriendo cruzó el jardín, subió la escalinata principal y cuando el mayordomo iba a pedirle la invitación, le atajó velozmente con estas palabras:
—Oiga, amigo, si mi mujer le pregunta a qué hora he llegado diga que a las ocho y media. No lo olvide. Gracias.
Don César siguió adelante y el mayordomo se encontró con que, en vez de la invitación, había recibido una moneda de oro de veinticinco dólares.
Claro que las instrucciones recibidas fueron muy severas; pero el caso de aquel caballero era clarísimo. Su mujer debía de ser alguna de las huesudas damas que necesitaban postizos en la cabellera, en el pecho y en todas las partes que la moda exigía fueran abultadas y algo salientes. Se comprendían ciertas infidelidades. Seguramente el caballero tendría una muchachita regordeta, como las rubias modistillas de Viena…
Mirando hacia arriba vio cómo el dadivoso invitado decía unas palabras al oído del encargado de anunciar a los que iban llegando. El anunciador asintió varias veces con la cabeza, y, por fin, el invitado se alejó por uno de los pasillos, sin entrar en el gran salón.
Don César siguió pasillo adelante en busca de la biblioteca por la que había preguntado, y no tardó en dar con ella. El edificio de la Embajada de Austria era enorme y la biblioteca estaba de acuerdo con su tamaño.
Las cuatro paredes estaban ocupadas, hasta el techo, por estantes llenos de libros. En la parte inferior, las estanterías terminaban en unos pequeños armarios de puertas corredizas.
La estancia se hallaba vacía; pero bien alumbrada, pues ya se sabía que siempre había algunos invitados que preferían disfrutar con la lectura de un buen libro en vez de perder el tiempo bailando o cambiando tonterías con las damas.
Don César aproximóse a uno de los estantes y buscó algún libro que pudiera justificar su interés por la biblioteca. La mayoría de los volúmenes estaban escritos en alemán; pero entre ellos encontró un ejemplar dedicado a la reproducción de los grabados de Alberto Durero. Dejándolo sobre una mesita y abriéndolo por el centro, don César encendió un cigarro, y en seguida fue hacia los armarios y abrió tres de ellos antes de encontrar lo que buscaba. Esto lo halló en un largo y redondo estuche de tela y cartón. En aquellos tiempos era costumbre guardar en la biblioteca los planos de la casa, y en la Embajada no se había alterado semejante costumbre.
Rápidamente, don César destapó el estuche y sacó un rollo de recios papeles, que extendió sobre una mesa, en tanto que permanecía con el oído atento al menor ruido. En el plano localizó la biblioteca y luego buscó la habitación que le interesaba hallar. Aunque en el plano no se indicaba la situación de la misma, por deducción don César no tardó mucho en hallarla, y después de observar atentamente los caminos que conducían a ella, volvió a meter los planos en su estuche, guardó éste en el armario y después de cerrarlo dedicó unos minutos más a fumar el cigarro y a ir volviendo las hojas del libro de grabados. En realidad, lo que hizo fue emplear aquel tiempo en trazar un plan de acción. En cuanto lo hubo ultimado, se puso en pie y, saliendo de la biblioteca, marchó hacia la escalera de servicio, por la cual ascendió al segundo piso sin encontrar a nadie. Sin la menor vacilación recorrió dos pasillos, débilmente alumbrados, hasta llegar ante la puerta de la habitación que buscaba.